Читать книгу Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 6
ОглавлениеFue a principios de agosto cuando ocurrieron los milagros.
El cojo Bonifacio comenzó a caminar cada vez más rectamente, y pese a que durante un tiempo se esforzó por conservarlo en secreto, al poco le confesó a su primo Celso que ciertas noches de luna se le aparecía una virgen que le obligaba a seguirle a paso vivo por senderos de montaña para conseguir de ese modo que su atrofiada pierna recobrara el vigor de los tiempos pasados.
El monaguillo se mostró escéptico, alegando que si la Virgen deseara hacer milagros no tenía por qué recurrir a tan fatigosos ejercicios de rehabilitación, pero como se daba el caso de que sufría desde niño un leve tartamudeo que le convertía en blanco de mil burlas, decidió acompañar al cojo en sus nocturnas correrías con la esperanza de que tal vez hablando largamente con la extraña aparición se corrigiera de igual forma su defecto.
Pasaron cuatro noches en vela y al relente sin resultado alguno, pero a la quinta, y cuando comenzaba a desconfiar de las fantasías de su primo, la vio aparecer como nacida de la nada; envuelta en una larga túnica y con el cabello al viento, fantasmagóricamente iluminada por una luna en creciente que jugaba a aparecer y desaparecer entre las nubes.
Quiso decirle algo pero su tartamudez empeoró a tal punto que ni siquiera el más leve sonido acertó a escapar de entre sus labios, limitándose a permanecer clavado allí, tan aterrorizado, que hasta diez minutos más tarde no advirtió por la humedad de sus ropas que se había orinado encima.
Corrió luego en silencio tras el cojo, que parecía tener ahora alas en los pies, pero pese a todos sus esfuerzos la prodigiosa aparición se diluyó en el aire coincidiendo con la llegada de una nube y resultó inútil que registraran juntos los intrincados senderos del bosque, quedando bien patente que la celestial señora había decidido regresar al lugar de donde vino.
Juró no contarle nada a nadie, pero cuando tres días más tarde el señor cura se extrañó de que a todo lo largo de una pormenorizada confesión el monaguillo no hubiera tartamudeado ni siquiera una vez, este se sintió en la obligación de revelarle que su evidente mejoría en el habla se debía sin duda a la intervención de la divina providencia.
Fray Gaspar de Tudela no se había distinguido a lo largo de su ya dilatada existencia por la agudeza de su mente o lo acertado de su juicio, pero tras rumiar largamente sobre los extraños fenómenos que estaban ocurriendo en su parroquia e interrogar a fondo al inocente Bonifacio, decidió que lo más sensato sería acudir en persona al sendero del bosque haciéndose acompañar por su fiel sacristán y media docena de las más fervientes beatas del lugar.
Era noche de luna llena en pleno agosto; noche tan clara que incluso podía distinguirse en la distancia la silueta de la isla vecina con su inmenso volcán que semejaba un gigantesco pecho femenino; noche de olores densos, gritos de aves en celo, millones de grillos y estrellas fugaces que surcaban el cielo persiguiendo murciélagos.
Y todos la vieron tal como la habían descrito, o tal como aparecía en las estampas y en los cuadros, con su inmaculada túnica y su cabello al viento; más hermosa que en la más perfecta imagen que hubieran reproducido jamás manos humanas.
Nació de la luz y se adentró en las sombras, y cuando a instancias del cojo Bonifacio la siguieron aprisa y en silencio, cada cual rogaba en un susurro que le concediera su viejo sueño más amorosamente atesorado.
La perdieron de vista unos instantes, pero al poco la descubrieron de nuevo al borde de una quieta laguna, tan inmóvil y blanca como un ángel de cementerio que permitiera de improviso que la túnica se deslizara de sus hombros para quedar totalmente desnudo y a la espera de un hermoso milagro indescriptible.
Y el milagro cobró forma en la figura de un mozarrón que surgió de la espesura, la alzó en vilo y le obligó a que le ciñera las piernas a la cintura para convertirse así de improviso en una sola persona.
La beata más anciana dejó escapar un lamento y otra lanzó un suspiro.
Una tercera gritó incapaz de contenerse, y fray Gaspar de Tudela la emprendió a sopapos, coscorrones y patadas con el desconsiderado tartamudo y el estúpido cojo que le habían obligado a ser testigo de cómo la señora vizcondesa de Teguise le ponía los cuernos al vizconde con un sucio cabrero.
