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«Milagro». La nave hacía honor a su nombre, no por el hecho de que hubiera sido construida en tiempo récord, sino sobre todo porque constituía un auténtico prodigio de belleza, esbeltez y elegancia, con avanzadas líneas que hacían olvidar el arcaico diseño de las viejas carabelas y carracas que frecuentaban el puerto del río Ozama, aproximándose más a la estructura que habrían de tener, siglos más tarde, los navíos piratas que con su endiablada rapidez y maniobrabilidad se convertían en la pesadilla del Caribe.

–No soportaría los embates de una galerna del Cantábrico –sentenció convencido Sixto Vizcaíno–. Y allá en mi tierra jamás se me hubiera ocurrido echar al agua un barco semejante, pero no creo que ningún otro consiga deslizarse mejor entre estas islas, ni cumpla de modo más cabal la misión para la que ha sido concebido.

–Es una obra de arte –admitió la alemana.

–Es el fruto de vuestro entusiasmo, mi trabajo y la quisquillosidad del capitán Salado –replicó con humor el carpintero–. En verdad que con frecuencia lamento haberle recomendado, pero cierto es que sin sus ideas este «Milagro» no estaría aún a flote. ¿Cuándo pensáis partir?

–En cuanto el virrey me lo permita.

Pero una cosa parecía ser armar un buque, con todo lo que significaba de esfuerzo y dinero, y otra muy distinta conseguir que don Cristóbal Colón se dignase firmar un sencillo documento autorizando a doña Mariana Montenegro a recorrer las costas de Tierra Firme en busca de un supuesto superviviente de la masacre del Fuerte de la Natividad, dado que el almirante se negaba a aceptar que existiera tal Tierra Firme, y mucho menos tal superviviente. Aún continuaba cerrilmente aferrado a la idea de que se encontraba a las puertas de Catay y pronto encontraría un paso entre las islas que le permitiría fondear frente a los palacios de oro del Gran Kan, y no estaba dispuesto a permitir por tanto que una aventurera de dudoso pasado se le adelantase utilizando para ello la prodigiosa nave que se balanceaba mansamente a no más de media legua de la negra fortaleza que había mandado levantar a orillas del Ozama.

–¿Quién es en realidad esa Mariana Montenegro? –inquirió molesto–. ¿Y cómo es que ha conseguido atesorar tanta riqueza en tan escaso tiempo?

–Se le concedió un pequeño porcentaje de los beneficios por su mediación en el asunto de las minas –le recordó su hermano Bartolomé–. Y Miguel Díaz también le entrega una parte.

–Y por lo visto utiliza nuestro oro en tratar de arrebatarme la gloria de llegar a Catay… –se indignó el virrey–. Deberíamos ahorcarla.

–Tan solo busca a un hombre.

–¡Ridículo! –sentenció el almirante–. Ninguna mujer gastaría su tiempo y su dinero en buscar a un hombre teniendo tantos cerca.

–Ella es especial.

Mala recomendación era aquella para quien se consideraba la única persona especial sobre el planeta, y pese a que desechara la idea de tomar represalias contra sus supuestas felonías, lo cierto es que don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias, se limitó a dar la callada por respuesta a cuantas solicitudes se le hicieron, dejando que el hermoso navío permaneciera fondeado frente al astillero, ante la desesperada impotencia de su dueña.

–La única salida que os queda es ir a pedir personalmente permiso a la reina –señaló don Luis de Torres–. Ella, como mujer, tal vez entienda vuestras razones.

–¿En verdad imagináis que la reina más católica del orbe entendería a una mujer que persigue a su joven amante tras haber abandonado a su esposo, que para mayor abundamiento es primo lejano del rey Fernando? –Se asombró–. ¡A buen seguro deliráis!

–A buen seguro… –admitió el converso, levemente amoscado–. Pero a mi modo de ver no existe otra salida.

–Existe –sentenció el capitán Moisés Salado, con su proverbial laconismo.

–¿Y es?

–Zarpar.

–¿Zarpar?

–Zarpar.

–¿Y eso qué diantres significa, si es que puede saberse?

–Levar anclas.

