Читать книгу Montenegro - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 8
ОглавлениеCienfuegos se acostumbró bien pronto a la extraña apariencia de Quimari-Ayapel, dado que en realidad las dos muchachas no ofrecían más diferenciación digna de ser tenida en cuenta que la producida por el hecho de que se habían adelantado a su tiempo, visto que el primer caso de hermanos siameses oficialmente reconocidos no saldría a la luz hasta tres siglos más tarde y al otro lado del planeta.
La convivencia con ellas le resultaba sumamente agradable, puesto que sus propias limitaciones físicas traían aparejado el hecho de que intelectualmente se las pudiese considerar muy avanzadas, en especial Ayapel, que daba continuas muestras de una agudeza y un ingenio auténticamente ilimitados.
Una y otra vez repitieron bajo las narices del gomero el sorprendente truco de licuar una esmeralda para volver a solidificarla minutos más tarde, sin que ni una sola vez consiguiera este averiguar de dónde diablos sacaban el verde líquido de olor a menta, ni cómo diantres se las ingeniaban para hacer que la primitiva piedra hiciese de nuevo su aparición como por arte de magia.
Pero si bien supieron guardar celosamente tan curioso secreto, no se comportaron de igual modo en lo referente a sus conocimientos del mundo en que vivían, ya que de alguna forma los pacíficos pacabueyes se habían esforzado por convertir a las dos hermanas en depositarias de la mayor parte de la sabiduría científica de su tribu.
Lo sabían prácticamente todo sobre cada árbol, cada planta y cada especie animal de su entorno, y demostraban una inusual habilidad a la hora de preparar pociones curativas o disecar un ave convirtiéndola en un objeto de adorno del que en cualquier momento se esperaba que comenzara a cantar o a poner huevos.
Pero lo que en verdad dejó perplejo al isleño fue el hecho de advertir cómo, una mañana, se presentaron ante él provistas de una especie de segunda piel, muy blanca y muy fina, que les cubría las manos hasta casi la altura del codo.
–¿Qué es eso? –quiso saber, desconcertado, sin atreverse ni siquiera a rozarlas.
–Kuitchú –fue la divertida respuesta de Quimari, que agitó la mano ante sus ojos burlonamente–. Lo utilizamos como protección cuando tenemos que tocar ortigas o plantas venenosas.
–¿De dónde lo habéis sacado?
Por toda respuesta le condujeron al pie de un alto árbol que crecía en un extremo de la pequeña isla y cuya corteza aparecía marcada por infinitos cortes del que iba manando una espesa y blanca savia que concluía por depositarse en una gran calabaza encajada entre sus raíces.
–Este es el árbol del kuitchú –señalaron–. Su sangre se espesa y constituye una magnífica protección que luego se quita fácilmente. ¡Ven! Prueba.
Intentó resistirse, pero Quimari le demostró de modo harto evidente cómo en un instante se desprendía sin problemas la gomosa resina, por lo que no pudo resistir la tentación de permitir que lo embadurnaran de igual modo para agitar luego las manos al viento hasta conseguir que la goma se solidificara.
–Resulta divertido –admitió–. Como guantes hechos a medida.
Ayapel, por su parte, había formado una pequeña bola de la misma materia, y tras ahumarla unos instantes sobre el fuego le mostró cómo saltaba y rebotaba enloquecida, con lo que estuvieron jugando como niños hasta el momento en que el excesivo calor impulsó al canario a despojarse de los guantes.
Se presentó entonces un problema con el que las indígenas no habían contado, y era que los vellos del peludo brazo de Cienfuegos habían hecho cuerpo con el caucho, por lo que los alaridos de este al arrancárselo resonaron sobre la quieta laguna espantando a las aves y obligando a reír a carcajadas a ambas hermanas.
Al final, el pobre pelirrojo se encontró con que le habían depilado de raíz hasta los codos, por lo que se pasó el resto del día y gran parte de la noche maldiciendo las ocurrencias de un par de locas que no parecían tener otra cosa que hacer que complicarle tontamente la vida.
Otro día advirtió que Ayapel rumiaba y rumiaba como una vaca aburrida, y aunque en un principio lo atribuyó a que tal vez masticaba un pedazo de carne seca, más tarde se alarmó al descubrir que lo que tenía en la boca era una pasta gomosa que, de tanto en tanto, se entretenía en estirar entre los dedos.
–¿Pero qué porquerías estás haciendo? –inquirió, indignado.
