Читать книгу Retóricas del cine de no ficción en la era de la posverdad - Alejandro Cock Peláez - Страница 8

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La retórica: un sistema integral de análisis

y producción de discursos documentales

Aproximación a la retórica

La retórica tiene un largo recorrido. Descansa en los pilares establecidos por pensadores del mundo antiguo y ha retomado fuerza en el último medio siglo, evolucionando en nuevas retóricas que se han retroalimentado de los desarrollos de la lingüística, la semiología, la teoría literaria, los estudios cinematográficos y los medios masivos de comunicación. Hoy, además de los más tradicionales objetos de estudio, como el discurso político y el jurídico, la retórica se ocupa de fenómenos tan diversos como la conversación, el discurso científico, la pintura, la literatura, la publicidad, el periodismo o el cine. Dentro de este último, el cine de no ficción presenta un gran potencial para ser estudiado desde esta perspectiva retórica como uno de los discursos más dinámicos, persuasivos y controvertidos sobre la realidad contemporánea.

Resulta, pues, indispensable un previo acercamiento a la retórica, para conocer su recorrido histórico y sus principales características, sin pretender realizarlo de manera exhaustiva, pues ello desborda los objetivos del trabajo. Se trata más bien de comprender las diferentes tendencias de análisis retórico que existen en la actualidad y ver cómo, a pesar de sus auges y caídas históricas, el sistema retórico se encuentra vigente en muchas de las propuestas contemporáneas y sus planteamientos se pueden aplicar a discursos como el documental.

Delimitación de la retórica y breve recorrido por su historia

La retórica ha sido una disciplina asentada con firmeza en los estudios sobre el acto comunicativo oral y escrito fundamentalmente. En sus más de dos milenios y medio de historia, varios teóricos la han definido de diferentes formas: “la capacidad de discernir, en cualquier caso dado, los medios disponibles de persuasión”

(Aristóteles, 1991: 1355b26); “el arte del bien decir, es decir, con conocimiento, habilidad y elegancia” (Cicerón, 1982: II 5); “el estudio de los medios de argumentación que no dependen de la lógica formal y que permiten obtener o aumentar la adhesión de otra persona a la tesis que se proponen para su asentimiento” (Perelman y Olbrechts - Tyteca, 1994: 12).

Estas aproximaciones asocian la retórica con la persuasión, la argumentación, el lenguaje elocuente y el discurso. Según Teruel, esta arte o disciplina se debe entender como la unión de muchos significados:

Práctica del discurso en público, estudio de las estrategias de la oratoria, el uso del lenguaje escrito o hablado para informar o persuadir, la reflexión sobre los efectos persuasivos del lenguaje, el estudio de las relaciones entre lenguaje y conocimiento, la clasificación y uso de las figuras, el estudio de la metáfora y de vez en vez, el uso de premisas vacías y de medios verdaderos como una forma de propaganda

(1998: 15).

El pensamiento sistematizado sobre la retórica comenzó en la antigua Grecia. El primer manual escrito se atribuye a Córax y a su discípulo Tisias, cuyos trabajos, al igual que los de otros de los primeros retóricos, comenzaron en las cortes y litigios de una sociedad que entraba en el sistema democrático, para el cual el uso de la oratoria era fundamental. Se crean así los dos primeros géneros retóricos: el judicial y el deliberativo, ligados a los discursos judiciales y a los políticos, respectivamente. La retórica evolucionó como una importante arte que proveía al orador con las formas, significados y estrategias para persuadir a una audiencia sobre la validez de sus argumentos, hasta convertirse en una tekné que controlaba todas las artes de la comunicación.

La retórica fue popularizada en el siglo v a. de C. por los sofistas, principalmente Protágoras, Gorgias e Isócrates, quienes, en general, asumían una posición nihilista desde la cual relativizaban el conocimiento por su carácter netamente subjetivo, sin tener más criterio de verdad que el de la opinión. Por ello, se centran pragmáticamente en aspectos formales del texto, en el tipo de auditorio y en las condiciones de producción del texto, una posición que ha sido retomada con una inusitada fuerza por la retórica contemporánea.

Uno de los avances importantes de los sofistas y, específicamente, de Gorgias fue la creación del género epidíctico o laudatorio, que se diferenciaba de los géneros judicial y deliberativo por su destino, que era adular una persona, dios, ciudad u obra. Con este género nacen la prosa poética y los primeros desarrollos de las figuras de estilo que acercaban la poesía a la retórica, haciéndole adoptar fines estéticos, además de los pragmáticos. Como se verá más adelante, estos desarrollos son de suma importancia para entender la retórica de los medios masivos de comunicación y, específicamente, la de los documentales, que en su gran mayoría corresponden al género epidíctico y podrían ser herederos de las “prosas poéticas”. Incluso, puede demostrarse que los documentales contemporáneos asumen en algunos casos una idea nihilista posmoderna frente a la verdad, con fuertes raíces en la retórica sofista.

Platón, quien se oponía teóricamente a los sofistas por la preponderancia que estos le daban a la opinión frente a la verdad y porque, según él, buscaban “la persuasión a cualquier precio”, recalcó las diferencias entre la “falsa retórica”, que relacionaba con los sofistas, y la “verdadera”, que él mismo promovía y que se basaba en la búsqueda de la verdad absoluta por medio de la dialéctica. Esta idea predominó durante la modernidad y, por ende, en gran parte de la historia del documental, que ha intentado evitar por todos los medios su asociación con la opinión y con una construcción subjetiva del discurso.

Aristóteles retomó algunas de las ideas de su maestro Platón, pero en su reconocido tratado El arte retórica reelabora muchas de las propuestas anteriores, intentando sistematizar la retórica como una tekné humana, que para él no tenía un territorio específico o tema propio, pues se encontraba en cualquier parte. En la primera frase del tratado, Aristóteles dice que la retórica es la contraparte o antistrophe de la dialéctica, significando que, mientras los métodos dialécticos son necesarios para encontrar la verdad en asuntos teóricos, los métodos retóricos son requeridos para asuntos prácticos, como los de una corte o una discusión política o —como contemporáneamente afirma Nichols— para el documental, pues este, según él, representa al mundo en la misma forma en que un abogado representa los intereses de su cliente (2001: 4). Aunque para Aristóteles y Platón la dialéctica también implicaba persuasión, este era para ellos un rasgo fundamental en el discurso retórico: un enunciador pretende influir de determinada manera sobre el receptor para obtener determinada respuesta por parte de este. Para alcanzar su objetivo, introduce en el seno de su comunicación una serie de recursos, en varios niveles extensivos del texto, como conjunto y partes específicas, entre otros, y de diversa naturaleza fonética, morfológica, sintáctica, gramatical o semántica.

Desde su tratado, aún vigente y estudiado, Aristóteles teoriza sobre algunas de las principales características de la retórica. Empieza por diferenciar los componentes principales de la comunicación: quién habla, la argumentación expuesta y a quién se habla. Desde allí, define las tres formas de pruebas retóricas: ethos, logos, pathos, que definen la credibilidad y verosimilitud de los argumentos según las ideas, el público y el orador. A partir del público al que es dirigido, diferencia los tres tipos de discurso retórico: deliberativo, judicial y epidíctico, los cuales distingue con características funcionales y formales propias. Así, el deliberativo es el propio del parlamento y la política, con argumentos inductivos; el judicial es el propio de los juzgados y tiene como objeto la búsqueda de la justicia, y por ello usa argumentos analíticos; el epidíctico busca agradar por medio de valores y modelos presentados, más que por medio de la demostración.

Aristóteles considera la retórica como una ciencia autónoma fundamentada en una lógica de los valores. En su primer libro, la toma como una técnica de la demostración apodíctica, pero luego introduce el tema de las pasiones, dándole un doble carácter persuasivo y psicológico. Su concepción de la retórica como ciencia que estudia los medios de persuasión, sin enfocarse en el contenido, es la base de la recuperación de la teoría retórica en el siglo xx, que conserva la validez y la esencia de las teorías antiguas.

Otro elemento clave de la teoría retórica mencionado por Aristóteles —aunque luego complementado, entre otros, por Cicerón— es el canon retórico o las operaciones retóricas, así: inventio es lo referente a la búsqueda de ideas y su desarrollo en función del tema por tratar y de los destinatarios a afectar; dispositio es todo lo que concierne a la construcción del discurso, sus diferentes partes, sus transiciones; elocutio es todo lo referido a los procedimientos que tocan al estilo, los sonidos, los ritmos; memoria son los medios de retener un texto previamente compuesto o de improvisar a partir de un repertorio de formas predefinidas; actio son los ­medios para ejecutar un discurso (pronunciación, adaptación a un momento y a un

público concreto).

Parte de la tradición helenista, pero principalmente las ideas aristotélicas, fueron heredadas por Roma, donde la retórica llegó a convertirse en una disciplina fundamental que moldeó por siglos el currículo de las escuelas europeas. Cicerón (106 - 43 a. de C.) y Quintiliano (35 - 100 d. C.) fueron dos de sus figuras principales. Como grandes oradores y retóricos, continuaron el legado aristotélico y escribieron importantes tratados que también se siguen estudiando en la actualidad. En ellos desarrollan ampliamente el canon retórico, o aquellas operaciones constituyentes del discurso, pero le empiezan a dar mayor fuerza a la elocutio, con lo cual las figuras y tropos toman una posición predominante en la elaboración de discursos. Cicerón realiza un importante aporte teórico que se resume en las llamadas intenciones de la retórica: delectare, docere y movere, con lo cual se argumenta que, para lograr la acción, hay que convencer con el deleite, el gusto por el estilo

y el conocimiento.

Luego de la caída del Imperio romano, la retórica clásica se desplegó a través de toda la Edad Media con algunos aportes cristianizantes de san Agustín y otros retóricos de la Iglesia católica que predicaban su fe por medio de las técnicas antiguas. Así, el estudio de la retórica continuó siendo central hasta el punto de que conformó el llamado trivium (junto con la gramática y la dialéctica) que regía las escuelas medievales. Las artes verbales eran de gran importancia, no obstante, declinaron a lo largo de siglos, dando paso a la educación formal y las universidades medievales. En ellas, la retórica pasó a ser subsidiaria de la lógica y su estudio se basaba en métodos escolásticos de repetición y copia de diferentes discursos. Es en este período cuando la retórica se empieza a usar para otro tipo de discursos civiles o eclesiásticos, como el arte de la escritura de cartas y los sermones (ars praedicandi); incluso, algunos de sus elementos aparecen en la pintura y otras artes, como las series narrativas de tapices y vitrales —un antecedente de la cinematografía— con las cuales la Iglesia persuadía al pueblo mayoritariamente analfabeto sobre sus doctrinas.

Con el Renacimiento surgió un nuevo interés por la retórica clásica. Esta entra en el discurso privado y los retóricos sirven de guía para escribir cartas y enseñar el arte de la conversación privada y de la etiqueta cortesana. Muchos artistas del ­Renacimiento, tanto de la literatura como de las artes plásticas, utilizaron profusamente los elementos de la teoría retórica para la elaboración de sus obras, y se empiezan a construir incluso los primeros tratados específicos sobre este tema. La retórica siguió siendo fundamental en la academia, pero sus componentes se desarticularon. Así, la inventio y la dispositio pasaron a formar parte de la dialéctica. El énfasis se dio entonces en la elocutio y en la abundancia de variación en el discurso, lo que convirtió cada vez más la retórica en un arte de figuras y tropos, de estilo adornado, alejándola de su

sentido original.

Esta situación se profundizó aún más en el Barroco, período en el que se trasladaron y adaptaron muchas de las teorías retóricas a otras artes como la música, el teatro, la danza, la arquitectura, la escultura, con sendos tratados y obras inspiradas en las antiguas técnicas diseñadas inicialmente para la oratoria. Fue una época de profusión estilística (semejante en muchos aspectos a la actual, llamada por algunos autores como neobarroco o neomanierismo), en la cual la retórica tuvo una gran importancia para la que se descubrieron aplicaciones en múltiples campos, incluso hasta el punto de abusar de ella y tergiversar su sentido, debilitándola.

La Ilustración y el pensamiento científico influyeron para que la predominancia de la retórica decayera definitivamente. Se buscaba un estilo que sirviera para la discusión de tópicos científicos, que necesitaban una exposición clara de hechos más que la forma adornada favorecida por la retórica de entonces, posición que se prolongó por toda la modernidad e influyó de manera determinante en la tradición documentalista del siglo xx. John Locke, por ejemplo, presentó una visión negativa de la retórica en su influyente Ensayo sobre el entendimiento humano (1690), al igual que Francis Bacon, quien criticaba a aquellos que se preocupaban más por el estilo que por el “peso del asunto, el valor del sujeto, la razón del argumento, la vida de la invención o la profundidad del juicio”. Opinaba que el silogismo no puede descubrir nada nuevo y privilegiaba la investigación en el trabajo científico sobre la invención en el trabajo retórico: “La retórica es la aplicación de la razón a la imaginación para mover mejor el deseo. No es un razonamiento sólido del tipo que la ciencia exhibe”. Algunos de sus discípulos y contemporáneos atacaban también a la retórica por sus efectos manipuladores.

Dicha concepción antirretórica caló en el arte de una forma profunda. En las últimas décadas del siglo xix, el modernismo artístico se sublevó contra el arte elitista y recargado con elementos estilísticos. El concepto mismo de la retórica fue rechazado desde el arte, al verlo como una técnica desacreditada del establecimiento, cuyos representantes usualmente hablaban en los tonos elevados de la predicación moral. “No se trataba de un abandono de la persuasión, lo que siempre ha sido imposible, sino una nueva y heterodoxa falta de interés por ciertas audiencias —una retórica ‘antirretórica’— que ha definido el ethos modernista” (Naremore, 2005).

Así, en la arquitectura se dio el rechazo por el ornamento clásico a favor de formas menos decorativas derivadas de la industria o el paisaje; la pintura se separó de la imaginería sentimental y representativa del siglo xix, volviéndose cada vez más abstracta; la danza rechazó las jerarquías retóricas del ballet a favor de performances y movimientos más libres; la poesía sospechó del tono elevado y los llamados directos a la emoción. Algo similar pasó con la novela, bajo las manos de Joyce, Nabokov y otros (Naremore, 2005). Al respecto, Wayne Booth (1961) observa que estos autores no dejan una base moral o ética que guíe a sus lectores. Su narración se volvía cada vez más ambigua y “cinemática” y menos explícitamente retórica (sin nunca dejar de serlo), elevándose el mostrar frente al contar. Booth agrega que un desarrollo análogo ocurre en el teatro, con autores como Stanislavski, quien en su revolucionario arte buscaba ser indirecto frente a los espectadores que deberían esforzarse en descubrir el sentido de la obra.