Ya de regreso al valle trató de presionar a las mujeres suplicando que por el bien de la comunidad guardaran el secreto, pero dos días más tarde comprobó, desolado, que apenas quedaba nadie entre sus feligreses que no estuviera al tanto de las andanzas nocturnas de la rubia extranjera.
El valiente capitán León de Luna, señor de La Casona, regresó a los quince días de una expedición de casugo a la isla vecina, y apenas pisó la arena de la playa, un alma caritativa le puso al corriente, con pelos y señales, de los pintorescos acontecimientos que habían tenido lugar en sus dominios durante los largos meses de su obligada ausencia.
Se lo tomó con calma.
No obstante, y para mayor desgracia del jovencísimo Cienfuegos, la calma del vizconde era mil veces más temible que las iras de cualquier otro ser humano, y como el capitán amaba hasta por el último poro de su cuerpo a aquella criatura excepcional que era su esposa, decidió injustamente lavar su honor sin más ingredientes que la bastarda sangre de aquel lejano primo segundo pelirrojo al que se prometió a sí mismo dar caza y ajusticiar personalmente.
Descansó dos días y dos noches, intentó poseer a una mujer que parecía haberse convertido en hielo entre sus brazos y cuya mente se encontraba sin duda en otra parte, y convencido de que no recuperaría su amor hasta que no le arrojara a los pies la cabeza del culpable, aprestó sus armas, llamó a sus perros y se lanzó a los montes decidido a no regresar sin su trofeo.
El cojo Bonifacio le vio cruzar muy de mañana el platanar, leyó en su cetrino rostro la firme decisión de sus asesinas intenciones, y apenas se perdió de vista en la primera curva del sendero, trepó a una roca y emitió aquel largo silbido de llamada que tan solo los nacidos en la isla interpretaban.
Al poco le respondió Cienfuegos desde la cima del peligroso acantilado, y sobre las cabezas del ofendido esposo y de sus perros se cruzaron de uno a otro lado las palabras de una conversación que a él le resultaba ininteligible, pero que hacía referencia a su honor perdido y a las ansias de muerte que abrigaba en el pecho.
Fue en ese instante cuando el pastor averiguó que la maravillosa criatura que había transformado por completo su existencia estaba casada y era dueña de media isla, y le dolió infinitamente descubrir que jamás volvería a verla pese a que su cuerpo y su alma la reclamaban noche y día.
No le preocupaba el vizconde; ni le inquietaba advertir cómo iba trepando fatigosamente por el empinado sendero precedido por sus tres enormes perros, porque por muy valiente hombre de armas que fuese, de poco le serviría entre aquellas montañas que ningún godo había conseguido coronar y por las que él era capaz de moverse con los ojos cerrados. Le preocupaba el hecho de que jamás volvería a tener entre sus brazos a la maravillosa criatura que en tan solo unos días había sabido hacerle olvidar su soledad de años; no aspiraría ya más su olor a hierba siempre limpia; no escucharía la suave voz que le susurraba al oído dulces palabras que no acertaba a entender, ni podría continuar diciéndole cosas que un millón de veces deseó decir a alguien sin tener quien le escuchara.
El capitán seguía avanzando.
Sus armas lanzaban destellos al ser heridas por el sol de la mañana, a menudo le llegaba, apagado, el ladrido de un perro, y en una de las ocasiones en que el vizconde cruzó justamente bajo él por la escarpada ladera del barranco, se preguntó qué ocurriría si de pronto decidiera empujar con el pie el peñasco más cercano permitiendo que rodara pendiente abajo arrastrando a otros muchos.
Del señor de La Casona no quedaría probablemente nada.
De sus perros tampoco.
La tentación le asaltó unos segundos, revoloteó en torno a su rojiza melena y se posó sobre su hombro como una multicolor mariposa asustadiza, pero la espantó de un manotazo, consciente de que no era capaz de matar de ese modo a un ser humano, y continuó muy quieto mordisqueando una brizna de hierba mientras observaba la lenta progresión de su enemigo.
Este alzó de improviso el rostro y le miró.
Ni siquiera cien metros los separaban y al muchacho le impresionó la tremenda fortaleza del hombre, cuya espesa barba y ojos airados imponían indudable respeto.
El capitán León de Luna aprestó su arma.