–¡Ya sé que zarpar significa levar anclas y hacerse a la mar…! –se impacientó el De Torres–. Lo que quiero saber es si estáis proponiendo, simple y llanamente, abandonar el puerto sin el permiso del virrey.

–Exacto.

–Eso nos acarrearía la horca.

–Si nos cogen.

–¿Os habéis vuelto loco?

–Tal vez.

–Doña Mariana… –sentenció el ex intérprete real, señalando acusadoramente al impasible marino–. Considero una temeridad poneros en manos de semejante irresponsable, aun en el improbable caso de que consiguierais ese maldito permiso. Empiezo a dudar de que ese dichoso barco soporte tan siquiera el embate de una ola en mar abierto.

–«El Milagro» es tres veces más rápido que cualquier navío del almirante –replicó el Deslenguado, empleando en la larga frase todo su aliento–. Y más seguro.

–¡Palabras!

–Si las emplea debe ser porque cree en ellas –ironizó la alemana–. Nunca le gustaron.

–Hacéis mal en tomaros a broma cuanto se refiera al almirante –le hizo notar el converso–. Tiene ya tantos muertos en su haber que, si se cogieran de las manos, a buen seguro que conformarían una cadena que uniría ambas orillas del océano. –Luego añadió con voz grave–: Le acompañé en su primer viaje, le conozco bien, y me consta que ni siquiera pestañearía a la hora de ordenar que os colgaran de una verga del «Milagro».

–¿Y qué pretendéis que haga? ¿Sentarme a contemplar cómo las gaviotas se cagan en cubierta?

–Esperar.

–¿Esperar, qué, don Luis? ¿A que cualquier día mi marido decida regresar para cortarme el cuello? Aquí mi vida no está segura y lo sabéis. ¿Qué más da la horca que el cuchillo? Empezaba a desesperar y estaba decidida a regresar a mi país, pero ver cómo ese barco se alzaba desde su quilla me otorgó nuevos bríos. Si ahora se queda ahí quien se hunde soy yo.

–¡Pero el virrey…!

–¡Al diablo el virrey..,! –estalló la alemana fuera de sí–. Él es quien debería colgar de una verga. –Se volvió a Moisés Salado–: Capitán… ¡Zarpamos!

La noche del quinto día, y aprovechando uno de aquellos largos períodos de tiempo en que ningún navío frecuentaba el puerto, «El Milagro» rompió amarras por alguna desconocida razón, permitió que la corriente del Ozama le arrastrara mar adentro, y desapareció de la vista de los esbirros del virrey, que, con la primera claridad del alba, se negaban a aceptar la evidencia de tan manifiesto desacato a la suprema autoridad establecida.

–¡Haced venir a doña Mariana! –rugió fuera de sí el adelantado don Bartolomé Colón.

–Se fue –replicó secamente el alcaide Miguel Díaz, que continuaba siendo buen amigo y protector de la mujer que le había conseguido el perdón real–. Pero no puede estar a bordo, puesto que había dado estrictas órdenes de que únicamente el capitán Salado y tres de sus hombres pudieran subir a la nave.

–Y así ha sido, Excelencia –replicó el alférez Pedraza, un oficial de inmensos mostachos que tenía fama de severo y eficaz–. Nadie más se ha aproximado al «Milagro», pero lo cierto es que en su casa tan solo quedan los criados.

–Buscad entonces a don Luis de Torres.

–Ya lo hice, Excelencia. Tampoco está.

–¿Y dónde puede haber ido?

–Lo ignoro, Excelencia. Lo único que he podido averiguar es que varias carretas salieron al atardecer en dirección a San Pedro.

–¿Hacia el Este? –se sorprendió don Bartolomé Colón, buen conocedor de las costas de la isla–. Me extraña. Si tienen que armar y aparejar una nave a la que falta casi todo, lo lógico sería hacerlo en una tranquila bahía del Oeste, hacia Punta Salinas o Barahona.

–¿Creéis que están tratando de confundirnos? –quiso saber el incrédulo alférez Pedraza.