Durante los siglos xvii y xix, “la retórica perdió su dimensión originaria, filosófica y dialéctica, quedando reducida a un redundante ornamento e incluso siendo objeto de opiniones peyorativas de artificio, insinceridad, decadencia, falsificación, hinchazón verbal o vaciedad conceptual” (Ruiz, 2001: 50). Dicha posición se sigue dando hasta hoy entre los pensadores de tendencia positivista, a pesar del cuestionamiento que importantes autores como Nietzsche, Bajtín, Foucault, Barthes, Derrida y muchos otros le han planteado al conocimiento científico unívoco y al lenguaje positivista o “trasparente”, volcando de nuevo la atención hacia la retórica. Y es precisamente este mismo fenómeno el que se evidencia en el documental contemporáneo, en el que, como se argumenta aquí, una nueva retórica entra en escena, resquebrajando las ideas de la modernidad que envolvían la práctica de las corrientes principales de la no ficción.

La nueva retórica

El incremento en el siglo xx de la publicidad, la propaganda política, el periodismo y, en general, de las diferentes manifestaciones de los medios masivos de comunicación es, según muchos teóricos, motivo para que en los últimos cincuenta años se presentara un impresionante renacimiento de la retórica, que se manifiesta en el gran número de escritos, investigaciones, centros académicos y eventos que se multiplican en torno al tema. Esta reactivación se ha dado desde diferentes campos, como la filosofía, la lingüística, la semiología, la literatura, la teoría de la comunicación y las ciencias del comportamiento, y que en general se conoce como nueva retórica, de la cual se podría decir que ha significado una refundación de esta antigua disciplina, similar a la realizada por Aristóteles o Quintiliano en la antigüedad.

La obra teórica y crítica de los neoaristotélicos de Chicago (también conocidos como la Escuela de Chicago o los Críticos de Chicago) fue uno de los motores iniciales para el resurgimiento contemporáneo de los estudios retóricos, no solo como teoría clásica del discurso persuasivo, sino como moderna teoría del texto y de la construcción textual literaria. La coincidencia intelectual de un grupo de profesores e investigadores en la Universidad de Chicago a partir de los años treinta facilitó la conformación de toda una línea de pensamiento en torno a la retórica. La relectura de Aristóteles propició una serie de propuestas metodológicas y críticas de gran relevancia, que autores de una segunda generación de esta misma escuela, como W. C. Booth, N. Friedman o G. Steine, desarrollaron en sendos tratados sobre las retóricas de la ficción, presentando alternativas al new criticism y al criticismo clásico imperante en la academia norteamericana.

En su libro The rethoric of fiction (1961) Wayne Booth argumenta que la narrativa es una forma de retórica, pues en cuanto existe narración, existe un plan y, en cuanto se desarrolla un plan, existe la retórica, una labor de convencimiento que invalida toda pretensión de objetividad. Desde esta perspectiva, en la narrativa el “mostrar” y el “contar” son inseparables, y se oponen así a la predominancia del “mostrar” y la “erradicación” de la presencia autoral que se imponía con el realismo modernista. Booth, a partir de una tesis que en nuestro caso es iluminadora para los estudios de la enunciación en el documental actual, afirma que la existencia de un texto implica necesariamente la existencia de un autor, quien siempre es inferido, por lo que negar su presencia es imposible y desacertado; por el contrario, para él la intrusión directa del autor en una obra no importaría: por impersonal, realista u objetivo que intente ser el autor, sus lectores inevitablemente construyen una imagen del autor oficial que escribe de una manera determinada y desde unos valores, que nunca serán neutrales. La respuesta a la obra siempre estará determinada por la reacción a este “autor implícito” y la retórica acumulada de que se ha valido el propio autor para convencer al lector de la realidad de su mundo. Para Booth, el verdadero valor de un texto se encuentra entonces en la elección acertada de la clase de retórica que usará, en el control riguroso de una retórica reconocible y sujeta a unos valores éticos. Con ello da continuidad al pensamiento neoaristotélico de la Escuela de Chicago, para la cual uno de sus principales cimientos fue la crítica a una estética vacía y hueca, pero también al positivismo imperante.

A partir de Aristóteles —y también desde una perspectiva literaria—, Kenneth Burke desarrolló una obra que contribuyó a la revalorización de la retórica en la academia norteamericana. Ya en 1931, en su libro Countes - statement, ve la literatura no como un fin en sí misma, sino como una pieza de retórica y de autorrevelación del autor. En 1945 y 1950 escribe respectivamente Gramática de los motivos y Retórica de los motivos, dos obras seminales en las que Burke analiza la naturaleza intrínseca de la obra, enfocándose en la dramatización y las estrategias de persuasión e identificación. A partir de la pregunta “¿qué es lo que está implicado en las acciones humanas?”, Burke desarrolla un modelo pentaico que aún es considerado central en los análisis retóricos. Para responder a esa cuestión retórica fundamental, encuentra que existen cinco vectores o pruebas que se encuentran estrechamente interrelacionados en cualquier discurso o acción humana, los cuales son retomados de los locus, o lugares de la retórica clásica: ¿qué fue hecho (acto)? ¿Cuándo y dónde fue hecho (situación o escena)? ¿Quién lo hizo (agente)? ¿Utilizando cuales medios o instrumentos (agencia)? ¿Por qué fue hecho (propósito)? Burke afirma que los seres humanos interpretan toda situación como un drama; así, el lenguaje, desde su teoría del “dramatismo”, sería la respuesta motivada y estratégica a las situaciones específicas, un modo de acción simbólica más que de conocimiento. Por lo tanto, la tarea del crítico es la de interpretar el mundo simbólico con el objetivo de ­iluminar la acción humana, extendiendo así la crítica literaria al campo de lo social y lo ético, con un lugar central para la retórica, pues esta empezó a recuperar su lugar central en la academia y ayudó a sentar las bases para los desarrollos de las nuevas retóricas.

Según Albaladejo (1993: 39), la nueva retórica se expresa en tres tendencias investigativas: la retórica de la argumentación, la retórica de base estructuralista y la retórica general de carácter textual. La primera de ellas se funda en una de las obras inaugurales de la nueva retórica: el Traité de l’argumentation: La nouvelle rhétorique, publicado en 1958 por Perelman y Olbrechts - Tyteca. Estos autores pretenden rehabilitar la retórica clásica, menospreciada durante la Edad Moderna como sugestión engañosa o como artificio literario y realizan una trasformación inversa a la que se dio desde los romanos; es decir, de lo ornamental a lo instrumental, relegando la elocutio al papel tangencial que tuvo en los tiempos griegos (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1958: 15 - 18).

Los autores antes mencionados partieron de sus bases filosóficas y redescubrieron la retórica como consecuencia de sus investigaciones sobre el conocimiento, la razón y la lógica. Por ello, enfocaron sus estudios en el razonamiento y en la estructuración argumentativa del discurso, convencidos de que la razón es aplicable al mundo de los valores, las normas y la acción. De esta manera, la razón concreta y situada se convierte en el tema central de investigación de Perelman y Olbrechts - Tyteca. Dan paso a la creación de nuevas relaciones interdisciplinarias entre las ciencias humanas y la filosofía, devolviendo a la retórica un sentido ético cimentado en el discurso de Platón. Retoman, además, las ideas aristotélicas sobre la separación entre lógica —como ciencia de la demostración— y dialéctica y retórica —como ciencias de la argumentación—. Por todo ello, la retórica está siendo reconsiderada como un importante hallazgo para campos como la filosofía del derecho, la lógica, la ética y, en general, para todo aquel saber que dependa de la razón práctica (Ruiz, 2002). Perelman, por medio de sus estudios sobre la argumentación filosófica, busca “romper con una concepción de la razón y del razonamiento procedente de Descartes”, para resaltar el vasto panorama en el que se encuentran los múltiples y variados

“medios discursivos”.

Otra línea fundamental de la nueva retórica es la estructuralista, fundamentada en las ideas del neoformalismo y en los estudios literarios y lingüísticos estructuralistas. Jakobson, en dos importantes artículos de principios de los años sesenta (1960 y 1963), abre una renovadora línea programática de la poética y la retórica a partir de una reformulación de las nociones de la metáfora y la metonimia. En 1964 y 1967, Barthes propone un replanteamiento de la retórica a partir de la lingüística estructural, y Genette, en 1968, 1969 y 1972, desarrolla una novedosa serie de estudios sobre las “figuras”. Paralelamente, el también estructuralista Todorov analiza, en 1967 y 1974, las relaciones del texto literario con la teoría retórica y aplica una taxonomía figurativa propia desde los aspectos semánticos.

Bajo el enfoque lingüístico, el Grupo µ ha desplegado una importante carrera con la sistematización de los recursos retóricos elocutivos y narrativos, tras la búsqueda de la construcción de una retórica general, en la que se intenta vincular la retórica a la lingüística, la semiótica y la poética, a partir de la teoría de las figuras del discurso, aunque olvidando las otras partes retóricas. Según su teoría, las figuras como elementos de persuasión son útiles aun cuando el discurso tiene fines únicamente argumentativos. Así, la retórica pertenece a la función poética o estética del lenguaje y se aproxima a la literaria, en la medida en que sustenta el lenguaje artístico del texto literario o del texto retórico.

El ornatus, o conjunto de medios retóricos que permiten embellecer el estilo, produce un deleite estético que conduce a una mayor atención por parte del receptor. A escala de microestructura textual, el ornato lingüístico conformado por las figuras y los tropos se produce en la elocutio: el lenguaje se trasforma con respecto a una norma, y es en esta misma, a su vez, donde se resuelve. Es el estilo lo que define la relación entre la norma y el desvío o trasformación (Grupo µ, 1987: 52). El análisis de estas técnicas de trasformación del lenguaje con sus especies y objetos es fundamental en la línea de investigación propuesta por el Grupo µ para una retórica general. Las metáboles, o modificaciones producidas en cualquier aspecto del lenguaje (Grupo µ, 1987: 62), son objeto de estudio de la retórica, en cuanto inciden sobre la función retórica del lenguaje y las operaciones de estilo. Estos aportes no se reducen solo al ámbito de la elocutio, sino que también dilatan el ámbito de la figura al discurso y a la estructura pragmática en la que este es comunicado.

Pero más allá de las propuestas anteriores, hoy existen proyectos de retórica general que recogen y amplían las diferentes tradiciones de una manera más integral, resaltando la corriente retórica europea, con autores como Antonio García-Berrio, Tomás Albaladejo, Giovanni Bottiriroli y Stefano Arduini. Estas propuestas articulan la retórica tradicional y la moderna. Son más complejas y subliman la funcionalidad de la retórica como herramienta de producción, análisis e interpretación del discurso, reconstruyendo completamente el sistema retórico, es decir, retomando la inventio y la dispositio, sin dejar de lado la elocutio (García-Berrio, 1984: 26 - 34), y recuperando incluso otras operaciones no constitutivas del discurso, como la intellectio, la memoria y la actio (Albaladejo, 1993). Así, la retórica general permite la activación del sistema retórico en su totalidad, de manera sólida y coherente. El encuentro de la retórica general y la poética general se da alrededor del estudio del texto literario, tras proporcionar una visión de este como una construcción múltiple de interrelaciones dinámicas entre las tres operaciones retóricas y las categorías poético - lingüísticas y lingüístico - textuales. El proyecto de una retórica general de García-Berrio es compartido por otros teóricos contemporáneos, para quienes la retórica debe estar en el centro de las disciplinas del discurso.

En el último siglo, la retórica ha sufrido profundos cambios, determinados por la trasformación de su objeto de estudio y de su contexto de desarrollo. Así, las características de las audiencias, los avances tecnológicos, el impacto del mensaje en los medios de comunicación y el surgimiento de nuevas áreas de estudio, como la publicidad, el periodismo y el cine, entre otras, ha demostrado el carácter cambiante de la retórica, que ha seguido el ritmo de las necesidades expresivas humanas (García-Berrio y Hernández, 1988: 137).

Retórica posestructuralista

En el campo del posestructuralismo, se pueden encontrar perspectivas tan disímiles como la pragmática literaria, la teoría del texto literario, el análisis literario psicoanalítico, la estética de la recepción, la deconstrucción, la teoría hermenéutica, la crítica feminista o los estudios culturales, con lo que se conforma así una enorme heterogeneidad en la interpretación y uso de la retórica, que ocupa un lugar privilegiado en la teoría contemporánea.

La dimensión comunicativa y pragmática de la retórica en la teoría posestructural empieza a ganarle terreno a la hipertrofia generada por las investigaciones sintáctico - estructurales predominantes en los años sesenta y setenta. Desde esta perspectiva, la deconstrucción crítica logra un lugar preeminente en las corrientes posestructuralistas. Paul de Man, reconocido como el crítico de mayor influencia en la Escuela Deconstruccionista de Yale, adapta el pensamiento filosófico de Jacques Derrida y Martin Heidegger al campo de la teoría literaria. En obras como Visión y ceguera (1971) y Alegorías de la lectura (1990), De Man se enfoca en la elocución y, específicamente, en la alegoría y la ironía. Enfatiza en el carácter retórico del lenguaje literario y filosófico, buscando deconstruir la lógica y la categorización metafísica de la tradición occidental. En su crítica al logocentrismo, se remite a Nietzsche, quien ya había desenmascarado, en los diferentes discursos, su carácter de construcciones metafísicas demasiado humanas que responden a una voluntad de poder. Al negar la existencia de una verdad (episteme), tanto Nietzsche como De Man rechazan una teoría del lenguaje referencial en favor de una comunicación de la opinión (doxa) más humana e imperfecta, y la retórica de los tropos que llenan el lenguaje de ­polisentido sería su medio de expresión común (De Man, 1990: 179). La retórica, en el sentido en que es utilizada por la crítica deconstruccionista de Paul de Man, entraña ambigüedad y fomenta la necesidad de la interpretación allí donde el estructuralismo establecía una mera descodificación. El análisis lineal con respecto a la gramática, a partir de conceptos como el de desvío planteado por el estructuralismo, es problematizado por De Man, quien descubre allí tensiones lógicas.

