Читать книгу Montenegro - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 4
ОглавлениеEl primer día del año 1500 sorprendió a doña Mariana Montenegro empeñada en la labor de conseguir que Sixto Vizcaíno, un excelente carpintero de ribera de Guetaria que había alzado su astillero a orillas del río Ozama, en Santo Domingo, aceptara el encargo de construir una nave que se adaptara a las peculiares características que exigía el hecho de que no estuviera concebida para combatir, traficar, explorar o piratear, sino diseñada, desde el momento mismo en que se le plantara la quilla, con el exclusivo objeto de buscar a un único hombre.
–Tiene que ser veloz, pero segura; maniobrable, sin requerir excesiva tripulación; cómoda, aunque no lujosa; capaz de enfrentarse a una mar gruesa, pero capaz, igualmente, de deslizarse sin peligro por una quieta ensenada poco profunda; bien armada, aunque no agresiva…
–Temo, señora, que no estáis pidiéndome una nave, sino un milagro, y pese a la excelencia de las maderas de estos bosques, hace falta más que roble o caoba para conseguir lo que buscáis.
–Lo imagino –admitió la alemana, al tiempo que depositaba sobre la mesa una pesada bolsa que abrió dejando entrever el reluciente polvo que contenía–. Pero lo que hace falta para ese tipo de milagros es oro… ¿O no?
–Ayuda más que un san Cristóbal –admitió el vasco guiñando un ojo con picardía–. Me pondré a ello y creo poder tener unos primeros bocetos en febrero.
–¿Y la nave totalmente aparejada?
–Dependiendo de la cantidad de estas bolsas que podáis conseguir, para septiembre.
–Septiembre es época de huracanes –le hizo notar doña Mariana–. La quiero para junio como máximo. –Colocó la mano sobre el oro–. Bocetos dentro de diez días, planos definitivos en febrero, botarla en mayo y navegando en junio. Cumplid esos plazos y contad con veinte como este.
–A fe que parecéis un mercader de alfombras –sentenció el otro–. Y entiendo que hayáis sabido convertiros en una de las personas más ricas de la isla. –Cruzó los dedos de ambas manos en un ademán que parecía pretender significar una firme promesa o un juramento–. Contad con ello –añadió–. Me gusta trabajar con gente que sabe lo que quiere.
Una vez convencido el constructor, los esfuerzos de la ex vizcondesa de Teguise se centraron en ir eligiendo a los hombres que habrían de tripular su embarcación, y pese a que en la Taberna de los Cuatro Vientos y por las calles y los tinglados del puerto pululaban marinos, espadachines y aventureros dispuestos a embarcarse a ojos cerrados en cualquier tipo de empresa que reportara beneficios o sirviera al menos para matar el hambre, no se dejó seducir por famas o apariencias sino que se esforzó por seleccionar a su gente conforme al criterio que le dictaban su sexto sentido femenino y el hecho de haber asistido al nacimiento de las dos primeras ciudades del Nuevo Mundo.
Ingrid Grass, que había desembarcado en las costas de Haití con la segunda expedición del almirante, en noviembre de 1493, había alzado con sus propias manos una de las mejores granjas de la ya abandonada ciudad de Isabela y diseñado años después la más hermosa mansión privada de su nueva capital, Santo Domingo, y gracias a ello y a su ininterrumpida estancia en la colonia, había tenido ocasión de tratar a personajes tan nobles y generosos como Alonso de Ojeda, Juan De La Cosa y los Pinzón; o tan nefastos como Bartolomé Colón, Francisco Roldán y toda una infinita lista de intrigantes, ladrones y asesinos. Sabía, por tanto, cómo tratar a quienes llamaban cada día a su puerta en busca de una plaza en el navío del que ya comenzaba a hablarse en voz baja en todos los corrillos y mentideros de la ciudad, y en el recoleto jardín posterior de su inmenso caserón de piedra negra recibió, bajo un frondoso flamboyán, a algunos de aquellos desnutridos caballeros de capa raída y hambre entera que años más tarde inscribirían su nombre en los anales de la exploración y conquista de un vasto continente.