La otra le observó sin entender.
–¿A qué te refieres?
–A eso que tienes en la boca. ¿Qué es?
–Zticli.
–¿Y para qué sirve?
–Para masticar.
–¿Sin tragártelo…?
–Claro.
–¿Por qué?
–Me entretiene… Y me ayuda a no fumar. Antes fumaba mucho y eso me hacía toser. Ahora masco zticli y me olvido del tabaco.
–¿Y de dónde lo sacas?
–De los arbustos que están junto al agua. Es su savia, como la del kuitchú, pero sin mal sabor. Si la mezclas con menta o jugo de frutas está muy buena… ¿Quieres un poco?
–¡Dios me libre! Rumiar como una vaca por capricho debe ser cosa de idiotas.
–Fumar es peor… ¡Prueba!
–¡He dicho que no!
Pero como resulta lógico suponer, también en esta ocasión la curiosidad fue más fuerte, por lo que el canario Cienfuegos se convirtió en el primer europeo en practicar una costumbre que bien pronto sería relegada al olvido para resucitar con increíble vigor tres siglos más tarde.
Sin que se conozcan con seguridad las razones que tuviera para hacerlo, lo cierto es que a mediados del 1500, la Iglesia católica ordenó quemar inmensas extensiones de árboles del zapote –una planta pinácea de la que los indígenas de Centro y Sudamérica obtenían el látex básico para fabricar goma de mascar–, por lo que tan solo fue a principios del siglo XIX cuando un grupo de aventureros norteamericanos descubrió que una pequeña comunidad mexicana continuaba practicando tan curioso hábito, lo que dio origen a uno de los imperios industriales más atípicos de la historia.
Nada se encontraba más lejos, sin embargo, de la mente del canario que el destino final que tuviera en su día la blanca pasta gomosa que Ayapel rumiaba sin cesar, dado que en aquellos tiempos su única preocupación estribaba en disfrutar en paz del paradisíaco islote al que le había arrojado su buena estrella, charlar con las hermanas siamesas o jugar con unos rústicos dados que había fabricado con sendos pedazos de madera.
Tan solo un pequeño incidente vino a empañar ligeramente la hermosa e inocente relación que les unía, y ocurrió una calurosísima mañana de verano en que Cienfuegos dormía completamente desnudo y ajeno a todo en su ancha hamaca.
Las muchachas quisieron darle una sorpresa colocándole sobre el pecho un diminuto tití que habían encontrado entre los árboles, pero resultaron ellas en verdad las sorprendidas al descubrir que debía estar soñando con algo erótico, dado que una parte muy determinada de su anatomía presentaba un aspecto desproporcionado y sorprendente.
Permanecieron muy quietas, turbadas por algo que les provocaba rechazo y atracción al propio tiempo, y quizá por primera vez sus cuerpos reaccionaron de modo muy distinto, puesto que mientras Ayapel hacía un instintivo gesto de marcharse, Quimari quedaba como clavada en el sitio, observando hipnotizada el extraño fenómeno.
Un leve chillido del monito –tal vez igualmente asombrado– hizo que, instantáneamente, Cienfuegos abriera los ojos para hacerse cargo de inmediato de cuál era su incómoda y comprometida situación.
–Lo siento –musitó apenas.
–¿Siempre está así cuando duermes? –inquirió Quimari, con lo que demostraba una vez más no ser la más lista del pueblo.
–No. No siempre.
–¿Entonces?
–Soñaba.
–¿Con una mujer?
–¡Naturalmente!
–¿Quién era?
–La única a la que realmente he amado… –Agitó la cabeza con gesto de incredulidad–. Hacía años que no soñaba con ella –añadió.
La muchacha no pudo vencer su curiosidad, y muy despacio extendió la mano para pasar suavemente el dedo por el desmesurado objeto que tanto la turbaba.
–Es suave –murmuró–. Suave, firme y caliente.
–¡Por favor!
–¿Te molesta que lo toque?
–No. No me molesta… Pero soy un hombre y me excita.
–A mí también me excita –admitió Quimari, como si acabara de hacer un curioso descubrimiento, al tiempo que se volvía a su hermana–. ¿Y a ti…? –quiso saber.
Ayapel alargó a su vez la mano y palpó decididamente el erecto pene, que pareció cobrar nueva vida ante el tibio contacto.
–Quizá –replicó con naturalidad, tras meditarlo unos instantes–. Siento un extraño calor aquí dentro. ¿Qué puede significar? –quiso saber en un tono de voz totalmente inocente.