Para este autor, la retórica se abre a posibilidades vertiginosas de aberración referencial al suspender de manera radical la lógica (De Man, 1979: 23). El uso intrínseco de la retórica en el lenguaje y su recepción problemática, resaltados de manera más evidente en su análisis de la ironía, la alegoría y los tropos, le sirven a De Man para ejemplificar la ambigüedad del significado y su diseminación, anunciada por Derrida. El pensamiento deconstructivo es, sobre todo, retórico: afirma y demuestra sistemáticamente la naturaleza —mediada, construida, parcial y socialmente construida— de todas las realidades, tanto si son fenomenológicas como lingüísticas o psicológicas. Deconstruir un texto —dice Derrida (1977: 15)— es “elaborar la genealogía estructural de sus conceptos de la forma más escrupulosa e inmanente, pero, al mismo tiempo, determinar desde cierta perspectiva externa que esta no puede nombrar o describir lo que esta historia puede haber ocultado o excluido, constituyéndose a sí misma como historia a través de esta represión en la cual está implicada”; por lo tanto, la deconstrucción de Derrida no descubre operaciones retóricas para llegar a la verdad, sino que descubre continuamente la verdad de que todas las operaciones —incluso las de la misma deconstrucción— son retóricas. Dando continuidad a esta línea de trabajo, De Man afirma que el objetivo de la deconstrucción es el de revelar articulaciones y fragmentaciones ocultas dentro de las totalidades, pero siempre con el cuidado y la sospecha para que el legado del gesto deconstructivo no se afiance como una nueva totalidad monádica. Propone entonces ejecutar el acto deconstructivo una y otra vez, sospechar, para no poner delante de verdades que se retorcían, la verdad de que todo es retórico. Dicha actitud impregna no solo el análisis contemporáneo de textos en sus diferentes variantes, sino su producción misma, como es el caso paradigmático de muchos documentales contemporáneos en los cuales la sospecha, la duda y la inestabilidad dominan su construcción discursiva. Por ello, los aportes de la retórica clásica —retomados por la nueva retórica y la retórica general, pero tomando en cuenta la actitud deconstruccionista posmoderna— constituyen un importante legado teórico - metodológico en los que la crítica cinematográfica y, específicamente, los estudios del cine de no ficción están en mora de profundizar, con el fin de entender mejor la naturaleza y las estrategias discursivas cada vez más complejas de la contemporaneidad.

El canon retórico en el cine de no ficción

Las técnicas de análisis y de composición de variados discursos basadas en el canon retórico —intellectio, inventio, dispositio, elocutio, memoria, actio— pueden ser un instrumento eficaz tanto para desarrollar un documental cinematográfico como para entender su construcción textual en conjunto. Es decir, desde el momento de la idea y su desarrollo en imágenes, sonidos y textos, pasando por la estructuración en el montaje (entendido como un proceso permanente, a la manera de Vertov), las articulaciones de sus elementos por medio de operaciones básicamente figurativas y, finalmente, la presentación ante los espectadores.

Bill Nichols describe las operaciones retóricas y bosqueja su utilidad para el documental en su libro Introduction to documentary (2001: 49 - 60), de una manera muy exploratoria. Allí plantea que, al ser un discurso retórico, el documental procede con las mismas convenciones de la retórica clásica, entre las cuales está la división en lo que llama “departamentos” (las cinco operaciones retóricas, siguiendo a Cicerón), “cada uno de los cuales se expande a las películas documentales” (49). Añade que “los cinco departamentos de la retórica clásica proveen una guía útil de las estrategias retóricas disponibles al documentalista contemporáneo”, pues este, como el antiguo orador, habla de los asuntos de su tiempo, proponiendo nuevas direcciones, juzgando las previas y sopesando la calidad de vidas y culturas, es decir, cuestiones esenciales del orden social fundamentadas en valores y creencias (60).

Desde una perspectiva complementaria y más integral de la retórica, Carl Plantinga propone que se puede hacer un análisis retórico para el documental, argumentando que los discursos de no ficción, al operar en sistemas textuales globales, interactúan trasversalmente con diversos elementos para constituir una retórica particular. Por ello, afirma que la superficie de la película de no ficción, es decir, las imágenes o sonidos particulares ganan significado en relación con profundas partes de un todo complejo de organización textual en el que cualquier parte está rodeada de lo que viene antes y después, encima, debajo. “Investigar la retórica de la no ficción es en parte explorar la compleja red de significación de la cual las imágenes y los sonidos son parte; esto es el discurso de la no ficción” (1997: 83).

Las aproximaciones de dos de los más importantes teóricos contemporáneos del documental cinematográfico a las operaciones retóricas y al análisis retórico de la no ficción han sido iluminadoras para la presente investigación; no obstante, ambas son demasiado exploratorias y no poseen una concepción integral de la retórica como la que se está asumiendo aquí. La mención de Nichols sobre las operaciones retóricas en el documental no acaba de ser una breve e incompleta descripción de cada una de ellas, que no termina por constituirse en un sistema de análisis o composición y que deja demasiados vacíos por el camino. Por su parte, Plantinga no acaba desarrollando claramente el sistema analítico retórico que plantea en su obra. En ella, elabora importantes categorías, como la voz, la estructura y el estilo, pero no las relaciona con las operaciones retóricas, a pesar de que se podría ver una asociación directa con la inventio, la dispositio y la elocutio. Plantinga trabaja la retórica de la no ficción, pero no queda muy claro el modelo retórico en el que se basa ni se vislumbra que para él las operaciones sean claramente un sistema de análisis o composición en sí. Dichos vacíos teórico - metodológicos son los que aquí se pretenden ir rellenando, o, más bien, complejizando con nuevas preguntas y perspectivas de investigación.

Optar por la perspectiva retórica, con todo lo asentada que está en antiguas tradiciones discursivas, constituye una novedad en el análisis fílmico, pues existe aún muy poca exploración de los estudios retóricos audiovisuales y, por lo tanto, son escasos los referentes específicos. Rajas (2005) delimita los estudios retóricos, diferenciándolos y relacionándolos con otros enfoques o estudios discursivos, como la poética, la narrativa, la pragmática y la estética fílmica, los cuales sitúan como objetivo primordial el análisis de la construcción textual y, en algunas ocasiones, se complementan o solapan, debido a su evolución histórica y al carácter heterogéneo del discurso fílmico. No obstante, cada una de las distintas áreas de estudio tiene, según él, una serie de funciones que le son específicas. Y esto no deja de abrir la posibilidad de que exista un análisis retórico autónomo, de fronteras más o menos definidas con respecto a las otras disciplinas.

Dicho análisis se beneficia, además, de la posibilidad que tiene la retórica de ser al mismo tiempo un arte y una ciencia, según la concepción de Albaladejo (1993: 11): como arte, facilita sistematizar y hacer explícito el conjunto de instrucciones que permiten construir una clase de discursos codificados para persuadir al receptor, y como ciencia, la retórica se dedica a estudiar dichos discursos en sus diferentes niveles internos y externos, en sus aspectos constructivos y en sus aspectos referenciales y comunicativos. Así, de acuerdo con Mario Rajas (2005: 8), se admite que la retórica se encuentra tanto en el proceso de construcción de los textos fílmicos como en su análisis. El autor distingue dos grandes áreas de investigación: el estudio de la comunicación persuasiva y el estudio de las construcciones retóricas internas del texto, y divide esta última en dos categorías: “Primero, las estructuras de elaboración y organización del discurso, y, segundo, dentro de estas, pero de carácter independiente debido a la importancia que han adquirido por separado, las figuras” (8).

El sistema analítico eminentemente retórico que se empieza a construir en esta investigación pretende ser integral e incluye todas las operaciones constituyentes y no constituyentes del discurso. No se queda en el importante —pero reducido— análisis de figuras retóricas, estructuras o construcciones argumentativas, como han hecho profusamente otros autores. Así se acerca al ideal teórico expresado por Renov en su ensayo “Towards a poetics of documentary” (1993: 12), de ayudar a construir y probar teorías generales de textualidad enfocadas en el proceso concreto de composición, función y efecto, con énfasis en el dispositivo retórico y las estrategias formales, pero teniendo siempre presentes los determinantes histórico - ideológicos y evitando así una visión meramente formalista.

Dicho sistema analítico se basa, como ya se había referido antes, en diversos aportes de la retórica clásica y la nueva retórica, pero, sobre todo, de la llamada retórica general. La retórica clásica contribuye con toda una tradición teórica milenaria sobre las diferentes operaciones discursivas, lo que constituye la base del sistema retomado. Por su parte, la nueva retórica se ha constituido básicamente como un sistema de análisis tanto de las operaciones figurativas (en los enfoques más semiológicos, como los del Grupo µ), como de las operaciones de argumentación persuasivas (en la línea de Chäim Perelman), cuya propuesta analítica ha sido muy importante para estudiar en detalle los referentes que se ponen en juego en los discursos por los diversos enunciadores. Sin embargo, a pesar de su importancia para la retórica contemporánea, estas dos visiones resultan incompletas para estudiar fenómenos tan complejos como el documental.

Mientras el Grupo µ estudia las figuras dejando por fuera prácticamente el resto del sistema retórico, la propuesta teórica de Perelman se enmarca solo en las primeras operaciones retóricas que poseen algunos problemas para adaptarlo en la práctica como sistema analítico para el documental. Por ello, siguiendo las propuestas de retórica general de García-Berrio, con los aportes de Albaladejo, Chico Rico, Arduini, Van Dick y otros autores, Arantxa Capdevila (2002: 99) propone una aproximación integradora de análisis retórico para discursos audiovisuales, que incluye la propuesta de Perelman en un sistema retórico más amplio, basado en las antiguas, pero rejuvenecidas, categorías de las diferentes operaciones retóricas como un conjunto inseparable.

Esta propuesta, que se retoma en este trabajo con variaciones y aplicaciones específicas al cine de no ficción y a los discursos contemporáneos, contextualiza básicamente la propuesta perelmaniana con enfoque básicamente en los referentes, es decir, en las operaciones de la intellectio y la inventio. Para Capdevila (292), “la propuesta de Perelman gana potencialidad analítica si se integra en un sistema retórico más amplio, que permita considerar los acuerdos generales y los procedimientos de la argumentación como una estructura más del discurso persuasivo”. De esta forma, se opta por un proceso analítico que retoma las fases de la dinámica de textualización y puesta en discurso de las ideas extraídas del referente, realizando un recorrido desde las estructuras más profundas (macroestructuras y superestructuras) hasta las más superficiales (microestructuras), donde se expresan los acuerdos generales y las estrategias persuasivas.

Pero esta propuesta analítica no se limita al plano del enunciado, sino que considera básicos algunos elementos de la enunciación audiovisual (actio), pues son reflejo de la situación de comunicación en el discurso. En otras palabras, lo que se intenta es utilizar el canon retórico para el análisis textual, realizando el recorrido inverso, es decir, partiendo de la enunciación (actio) y de la manifestación microestructural y macroestructural (elocutio y dispositio) hasta llegar al núcleo argumentativo (­inventio e intellectio). Dicho sistema analítico permite relacionar todos los elementos que influyen en la persuasión, es decir, el texto y la situación en la que se produce y se consume.

Para comprender el sistema retórico general que se sigue aquí y ayudar a considerar la totalidad del discurso persuasivo, en sus diferentes elementos, que pueden ser tanto materiales como relacionales, es importante diferenciar entre texto ­retórico y hecho retórico primero, y tener en cuenta los conceptos de campo retórico y mundo posible.

La retórica se ocupa tanto de la estructuración interna del discurso retórico como de su estructuración externa, es decir, atiende a la organización textual y también a las relaciones que dicha organización mantiene con el orador, con el público, con el referente y con el contexto en el que tiene lugar la comunicación. Esta realidad compleja hace necesario distinguir entre el texto o discurso retórico, por un lado, y el hecho retórico, por otro (Albaladejo, 1993: 43).

Estos dos conceptos claves se articulan entre sí y tienen una gran importancia en el análisis retórico de discursos persuasivos. Ambos, a su vez, se entrelazan con los conceptos más generales y profundos de campo retórico y mundo posible, hacia los cuales se dirigen las operaciones analíticas. Los elementos externos que influyen claramente en el texto retórico son los considerados en la estructuración más superficial del discurso; de esta forma, pueden encontrarse huellas, en los textos del hecho retórico, de los elementos externos que se expresan en él.

Para Albaladejo, el texto retórico es el centro del proceso comunicativo, el punto de confluencia de los demás elementos y estrategias comunicativas, donde se unen el orador y su auditorio. El texto retórico se define así como el discurso, la parte material constituida por significados (res) y por formas (verba), que se construyen por medio de las diferentes operaciones retóricas. Y en este aspecto material puede ser entonces lingüístico, pero también musical, visual o audiovisual, como en el caso del cine de no ficción.

Por su parte, el hecho retórico es definido por Arduini (2000: 45 - 46) como “el acontecimiento que conduce a la producción de un texto retórico; incluye todos los factores que hacen posible efectivamente su realización”: texto retórico, orador o emisor, destinatario o receptor y referente. Y es este último el que conforma el mundo posible del texto, es decir, la parte de la realidad percibida que sirve de punto de referencia en el proceso comunicativo. Allí también entra a desempeñar un papel importante el contexto o las circunstancias que actúan en la creación y presentación del texto, que se verán reflejados igualmente en las etapas superficiales del discurso.

Diferenciado de los dos anteriores, el campo retórico se considera como un conocimiento más o menos estable compartido por una comunidad y, por lo tanto, situado al margen del texto retórico concreto. Según Arduini (2000), también es más que el hecho retórico, pues incluye los hechos retóricos actualizados y actualizables. Así, está constituido por la “interacción” de los hechos retóricos, tanto de una manera sincrónica (el campo retórico es a la vez punto de referencia y resultado de todos los hechos retóricos actuales) como diacrónica (construcción progresiva basada en la actualización de los hechos retóricos de una cultura). Para Chico Rico (1989: 47), este concepto es esencial, pues “es a partir del campo retórico como la intellectio estructura el modelo de mundo que, si es común al emisor y al receptor, permite

la comunicación”.