–Apuesto a que se trata de una añagaza –insistió el adelantado–. Esa mujer es muy astuta, pero no va a salirse con la suya. –Le apuntó firmemente con el dedo–. Coged a vuestros mejores hombres, galopad hacia el Oeste y detenedla.

–Como Su Excelencia ordene…

El bigotudo militar dio media vuelta dispuesto a emprender una rápida carrera escaleras abajo, pero apenas había descendido media docena de peldaños cuando don Bartolomé lo detuvo con un gesto.

–¡Esperad…! Esperad un momento, por favor. Por si acaso, enviad algunos hombres hacia el Este, no vaya a resultar que doña Mariana sea más lista de lo que imagino.

Pero doña Mariana Montenegro era aún más lista de lo que imaginaba, o quizá lo conocía lo suficiente como para comprender que si bien por una vez cabía sorprenderle llevándose el barco ante sus propias narices, bastante más difícil resultaría que le permitiera aparejarlo sin problemas.

–Al Norte –fue por tanto su orden cuando el capitán Salado quiso saber qué rumbo debería tomar si conseguía sacar la nave a mar abierto–. Atravesad el Canal de la Mona y esperadnos en la Bahía de Samaná.

–¡Bien!

–¿Podréis navegar con tan solo tres hombres y un barco casi desarbolado

–Se intentará.

–Recordad que si no llegáis a tiempo nos ahorcarán a todos.

–Recordad vos que si no llego es porque me habrán devorado los tiburones.

Con apenas dos foques y la mesana, viento de través y un perfecto conocimiento del mar y de su nave, el capitán Moisés Salado consiguió demostrar que «El Milagro» constituía en realidad un auténtico prodigio de ingeniería, ya que en menos de treinta y seis horas de navegación dejó caer las anclas en la límpida arena de una quieta ensenada de la inmensa Bahía de Samaná.

Mucho más problemático resultaba el viaje para el resto de la tripulación, abriéndose paso a machetazos a través de la densa maleza de la ancha península, aunque por suerte era aquella una región de escasos accidentes geográficos que los aborígenes habían abandonado buscando más seguro refugio en las escarpadas regiones montañosas o en las profundas selvas del Oeste de la isla, y los únicos enemigos a tener en cuenta eran el agobiante calor, arañas, serpientes y nubes de feroces mosquitos que se arrojaban sobre los expedicionarios como lobos hambrientos.

Curiosamente, el pequeño Haitiké era el único miembro del grupo que no parecía sufrir el asalto de las miríadas de alados enemigos que al atardecer ocultaban el sol en densas nubes, y cuando por la noche la mayoría de los miembros de la expedición se encontraban postrados sufriendo a causa de la hinchazón producida por el veneno, los atendía sin que en todo su cuerpo se advirtiese una sola señal de picadura.

La excitación del muchacho al saber que iba a hacerse a la mar a bordo de una nave, que había visto construir tabla por tabla, le impedía conciliar el sueño, aunque a ello contribuyera el hecho de saber que estaba viviendo una peligrosa aventura de la que dependía no solo su propio destino, sino sobre todo el de su madre adoptiva y su aún desconocido padre.

Para Haitiké, la figura de Cienfuegos siempre había constituido una especie de insondable misterio, ya que todo cuanto sabía sobre él resultaba confuso, sin que nadie se sintiese capaz de aclararle si se trataba en realidad de un ser vivo que andaba vagabundeando por mundos desconocidos, o tan solo un recuerdo que el desmedido amor de doña Mariana había convertido en leyenda.

La relación del chiquillo y la alemana continuaba siendo hasta cierto punto igualmente inconcreta, ya que si bien ella se esforzaba por quererle como al hijo que hubiese deseado tener con su joven amante, los rasgos del mestizo, y sobre todo su retraído carácter, le recordaban de continuo que pertenecía a otra raza y que una semisalvaje había sido su madre. Su máximo interés seguía centrándose en hacer de él un joven educado según las costumbres de la nobleza europea de su tiempo, con vistas a lo cual le había proporcionado el mejor preceptor de la isla, pero en el fondo de su alma se veía obligada a admitir que se enfrentaba a una criatura muy especial, y existían demasiados detalles en la personalidad de Haitiké que nada tenían que ver ni con el carácter de los españoles, ni con el de los indígenas haitianos. De alguna forma Ingrid Grass presentía que estaba asistiendo al nacimiento de una nueva raza cuyas señas genéticas más acusadas aparecían claramente diferenciadas en aquel huidizo y reservado rapazuelo al que incluso los mosquitos evitaban, y a menudo se preguntaba cómo sería la convivencia en un mundo poblado mayoritariamente por individuos de semejantes características.