–Significa que lo mejor que podéis hacer es dejar de manosearlo –fue la amoscada respuesta del cabrero–. No es un juguete.
–Creí que no te molestaba.
–No es que me moleste exactamente. Más bien me agrada… ¡Demasiado!
–¿Demasiado? –inquirió Quimari, sin cesar por ello de acariciar con suma delicadeza la parte alta mientras su hermana mantenía firmemente sujeta la base–. ¿Qué quieres decir con eso?
–¡Oh, por Dios…! –sollozó, apenas el isleño, lanzando un hondo suspiro–. ¿Queréis dejarme en paz? ¡Va a ocurrir algo horrible!
–¿Algo horrible?
–¡Sí! ¡Algo muy horrible!
–¿Como qué?
–¡Como eso!
Los ojos de las siamesas trazaron una especie de arco en el aire y por último se observaron de cerca las manos palpando la consistencia de la desconocida sustancia.
–Parece kuitchú –aseguró una de ellas.
–¡Vete al infierno!
–¿Te has enfadado?
–¡Dejadme tranquilo de una maldita vez! Habéis conseguido que me avergüence… ¡Fuera!
–Sabe raro… –admitió Quimari en el momento en que abandonaba la estancia–. Y huele fuerte.
El gomero necesitó darse un reconfortante baño y permanecer largo rato tumbado bajo una palmera antes de reunir el valor suficiente como para enfrentarse a las dos hermanas, que no parecían, sin embargo, afectadas por lo ocurrido.
–Lo lamento –fue lo primero que dijo–. Lo lamento profundamente, pero debisteis hacerme caso y no seguir jugando con algo tan… –buscó las palabras– delicado.
–Olvídalo… –fue la amable respuesta–. Nosotras ya lo hemos olvidado y jamás volverá a repetirse.
–¿Seguro?
–Recuerda que somos elegidas de Muzo –señaló en tono tranquilo Ayapel–. Las guardianas de sus secretos y las depositarias de su sangre. Los cielos, la Tierra y los hombres están en paz porque nosotras estamos en paz, y todo debe continuar así… –Le alargó el minúsculo tití, que semejaba una bola de oscuro algodón dotada de vida–. Toma –añadió–. Es para ti.
Nadie volvió a hacer mención del incidente, hasta el punto de que podría llegar a pensarse que nunca tuvo lugar, aunque el canario se sintió en ciertos aspectos agradecido al hecho de que hubiera ocurrido, ya que de ese modo tomaba clara conciencia de cuál era su situación en una isla a la que en el fondo nunca supo muy bien para qué había sido llevado.
Si en algún momento imaginó que le habían elegido por su reconocida capacidad de satisfacer a las mujeres, ahora tenía perfectamente claro que ni Quimari ni Ayapel se interesaron jamás por sus aireadas dotes amatorias, por lo que su estancia en la preciosa isla respondía a una forma de curiosidad femenina de muy distinto signo.
Quizá tan solo deseaban tratar de cerca a un gigante extranjero peludo y pelirrojo, o quizá deseaban aprender cosas nuevas de mundos muy distantes, pero fuera por uno u otro motivo, lo cierto es que la relación acabó convirtiéndose en una sincera amistad a través de la cual Cienfuegos incluso llegó a olvidar las anormalidades físicas de aquellas dos criaturas auténticamente excepcionales.
–Háblanos de esa mujer con la que soñabas –rogó, una noche, Quimari, cuando sentados ante los rescoldos del hogar bebían una fuerte chicha que nublaba la mente, al tiempo que fumaban enormes tabacos que dejaban flotando en el ambiente un humo espeso y danzante–. ¿Cómo es?
–¿Por qué quieres saberlo?
–Porque nunca hemos sabido nada sobre el amor –señaló Ayapel–. Mauá no quería hablar de ello.
–¿Por qué?
–Tal vez creyó que nos perjudicaría.
–¿Y si es así?
–Nada que no tenga que ver con una de las dos puede perjudicarnos… –fue la serena respuesta–. Nacimos y crecimos en el convencimiento de que lo único que importa es nuestra capacidad de hacernos daño mutuamente. De niñas nos heríamos, pero llegó un momento en que comprendimos que podíamos hacer de nuestra vida un infierno o un paraíso, y elegimos lo último.