De esta forma, se llega al concepto final de “mundo posible”, que resulta básico para entender el proceso retórico más profundo y la manera como la estructuración de las diferentes partes confluye en él. Umberto Eco define al mundo posible como

un conjunto de individuos dotados de propiedades. Como algunas de esas propiedades o predicados son acciones, un mundo posible también puede interpretarse como un desarrollo de acontecimientos. Como ese desarrollo de acontecimientos no es efectivo, sino precisamente posible, el mismo debe depender de las actitudes proposicionales de alguien que lo afirma, lo cree, lo sueña, lo desea, lo prevé, etc. (1979: 181).

Los modelos de mundo pueden ser reales o ficticios, aunque estos pueden combinarse y dar lugar a mundos referencialmente mixtos (Capdevila, 2002: 135). Y esta vinculación del mundo posible con la realidad determina el tipo de producción y de lectura de la producción. Dicho concepto conecta con la definición o no de una película como “documental”, que, como se expondrá más adelante, tiene que ver directamente con el estatus de no ficción del mundo posible.

En el documental, el modelo de mundo difiere en cierto modo del de la ficción, como lo anota Nichols. Mientras en la ficción los textos dirigen hacia mundos, invitando a habitar de manera imaginaria dominios muy similares o diferentes al cotidiano —pero en ningún caso el mundo físico habitado—, en el documental, los textos se enfocan en alcanzar una construcción histórica común: “En vez de a un mundo, nos permite acceder al mundo” en el que “se producen prácticas materiales que no son entera o totalmente discursivas, aunque sus significados y valor social lo sean”. Los documentales dirigen hacia el mundo de la “realidad brutal”, al mismo tiempo que intentan interpretarlo, y la expectativa de ello es su gran diferencia (Nichols, 1997: 152). Desde una argumentación similar, Plantinga (1997: 84) afirma que, en el caso de la no ficción, el mundo proyectado es el modelo del mundo actual, y la organización propositiva de sonidos e imágenes —por medio de estrategias que más adelante serán analizadas como la selección, el orden, el énfasis y la voz— es el discurso fílmico por medio del cual el documental proyecta su modelo del mundo. Así, Plantinga considera necesario el concepto de mundo proyectado como modelo para preservar la noción de que las películas de no ficción pueden errar en sus aseveraciones y retratos (86).

La idea del auditorio es básica en este modelo: el retor proyecta en el texto su universo interior, pero, además, su idea de auditorio con la que construye un público modelo —que coincide en algunos aspectos con el auditorio real—, a partir del cual diseña las estrategias para llegar de manera más efectiva. Por su parte, el espectador utiliza sus conocimientos, creencias y experiencia para interpretar los textos. De esta forma, hay un feedback, unas interrelaciones que compatibilizan el modelo comunicativo retórico con los esquemas comunicativos contemporáneos, y es la diferencia entre texto, hecho y campo retórico la que permite distinguir las funciones y conexiones entre los elementos comunicativos para lograr el efecto persuasivo final en el documental.

Esta idea de auditorio es clave, pues al llevar al terreno de análisis el difundido modelo retórico de Perelman, resalta un problema práctico: este no integra al público claramente en la construcción del mundo posible, al concebir al auditorio “como el conjunto de aquellos sobre los cuales el orador quiere influir con su argumentación” (Perelman, 2004: 35), con lo cual no especifica un público, sino que lo considera como “universal”. Ello es analíticamente problemático, como apunta Capdevila (2002: 126). Por esto, la autora opta por el concepto de auditorio modelo, que es más específico y útil interpretativamente, pues es a partir de él como se construye el mundo posible y se da la cooperación interpretativa. Es decir, el público marca los límites, las posibilidades de desarrollo del discurso persuasivo. Y la delimitación del mundo afecta a sus habitantes, propiedades y acciones; lo que puede o no aparecer o desarrollarse, generando la coherencia interna, que, a su vez, es la que permite adaptarse al auditorio elegido. Dicha coherencia se debe manifestar en todas las operaciones retóricas, aunque no necesariamente deba coincidir con el

mundo real.

Sin embargo, la lógica expresada en el mundo posible solo logra su aceptación con la cooperación del auditorio, que entra en el “juego” del mundo discursivo dando credibilidad y moviéndose por las marcas propuestas por el orador según su propio trasfondo. Así, el concepto de mundo posible es básico, pues es el hecho de compartir valores, ideologías y visiones culturales como se da la cooperación comunicativa entre receptor y emisor, sin la cual no se puede decodificar pertinentemente el lenguaje natural y, menos aún, el audiovisual, fuertemente anclado en concepciones culturales. En el cine de no ficción, como se ha insistido a lo largo de este trabajo, dicha colaboración del espectador, sus expectativas e indexación son el pilar de su estatus como documental.

Siguiendo a Albaladejo, hay que partir de las microestructuras hacia las superestructuras, las macroestructuras y los referentes:

Este camino de lo más superficial a lo más profundo no puede recorrerse sin una adecuada articulación entre el texto y el hecho retórico, ya que es en este en el que se consideran elementos tan relevantes para este trabajo como el referente, el orador y el auditorio. La articulación texto/hecho retórico es de gran fuerza pragmática porque permite considerar el aspecto enunciativo del texto, que se sitúa en la actio (1993: 46).

Al mismo tiempo, en sentido inverso, la forma de articular texto y hecho retórico, según Albaladejo (45 - 47), se da siguiendo las diferentes operaciones retóricas. El texto retórico se organiza, según él, en dos niveles principales: dispositio y elocutio, que conforman el nivel sintáctico. No obstante, para el análisis retórico es imprescindible la inventio y la intellectio, pues es allí de donde emanan los elementos referenciales del discurso. Así, estas operaciones, aunque no están propiamente en el texto, se vinculan estrechamente con él, determinando las operaciones sintácticas. De esta forma, un análisis retórico profundo, que lleve hasta los referentes de un documental específico, debe ir desde los niveles más superficiales (elocutio) hasta los internos, sin olvidar la actio o enunciación, que para los discursos audiovisuales es de gran relevancia. Para ello, es importante basarse en las partes constitutivas de la retórica, tomando como punto de inicio el esquema desarrollado por Albaladejo (figura 1.1) en el que divide la sistematización del hecho retórico en un eje de representación vertical (operaciones retóricas) y uno horizontal (partes del discurso). Dichos ejes de representación teórica sostienen “la organización del modelo retórico y proporcionan en su conjunto la base de la explicación de los procesos retóricos de constitución y comunicación del texto retórico” (43 - 44).

A partir de dicho esquema, Capdevila (2002: 111) infiere que los ejes forman parte del texto y del hecho retórico, y están situados en un campo retórico concreto que permite generar en el receptor los mundos posibles que dan pie a la interpretación. El eje vertical, entonces, está ligado a la actividad del orador, quien debe extraer del hecho retórico los elementos más importantes, integrándolos y representándolos en el texto retórico. Al mismo tiempo, el eje horizontal estructura el texto en partes diferenciadas con una intención persuasiva. En estas, debe haber elementos de carácter semántico y sintáctico que organizan las tareas del orador

en el eje vertical.


Figura 1.1 Ejes retóricos (ejes de Albadalejo)

Este modelo general explica el recorrido que opera la retórica en la producción del discurso, un recorrido que se realiza en sentido contrario en el análisis. Por esta razón, en el próximo apartado de este capítulo amplío la descripción de cada una de las operaciones retóricas, relacionándolas con el análisis en el cine de no ficción de la posverdad. Pero antes hay que formular algunas observaciones generales sobre este canon retórico y sus particularidades en los medios audiovisuales y, específicamente, en el documental:

Como coinciden varios autores contemporáneos de la retórica —sobre todo de la corriente española, pero también de la retórica clásica—, las operaciones que tienen lugar en la elaboración del discurso (partes artis) son: inventio, dispositio, elocutio, memoria y actio. Dichas partes han tenido diferentes pesos a lo largo de la historia de la retórica, de las cuales la elocutio es la que mayor predominancia ha logrado, junto con la inventio y la dispositio. Estas se han considerado como las partes constitutivas del discurso, mientras que las dos últimas se dan una vez se termina el texto en sí. Albaladejo (1993: 58) insiste en incluir la intellectio como una sexta operación previa a la inventio. Esta “consiste en el examen de todos los elementos y factores del hecho retórico por el orador antes de comenzar la producción del texto retórico”.

La gran importancia que han tomado los medios masivos de comunicación en la sociedad contemporánea y, en especial, los audiovisuales ha implicado la revalorización de las partes no constitutivas del discurso. Como propone Capdevila (2002: 113), “la diferenciación entre partes constitutivas y no constitutivas de discurso no puede mantenerse en su forma tradicional cuando se trata de analizar productos audiovisuales”; así, la actio solo sería para ella no constitutiva en los discursos orales en que la producción se actualiza cada vez que se pronuncia, a diferencia de los discursos audiovisuales en los cuales la actio es una etapa que marca su especificidad, pues está relacionada con su enunciación audiovisual. Al mismo tiempo, la memoria cumpliría de nuevo un papel en la producción de textos audiovisuales, ya perdido en los discursos escritos, aunque en el modelo analítico retomado no tendría mayor incidencia para el análisis. Al contrario, la intellectio sería punto de partida y de llegada de la producción - análisis, al valorar todos los elementos comunicativos que se verían expresados en el discurso persuasivo.

Este modelo analítico tiene en cuenta todas las operaciones retóricas en su globalidad, retomándolas no solo como un procedimiento temporal, sino como un sistema totalmente interrelacionado que permite entender tanto la construcción externa, incluso figurativa, de los discursos documentales como también los razonamientos más profundos, las imágenes del mundo, las ideas, los valores y los principios subyacentes. Dicha distinción entre partes “tiene como objetivo poder estudiarlas con detalle, aislar sus características y sus peculiaridades y así poder profundizar en el rol que desempeña cada una de ellas en la persuasión final del discurso” (118). No obstante, hay que tener en cuenta que la distinción entre etapas es artificial y teórica, pues están tan interrelacionadas que es difícil diferenciarlas.

Asimismo, es importante notar que, aunque Capdevila intenta evitarlo, este énfasis analítico corre el peligro de nuevamente centrarse en algunas operaciones relegando otras, sobre todo aquellas que implican una mayor dificultad y especificidad en el discurso audiovisual. Así, el análisis de la superestructura y la microestructura no refleja la riqueza y particularidad que puede adquirir la edición final de una pieza documental ni los matices propios del lenguaje figurativo cinematográfico. Es claro que el documental puede retomar algunas de las estructuras y figuras clásicas retóricas, pero más interesante aun es la forma de mestizarlas, hibridarlas o reinventarlas en un lenguaje que utiliza los textos, las palabras, la imagen y el sonido de una manera creativa, con un fuerte componente retórico en sus infinitas combinaciones macro - y microestructurales. Es allí donde se ha visualizado un vasto y novedoso campo de investigación que apenas se empieza a explorar en esta tesis doctoral, pretendiendo aportarle así riqueza al modelo de análisis retórico y al cine de

no ficción.

El esquema presentado en la figura 1.2 resume el modelo de análisis retórico propuesto. En él se puede ver en el flanco izquierdo la secuencia en doble sentido entre instancia receptora e instancia productora que desarrolla un mensaje o texto a partir de un contexto. En las dos columnas verticales contiguas, a la derecha, se ve esta misma secuencia explicada de una manera más completa, como el recorrido que opera el texto desde el referente, encuadrado por los mundos posibles y sus habitantes (el núcleo argumentativo - narrativo, que conforma el área de acción de la intellectio), pasando por los procedimientos y los acuerdos generales que forman la superestructura (área de acción de la inventio); se llega así a las capas textuales: la dispositio, que comparte la macroestructura —y que se vuelve texto en la superestructura— y la elocutio o microestructura. Finalmente, se llega a la memoria y a la actio, operación que es importante para el análisis al expresar la

enunciación audiovisual.

Actio: la enunciación audiovisual

Última operación retórica en la construcción del discurso y primera en el análisis (que debe culminar en el reconocimiento de los mundos posibles y en la delimitación de la porción de realidad que se pone en juego con finalidades persuasivas), la actio se ha considerado tradicionalmente como la emisión final del texto retórico frente al auditorio, que debe cumplir con tres condiciones, según Quintiliano (XI, 3: 14 - 65): “Que atraiga, persuada y mueva, a las cuales por naturaleza está unido que también deleite”. Albaladejo (1989: 167) afirma igualmente que la actio no puede ser neutra, pues el discurso, por bien que estuviera construido, “perderá mucha fuerza persuasiva si no contribuye a ejercer influencia en el receptor también en lo auditivo y lo visual, que acompañan así a lo textual”.


Figura 1.2 Modelo de análisis retórico

La actio ha sido subvalorada durante la historia de la retórica, pues tradicionalmente se la ha considerado como una operación no constituyente del discurso. Por ello, su formalización se centró en la puesta en discurso de los oradores en la retórica clásica y la dejaron de lado varios autores de la nueva retórica, como Perelman, enfocados en la retórica escrita. No obstante, la actio cumple un papel relevante en la persuasión fina, sobre todo en los discursos audiovisuales, al estar ligada a la puesta en cuestión del texto retórico, donde se ven reflejados todos los componentes comunicativos que componen su discurso.

La actio se relaciona con la pragmática porque es la operación que permite la comunicación efectiva del texto retórico: “La culminación del texto retórico se lleva a cabo en la enunciación, considerada como el reflejo en el enunciado de la situación enunciativa o hecho retórico” (Capdevila, 2002: 204). Desde esta concepción, la actio está presente durante todo el proceso retórico y actualiza todas las decisiones tomadas en él, como la elección de los temas, la organización temática, el medio, los interlocutores y la ocasión de emisión. Son todas estas decisiones que, al llegar a esta etapa, siempre tienen que ver directamente con el contexto, el tipo de auditorio y la relación que debe crear el orador con él.