A veces como amables contertulios, y otras como ansiosos candidatos a servir a sus órdenes, mantuvo largas e interesantes charlas con hombres de la talla de Rodrigo de Bastida, Diego de Lepe, Vicente Yáñez Pinzón, Cristóbal Guerra o Pero Alonso Niño, que constituirían poco tiempo después la primera oleada de intrépidos navegantes que habrían de explorar el Nuevo Mundo, abriendo las rutas del mar a los Balboa, Cortés, Orellana o Pizarro, que acabarían conquistándolo.
Pero echaba de menos a Alonso de Ojeda.
El ex intérprete real, Luis de Torres, continuaba siendo su siempre enamorado consejero, mientras el cojo Bonifacio Cabrera había ascendido de fiel criado a la categoría de auténtico amigo y confidente, pero su relación casi fraternal con el pequeño y valiente Caballero de la Virgen –como ya muchos le conocían en La Española– tenía ese algo más que hace que ciertas personas se vuelvan con frecuencia imprescindibles.
Durante la larga noche en que permanecieron charlando en la abierta y hermosa playa de Barahona, noche en la que Ojeda le puso al corriente de que, a su entender, Cienfuegos continuaba con vida en algún lugar de Tierra Firme, la rubia alemana trató de convencerle de que abandonara sus ansias de conquista a las órdenes del banquero Juanotto Berardi y aceptase comandar la nave con la que pensaba lanzarse a la búsqueda del gomero, pero para don Alonso, que vivía con la ilusión de librar grandes batallas, ganar imperios o descubrir nuevas tierras, cuanto pudieran ofrecerle que no estuviese directamente ligado a la posibilidad de alcanzar la gloria carecía de alicientes.
–Todo el oro o las perlas de este mundo no valen lo que la sensación que produce saber que al amanecer vas a entrar en combate, y que ese combate lo estás librando a mayor gloria de Dios y de la Virgen.
–Pero lo que hacéis ahora, reunir oro, perlas y palo-brasil para un banquero italiano, no se me antoja que tenga nada que ver con librar batallas, a mayor gloria de Dios y de la Virgen –le hizo notar, sin ánimo de ofenderle.
–No, desde luego –admitió él–. Pero este no es más que un primer viaje que ha de servirme para demostrar a los reyes que nos encontramos a las puertas de un continente inexplorado que está aguardando desde la noche de los tiempos la auténtica fe de Cristo.
–Con frecuencia me pregunto cómo es posible que seáis al propio tiempo tan terrenal y tan místico –replicó sonriente doña Mariana–. No he conocido a nadie capaz de pasarse como vos la noche en un burdel, el amanecer rajando rivales en duelos estúpidos y el resto de la mañana asistiendo a tres misas con auténtica devoción. ¿Cómo lo conseguís?
–Con entusiasmo, señora. Con entusiasmo –fue la humorística respuesta–. En el fondo yo no soy más que una pequeña muestra del carácter de mis compatriotas que, como extranjera, aún no habéis aprendido a captar en todas sus facetas. La correosa carne, que en mi caso es bien poca, acostumbra plantar dura batalla a mi débil espíritu, por grande que este pretenda ser.
El fascinante Ojeda se había visto obligado a regresar poco después a Sevilla, a intentar que reyes y banqueros le brindasen una nueva oportunidad de lanzarse a la exploración y conquista de ignotos imperios, por lo que doña Mariana Montenegro acabó por elegir como capitán de su futuro navío a un tal Moisés Salado al que la mayoría de sus conocidos apelaban afectuosamente El Deslenguado, y no precisamente por ser un hombre de verbo agresivo o palabra inoportuna, sino más bien por todo lo contrario, ya que pese a ser un renombrado cartógrafo y un experimentado navegante, jamás solía pronunciar más que cortantes monosílabos.
La primera charla que mantuvo a la sombra del flamboyán con la que habría de ser más tarde su patrona, fue un claro ejemplo de su normal comportamiento y su forma de actuar.
–Me han asegurado que sois un magnífico oficial que empezó de grumete y un hombre íntegro, digno de toda confianza… –le espetó de entrada, amablemente, doña Mariana, en un intento de aproximación a un personaje que parecía encontrarse siempre muy lejos del lugar que ocupaba, aunque este fuera un asiento a metro y medio de distancia.