El gomero no era un hombre especialmente culto puesto que a duras penas había aprendido a leer y escribir, y su relación con personajes de auténtica entidad, como el converso Luis de Torres o Maese Juan De La Cosa había sido breve y anecdótica, pero estaba dotado de la suficiente inteligencia natural como para ser capaz de valorar hasta qué punto Ayapel era una mujer de mente privilegiada cuya sensibilidad estaba muy por encima de la mayoría de los seres humanos –nativos o europeos– que hubiese conocido.
–¿Pero os consideráis realmente dos, o solo una? –quiso saber.
–Una y dos. O dos en una. O una dividida en dos. ¿Qué importa eso? –sonrió levemente, cosa extraña en ella–. Más allá de ese número, nada cuenta.
–El amor entre un hombre y una mujer es algo semejante –admitió Cienfuegos–. Son dos que se vuelven uno, pero, por desgracia, la verdadera unión dura muy poco. –Bebió despacio de la gran calabaza de chicha y agitó la cabeza como sorprendido de sus propios pensamientos–. Cuanto más os conozco, más me inclino a creer que tenéis mucha suerte. Amar a alguien y estar siempre unido a él debe ser maravilloso.
–Háblanos de ella –insistió Quimari.
–¿De Ingrid…? –inquirió–. ¿Qué puedo deciros? A su lado la vida cobró sentido: se hizo plena, inquietante, dulce y amarga; intensa y repleta de olores nuevos, y nuevas sensaciones. Poseerla no solo me hacía estremecer, sino que me permitía descubrir que existía una parte de mí que ni siquiera había sospechado que existiese. Tenía la sensación de que mi semen se introducía en su sangre, se distribuía por todo su cuerpo, hacía que parte de mí pasara a formar parte de ella misma.
–Eso es hermoso.
–Y triste, porque lo que realmente deseaba en esos momentos era convertirme en ella para siempre; que su sangre fuera mi sangre, y mi cuerpo su cuerpo. Como vosotras.
–A veces –señaló Ayapel– Quimari me acaricia y yo la acaricio, pero me importa más el placer que le pueda hacer sentir que el que ella me hace sentir a mí. ¿Ocurre igual entre un hombre y una mujer?
–Cuando se aman realmente, sí.
–¿No siempre se aman realmente? –se sorprendió Quimari.
–Por desgracia, no.
–¿Por qué lo hacen entonces?
El gomero meditó buscando una respuesta, hasta que su vista recayó en las hileras de esmeraldas que ocupaban gran parte de la amplia estancia, y las señaló con un gesto.
–De todas esas piedras, muy pocas son perfectas –dijo–. Sin embargo, se recogen con la esperanza de que tal vez puedan llegar a serlo. Con el amor ocurre algo semejante; cuando por primera vez vi a Ingrid a orillas de una laguna, jamás pude imaginar que allí estaba la perfección, pero estaba.
–¿Qué fue de ella?
–No lo sé.
–¿No deseas volver a verla?
–Creo que no.
–¿Por qué?
–Ha pasado mucho tiempo. Ni yo soy el mismo, ni probablemente ella lo sea. Las estrellas fugaces son más bellas que las que brillan eternamente porque cuando desaparecen dejan un vacío que nada puede llenar, pero ninguna estrella fugaz vuelve a cruzar jamás por el mismo espacio del cielo.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque era pastor y dormía al aire libre.
–¿Qué es un pastor?
–Alguien que cuida animales. Allá, de donde yo vengo, existen cierto tipo de animales que domesticamos para que nos den leche, queso, lana o carne.
–¿Como los pécaris o los cuís que algunas mujeres crían para comer?
–Mucho más grandes. Yo los llevaba al monte y los tenía allí, alimentándolos y cuidándolos.
–Entiendo… –admitió Ayapel–. He oído decir que, muy lejos, al otro lado de las montañas, hacia el Oeste, existe una nación muy poderosa que vive en chozas de piedra y posee manadas de animales casi tan grandes como una persona que utilizan como bestias de carga.
–¿Cómo se llama esa gente?
–No lo sé.
–¿Es amarilla?
–¿Amarilla? –se sorprendió ella–. No. Nunca oí decir que fuera amarilla.
–¿Vive cerca del mar?
–Viven en altas montañas. Muy, muy altas… Mayores incluso que la montaña en que habita Muzo.
–En ese caso… –señaló el canario convencido–. No puede ser ni el Cipango, ni Catay. El almirante juraba que los chinos son amarillos.