Pero, además de esta función trasversal a todo el discurso, su más conocido objetivo es el de agregarle expresividad al discurso, por medio de elementos no verbales en el momento de ponerlo en escena. Ello resulta muy claro en los discursos orales, donde ya Aristóteles y Quintiliano recomendaban varias técnicas de manejo de la voz, el cuerpo y la mirada, en lo que llamaban la voz y el gesto. En los textos escritos se pierde la actio propiamente, pero cobra importancia en la puesta en escena de los sermones de la Edad Media y en el teatro, arte a la cual se ligó esta operación retórica desde la Grecia clásica. Por ello, Albaladejo (1989: 172) argumenta que “puede ser relacionada con la sólida teorización actual de la semiótica del teatro en lo que se refiere al texto espectacular y a la representación teatral, en la que los elementos fundamentales son los movimientos, las distancias en el escenario, los gestos, la iluminación, etc.”.

En los discursos audiovisuales, la actio recobraría toda su fuerza, pues los juegos de cámaras, los planos, los ángulos, los movimientos y los cortes forman parte de una puesta en imágenes específica que logra una enorme influencia en el público receptor. En el discurso audiovisual, la mediatización cumple un papel fundamental en la configuración definitiva del discurso. Aunque, a diferencia del discurso oral, el audiovisual no se actualiza textualmente cada vez que se pronuncia, la recepción sí ocupa un lugar clave al marcar de alguna forma el tipo de discurso elaborado por el orador. Las competencias comunicativas del público están presentes entonces no solo en la interpretación de los contenidos persuasivos, sino en los aspectos más inmediatos de puesta en escena, como la percepción de los planos, la música, los cortes entre entrevistas y los colores. “Los elementos persuasivos no únicamente se reflejan en el contenido, sino también en la forma en la que estos contenidos son trasmitidos a través de un medio concreto” (Capdevila, 2002: 206). En el caso de los medios audiovisuales, ya no solo es importante quién habla y quién muestra, sino también quién mira y escucha. Por ello, esta autora propone el desarrollo de una actio propia de los medios audiovisuales, como modelo asimilable a las teorías de la enunciación audiovisual, desde la que se parte en el proceso de análisis al constituir la capa exterior del mensaje.

Para Albaladejo (1993), el texto retórico es el núcleo que articula el hecho retórico, y en el enlace entre el orador (enunciador) y el receptor (enunciatario), estos se entienden como sujetos textuales. El momento en el que se da dicha confluencia sería para él la actio, el momento en que se pone en escena el discurso. Capdevila (2002: 212) propone entonces que el análisis de la enunciación retórica audiovisual consista en determinar, en el seno del discurso, quién emite el mensaje y a quién va dirigido, pues ambos tienen gran importancia en la persuasión, ya que se reflejan como estrategias textuales en el enunciado. Así, se detectaría cómo se manifiesta la instancia enunciadora, por medio de qué personajes se identifica, qué estrategias narrativas, cognitivas, visuales y auditivas usa y en cuáles instancias sitúa al enunciatario por medio de ellas.

La enunciación textualiza al orador y al auditorio a través de unas instancias discursivas denominadas enunciador y enunciatario; esto es: quien dice o muestra el discurso y quien lo escucha o lo ve. Estas posiciones no están ocupadas por seres reales, sino que se trata de roles discursivos que ocupan uno u otro lugar en la puesta en escena del discurso. Dichos términos no son sinónimos de emisor y de receptor; son instancias internas, efectos de sentido que se producen a partir de la presencia en el enunciado de marcas; son efectos de la construcción textual, por ende, son instancias intratextuales; en cambio, emisor y receptor son instancias extratextuales; son las personas concretas que emiten y recepcionan discursos (221). La fuerza persuasiva se encontraría básicamente en la capacidad de identificación establecida entre los roles discursivos y el auditorio, igualmente como en los valores que estos conllevan y que están relacionados directamente con el núcleo argumentativo (224). Las categorías de análisis las he adaptado entonces del modelo de enunciación ­audiovisual, que posee elementos importantes aplicables al objeto de estudio, a pesar de que se construyó pensando en las películas de ficción.

Genette (1989) ofrece una interesante aproximación al relato desde los órdenes del tiempo, el modo y la voz, que ha sido retomada y adaptada por los principales teóricos del cine de no ficción, y que en el caso del modo nos es de gran utilidad para el análisis de la enunciación. El modo, para él, comprende todo lo concerniente a la regulación de la información narrativa; es decir, qué tantos detalles e informaciones se cuentan o no. Este lo subdivide en la distancia (la forma como se narra) y la perspectiva (lo que tradicionalmente se denomina punto de vista o visión).

La distancia categoriza, según Genette (1989), la forma como los actos de habla (o de pensamiento) se reflejan en el texto. Esta expresa los grados de narración que existen entre el relato puro y la representación. Así, un menor grado de narración o distancia se da cuando los personajes son los que parecen tomar por sí mismos la palabra (discurso directo), y un mayor grado se da en el discurso indirecto, en el que existe un intermediario entre el habla de los personajes y el texto. Se distinguen así en la narrativa contemporánea cinco categorías: discurso relatado, estilo indirecto, estilo indirecto libre, estilo directo y estilo directo libre.

— Discurso relatado: el narrador informa sobre el acto de habla (discurso exterior) o de pensamiento (discurso interior) de un personaje, pero sin reproducir el vocabulario, ni la forma verbal, ni el estilo usados por el personaje.

— Estilo indirecto: el narrador reproduce el contenido de un discurso exterior o interior de un personaje en su propia voz (y no en la del personaje).

— Estilo indirecto libre: variante del estilo indirecto en la que, dentro del discurso del narrador y sin anunciarse la intervención por un verbo como hablar, pedir, o manifestar, se expresa el contenido de una intervención de un personaje en el estilo y vocabulario propios del personaje (y no del narrador, por lo que se volvería complejo según Genette). El monólogo narrado es una variante del estilo indirecto libre, en el que un narrador omnisciente expresa los pensamientos del personaje.

— Estilo directo: reproduce la intervención de un personaje “miméticamente”. El narrador solo interviene en el habla para estructurarla mediante párrafos, comillas, guiones y signos de puntuación y para marcarla con los llamados verbos de lengua (contestar, decir, preguntar, entre otros).

— Estilo directo libre: la representación “mimética” de los enunciados de un personaje sin verbos de lengua y sin intervención explícita del narrador

—un discurso directo en el que el narrador renuncia a su papel de mediador—. Una variante del estilo directo libre, característica de la literatura del siglo xx, es el monólogo interior (monologue intérieur, stream of consciousness), para el que Genette prefiere el término discurso inmediato (discours immédiat), puesto que, para él, lo característico del monólogo interior no es su interioridad, sino el hecho de que esté libre de cualquier tutelaje por parte del narrador.

La noción de perspectiva (que luego Genette llama focalización), relacionada, como ya dije, con el punto de vista o visión, pone en juego las relaciones que mantienen con el saber el narrador (quien es, en el dominio del relato, la figura o instancia equivalente al enunciador) y el personaje (sujeto del enunciado), y que se resuelven así:

— visión o punto de vista desde atrás (focalización externa): se oculta información a los personajes del relato, pero la conocen el narrador y el espectador (se trata del narrador omnisciente: que puede dar cuenta, por ejemplo, de acontecimientos que, en el universo diegético, corresponden al futuro del personaje);

— visión o punto de vista con focalización interna: indica que el personaje focal ni es descrito desde el exterior, ni su percepción ni su pensamiento son analizados por el narrador, quien sabe lo mismo que sabe este;

— visión o punto de vista desde afuera (focalización cero): la información proviene de la perspectiva de personajes dentro del relato; el narrador sabe menos que el personaje, no puede penetrar en el interior de este, no puede dar cuenta de sus pensamientos ni sentimientos; solo le es posible indicar lo que puede ser captado a través de los sentidos, por lo tanto, solo lo que tiene que ver con los actos y las acciones que el personaje realiza en el universo diegético del que forma parte, en el que se desenvuelve.

El orden de la voz, que corresponde a la problemática de la enunciación, comporta dos clasificaciones: una, que se centra en el hecho de si el narrador tiene la posibilidad o no de emplear la primera persona del singular para aludir al personaje y la otra, de los niveles del relato (figura 1.3). Genette entiende que la presencia en la superficie textual de la primera persona en una obra narrativa remite a dos situaciones muy diferentes que la gramática confunde, pero que el narratólogo debe distinguir con claridad. Por eso decide hablar de voz y no de persona. Para Genette, es un error hablar de relatos en primera persona y relatos en tercera persona. “La cuestión consiste en saber si el escritor [sic] tiene o no la posibilidad de emplear la primera persona para designar a uno de sus personajes”. Así, distingue dos tipos de relatos: relatos en los que el narrador está ausente de la historia: narrador heterodiegético y relatos en los que el narrador está presente en la historia que cuenta: narrador homodiegético.


Figura 1.3 Voz y niveles del relato

El orden de la voz, además, posee otro orden: el de los niveles del relato. Según esta clasificación, un relato puede englobar a otro y a otro, y así en adelante. En este orden se encuentran: a) un narrador que narra una historia a una instancia no diegética (se dirige a un enunciatario): narrador extradiegético y b) un narrador que narra una historia a una instancia diegética, o sea, a una instancia interna a la historia (otro personaje): narrador intradiegético o simplemente diegético (Genette señala como caso particular el que corresponde al recuerdo que efectúa un personaje o a lo que sueña).

A partir de estos desarrollos realizados por Genette para la literatura, los aportes posteriores de la enunciación audiovisual realizados por autores como Metz, Bettetini y Jost toman en cuenta el específico audiovisual. El semiólogo estructuralista Metz (1972: 35) sostiene la necesidad de efectuar un cambio conceptual fuerte en la aproximación teórica a los fenómenos enunciativos pertenecientes al área de los discursos audiovisuales. Propone “concebir un aparato enunciativo que no sea esencialmente deíctico (y por tanto, antropomórfico) ni personal (como los pronombres que se denominan así), y que no imite exactamente tal o cual dispositivo lingüístico, pues la inspiración lingüística se consigue mejor de lejos”. Afirma que en los enunciados fílmicos la enunciación se marca por construcciones reflexivas que hablan del cine, del posicionamiento del espectador, de sí mismo. Instalan así un desdoblamiento diferente del deíctico, que consiste en estar adentro y afuera al mismo tiempo, un desdoblamiento que puede ser metafílmico, metadiscursivo, que se presenta como un repliegue manifestado a través de formas diversas: filme en el filme: dirección hacia el off, dirección hacia el in, imagen subjetiva, campo - contracampo, flashback. La enunciación es, para Metz, la capacidad que tienen muchos enunciados de plegarse en ciertas partes, de aparecer aquí o allá como en relieve, de mostrar una fina película de sí mismos que lleva grabadas algunas indicaciones de otra naturaleza (de otro nivel), concerniente a la producción y no al producto. La enunciación es el acto semiológico por el cual algunas partes de un texto nos hablan de ese texto como acto.

En la misma línea, Bettetini (1986) ofrece un listado de elementos que él denomina marcas. Se trata de lugares en el texto audiovisual en los cuales se pueden encontrar las huellas del trabajo de construcción textual. Así, para él todo lo que dé cuenta de construcción está del lado de la enunciación y todo lo que actúe a favor del disimulo de la construcción está del lado de la historia, del borramiento de la enunciación. Dichas marcas se pueden encontrar en “lugares” que tienen que ver principalmente con el trabajo técnico: los títulos, entre títulos y créditos, el tipo de planos utilizados, el montaje, el juego de miradas, los ángulos de toma, la escenografía, el uso expresivo del color, la música. Estos están ligados a ciertos elementos temáticos y lingüísticos que se constituyen en marcas de un autor, un movimiento, una escuela cinematográfica, una modalidad de representación.

Francesco Casetti y Federico di Chio (1994: 238) son partidarios de visualizar la película como un conjunto de focalizaciones y, en tal sentido, proponen distinguir entre tres focalizaciones (o puntos de vista): la óptica (por la que veo) —acepción ‘perceptiva’—, la cognitiva (por la que sé) —acepción ‘conceptual’— y la epistémica (por lo que me concierne) —acepción del ‘interés’—. Esta última está ligada al sistema de valores y de conveniencias al que nos adecuamos. Entonces, como los autores aseveran, “cuando decimos desde mi ‘punto de vista’ nos situamos en una perspectiva que no se resuelve simplemente en el ángulo visual escogido, sino que expresa más radicalmente un modo concreto de captar y de comportarse, de pensar y de juzgar” (237), un asunto que el análisis retórico tiene en cuenta al analizar tanto el contexto como el público.

Por su parte, Jost (2002) ofrece un análisis novedoso al ocuparse también de lo perceptivo (ocularización y auricularización) propios de su discurso (figura 1.4). Se parte así de que la instancia productora condiciona la mirada y la escucha para favorecer su objetivo persuasivo. Y por ello no es lo mismo una narración en que la cámara, el sonido y la locución se involucren en la acción que otra en que no. Jost establece en El ojo - cámara una distinción entre el ver y el saber. Indica que, cuando estamos en presencia de discursos audiovisuales, se puede mostrar lo que el personaje ve y decir lo que piensa. Así entiende que es preciso referirse al punto de vista tanto en sentido metafórico del término (la focalización de Genette), como al punto de vista en sentido literal del término.

En relación con este último, introduce la noción de ocularización (también hablará de auricularización, con características semejantes a las de la ocularización). En lo que respecta a esta —a la que define como la relación entre lo que se muestra y lo que el personaje ve—, establece una distinción entre ocularización cero y ocularización interna. La ocularización cero remite al gran imaginero o enunciador. En este tipo de ocularización la cámara parece estar fuera de la mirada de cualquier personaje. En cambio, en la ocularización interna, la cámara parece, por el contrario, estar en el ojo de un personaje. Jost distingue, a su vez, la ocularización interna primaria de la secundaria. En la primaria, la materialidad de un cuerpo o de un ojo se marca en el significante (se trata de las imágenes en las que se ve a través de un visor, de la mira de un fusil, de unos binoculares); también se puede presentar a través de un indicio (la sombra de un personaje), etc. En la ocularización interna secundaria, se presenta a través del montaje: raccord campo/contracampo o a través de lo lingüístico.