–El tiempo y las sucesivas mezclas de sangre suavizarán los contrastes –le hizo notar don Luis de Torres una noche en que surgió el tema de lo difícil que le resultaba entender al muchacho–. El transcurso de las generaciones dará como fruto una nueva raza más equilibrada y quizá muy hermosa, pero no debéis olvidar que este ha sido el primer choque entre dos formas de vida contrapuestas y eso siempre acaba resultando traumático.

–¿Realmente creéis que nativos y europeos conseguirán entenderse? –quiso saber la alemana, a quien el tema preocupaba desde tiempo atrás–. Los noto tan distintos…

–Son distintos –puntualizó el converso–. Y a fuer de sincero, debo admitir que dudo que se entiendan mientras continúen siendo, como decís, nativos y europeos en su estado más puro. Tal vez las cosas cambien cuando se encuentren lo suficientemente amalgamados.

–¿Amalgamados? –se sorprendió ella por la precisión del término–. ¿Por qué amalgamados…?

–Porque temo que, pese a lo mucho que se mezclen, siempre resultará posible diferenciar qué parte de cada individuo proviene de uno u otro origen. Sus naturalezas son muy distintas; diría que más diferenciadas aún que la de un sueco y un negro.

–¡Curioso…!

–Pero no debéis preocuparos, ya que dudo que Haitiké llegue a crearos problemas. Los problemas los tendrá consigo mismo mucho más adelante. Ahora, lo único que en verdad importa es llegar a Samaná antes de que nos alcancen los soldados.

–¿Creéis que nos persiguen?

–Estoy seguro.

No se equivocaba en esta ocasión el converso, ya que tras efectuar una larga batida por el Este hasta San Pedro, y otra por el Oeste hasta Barahona, el alférez Pedraza se cuadró sudoroso ante don Bartolomé Colón para comunicarle que sus exploradores habían descubierto que las huellas de los carromatos de doña Mariana Montenegro se encaminaban decididamente al Norte, es decir, a los embarcaderos de la Bahía de Samaná.

–¿Podréis alcanzarlos?

–Con buenas monturas y hombres de refresco, desde luego, Excelencia –fue la segura respuesta–. Esos carros avanzan con mucha lentitud por la maleza.

El hermano del almirante ordenó, por tanto, al alcaide que requisase los mejores caballos de la ciudad y les proporcionase al alférez y sus hombres el avituallamiento necesario para una expedición de castigo que habría de dar como fruto el que la hermosa alemana acabara colgando de una soga en la Plaza Mayor para ejemplo de quienes osaban discutir la autoridad del virrey.

Al bueno de Miguel Díaz, cuyo afecto por doña Mariana continuaba intacto, el encargo lo sumió en un profundo pesar, por lo que se apresuró a pedir consejo a su esposa, la india Isabel, antigua cacica de los territorios en los que se asentaba ahora la capital, Santo Domingo, y que era quien le había revelado tiempo atrás la existencia de sus ricas minas de oro.

–Niégate a obedecer –fue el primer y lógico comentario de la indígena.

–En ese caso seríamos varios a balancearnos en la horca –señaló el pobre hombre, convencido–. Los Colón verían con muy buenos ojos la oportunidad de quedarse con mi parte de las minas. –Agitó la cabeza, pesimista–. No –añadió apesadumbrado–. No puedo negarme, pero tampoco quiero que la ahorquen. ¡Fue siempre tan amable con todos…!

La bondadosa indígena, una mujerona enorme y vitalista que paría hijos como quien escupe por el colmillo, meditó largo rato, hizo unas cuantas preguntas y, por último, aconsejó a su atribulado esposo que no se inquietara por la alemana, permitiendo que los soldados emprendieran la marcha cuanto antes.

