Читать книгу Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 5

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Jamás tuvo nombre de pila.

Desde que recordaba –y su memoria se limitaba a bosques, riscos, soledad y cabras montaraces–, nadie le conoció más que por el apelativo de Cienfuegos, sin que nunca llegara a saber con certeza si tal denominación se debía al apellido de su madre, al color de su cabello o a un simple sobrenombre de razón desconocida.

Hablaba poco.

Sus conversaciones más profundas no tenían nunca lugar a base de palabras, sino de sonoros, prolongados y cadenciosos silbidos, en un lenguaje propio y privativo de los pastores y campesinos de la isla, que se comunicaban de ese modo de montaña a montaña, en lo que constituía una forma de expresión más lógica y práctica en aquella agreste Naturaleza que la simple voz humana.

En un amanecer fresco y tranquilo, cuando los sonidos, que las paredes de roca hacían rebotar de un lado a otro, parecían atravesar con tierna suavidad un aire húmedo y limpio, Cienfuegos se sentía capaz de mantener una charla perfectamente inteligible con el cojo Bonifacio, quien desde el fondo del valle solía ponerle al corriente de cuanto su primo Celso, el Monaguillo, le transmitía a su vez desde el villorrio.

Fue así como tuvo noticias de que el viejo Amo acababa de recibir la extremaunción y estaba a punto de emprender el Camino de Chipudes, con lo que nuevos señores llegarían muy pronto a La Casona, lo que constituiría sin lugar a dudas la primera auténtica novedad digna de ser tenida en cuenta en sus ciertamente no muchos años de existencia.

Nadie sabía su edad.

Resultaba a todas luces imposible conocerla ya que en parte alguna había quedado constancia del día o el año en que vino al mundo, y aunque su cuerpo, fornido y musculoso, era ya el de un mozarrón hecho y derecho, su rostro, su voz y su mentalidad correspondían por el contrario a un adolescente que se resistía a abandonar el difícil y fascinante mundo de la niñez.

Tampoco tuvo infancia.

Todos sus juegos se habían limitado a lanzar piedras y bañarse en las charcas, siempre a solas, y sus afectos se centraban en algunos pájaros, un viejo perro y cabritillos que acababan creciendo y convirtiéndose en bestias apestosas, desagradecidas y rencorosas.

Su madre había sido al parecer una cabrera bastante más salvaje y maloliente que las mismísimas bestias que cuidaba, y su padre, aquel Amo que ahora se encontraba al borde de la muerte y que se iría a la tumba sin admitir que dejaba en la isla más de treinta bastardos de cabellos rojizos.

Aquella hermosa melena entre rubia y cobriza que le caía libremente por la espalda constituía sin lugar a dudas la única herencia visible que su progenitor le había otorgado; herencia compartida con otra docena de chicuelos de las proximidades, que daban fe de esa manera de las incontenibles apetencias sexuales y el innegable atractivo físico del señor de La Casona.

No sabía leer.

Si apenas hablaba, de poco le hubiera servido la lectura, ya que la mayoría de las palabras le resultaban desconocidas por completo, pero no había nadie sin embargo en la isla que conociera más a fondo sus secretos, supiera más de la Naturaleza y sus continuos cambios o fuera capaz de lanzarse con mayor decisión por los acantilados y riscos, saltando sus precipicios sin más ayuda que un valor que rayaba en la inconsciencia y una larga pértiga con la que salvaba vanos de hasta doce metros, o por la que se dejaba deslizar descendiendo así por un farallón cortado a pico en cuestión de minutos.

Tenía algo de cabra, algo de mono y algo de cernícalo, porque en ocasiones conseguía mantenerse en inconcebible equilibrio sobre un simple saliente de piedra en mitad de un abismo, y se creería que en un determinado momento, al brincar de una roca a la de enfrente se detenía en el aire sosteniéndose en él como si su profunda ignorancia le impidiese aceptar que existían desde antiguo rígidas e inamovibles leyes sobre la gravitación de los cuerpos.

Apenas comía.

Le bastaban unos sorbos de leche, algo de queso y los frutos silvestres que encontraba a su paso, y cabía admitir que se trataba de un auténtico milagro de la supervivencia, puesto que a nadie más que a la mano de Dios podría atribuirse el hecho de que hubiera conseguido criarse sano y fuerte durante los largos años que había vivido prácticamente solo en el corazón de las montañas.

Se sentía feliz.

Al no conocer más que aquella vida de libertad constante en la que no tenía que depender siquiera de un lugar que pudiera considerar vivienda permanente, vagabundeaba a gusto tras el ganado sin rendir cuentas de sus actos más que a sí mismo, o al viejo e indiferente capataz que dos veces al año subía a comprobar que los animales continuaban aumentando el patrimonio de su amo.