Relacionados con la ocularización cero, presenta otros tipos; así habla de ocularización personalizada, ocularización modalizada y ocularización espectatorial. Respecto de la ocularización personalizada, establece que pone en juego una mirada, pero que no puede asimilarse a la de ningún personaje. Delata al Gran imaginero, al constructor de imágenes; es equivalente a la toma objetiva irreal que presenta Casetti en “Los ojos en los ojos” y constituye una marca indudable de enunciación. La ocularización modalizada también es una marca enunciativa fuerte porque es la encargada de dar cuenta de que se produce un cambio de nivel en el mundo diegético. Se modifica el registro: lo que vemos en un determinado momento es el sueño de un personaje, o el recuerdo o la mostración de un deseo suyo. La ocularización espectatorial es la que se articula con la focalización. Se denomina espectatorial porque el narratario se hace poseedor de un saber que no comparte con el personaje (imágenes típicas son aquellos planos que nos muestran a un personaje que en gesto amenazante se acerca desde atrás a un personaje que no lo ve, por ejemplo).

Aunque estas categorías, surgidas en el análisis literario y de filmes narrativos de ficción, no se pueden trasponer mecánicamente al campo de la no ficción, sí se pueden determinar ciertas formas que son adoptadas por la enunciación manifiesta y no manifiesta en distintos tipos de películas de no ficción. A grandes rasgos, en el cine de no ficción podemos identificar aquellas películas que ponen un énfasis en la captura de imágenes y sonidos, construyendo un registro “objetivo” de una realidad previa y exterior a su inclusión en la película. Por otro lado, se encuentran aquellas obras que, al mismo tiempo que registran, proponen una reflexión explícita sobre su proceso de construcción o crean una relación personal y subjetiva con la realidad y con su audiencia. Estas dos grandes corrientes del cine de no ficción las podemos relacionar con los dos grandes polos que construyen los modelos enunciativos dentro del campo del cine narrativo de ficción: la enunciación trasparente o no manifiesta pueden relacionarse con las formas que buscan “reflejar” una realidad externa del documental clásico y moderno y la enunciación opaca o manifiesta que se corresponde con las formas reflexivas, performativas, poéticas y ensayísticas más presentes en el cine de no ficción post - vérité.


Figura 1.4 Punto de vista

Con respecto al cine de ficción clásico de Hollywood, Metz (1972: 32) afirma que desde el punto de vista del texto este se inclina por el régimen de la historia: “La miro (a la película) pero ella no me mira mirarla”. Es decir, por el modo en que está construido el texto, este produce un efecto de no destinación, una realidad ­independiente a la mirada del público en la cual los hechos “se cuentan a sí mismos”. Ello lo relaciona directamente con el efecto buscado por el cine clásico: el de una fuerte impresión de realidad. En dicho análisis, Metz se enfoca en el actor y en lo que técnicamente se llama la “mirada a cámara”. Confirma que en el régimen de la historia del cine clásico no aparece la mirada a cámara, lo que produce un eficaz efecto de sentido al borrar al sujeto y propiciar un realismo que el dispositivo cinematográfico ayuda a consolidar. Por el contrario, si el actor mirara a cámara, este se posicionaría como un “yo” y el espectador como un “tú”, con lo cual el texto se inclina por un régimen del discurso.

El cine de no ficción posee unas características propias que impiden aplicar directamente este análisis de Metz al cine clásico, empezando porque es muy difícil encontrar una película de no ficción que no tenga elementos que la liguen al régimen del discurso. No obstante, podemos observar cómo en buena parte del documental expositivo, periodístico y observacional se puede constatar este régimen de la historia en el que se intenta borrar la enunciación. En el documental expositivo, la cámara se comporta de manera semejante al cine clásico: se mantiene alejada y fuera de la mirada de los participantes. En los testimoniales, la cámara está un poco más próxima, pero con ciertas reglas que garantizan que no se rompa la “debida distancia objetiva” con los entrevistados. En el cine directo, la cámara es cercana, pero intenta pasar desapercibida, ocultando las marcas de enunciación. En estos tres casos, herederos del realismo, tanto desde la cámara como desde el sonido y la voz que se dirige al público, subyace la voz distanciada de la tercera persona, que ha sido criticada desde diversas instancias.

Es conocida, y los documentales cinematográficos lo saben mejor que nadie, la sensación de distanciamiento y por lo tanto de visión objetiva que confiere la narración en tercera persona. El narrador no desaparece en ella, pero se esconde tras la construcción de una magnifica visión divina que en su omnipresencia se revela capaz de penetrar incluso en la mente de cada uno de los personajes y da, por lo tanto, la impresión de no pertenecer a ninguno de ellos, ni a nadie en concreto. Se trata, por supuesto, de una visión nada realista que, si bien puede engañar a los lectores, obliga al escritor a enfrentarse constantemente, durante su tarea, con la magnitud del engaño. Pero el problema no es tanto teológico (a menos que regresemos a lo dicho sobre los orígenes psicoideológicos del espacio newtoniano) como estético: lo que convierte a la novela realista del siglo xix en imposiblemente objetiva es el hecho de que acarrea consigo el lastre de la imaginación teatral, como luego le sucedería al cine: es el intento de reproducir una escena teatral lo que no le deja ni avanzar en pos de un espacio propio, ni cumplir las expectativas que en ella tiene puesta la imaginación positivista al uso. El escritor realista utiliza la visión omnipresente que le otorga la tercera persona porque intenta describir una escena teatral imaginada desde el punto de vista de un espectador de la misma, ello le hace retroceder de hecho a posiciones idealistas que en nada favorecen sus pretensiones de objetividad (Català, 2001: 147 - 148).

Pero, aunque predomina en este cine la ausencia de miradas a cámara, esta no es tan imperativa como en el cine de ficción clásico. La trasparencia realista en la enunciación ha sido quebrantada por algunas películas clásicas, incluida la paradigmática Nanook of the North, en la cual, siguiendo la tradición del retrato fotográfico, los protagonistas miran en silencio varios segundos a cámara, revelando con sus gestos una perspectiva humanista sobre las comunidades nativas, diferente a la extremadamente colonialista que se daba en el cine de viajes.1 Pero en el cine clásico la mirada a cámara de los protagonistas es una excepción. La “norma” en el documental clásico es que la cámara capture a las personas realizando sus actividades, “haciendo como si la cámara no existiese”, o si hablan a cámara, que su mirada se encuentre a tres cuartos para favorecer una mayor sensación de objetividad, como se encuentra en varios manuales de estilo de cadenas periodísticas.

Otra excepción que se da en el cine clásico y periodístico es la de los mediadores (presentadores, periodistas, aventureros, científicos…) que, siguiendo las retóricas comerciales de no ficción —primero del cine y luego de la televisión—, han utilizado estilos conversacionales que se dirigen directamente a la cámara para generar la sensación de proximidad o para delegar el poder enunciativo de la cámara en el sujeto que aparece en pantalla. Sin embargo, la distancia de estos mediadores con el tema y con el público es muy semejante a la de la “voz de Dios” de aquellos que no la utilizan. La autoridad epistémica de quien habla y una retórica de la objetividad han caracterizado a este cine.

Es realmente con el Cinéma Vérité como se inaugura la intervención del director en la película como actor, dinamizador o catalizador. Aprueba una cierta “mirada” del director, a través de leves intervenciones, pero manteniendo siempre un pacto que implica una distancia respecto de la ficción o la encarnación de la realidad. Y es que, desde las primeras teorizaciones documentales, la mirada documental se caracteriza por la construcción de una distancia respecto de los objetos representados, para poder seleccionar, ordenar y jerarquizar los elementos de dicha realidad. Y ello genera —quiérase o no— una relación de asimetría entre una instancia enunciadora que posee el conocimiento y una instancia enunciataria dispuesta a adquirir dicho conocimiento. Es lo que Nichols llama la epistefilia o el amor por el conocimiento, que ha impulsado tradicionalmente al documental.

Es con los procesos poéticos, reflexivos, performativos y ensayísticos como la distancia enunciador - enunciatario se rompe más radicalmente. Se trata de modalidades enunciativas que se enfocan en la subjetividad del sujeto enunciador; se cuestionan por la mirada misma, por el otro y su representación, o en las que el cineasta encarna la realidad dirigiendo su mirada directamente a la cámara. Todos responden en menor o mayor grado a lo que se conoce como la enunciación lírica, que, según Amigo (2003), corresponde a la enunciación audiovisual contemporánea. A diferencia de la enunciación histórica, teórica y pragmática, dirige su relación sujeto - objeto hacia el polo del sujeto; “es decir, el sujeto de enunciación enuncia sobre el sujeto mismo a propósito del objeto enunciado. No busca ejercer una función en la realidad (objeto), sino que se enfoca en la subjetividad del sujeto de enunciación”. Amigo afirma entonces que la diferencia cognitiva fundamental del género lírico con la ficción (y con el documental clásico) no se halla en la realidad o no del objeto, sino en los universos creados o representados por el autor, que, en el caso lírico, se encuentra dentro del campo de experiencia del cineasta, pues lo poético siempre es atribuible —aunque sea en grados variables— a la experiencia sensible vivida por su autor, al contrario de las otras enunciaciones, en las cuales no existen elementos fenomenológicos que permitan identificar a los personajes directamente

con el autor.

En paralelo con la enunciación lírica contemporánea (presente desde los inicios del documental y especialmente en la avant garde), se empieza a dar, a partir del documental participativo, una introducción de la cámara, el equipo técnico o incluso el documentalista en el campo del propio documental, como una forma de evidenciar y hacer consciente al público de que el enunciado es producido por una acción técnica y por un enunciador. “Así se inicia un bucle imposible de romper dentro de los esquemas clásicos”, afirma Català (2005a: 151). Y es que, según este autor,

durante mucho tiempo ha regido, la dicotomía entre la distancia y la inmersión, entre la identificación aristotélica y el distanciamiento brechtiano, dicotomía planteada políticamente, de forma que por el ejercicio distanciador pasaría cualquier posibilidad de conocimiento que fuera realmente desalineado. El film autorreflexivo se sitúa en esta línea y marca a principios de los ochenta, la última frontera de la objetividad productora de conocimiento (129).

No en vano, Nichols detecta, luego de su entusiasmo por el documental reflexivo, la tendencia performativa caracterizada por su sensibilidad hacia los aspectos subjetivos y emotivos del documental, que antes habían sido ajenos a este (Català, 2005: 129). El mismo Català (148) encuentra una reciprocidad entre la genealogía documental de Nichols y la línea evolutiva hacia una mayor complejidad y subjetividad de los estilos contemporáneos. Así asocia el estilo indirecto con el modo más clásico del documental: el expositivo (figura 1.5), y relaciona la mezcla de estilo directo e indirecto con el modo observacional. En la enunciación subjetiva del documental autorreflexivo, Català sugiere que el documental, por primera vez, se acerca al estilo indirecto libre, uno de los grandes logros de la literatura moderna, que solo empieza a tener sus equivalentes más firmes en el cine de no ficción de las últimas décadas. Català argumenta entonces que el estilo indirecto libre solo se vislumbra cuando el documental empieza a reflexionar sobre sí mismo con el modo reflexivo y luego se dirige a la subjetividad y a la contraposición de ideas con el modo performativo, abriendo caminos hacia el filme ensayo (150).

Dentro de este último tipo de enunciaciones, las intervenciones a cuadro ya no son cautelosas; por el contrario, son profundamente personales y dejan explícito a través de quién estamos mirando el mundo. El director se convierte así en uno más de los personajes (muchas veces el principal), rompiendo así el espacio entre el director y el espectador y también, con ello, el tradicional efecto de realidad. La instancia espectadora se posiciona como un tú, como destinataria de un discurso, lo que Casetti (1994) denomina la “interpelación” al espectador. Refiriéndose al cine narrativo, afirma que junto con otros elementos audiovisuales (títulos, intertítulos, voz en off, entre otros) la mirada a cámara desgarra el tejido de ficción (en este caso el efecto de realidad) al permitir el surgimiento de “una conciencia metalingüística que al develar el juego, lo destruye” (esto se produce porque nos “dice”: lo que estás viendo no es un fragmento de realidad captado por el ojo “indiscreto” de una cámara, sino un “espectáculo” montado para que lo veas).

Estas modalidades de Nichols se pueden relacionar con diferentes partes del canon retórico. Para la actio, serán de especial importancia al subrayar la presencia del realizador o enunciador, su relación con el referente y con la audiencia.


Figura 1.5 Distancia

Memoria: entre enunciado y enunciación

La memoria es la cuarta operación retórica desde la teoría clásica. Ha sido considerada no constitutiva del discurso; es decir, que su accionar se da una vez está elaborado el texto propiamente. Albaladejo (1993: 157) la define como la “operación por la que el orador retiene en su memoria el discurso construido por las operaciones de inventio, dispositio y elocutio”. Por lo tanto, esta etapa tiene cierta influencia sobre las anteriores y es el punto de preparación para la última operación, la actio. “Debe entenderse la memoria desde el punto de vista general como la operación que permite pasar del carácter de enunciado que tiene un discurso al de enunciación, que es como el auditorio lo recibe efectivamente” (Capdevila 2002: 202).

Desde los tiempos clásicos se crearon diferentes tipos de técnicas y teorías para desarrollar la memorización adecuada en la oratoria, pues la memoria ha sido una operación esencial en los discursos orales. Con la creciente importancia de la escritura —y su posibilidad de leer de forma continua el discurso—, y luego con la popularización de los impresos, que pusieron en manos de muchos la actualización misma del discurso, la memoria perdió gran parte de su importancia. No obstante, hasta en estos discursos la memoria es relevante, pues sin ella el lector no podría retener la información necesaria para contextualizar y entender la lectura. Con la irrupción de los medios masivos de comunicación audiovisual, la memoria retoma su relevancia al recuperar parte de la espontaneidad de lo oral, sobre todo en los programas en directo.

Frente al documental, Nichols (2001: 58) apunta que, debido a que las películas no son emitidas como un discurso espontáneo, la memoria entra de dos maneras en el documental: primero, como representación visible y audible de lo que fue dicho y hecho, es decir, como fuente de la “memoria popular”, lo que da un sentido vivo de cómo pasó algo en un tiempo y lugar particular. Frente a esta función, el documentalista chileno Patricio Guzmán ha enfatizado en repetidas ocasiones que el documental, al trabajar con la realidad, es el soporte más eficiente para abordar la memoria; por ello afirma que “un país sin cine documental es como una familia sin álbum de fotografías. Una memoria vacía” (Rufinelli, 2001).