–La maldad suele encontrar inesperados obstáculos en su camino –fue su misterioso comentario–. Y tal vez los dioses decidan ayudarla.

–Pero, ¿cómo? –quiso saber el atribulado alcaide–. Esas carretas necesitarán por lo menos tres días para alcanzar su destino, y con los caballos que lleva, Pedraza puede hacer el mismo recorrido en menos de una jornada.

–¡Ten fe…! ¡Ten fe!

Pero lo cierto es que hacía falta muchísima fe para aceptar que quizás ocurriría un milagro, puesto que cuando la armada tropa partió a lomos de las briosas bestias y el cariacontecido Miguel Díaz reparó en los cetrinos rostros de semejante pandilla de malencarados veteranos de cien combates contra los salvajes desnudos, llegó a la conclusión de qué suerte tendría la bondadosa Mariana Montenegro si conseguía llegar viva a la Plaza Mayor de la capital para ser ahorcada.

–Los creo capaces de violarla entre todos y echar luego su cadáver a los perros –se lamentó casi gimoteando–. Son una auténtica pandilla de canallas.

Canallas o no, lo que sí constituían, desde luego, era un selecto grupo de jinetes especialmente aguerrido y resistente, puesto que cabalgaron apiñados y sin tomarse un minuto de descanso hasta pasado el mediodía, hora en que el alférez Pedraza ordenó hacer un alto para dar un respiro a las monturas y devorar a la sombra de un hermoso castaño una buena parte de las excelentes viandas y el fuerte vino peleón que la india Isabel les había preparado.

–A este ritmo, caeremos sobre ellos a media tarde –señaló satisfecho–. Y si conseguimos apoderarnos del barco, tened por seguro que nos habremos hecho merecedores de un ascenso y una justa recompensa.

–De ascensos paso… –señaló un andaluz de Úbeda llamado Molina, que tenía bien ganada fama de enamoradizo y pendenciero–. Y como recompensa, ninguna otra me apetecería tanto como pasar un par de horas con doña Mariana a la sombra de un árbol como este.

–¡En marcha entonces! –fue la respuesta de su superior–. Quizás esta misma noche recibas tu premio.

Montaron de nuevo, ahora un tanto abotargados por la suculencia y abundancia del ágape, y avanzaron a prisa siguiendo el ancho rastro que habían dejado las carretas, hasta que, al cabo de tres o cuatro leguas, el propio Molina señaló nerviosamente:

–¡Un momento, alférez! Tengo que detenerme.

–De detenciones, nada –replicó su superior en tono autoritario–. Y nadie puede separarse del grupo.

–¡Pero es que tengo que hacerlo!

–Inténtalo y te fusilo.

–¿Fusilarme? ¿Por qué?

–Por desertar.

–No se trata de desertar –replicó el otro en tono de guasa–. Sino de defecar. Me estoy cagando vivo.

–¡Pues te aguantas! ¡Andando!

De un sonoro fustazo obligó al caballo de Molina a seguir su camino, y así marcharon agrupados hasta que un enorme vasco cuyo rostro aparecía marcado por una rojiza cicatriz masculló con voz de trueno:

–¡Y pues que yo también me estoy cagando!

–¡Silencio y adelante!

Siguieron de igual modo dos leguas más, pero fue entonces el propio Pedraza el que alzó el brazo cuando alcanzaban un bosquecillo de acacias, y al tiempo que saltaba precipitadamente de su montura, exclamaba furioso:

–¡Alto! ¡A cagar!

–¡A buenas horas…! –se lamentó el andaluz–. Yo ya me lo hice encima.

Los demás ni siquiera le escucharon, pues todos sin excepción se apresuraron a lanzarse al suelo buscando acomodo entre los árboles al tiempo que se iban desabrochando los calzones, y al poco las bestias comenzaron a relinchar y agitarse inquietas, pues a los lamentos y los inequívocos rumores que llegaban de la espesura se unió pronto una insoportable pestilencia que obligaba a pensar que el mundo se había descompuesto.