–Serían amigos.
–Y que no os importaría obedecer las órdenes de una mujer.
–Eso depende.
–¿De qué?
–De las órdenes.
–Se trata de buscar a un hombre.
–Bien.
–¿No deseáis saber quién es ese hombre?
–No.
–¿Ni dónde hay que buscarlo?
–Tampoco.
–¿Por qué?
–Aún es pronto.
–Entiendo… ¿Os molestaría mi presencia a bordo?
–Sí.
–¿Y la de un niño?
–También.
–¿Y aun así aceptaríais?
–Sí.
–¿Por qué? –insistió ella un tanto enervada por la impenetrable coraza con que parecía protegerse su escurridizo interlocutor.
–Por hambre.
–¿Hambre? Me consta que acabáis de rechazar el mando de una carraca con destino a Guinea.
–Y es cierto…
–¿Por qué lo hicisteis?
–No soy negrero.
–Muy noble por vuestra parte… –La alemana lanzó un hondo suspiro–. ¿Os han dicho alguna vez, capitán, que intentar hablar con vos desespera a cualquiera?
–Sí.
–¿Estáis casado?
–No.
–¿Dónde nacisteis?
–En el mar.
–¿En un barco?
–Sí.
–¿Y vuestros padres de dónde eran?
–Lo ignoro. Unos pescadores me recogieron a bordo de una nave a la deriva.
–¡Santo cielo! Ahora comprendo la razón de vuestro curioso nombre: Moisés Salado, ¿Realmente os gusta?
–Como cualquier otro.
–¡Menos mal! –suspiró ella, nuevamente–. Resumiendo: creo que no seréis un envidiable contertulio durante las noches al pairo, por lo que me cuidaré de aprovisionarme de buenos libros, pero creo también que sois el hombre que ando buscando. ¿Cuáles son vuestras pretensiones económicas?
–Ninguna.
–¿Estáis seguro?
–Mandar un buen barco me basta.
–El mío será el mejor.
–Lo sé.
–¿Conocéis a Sixto Vizcaíno?
–Sí.
–Él os recomendó.
–Lo sé.
Y así podía continuar hasta el infinito, pero Ingrid Grass, ahora ya doña Mariana Montenegro, jamás tuvo que arrepentirse de la elección que hiciera aquella calurosa mañana de abril, ya que el deslenguado capitán Moisés Salado demostró ser un hombre íntegro, fiel, eficaz y casi tan decidido y valiente como aquel diminuto Ojeda, cuya afilada lengua tenía fama de ser aún más peligrosa que su invencible espada.
La forma en que consiguió entenderse con el habilidoso carpintero de Guetaria constituyó un misterio para todos, pero lo cierto es que al día siguiente de su contratación se instaló en un rincón del astillero, colaborando en la gestación y puesta a punto de su barco a tal extremo que podría asegurarse que conocía una por una cada cuaderna y cada tabla, y que no existía una sola juntura del casco, la sentina o la cubierta que no hubiese inspeccionado con obsesiva meticulosidad.
Idéntico empeño puso a la hora de elegir a su tripulación, para lo cual solía pasear muy despacio por los tinglados del puerto, observando con ojos aparentemente distraídos a cuantos faenaban en las naves, estudiando su forma de moverse por cubierta o trepar a los palos, para, tomando asiento a la caída de la noche en las tabernas, continuar analizando el comportamiento de aquellos en quienes había reparado anteriormente.
Como lo que ofrecía más tarde era trabajo seguro, buena paga, un excelente cocinero y el barco más moderno, cómodo y limpio de la orilla oeste del océano, no le resultaba demasiado difícil convencer a sus elegidos, con los que cumplía luego el requisito de visitar a doña Mariana por si esta les encontraba algún defecto.
Tan solo se dio un caso de rechazo por parte de la alemana, y fue el de un rubio y atlético gaviero mallorquín, por el que solían pelearse las pupilas de los prostíbulos de todos los puertos, pero que estaba considerado, pese a ello, un magnífico profesional, disciplinado y serio.