La segunda forma de entrar la memoria en el documental, dice Nichols, es como un acto de retrospección del espectador, al recordar lo que ya se vio para interpretar lo que se está viendo en una película particular. Esta última forma es crucial para Nichols en la interpretación de la totalidad de una película documental, de la misma forma en que ha probado ser crucial en la construcción de un argumento coherente. A esta especificación de Nichols se puede agregar la importancia de la memoria más general frente a lo que se ha visto en la vida, a la intertextualidad, que es lo que hace que haya ciertas expectativas cognitivas y temáticas, base para que un documental sea reconocido como tal y pueda cumplir su efecto persuasivo.

La memoria deja una huella clara en las demás operaciones, pues posibilita la pronunciación final del discurso (actio), pero, a su vez, es tenida en cuenta a la hora de escoger los temas, argumentos, estructuras y figuras más fácilmente memorizables por el orador y el público; sin embargo, esta operación retórica es la que tiene la influencia más indirecta sobre los discursos audiovisuales propiamente dichos, por lo que no se tiene en cuenta en el análisis, tal como se entiende en este trabajo.

Elocutio: lenguaje figurativo y estilo documental microestructural

La elocutio, como se subrayó en la primera parte de este apartado, ha sido considerada durante muchos períodos de la historia como la parte más importante de la retórica. El hecho de ser la última de las operaciones constituyentes del discurso en la teoría clásica, es decir, aquella en la que se culmina la construcción textual, ha volcado la atención sobre la elocutio, hasta llegar a sobreponerla a la idea de la

retórica misma.

En la retórica clásica, se buscaba por medio de la elocutio una construcción microestructural que ayudara a la comprensión total del texto para lograr la persuasión, pero que fuera a la vez lo suficientemente bella para mantener la atención del público. Así, para Albaladejo (1993: 129), el embellecimiento, además de brindar el goce estético, atrae al espectador, llevándolo a adentrarse en la totalidad del texto para llegar a las informaciones macroestructurales o intencionalización del referente. En la elocutio toma cuerpo el entramado de palabras, imágenes y sonidos que se habían estructurado en la dispositio y que se habían desarrollado como ­elementos referenciales en la inventio. Sobre el texto producido se manifiesta entonces el proceso anterior y, siguiendo la retórica clásica, es a partir de esta operación como actúan las siguientes (memoria y actio), para ponerlo en escena. Así, la elocutio es, para Albaladejo (117), “la verbalización de la estructura semántico - intencional del discurso, con la finalidad de hacerla comprensible por el receptor, por lo que hacia la elocutio confluye la energía retórica de construcción textual”. Desde la perspectiva analítica clásica, la elocutio es la manifestación final del texto sobre la cual se realiza la interpretación y se va profundizando en sus capas de operaciones más profundas para llegar al núcleo argumentativo.

La elocutio se ubica en el nivel microestructural, un “nivel formado por las oraciones como significante complejo de índole textual” (121) en el discurso oral o escrito, lo que en el discurso cinematográfico estaría formado por las tomas, escenas y secuencias, y así se relaciona directamente con las “gramáticas” y estilos fílmicos. Nichols (2001: 57), con referencia al documental, equipara la elocutio (“delivery”) con el estilo fílmico; de este modo, engloba tanto el uso de figuras como los códigos gramaticales para lograr un tono específico. Por esta razón, entiende el estilo como el uso específico de los diferentes elementos de la puesta en escena cinematográfica en general: la cámara, la iluminación, la edición, la actuación, el sonido, entre otros, pero relacionados con lo que él llama formas (diario, ensayo, otros) y modos (expositivo, reflexivo, etc.), más característicos del documental. Con ello se traslaparía en algunos aspectos la elocutio con la actio, en la perspectiva que se ha tomado en la presente investigación (como ocurre entre todas las operaciones retóricas por su carácter trasfronterizo), pues ambas tienen que ver directamente con la enunciación audiovisual. La dispositio y la elocutio forman el texto retórico, que se apoya sobre el referente representado por la inventio. De esta manera, las tres etapas se entrelazan formando un continum y no compartimentos estancos, como pareciera a veces por su presentación desglosada en la historia de la teoría retórica.

Pero, como se ha venido insistiendo, el contexto, analizado básicamente en la intellectio, es clave para todas las demás etapas. Específicamente, las operaciones ­figurativas en cualquier texto dependen del contexto tanto para su construcción como para su recepción; y he allí la importancia de un análisis retórico integral que no se limite a clasificar una serie de figuras, sino a relacionarlas con una fenomenología más amplia. Los acontecimientos sociopolíticos de una época determinada, las discusiones filosóficas y científicas imperantes, las estéticas emergentes, las intertextualidades que ello trae; en fin, el espíritu de los tiempos influye en el plano elocutivo, así como el análisis de la elocución refleja un campo retórico determinado. A partir de esta concepción, es más fácil comprender los cambios elocutivos acontecidos en el cine de no ficción desde los años sesenta y, con mayor fuerza, en las últimas dos décadas, cuando, como analiza Whittock (1990: 42), diversos directores empezaron a cumplir mayores demandas frente a sus audiencias, con películas que utilizaban metáforas cinematográficas de una manera más generalizada y abierta, lo cual ­resultaba en películas con una densidad poética más marcada, tropos más elaborados y una imaginería auto consiente.

Si en otras operaciones retóricas no existen diferencias sustanciales entre el discurso audiovisual y otros tipos de textos, porque no es pertinente establecer distinciones en virtud de los componentes del texto, en la elocutio sí se presentan, debido a su carácter de concreción de ideas en material expresivo. Las diferencias microestructurales entre texto e imagen y la especificidad de lo audiovisual son características diferenciadoras. Tanto desde el sentido común como desde diferentes estudios realizados, se puede llegar a la conclusión de que los lenguajes o formas de expresión de lo audiovisual son diferentes a los de lo escrito. Cada uno tiene sus peculiaridades que dificultan la aplicación analítica o práctica directa de las ideas clásicas de la retórica a formas complejas, cambiantes y nuevas como la cinematográfica.

La elocutio es, para Albaladejo (1989: 123 - 124), una adecuada teoría de la expresividad verbal, pues ofrece un exhaustivo y perfectamente estructurado elenco de dispositivos de expresividad lingüística, tanto aplicables para el discurso retórico como para otros discursos como el literario. Así, se ha constituido históricamente como una consistente teoría del estilo que ha permeado otros ámbitos diferentes al del discurso lingüístico. Desde el Renacimiento, ha habido varios intentos de traslapar la elocutio y, sobre todo, el cuerpo de figuras del lenguaje a manifestaciones como la pintura, la música, la fotografía y, luego, las imágenes en movimiento; pero, como argumenta Capdevila, en la imagen “no solo se deben tener en cuenta la aplicación microestructural verbal (como en la tradición clásica), sino que se debe considerar de igual manera cómo se reflejan las microestructuras elocutivas en la imagen” (2002: 186). En la elocutio se construye la especificidad del enunciado audiovisual, con sus herramientas expresivas disímiles.

La tarea básica de la elocutio es obtener una construcción expresiva que manifieste la construcción estructural elaborada en la dispositio. En esta etapa se obtienen las imágenes, textos, sonidos, palabras, gráficos y música adecuados para la persuasión del discurso como un conjunto, por lo que está directamente asociada al componente textual. La expresividad, según la teoría clásica, debe seguir las cualidades elocutivas: corrección lingüística, elegancia y efectividad comunicativa, que se resumen en el principio de ornatus (embellecimiento de la expresión con fines persuasivos), lograda por medio de los mecanismos expresivos denominados tropos y figuras retóricas. Para muchos autores y durante largos períodos históricos, dichas figuras poseían una función meramente estética, de adorno. No obstante, para Aristóteles, en la antigüedad, quien consideraba las figuras básicas para públicos heterogéneos, o para contemporáneos como Perelman y Olbrechts - Tyteca, para quienes las figuras son elementos clave, estas pueden ser de gran valor persuasivo.

Perelman y Olbrechts - Tyteca solo consideran como figuras argumentativas aquellas que acrecientan la adhesión a las ideas del discurso:

Consideramos argumentativa una figura si, al generar un cambio de perspectiva, su empleo es normal en comparación con la nueva situación sugerida. Por el contrario, si el discurso no provoca adhesión del oyente a esta forma argumentativa, se percibirá la figura como un ornato, como una figura de estilo la cual podrá suscitar admiración, pero en el plano estético o como testimonio de la originalidad del orador (1994: 271).

Le Guern (1981) reafirma a Perelman y, frente a la metáfora, dice que la importancia persuasiva reside en su aporte de juicios de valor implícitos difíciles de contraargumentar, debido a que se protegen a sí mismos con una “armadura” emocional. De esta forma, para la corriente perelmaniana, todos los elementos propios de la elocución se someten al objetivo principal de persuadir, dejando de lado todas las teorías que la consideran un anexo del discurso. Para este trabajo, dicha concepción comporta problemas metodológicos, debido a que se complica —tanto desde el hacer como desde el análisis— la concreción de esta función persuasiva, y más en un discurso complejo como el documental, donde, si bien hay unos textos en que la persuasión sigue claramente los parámetros clásicos, hay otros mucho más sutiles o que, incluso, intentan negar su inherente persuasión.

El ornatus u ornamentación se ha clasificado tradicionalmente mediante figuras y tropos. Las primeras modifican el material lingüístico al añadir, suprimir o modificar el orden de los elementos. Los tropos, por su parte, introducen alteraciones mediante la sustitución no literal de un nuevo significado por el usual, por lo que la comprensión requiere una distinción entre lo que se dice y lo que se quiere significar. La retórica clásica clasifica las figuras en figuras de dicción —producidas en los niveles fonológico, morfológico y sintáctico de la microestructura textual— y las de pensamiento —que afectan el nivel semántico de la microestructura—. En esta concepción se encuentra la muy extendida idea, desde le época clásica hasta la actualidad, de que el lenguaje ornamental parte de un supuesto lenguaje literal neutro (“grado cero”, según el Grupo µ), del cual las figuras y tropos son desviaciones, artificios que se superponen al enunciado, con efectos “rebuscados”.

La concepción semiológica asumida por el Grupo µ en su retórica general se traslada al campo de las imágenes en su Tratado del signo visual (1993), que retoman Carrere y Saborit en la Retórica de la pintura (2000). En ambos se considera la posibilidad de la metáfora visual a partir de la idea del grado cero. Afirman entonces que se podrá hablar de desvío en la imagen “siempre que se produzca alguna reconocida alteración destinada a producir efectos retóricos” (202). Y es que, para estos autores, las normas son construidas socialmente y requieren valoración social positiva y repetición continua. En un contexto determinado, según sea la norma, se darán los desvíos. La fuerza retórica de cualquier alteración, entonces, dependerá de su capacidad para romper expectativas. Así, concluyen que la norma se sitúa en el espectador, no en la obra misma. Y es que para Carrere y Saborit, las estructuras básicas de la retórica visual se hallan en los conocimientos acumulados de las personas, y proceden en gran medida de la pintura, pero generalmente llegando a través de los mass media (161).

El tropo pictórico aparece cuando en un enunciado, una magnitud segmentable y reconocible como unidad constitutiva de la totalidad, una magnitud de dimensión relativa —bloque o unidad pictórica— pero con cierto significado unitario sea sustituida por otra, también segmentable o reconocible como unidad, estableciéndose entre ambas una diferencia de significado (una conexión entre sus contenidos), por medio de una relación in absentia (232).

Actualmente, la idea del desvío de la norma continúa muy difundida, sobre todo desde las corrientes más próximas a la semiología. Sin embargo, la han refutado teorías contemporáneas como la tropológica, que las consideran recursos estilísticos generadores de discurso y no estructuras vacías. La perspectiva de este trabajo es considerar que las figuras y tropos no constituyen una desviación de un grado cero imposible de conseguir. Según Arduini, la aprehensión humana del mundo es siempre una construcción que deja ver determinadas visiones de la realidad. Por ello, todos los lenguajes son desviaciones, siendo la desviación la única forma de conocimiento. Arduini (1993: 8) propone un tratamiento de la figura “que no se limite simplemente a ver en ella un medio de verborum exornatio y, por tanto, un componente de la elocutio del texto de naturaleza puramente microestructural, sino algo más complejo que implica los diversos planos retóricos y que atañe a una modalidad de nuestro pensamiento (la modalidad retórica) que está junto a la lógica - empírica”. Y es esta una concepción que empieza a predominar en la teoría de los discursos de no ficción. De acuerdo con la teoría tropológica, las figuras retóricas se considerarían entonces como una manifestación lineal de procesos más profundos ligados indisolublemente a las demás operaciones retóricas. De esta forma, se puede llegar a niveles más profundos por medio de la elocutio, que tiene la función de construir la relevancia del texto, entendiéndolo tanto en su componente lingüístico

como visual.

Este componente visual es clave para esta tesis; por esta razón, esbozo aquí la discusión sobre la posibilidad de figuras retóricas audiovisuales, discusión presente en buena parte de la teoría cinematográfica y que ha fluctuado entre la imagen indexal e icónica: entre los que defienden una trasparencia de la imagen y el sonido fílmico (idea parcialmente válida de que estos solo podrían ser representaciones literales de objetos y acontecimientos) y quienes defienden un estatuto especial de la comunicación audiovisual, argumentando que se trata, al igual que el lenguaje verbal, de una construcción convencional que debe ser “leída” del mismo modo que las palabras u otros símbolos de lenguajes naturales (Jean Baudrillard, Susan Sontag, Colin MacCabe). Y aunque aquí no recapitularé en detalle esta importante disputa, que ha ocupado las páginas de numerosos libros y artículos, me decanto por la posibilidad de figuras retóricas aplicadas al cine, e incluso algunas de ellas

específicamente fílmicas, con un alcance epistemológico y práctico que abre interesantes perspectivas de estudio.

Desde la teoría imaginativa de la metáfora, propuesta por Whittock, se permite la posibilidad de que el entendimiento anteceda a la expresión; es decir, el acto de ver ocurre antes —con todos los procesos de pensamiento espacial y de percepción que implica— que su formación en palabras. Además, permite entender que diferentes medios den su propia forma a ese entendimiento o insight. Si ello se aplica al cine, es difícil, según el autor, refutar la noción de metáfora cinematográfica (Whittock, 1990: 27). La metáfora se formaría entonces antes que su expresión lingüística, y se puede expresar tan bien en imágenes y sonidos como en palabras, en un sistema audiovisual que, en sus múltiples posibilidades, puede ir mucho más allá de funcionar simplemente como una ventana a la realidad.