A nadie le importaban en realidad gran cosa aquellas bestias, que no constituían más que uno de los muchos rebaños que se desperdigaban por los riscos vecinos convertidos en simples números a la hora de determinar el valor de una propiedad cuyos intereses de los últimos tiempos apuntaban más hacia el mar y el floreciente comercio con la metrópoli que al cultivo de las tierras o el aprovechamiento racional de la carne y la leche.

Sentado en la cima del acantilado, balanceando las piernas sobre un abismo que a cualquier otro le hubiera revuelto el estómago de vértigo, el muchacho observaba a menudo el lejano puerto o las grandes naves que fondeaban en la ensenada, preguntándose qué diantres podrían contener las barricas y fardos que bajaban a tierra, y a quién demonios le serían de utilidad tantas cosas absurdas.

Durante los trece primeros años de su vida, Cienfuegos se limitó por tanto a ejercer de lejano espectador de una vida que se iba desarrollando con especial monotonía en el fondo del valle o la bahía sin demostrar jamás el más mínimo interés por integrarse a ella, puesto que las escasas ocasiones en que se arriesgó a observarla de cerca llegó a la dolorosa conclusión de que se encontraba mucho más a gusto entre las cabras.

La primera vez que visitó el villorrio un cura corrió tras él con la nefasta intención de bautizarlo y darle un nombre, pero la sola idea de que le rociaran la cabeza con agua bendita mientras pronunciaban palabras cabalísticas se le antojó cosa de brujos, por lo que optó por la sencilla solución de aferrar su pértiga, dar un salto hasta el tejado de la iglesia y brincar desde allí a una roca cercana, lo que lo colocó de inmediato en su terreno permitiéndole regresar sin más problemas a sus tranquilas quebradas y montañas.

Años más tarde, y a instancias del cojo Bonifacio, decidió bajar de nuevo al pueblo a hacer retumbar los tambores durante la fiesta del santo patrón, y aunque ese día el cura se encontraba demasiado atareado como para corretear tras él, tuvo no obstante la mala fortuna de toparse en una callejuela solitaria con la viuda Dorotea, una mujerona enorme y bigotuda que se empeñó en asegurar que había sido amiga de su madre y no podía por ello consentir que el hijo de un ser del que conservaba tan gratos recuerdos durmiera al aire libre.

Penetrar en una casa constituyó para el joven pastor pelirrojo una experiencia traumatizante, ya que apenas la puerta se cerró a sus espaldas se sintió como enterrado en vida, le invadió una profunda angustia y tuvo la impresión de que le costaba un enorme esfuerzo respirar libremente.

Por si todo ello fuera poco, a la entrometida gordinflona se le metió entre ceja y ceja la absurda idea de que apestaba a estiércol y a macho cabrío, ignorando sus propios hedores y el sudor que le corría por la frente humedeciéndole el mostacho, por lo que acabó por introducirlo en un gran barreño de agua tibia para frotarle insistentemente, enjabonándolo a conciencia hasta dejarle reluciente y oliendo a lavanda.

Al poco aconteció la cosa más absurda e inconcebible de que el pobre muchacho tuviera jamás noticia, ya que a pesar de que nunca había oído hablar de cristianos antropófagos, creyendo siempre que era esa una costumbre reservada a los salvajes africanos, la viuda Dorotea demostró su desmedida afición a la carne humana lanzándose ansiosamente sobre sus muslos, decidida al parecer a devorarlo en vida, comenzando en primer lugar por sus partes más delicadas y asequibles.

Con un alarido de terror, el espantado Cienfuegos dio un salto a riesgo de dejarle un trozo de prepucio entre los dientes, y precipitándose de cabeza por la ventana cayó cuan largo era en mitad del chiquero, arruinando en un instante el esfuerzo del baño y corriendo el peligro de que un enorme cerdo acabara el trabajo que iniciara la gorda.

Huyó del pueblo desnudo, apestando a mierda y espantado, jurándose a sí mismo no volver a descender jamás de sus montañas, dado que el mundo de los valles y la costa se le antojaba un lugar enloquecido y tenebroso cuyas reglas de comportamiento renunciaba desde aquel mismo momento a comprender.

Por ello, cuando una lluviosa mañana de mayo el fiel Bonifacio le pidió que acudiera al entierro del señor de La Casona, que se había decidido a emprender –muy contra su voluntad– el definitivo Camino de Chipudes, se hizo por primera vez en su vida el sordo, limitándose a observar desde la copa de una palmera, que avanzaba peligrosamente sobre el vacío, el largo cortejo fúnebre que se perdía en la distancia.

El nuevo amo de la hacienda tardó casi tres meses en instalarse definitivamente en La Casona, ya que a pesar de haberla sembrado de bastardos, el difunto no dejó ningún heredero legítimo en la isla y tuvo que ser un sobrino, llegado de tierras muy lejanas y desconocedor por tanto de las costumbres locales, el que tomara posesión del hermoso valle, los montes circundantes, los densos bosques y los centenares de cabras, cerdos y ovejas que pastaban libremente a todo lo largo y ancho de aquella atormentada orografía, la más abrupta que existía sobre la superficie del planeta.