–No lo quiero a bordo –sentenció la alemana en cuanto le vio abandonar el umbrío jardín, que se había convertido en su cuartel general de inexperta armadora de buques–. Pagadle lo convenido y que se vaya.
–Es bueno.
–Lo supongo, ya que vos mismo le habéis seleccionado –fue la respuesta–. Pero las mujeres le han hecho considerarse irresistible, y al cabo de un mes de navegación nos causaría problemas. Todo hombre atractivo que tropieza con una mujer aparentemente sola acaba pronto o tarde por considerarse en la obligación de consolarla. Y no es mi caso.
–No se hable más.
Semejante frase, en tales labios, sonaba en cierto modo pintoresca, pero Ingrid Grass se había acostumbrado ya a las peculiaridades lingüísticas del capitán Moisés Salado, y prefería mil veces su forma de ser y de actuar que la de los innumerables parlanchines pretenciosos que arribaban cada día a la colonia.
Poco a poco iba tomándole justo aprecio al circunspecto Deslenguado; pero a quien desde un principio deslumbró por completo el silencioso marino fue al pequeño e introvertido Haitiké. Para el soñador descendiente del gomero Cienfuegos y la haitiana Sinalinga, que desde siempre se había sentido profundamente atraído por el mar y los barcos, descubrir a un hombre cuyos orígenes se hundían, por así decirlo, en el océano –visto que aparentemente sus padres se habían ahogado al poco de él nacer– se le antojó el paradigma de todas sus fantasías infantiles.
Lo primero que hacía, por tanto, en cuanto su preceptor daba por concluido el tiempo de estudio, era correr al astillero y trepar al armazón de la nave para tomar asiento sobre una gruesa viga a observar los austeros gestos de su ídolo, escuchar sus tajantes y acertadas órdenes y asombrarse con su infinita capacidad de descubrir el más mínimo fallo en la estructura del navío.
–Lo sabe todo; lo ve todo; lo oye todo… –le contaba luego a su madre adoptiva a la hora de la cena–. Si alguien en el mundo puede encontrar a mi padre, no cabe duda de que es él.
–Visto como están las cosas, necesitaremos mucha ayuda –solía responder doña Mariana–. Por las noticias que traen los navegantes, ante nosotros se abre un inaccesible continente, y será mejor que no nos hagamos excesivas ilusiones sobre el éxito de nuestra empresa.
Fue, sin embargo, del cojo Bonifacio Cabrera –que se había convertido ya en parte integrante de la pequeña familia Montenegro– de quien partió la idea de solicitar la ayuda de una común y muy querida amiga, la princesa Anacaona, quien, pese a llevar ya varios años recluida en su originaria región de Xaraguá, junto a su hermano, el cacique Behechio, seguía manteniéndose en contacto con ellos por medio de largas cartas que le ayudaba a escribir su yerno, Hernando de Guevara.
Este joven y apuesto hidalgo castellano, que se había ganado justa fama de pendenciero, jugador y mujeriego allá por donde iba, y que una noche tuvo la osadía de llamar a don Bartolomé Colón Cara de ajo porque, según él, no tenía más que dientes, había sido deportado por el almirante a la remota Xaraguá, donde casi al instante inició un apasionado idilio con la princesa Higueymota, única descendiente del difunto cacique Canoabó y su hermosísima esposa Anacaona, lo cual lo convirtió en el blanco de los celos y las iras del repelente Francisco Roldán, que bebía los vientos por la prodigiosa muchachita.
Anacaona, que sentía una especial predilección por aquel alocado espadachín que tanto le recordaba a su gran amor, Alonso de Ojeda, no dudó, sin embargo, a la hora de enfrentarse abiertamente al siniestro Roldán, quien años más tarde acabaría vengándose de ella por el sucio sistema de maquinar una de las intrigas más tortuosas e inicuas de la historia del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo.
No obstante, por aquel tiempo, Anacaona continuaba siendo una de las personalidades nativas más respetadas de la isla, y a ello contribuía en gran manera el hecho de tener a su servicio al vidente Bonao, un niño tan miope que apenas conseguía distinguir sus propias manos, pero al que la Naturaleza había dotado del extraño poder de ver en la distancia.