–¡Malditas judías…! –masculló alguien, sin dejar por ello de apretar y lamentarse–. Algo les han puesto que nos han envenenado…

–¡Yo creo que fue el vino!

–¡El vino extriñe, imbécil, y yo me voy patas abajo!

–¡Mataré al culpable!

–¡Me cago en su padre, y nunca mejor dicho…!

Permanecieron allí un largo cuarto de hora, y cuando a duras penas treparon de nuevo a sus monturas no eran ya la feroz y animosa tropa de antaño, sino más bien un puñado de sudorosos, pálidos y desencajados guiñapos humanos que ni fuerzas tenían para espolear a sus asqueadas bestias.

El sube y baja de las cabalgaduras y su continuo bamboleo no constituía a buen seguro el mejor remedio para tan maltrechos vientres, y no fue por ello extraño que uno por uno se fueran deteniendo en sucesivas etapas, lo que frenó por completo la marcha.

–¡Sabotaje! –renegaba una y otra vez el indignado Pedraza–. Se trata, sin duda, de un sucio sabotaje.

–¡Y que lo diga, alférez …! –replicaba zumbón el de Úbeda, que no parecía perder su humor por ello–. El más sucio y maloliente sabotaje de que se tenga memoria. La mierda me llega al pecho.

–¡Calla o te fusilo!

Comenzaba a caer la tarde cuando coronaron a duras penas una alta colina al otro lado de la cual se extendía el mar, y lo hicieron a tiempo de descubrir la altiva silueta del «Milagro», así como las distantes figuras del grupo de tripulantes que se aprestaba a embarcar en dos lanchones el pesado contenido de las carretas.

–¡Al ataque! –ordenó el alférez, con apenas un hilo de voz–. Aún podemos detenerles.

–¡Un momento…! –protestó el vasco al tiempo que se acuclillaba una vez más–. Lo primero es lo primero.

Los demás le imitaron, y el desalentado Pedraza permaneció con la espada en alto, sin saber a ciencia cierta qué partido tomar, aunque insistiendo:

–¡Al ataque, he dicho! –repitió de mala gana–. ¿Qué dirán de nosotros si se llega a saber que los tuvimos al alcance de la mano y no les detuvimos…?

–Que somos unos cagones… –replicó Molina, jocosamente–. Y tendrán razón.

Por su parte, abajo, en la costa, el pequeño Haitiké fue el primero en descubrir las lejanas figuras de la colina, lo que hizo cundir el pánico hasta que se llegó a la conclusión –no sin sorpresa– de que permanecían absolutamente inmóviles.

–¿Pero son o no son soldados? –quiso saber doña Mariana–. Desde aquí no los distingo.

–Lo son –afirmó un vigía con fama de vista de lince–. Aunque muy bajitos.

–¿Bajitos? –se sorprendió la alemana.

–Enanos de largos brazos… –replicó el otro muy serio–. A no ser que estén agachados.

–¿Y qué pueden hacer agachados?

–Ni idea.

–Tal vez estén rezando antes de lanzarse al combate.

–No me parece que hagan eso exactamente –replicó el otro, aguzando aún más la vista–. Pero por si acaso lo mejor será apresurarnos.

Se encontraban ya a salvo, a bordo del navío, cuando el grupo de jinetes alcanzó por fin la orilla, donde, contra toda lógica, no hicieron ademán alguno de intentar agredirlos, sino que todos a una se introdujeron rápidamente en el agua, desnudándose y comenzando a frotarse la ropa con extraña fruición.

–Esto sí que no me lo esperaba –admitió don Luis de Torres, perplejo–. En lugar de soldados, nos mandan lavanderas. ¿Alguien entiende algo?

–Ni falta que nos hace –replicó la alemana–. ¡Capitán…: zarpamos!

–¡Zarpamos!

Levaron anclas y el hermoso navío tomó el viento de través, viró muy despacio y comenzó a alejarse mar adentro, ante la indiferente mirada de una malencarada soldadesca que tan solo parecía interesada en arrancar de sus cuerpos y sus ropas una densa e insoportable pestilencia.


Montenegro

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