Erguido en la cima del monte, el pastor apenas se inmutó, aunque sus manos se tensaron imperceptiblemente sobre el extremo de su inseparable pértiga observando cómo el otro le apuntaba, y tan solo en el preciso instante en que el vizconde se decidió a disparar dio un leve impulso con las piernas y trazó casi un semicírculo en el aire para ir a caer sobre una roca vecina.
Su enemigo lanzó un corto reniego seguido de una leve exclamación de disgusto.
–¡Sucio mono de mierda! –masculló.
Azuzó a los perros, que se lanzaron furiosamente pendiente arriba, pero se escuchó el leve silbido de una honda que giraba, un pesado pedrusco surcó los aires, y el primer animal, un hermoso dogo criado para la guerra, entrenado por el más afamado de los adiestradores florentinos y curtido en cien combates, lo recibió de lleno en mitad de la frente, dio un salto hacia atrás lanzando un aullido de agonía y cayó rodando y rebotando de una roca a la siguiente para precipitarse al fin al fondo del barranco trescientos metros más abajo.
Sus compañeros se detuvieron de inmediato, contemplaron atónitos la tremenda caída y se volvieron pidiendo consejo a su amo, que les gritó furioso que le rompieran el cuello al maldito bastardo hijo de puta.
Pero pese a su valor y decisión las pobres bestias tan solo eran perros, sin aspiraciones a convertirse en pájaros o cabras, y cuando al fin alcanzaron la cima no pudieron hacer otra cosa que ladrar furiosamente mostrándole los dientes al astuto fugitivo, que con dos simples golpes de garrocha había atravesado sin aparente esfuerzo el abismo de una nueva quebrada para observarlos impertinente desde la orilla opuesta del profundo precipicio.
–¡Dios bendito! –fue todo lo que pudo murmurar el capitán León de Luna al llegar junto a los animales y hacerse una idea de qué era lo qué había ocurrido y a qué clase de ser humano intentaba dar caza.
Había oído contar infinitas historias sobre la inconcebible habilidad de los pastores de la isla a la hora de enfrentarse a las mil dificultades de una orografía en exceso caprichosa; habilidad heredada probablemente de unos simiescos aborígenes parte de cuya sangre aún corría por sus venas, pero jamás se le ocurrió imaginar que un hombre sin más ayuda que un largo palo flexible y unos desnudos pies que parecían aferrarse a las rocas como zarpas fuera capaz de cruzar un abismo semejante como si en realidad se tratara de un carnero salvaje.
Calmó a los perros, dejó a un lado sus armas y tomó asiento decidido a recobrar el aliento y estudiar con detenimiento la situación replanteándose el problema.
Al otro lado del barranco y a menos de cien metros de distancia, Cienfuegos le observaba.
–¡Es inútil que huyas! –le gritó al fin furiosamente–. La isla es muy pequeña y acabaré atrapándote. Cuanto más difícil me lo pongas, peor será a la hora del castigo, porque ordenaré que te torturen hasta que llegues a maldecir haber nacido.
El pastor ni respondió siquiera, ya que su precario conocimiento del más elemental y simple castellano, unido al fuerte acento aragonés del otro, le habían impedido captar la mayor parte de lo que había pretendido decirle, por lo que se limitó a tomar asiento a su vez sin dejar de vigilarlo, esforzándose por entender las razones que podría tener para matarle, ya que no recordaba haber hecho daño a nadie, no había descuidado las cabras, no había robado en las casas ni había bajado al pueblo a molestar a las mujeres.
No había hecho más que bañarse en una limpia laguna y permitir que una hermosa desconocida lo acariciara dulcemente para acabar tumbándolo de espaldas para enseñarle secretos portentosos que jamás hubiera imaginado siquiera que existiesen.
¿Tenía acaso que haberla rechazado?
Se trataba sin duda de una gran señora; una de esas damas a las que un simple cabrero tenía la obligación de obedecer en todo, y nunca se permitió otra cosa que atender sus caprichos, responder a sus demandas y permanecer cerca de la laguna aguardando sus órdenes.
Pero allí estaba ahora el vizconde sentado junto a sus armas y sus perros, estudiando el terreno con sus ojos de hielo, atento a cada detalle, y buscando la forma de conseguir acorralarlo contra un abismo para lanzarle encima unas feroces bestias que lo destrozarían de inmediato a dentelladas.
¿Qué otra cosa podía hacer más que escapar?