–Tu padre vive –fue lo primero que dijo tras rozar apenas el antebrazo de Haitiké–. Muy lejos, al otro lado del mar y altas montañas, pero vive.
–¿Lo encontraré algún día?
–Eso depende del empeño que pongas en buscarle.
–Pero el mundo es muy grande. ¿Puedes decirme al menos hacia dónde debemos dirigirnos?
Bonao permaneció muy quieto, como si tratara de concentrarse en algún complejo mensaje que alguien le enviaba desde algún distante lugar, y por último se volvió apenas y alzó decididamente el brazo.
–Hacia allá –señaló convencido.
Bonifacio Cabrera marcó una raya en el suelo, la señaló con piedras, y quince días más tarde regresó con el capitán Moisés Salado, quien trazó el rumbo con su meticulosidad acostumbrada.
–Sur, tres puntos al sudoeste –dijo.
–¿Y eso qué significa?
–Que se mueve.
El renco Bonifacio Cabrera, al que por lo general sacaba de quicio la parquedad lingüística del marino, se armó de paciencia, tomó aire como si estuviera a punto de lanzarse de cabeza al agua, y suplicó:
–¿Os importaría hacer un sobrehumano esfuerzo y tratar de explicarme, en por lo menos veinte palabras, qué os induce a asegurar tal cosa?
–El hecho de que según las indicaciones de Ojeda, que le situaban en las inmediaciones del lago Maracaibo, ese tal Cienfuegos ha debido desplazarse unas doscientas leguas hacia el Oeste.
–¡Gracias! Un millón de gracias.
–De nada.
–¿Y creéis en verdad que lo que ese muchacho asegura puede ser cierto?
–No.
–¿Entonces?
–Hay que buscar.
–¿Y cualquier lugar se os antoja bueno para empezar…?
–Exactamente.
Regresaron a la capital, Santo Domingo, donde Ingrid Grass que, como alemana dotada de una notable cultura, se mostraba bastante reticente en todo lo referente a adivinadores y fenómenos paranormales, pareció no obstante hasta cierto punto impresionada por el hecho de que de entre la infinidad de puntos cardinales que el miope tenía a su disposición, hubiese tenido que elegir uno que coincidía de forma tan precisa con las referencias de que hasta ese momento disponían.
–Ojeda aseguró, efectivamente, que Cienfuegos había sido visto en el interior del lago Maracaibo, y que al parecer se encaminaba hacia las montañas del Sur en compañía de una muchacha negra –comentó–. Resulta curioso que el chico lo sitúe tan cerca. Muy curioso.
Pasó la noche en vela, obsesionada por la idea de que tal vez pudiera darse el caso de que el hombre del que absurdas circunstancias le habían separado tantos años atrás pudiese encontrarse vivo y perdido más allá del mar y las montañas, y con la primera claridad del alba se personó en el astillero y le espetó sin más preámbulos al sudoroso Sixto Vizcaíno:
–Quiero el barco en el agua el mes que viene.
–Será en el fondo –fue la tranquila respuesta del de Guetaria–. Aún no está lista la tablazón de popa y tengo que calafatearlo, embrearlo y pintarlo. Lo tendrá en junio.
–En mayo.
–En junio –se impacientó el otro–. Escuche, señora… Usted quería un buen barco y tendrá un buen barco, pero no pida milagros.
–Yo no pido milagros –replicó la Montenegro, puntualizando mucho las palabras–. Pero estoy dispuesta a añadir cinco bolsas de oro si navega el mes que viene.
El otro la observó desde lo alto del castillete de proa, se pasó una sucia mano por el rostro, pareció hacer sus cálculos y, por fin, asintió, convencido:
–¡Navegará! –sentenció–. Navegará aunque tenga que secuestrar a todo el que sea capaz de cortar, cepillar o clavar un tablón en esta jodida isla. –Lanzó un sonoro escupitajo–. Por cierto… –añadió–, ¿qué nombre piensa ponerle?
La alemana meditó unos segundos y por fin replicó, sonriendo con picardía:
–«Milagro».