Trajo consigo el nuevo señor –vizconde de Teguise– a su flamante esposa, una hermosa germana de larga melena incapaz de pronunciar una sola palabra en correcto castellano, pero de particular encanto, exquisita dulzura y muy dada a la contemplación de la Naturaleza, de la que se mostraba especialmente amante, por lo que pareció encontrarse desde el primer momento sumamente feliz en la bellísima isla.

La joven vizcondesa solía abandonar muy de mañana el macizo caserón, y unas veces a pie y otras a lomos de una nerviosa yegua negra, se adentraba por los más intrincados senderos de los valles, trepaba a los altivos roques o se perdía a propósito en los profundos y rumorosos bosques en busca de los escasos vestigios que aún perduraban de las primitivas viviendas aborígenes.

Y lo inevitable ocurrió un caluroso mediodía de junio, cuando tras toda una larga y fatigosa cabalgada decidió tomar un reconfortante baño en la más hermosa y recóndita laguna, y tras permanecer casi una hora amodorrada al tibio sol que secaba dulcemente su blanca piel de nácar, entreabrió los ojos para descubrir, desconcertada, la hermosa figura masculina que estaba a punto de adentrarse en el agua a no más de diez metros de distancia.

Atisbó tímidamente entre la espesa maleza y se asombró por la belleza de aquel hombre-niño de verdes ojos, larga melena rojiza, pecho de Hercúleas, piernas de acero y algo asombroso que en un principio se le antojó como añadido por capricho y sin más razón que atraer su mirada y dejarla allí prendida, hipnotizada por un inconcebible prodigio inimaginable para quien no había visto desnudarse más que a tres hombres a todo lo largo de su vida.

–¡Mein Gott!

Agitó repetidamente la cabeza, como tratando de desechar una visión fruto quizá de una indigestión a causa de las incontables moras que había ido picoteando a todo lo largo del camino, pero la inquietante aparición continuó tercamente ante sus ojos, se introdujo en el agua y comenzó a nadar con gestos tan apacibles y armoniosos que se diría un sueño.

Cuando se encontraba a menos de tres metros de distancia, Cienfuegos alzó el rostro y le sonrió con absoluta naturalidad, como si el hecho de descubrir en mitad del bosque a una bellísima rubia desnuda fuera algo normal y rutinario.

Tomó asiento a su lado y ella extendió la mano y le rozó con el único fin de cerciorarse de que era de carne y hueso. Él imitó su gesto y luego el dedo de la mujer descendió por la firme barbilla, el ancho pecho y el pétreo vientre para deslizarse al fin durante un tiempo que se le antojó infinitamente largo y turbador por aquella parte del cuerpo que en un principio provocó su exclamación de asombro, y que al observar ahora de cerca le obligaba a tragar saliva con esfuerzo para humedecerse a continuación los labios suavemente.

De regreso a La Casona la vizcondesa se encerró en su dormitorio alegando que le dolía terriblemente la cabeza y pasó la noche en vela rememorando una y mil veces la infinidad de maravillosas sensaciones que había experimentado en el transcurso de las más hermosas horas imaginables.

Decir que había iniciado a un niño que era a la vez el hombre más hombre que pudiera soñarse no bastaba, porque lo cierto era que había sido ella, pese a sus veinticuatro años y seis de experiencia, la auténticamente iniciada aquella tarde, y a la que le correspondiera descubrir cuán profundamente se encontraban enterrados los secretos del placer y con qué inconcebible e inexperta maestría había sabido hacerlos aflorar aquella silenciosa criatura cuya sola sonrisa valía más que un millón de palabras.

¿Quién era y de dónde había salido?

Ni siquiera sus nombres se habían dicho, sin compartir más que suspiros y caricias, y aunque no consiguió evitar que se le escaparan apasionadas frases en los momentos críticos, resultaba evidente que el muchacho no había captado su auténtico significado y en el fondo de su alma, Ingrid Grass, señora de La Casona y vizcondesa de Teguise por su matrimonio con el capitán León de Luna, agradeció profundamente el hecho de que su jovencísimo amante no conociese una sola palabra de alemán, pues ello le permitió dar rienda suelta a sus más íntimos anhelos y susurrarle al oído las más ardientes expresiones que le acudían a la mente.

Con los ojos clavados en el techo buscó esa noche su rostro en cada viga y cada sombra, y echó de menos el dulce olor de su piel de niño grande, el peso de su cuerpo, el tacto de sus manos y el leve jadear de placer sobre su cuello.

Llamó al sol en su ayuda rogándole que acudiera a mostrarle los caminos del bosque, odió las largas horas que precedían al alba; le dio mil nombres absurdos a su amado, se vistió en la oscuridad nerviosamente y, apenas vislumbró el primer atisbo de luz sobre el dormido mar que era un espejo, abandonó furtivamente el caserón y corrió en busca de la laguna de sus sueños.


Cienfuegos

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