Miró a un cielo en el que el sol se encontraba ya muy cerca de su cenit, calculó con sumo cuidado el tiempo y la distancia y, por último, consciente de que podría conseguirlo, se irguió muy despacio y se alejó, sin volver el rostro, en dirección a las más agrestes cumbres de la isla.
Su Excelencia el capitán León de Luna, vizconde de Teguise y señor de La Casona, hizo lo propio decidido a seguirlo a pesar de encontrarse íntimamente convencido de que jamás conseguiría darle alcance.
Más tarde se preguntaría a menudo qué le impulsó a cometer a sabiendas un error tan evidente, y lo tuvo que achacar al hecho de que en aquel caluroso mediodía de septiembre no se le ofreció más opción que seguir adelante o regresar a La Casona y admitir que había fracasado en su afán de venganza a las ocho horas escasas de haberla iniciado.
El agilísimo pastor, que tenía en apariencia mucho más de animal salvaje que de auténtico ser humano, y le recordaba por sus gestos a los bestiales aborígenes contra los que tantas veces se había enfrentado en la isla vecina, le obligó a caminar como no lo había hecho sin duda durante sus quince años de militar, y mientras trepaba por riscos que daban vértigo, atravesaba bosques rumorosos o bordeaba precipicios sin fondo en dirección a las lejanas cumbres que constituían la máxima altura y el centro geográfico de la isla, no podía por menos que preguntarse qué podía haber visto la delicada y culta Ingrid en una criatura tan tosca y primitiva como aquella.
Incluso él, que había recorrido media docena de países, hablaba correctamente tres idiomas y había leído más libros que la mayoría de los licenciados de su tiempo, se sentía a menudo estúpidamente tosco frente a la exquisita sensibilidad de su inteligente y cultivada esposa, por lo que le costaba admitir que pudiera interesarse ahora por una especie de simio prehistórico del que le habían contado que apenas era capaz de pronunciar un centenar de palabras inteligibles.
Imaginarla en brazos de aquella bestia infrahumana era casi tanto como imaginarla fornicando con uno de sus dogos, y en esos momentos experimentaba unos terribles deseos de dejar escapar al pelirrojo para regresar a La Casona a descargar toda su ira y frustración sobre la auténtica culpable.
Pero se conocía a sí mismo lo suficiente como para saber que la vida sin Ingrid no merecería ser vivida, y que gran parte de la responsabilidad de lo ocurrido era indudablemente suya, puesto que si bien se había alejado de la capital y sus peligros, refugiándose en aquella isla que estaba considerada con justicia el auténtico confín del mundo conocido con la vana esperanza de proteger el hermosísimo tesoro que se había traído de Alemania, no había caído en la cuenta de que encerrarla en la agreste soledad de La Casona y marcharse a continuación a perseguir salvajes aborígenes acarreaba a todas luces un peligro mayor que dejarla libre y sola en mitad de un refinado grupo de estúpidos cortesanos.
Comenzó a caer la tarde.
Comprendió que se vería en la obligación de pasar la noche a la intemperie sin tener ni la menor idea de dónde se encontraba y comprendió también que necesitaría echar mano de todo un ejército si pretendía abrigar alguna esperanza de atrapar a un escurridizo e incansable andarín que parecía conocer como la palma de la mano los más intrincados senderos de la isla y que de tanto en tanto se detenía para volver la cabeza y observarlo como invitándole a acelerar el paso y colocarle a tiro.
Luego, cuando con la llegada de las primeras sombras se encontraban justamente en la cima de un altísimo risco de paredes cortadas a cuchillo, el muchacho dio de improviso un inconcebible salto en el aire, y aferrándose al extremo de su inseparable pértiga comenzó a descender por el precipicio con tal habilidad y rapidez que, por unos instantes, el capitán León de Luna no pudo por menos que olvidar su odio para admirar la demostración de increíble valor y prodigiosa pericia que estaba teniendo lugar ante sus ojos.
Habían necesitado más de dos horas para llegar hasta aquel punto a base de riesgos, sudores e infinitos esfuerzos, y aunque costara aceptarlo, aquella especie de cabra enloquecida se dejaba deslizar ahora por la garrocha o volaba de uno a otro saliente para regresar al fondo del valle en cuestión de minutos.
Desde allí alzó el rostro unos instantes y el vizconde de Teguise comprendió de improviso que todo ello respondía a un plan meticulosamente concebido, ya que el pelirrojo pastor le dejaba en la cima del abismo cuando estaba a punto de caer la noche mientras se encaminaba con paso decidido de regreso a La Casona.
Intentó volver atrás pero muy pronto las tinieblas se apoderaron del paisaje y llegó a la conclusión de que cada paso que diera podía ser un definitivo paso en el vacío, por lo que tuvo que resignarse a tomar asiento en un repecho del farallón a rumiar en silencio su ira y su impotencia.
Si malo era tener que pasar la noche al borde de un precipicio, y malo admitir que un muchachuelo imberbe lo había burlado tras obligarle a dar un millón de vueltas por la isla, mucho peor e insoportable resultaba tomar plena conciencia de que mientras se veía obligado a permanecer allí clavado, su enemigo acudía a reunirse con Ingrid, y tal vez muy pronto estarían haciendo el amor y burlándose de su inconmensurable estupidez.
Esas habían sido siempre, desde luego, las intenciones de Cienfuegos, y aunque no estuviera en su ánimo burlarse del vizconde, sí lo estaba lógicamente volver a reunirse, aunque fuera por última vez, con la mujer que amaba.
Marchó por lo tanto aprisa y sin descanso durante más de tres horas como si sus verdes ojos de gato le permitieran distinguir las piedras y accidentes del camino, y cuando un gajo de luna alumbró tímidamente el mundo, aceleró aún más la marcha para colocarse, pasada ya la medianoche, ante un caserón oscuro y silencioso, ya que los perros guardianes, apresados junto a su amo en la cima de un inaccesible acantilado, ni siquiera tenían la oportunidad de alertar a los criados ante la presencia del intruso.
Observó el alto muro que rodeaba la severa mansión de piedra roja, y tras tomar carrerilla clavó la pértiga en el suelo y se elevó en el aire para aterrizar en silencio y con matemática precisión sobre una almena. Desde allí, agazapado, estudió las puertas y ventanas, preguntándose cómo sería por dentro un edificio tan inmenso y en cuál de aquellas enormes estancias se encontraría la persona que buscaba.
Resultó inútil; para el ignorante cabrero, un palacio como aquel era un lugar complejo y misterioso, y ni tan siquiera concebía cómo podía encontrarse distribuido su interior, por lo que dejó transcurrir más de una hora absolutamente desconcertado, hasta que por último decidió hacer lo único que sabía hacer bien en este mundo, optando por lanzar un estridente y prolongado silbido.
Al poco se escucharon llamadas y voces de alarma, se encendieron luces y varios criados hicieron su aparición en el amplio patio portando antorchas, mientras dos o tres mujeres se asomaban a las ventanas inquiriendo las razones de semejante escándalo.
Aplastado contra el muro, el muchachuelo no perdía detalle de cuanto ocurría a su alrededor, permaneciendo muy quieto y totalmente invisible desde abajo hasta que la calma pareció retornar al caserón, los hombres volvieron a sus camas y las luces se apagaron.
Aguardó paciente.
Por último, en el balcón central hizo su aparición la inconfundible silueta de la vizcondesa de Teguise, que atisbó hacia la noche.
Minutos después hacían el amor sobre una inmensa alfombra, ya que Cienfuegos, que jamás había dormido en una cama, se sentía terriblemente inquieto, desasosegado e ineficaz entre las sábanas.
Cerca ya del amanecer ella le miró a los ojos, le besó con todo el amor que fue capaz de poner en sus labios y musitó dificultosamente una frase que resultó evidente que había estado memorizando durante todo el día:
–Vete de la isla o León te matará.
–¿Irme? –repitió el pelirrojo desconcertado–. ¿A dónde?
–A Sevilla.
–¿Sevilla? ¿Qué es eso?
–Una ciudad –replicó la alemana en un castellano tan estrambótico que costaba un supremo esfuerzo descifrarlo–. Vete a Sevilla. Yo te buscaré allí. –Lo empujó hacia el balcón por el que comenzaba a penetrar la primera claridad del alba–. ¡Vete! –insistió–. ¡Pronto!
Se besaron de nuevo y él se dejó deslizar por la pértiga para dar luego una corta carrera, salvar limpiamente el muro y perderse de vista entre los árboles seguido por la mirada de una mujer que le doblaba casi en edad y de la que le separaba absolutamente todo en este mundo, pero que se encontraba convencida de que su vida lejos de aquel hombre-niño de ojos verdes y larga melena de reflejos cobrizos carecía por completo de importancia.