Todas las obras de arte, cine clásico incluido, nos intentan trasmitir algo más que la fenomenología óptica del mundo: emociones, ideas, latencias, relaciones, etc. Pero acostumbran a hacerlo elípticamente, puesto que el paradigma realista en el que se inscriben los medios les impide imaginar una forma de poner en evidencia toda esa realidad oculta, mediante, por ejemplo, metáforas visuales o imágenes complejas. Precisamente la mala prensa que acostumbra a tener la metáfora visual en el campo de la teoría cinematográfica evidencia, no tanto una maldad intrínseca de la misma, cuanto una inadecuación de su estética con la estética imperante

(Català, 2001: 56).

Para Català, los razonamientos neorrealistas adolecen de un desconocimiento de las nuevas estructuras espacio - temporales. Para él, refiriéndose en este caso a los argumentos antimetafóricos de Kracauer, se tratan de posiciones que aún piensan en un cine unidimensional, “un cine cuya expresividad y significación se basa, como el lenguaje, en el desarrollo de una línea temporal sin verdaderas dimensiones” (356).

Asumiendo que la fenomenología de la imagen y, específicamente, la cinematográfica no es comparable a la lingüística, desde la semiología en adelante se acepta que la significación de las imágenes y sonidos fílmicos dependen más de una capacidad artística en su organización que de reglas formales o de una estricta sintaxis, más de una retórica en desarrollo que de una gramática fija. Pero las figuras visuales no solo se producen relacionando una imagen con otra imagen por medio de la edición, sino que su fenomenología es mucho más compleja. La significación en la imagen cinematográfica es el producto de múltiples factores, como la yuxtaposición con otras imágenes, su rol en el desarrollo temático o narrativo de la película, su relación con las convenciones del cine y de otras artes, su lugar en las creencias o costumbres sociales, incluso su situación cultural e histórica. El hecho de que una imagen sea entendida de manera literal o figurativa será una propiedad emergente de dichos factores (Whittock, 1990: 39).

Català propone entonces acudir a la fenomenología de la imagen asumiendo que “las configuraciones visuales pueden soportar el mismo grado de complejidad que las textuales”. No se trata de realizar, como hasta ahora se

ha realizado,

un trasvase de situaciones de un medio al otro, confiando en que la simple reactuación de las mismas en determinado campo produzca automáticamente resultados idénticos a los obtenidos en el otro. Esta ingenuidad no puede tener otro fundamento que la crasa ignorancia del funcionamiento específico de cada uno de los medios artísticos, y su resultado no puede ser otro que el estancamiento de la creatividad (Català, 2001: 136).

La metáfora, desde esta concepción, se encuentra en la naturaleza de la propia imagen cinematográfica, pues esta es al mismo tiempo visualidad de algo y visualidad de sí misma. Y es precisamente en este territorio metaestructural donde se introduce la metáfora: “Hasta ahora hemos sido conscientes de la imagen, pero no de la ‘forma’ de la imagen. La imagen se nos ha presentado siempre como una estructura visual de la que solo hemos visto su residuo, pero de la que hemos ignorado, visualmente, intelectualmente, su presencia como vehículo” (94). La imagen, entonces, lleva en su interior la potencialidad de referirse a sí misma, de trasportar significados más allá de la pura representación. Una idea que ya empezaba a desarrollar Whittock en 1990, para quien el proceso cinematográfico no es un pasivo o automático. Para él, siempre hay participación humana, hay una actividad creativa que puede incorporar conexiones metafóricas en las propias imágenes (28 - 29). Lo que el cineasta selecciona de la realidad no pueden ser más que aspectos del objeto filmado, en un proceso sinecdóquico que denota el objeto, pero a la vez recurriendo al aspecto connotativo intrínseco de la imagen. “La designación de la imagen entonces comprime tanto la denotación como a connotación” y esta naturaleza dual ofrece alcances para la manipulación metafórica (30). La significación se convierte entonces en la base para la metáfora dentro de la imagen, debido a la tensión que demanda la resolución figurativa que ha sido dispuesta.

Asumir la metáfora en el seno de la propia imagen fílmica significa para Whittock (30) quebrar sus significados en sus componentes claves. El próximo paso para él es considerar cómo las imágenes fílmicas pueden ser organizadas en grupos significativos mayores y ver cómo dicha organización ayuda a la creación de las metáforas ­cinematográficas. Además, especifica que para que exista una metáfora fílmica de estas características debe existir una trasformación de las ideas A + B convocadas en la película (5). Si esto no pasa, se dará solamente una simple analogía o yuxtaposición, que puede ser la base de una metáfora (parecido en la diferencia), pero, si no va más allá de la comparación literal, las categorías quedan intactas. Por el contrario, la metáfora es figurativa; es decir, que las categorías iniciales son compactadas y luego quebradas de manera tal que un nuevo significado pueda ser expresado. Afirma, asimismo, que ello sugiere que las metáforas nacen en las fronteras de la conciencia humana, en un lugar donde el lenguaje con sus imprecisiones y nuestro marco mental de clasificaciones y restricciones encuentran experiencias no asimiladas (8).

“Las metáforas disuelven nuestras nociones fijas de tal manera que produzcan percepciones frescas”. Las metáforas no son para este autor solamente figuras localizadas, dispositivos aislados. Estas funcionan relacionadas entre sí y con otros ­elementos del trabajo. Son operativas en cualquier nivel de la obra de arte, y son esenciales para el establecimiento de su unidad orgánica (15).

Cualquier reflexión sobre las metáforas cinematográficas tiene que ser solo tentativa, debido a que las reglas y sus consiguientes rupturas cambian permanentemente, y, más aún, en el campo artístico en el que la regla es que no hay reglas y que, cuando las hay, se convierten en una motivación para desafiarlas, violarlas o darles formas y propósitos diferentes. La respuesta del público a las metáforas audiovisuales es relativa a su contexto personal y cultural. Por ello, intentar una taxonomía definitiva de figuras, sean estas literarias o fílmicas, es una tarea inútil e imposible. “¿Cómo puede una figura, la cual funciona saboteando los límites de las categorías, ser delimitada ella misma? —se pregunta Whittock— Ningún sistema la contendrá” (42).

Sin embargo, precisa que para examinar las múltiples formas que las metáforas pueden tomar, es necesario algún tipo de procedimiento ordenativo, un método que por lo menos organice el material a ser examinado y que cristalice los problemas. Coincido entonces con él cuando concluye que lo mejor a lo que puede aspirar una teoría retórica es llamar la atención sobre aquellas formas que son recurrentes con alguna frecuencia. Pero Whittock soluciona esto con una categorización que él mismo asume como incompleta, pero que revela algunas de las formas regulares o recurrentes que generan las metáforas fílmicas, según él. En su clasificación expone las siguientes “fórmulas metafóricas”:

A es como B Comparación explícita (epiphora)

A es B Identidad afirmada

A es remplazado por B Identidad implicada por sustitución

A/B Yuxtaposición (diaphoresis)

Ab, entonces b Metonimia (idea asociada sustituida)

A soporta (ABC) Sinécdoque (parte remplaza el todo)

O soporta (ABC) Objetivo correlativo

A se vuelve A o A Distorsión (hipérbole, caricatura)

ABCD se vuelve AbCD Disrupción de la norma

(A/pqr) (B/pqr) Paralelismo

A pesar de ser útil para poner el acento en ciertas operaciones, encuentro poco práctica esta categorización, además de alejada de las teorías retóricas más serias, por lo cual no la utilizo en su totalidad en el análisis. Whittock realiza una inaceptable reducción al agrupar todas las figuras retóricas y tropos bajo la denominación de metáfora fílmica, lo cual se contradice con gran parte de la teoría retórica, para la cual se trata de operaciones diferenciadas. Incluso, confunde ciertas operaciones, cometiendo imprecisiones con respecto a la retórica clásica. Por esto, Laínez (2003: 75) critica duramente estas fórmulas metafóricas, considerando que agrupar formas diferenciadas bajo un mismo techo es algo que le “parece sacar las cosas de contexto o cargar la denominación ‘metáfora’ de unas características que de ningún modo le son propias”; y agrega que “confundir términos de la retórica clásica es un error grave y no buscar nuevos parámetros una imperdonable dejadez”.

Laínez ofrece entonces un nuevo catálogo de figuras que, según él, aumenta las taxonomías clásicas, en el que incluye la analogía metafórica, la metáfora icónica, la alegoría metafórica, la trasposición metonímica, la trasmetaforización y la metáfora metamórfica. Aunque afirma que sus categorías se encuentran en permanente construcción y que aún posee figuras “sin una denominación específica hasta la

fecha” (77), opino que esta clasificación vuelve a caer en el mismo problema de confundir categorías o de intentar darles nombres nuevos a formas que ya se encuentran más que descritas en la literatura retórica.

Por todo esto, recurro en esta tesis, como marco general a la retórica clásica y, específicamente, a la categorización elaborada por Arduini, que resulta útil debido a que ayuda a simplificar el amplísimo y cambiante campo de las taxonomías figurativas que se han desarrollado desde Grecia antigua. Según Arduini, todas las posibilidades figurativas se pueden incluir en seis campos figurativos: metáfora, metonimia, sinécdoque, antítesis, repetición y elipsis, los cuales parten de una reducción semejante realizada por algunos clásicos y popularizada por Burke, la de los tropos maestros (metáfora, metonimia, sinécdoque, ironía). No obstante, asumimos aquí la propuesta de Arduini por considerarla más completa y útil para un análisis

elocutivo:

— Metáfora: tradicionalmente se define como la intersección de campos semánticos que se unen gracias a la semejanza. Searle (1979) cuestiona la existencia de semejanzas, pues encuentra que en muchas de ellas no se dan y propone que la metáfora se relaciona con la habilidad humana para establecer asociaciones e iniciar procesos inferenciales que llevan a las estructuras textuales profundas.

— Metonimia: clásicamente se ha definido como la trasferencia por contigüidad derivada de la pertenencia a una misma cadena lógica. Esta puede darse como la causa por la consecuencia o, viceversa, la materia por el objeto, el continente por el contenido, lo concreto por lo abstracto, el signo por la cosa, el instrumento por el que lo utiliza, etcétera.

— Sinécdoque: es la sustitución del todo por la parte o viceversa. Se trata de una creación de realidad.

— Antítesis: operaciones de oposición entre conceptos presentes en la estructura profunda, constituida por figuras como el oxímoron, la ironía, la paradoja, la antítesis propiamente dicha y la inversión o hipérbaton.

— Elipsis: también llamada reticencia, esta figura en la teoría tradicional se define como la eliminación de algunos elementos de la oración. Como se entiende aquí, siguiendo a Arduini, agrupa un número de figuras más amplio del que se le asigna tradicionalmente. Incluye operaciones tales como el silencio, la objeción, la reticencia (aposiopesis), el asíndeton, la perífrasis, el eufemismo y la propia elipsis.

— Repetición: Arduini agrupa en este campo figurativo, además de la repetición propiamente dicha, otras operaciones como la aliteración, la amplificación, la reduplicación, el polisíndeton, la anadipliosis, el clímax, el quiasmo, la anáfora, la paronomasia, la sinonimia, entre otros.

Aclaro que se trata de una clasificación retórica más, que selecciono por su practicidad y por englobar de una manera simple las diversas taxonomías retóricas. Pero, como toda clasificación, esta no deja de ser parcial y reductiva. Por ejemplo: no refleja que en el arte cinematográfico se pueden producir complejas construcciones figurativas que combinan varias de las categorías propuestas o, incluso, constituyen formas diferenciadas y difíciles de denominar, debido a que las trasformaciones figurativas audiovisuales son constantes y dependen en buena medida al universo construido por cada película. Por esa razón, al hablar de los aspectos elocutivos de una película de no ficción, es mucho más importante describir los procesos figurativos, sus efectos y su relación con el contexto y la recepción que realizar una perfecta taxonomía —que no sería pertinente—, aunque no deja de ser un marco de referencia inicial.

Estilo y técnica de la no ficción

En la elocutio audiovisual, como lo mencioné al principio de este apartado, no solo se analizan los tropos y figuras presentes en el texto, sino el estilo y la técnica, que en lo audiovisual ayuda a construir la microestructura fílmica, que puede ser aparentemente trasparente o, por el contrario, poner en superficie una retórica visual y visualizada. Tanto el estilo como la técnica tienen una función tanto retórica como epistemológica. El estilo trasmite información, pero sus funciones se extienden mucho más allá: afectan la percepción y la emoción del público. Participa en el mundo proyectado y en el modelado de la realidad, y así también en la determinación de la voz discursiva.

Es obvio que cuando se está haciendo una película los problemas estilísticos surgen de la necesidad de expresar algo concreto, o, como el mismo dice, “el estilo es el modo en que se cuenta una historia”, pero ello no quiere decir que las elecciones que hace el director no estén inscritas en un panorama estilístico más general y que sus razones no se deban a estructuras estéticas que tienen que ver con la cultura en la que vive y que es posible que a él se le escapen (Català,

2001: 16).

Al igual que en el caso de la voz y la estructura, Plantinga presenta como tercera gran categoría el estilo y la técnica, dos conceptos que considera totalmente interrelacionados, pues afirma que el estilo consiste en los patrones de uso de las técnicas cinematográficas, entre las cuales menciona como ejemplos la edición, los movimientos de cámara, la iluminación y el sonido. Recuerda así claramente los parámetros estilísticos propuestos por Bordwell y Thompson, que considero más completos para un análisis estilístico: puesta en escena,2 fotografía, montaje y sonido. Al igual que en las categorías de voz y estructura, Plantinga divide el estilo y la técnica en tres unidades trasversales: formal, abierta y poética. El estilo formal estaría muy ligado a la voz formal y serviría al proyecto retórico de la película: trasmite ­información sobre el mundo proyectado, ayuda a desarrollar la perspectiva de la película, produce en el espectador los efectos perceptivos y emocionales deseados. Es, por lo tanto, altamente comunicativo, claro como denotación y coherente. El estilo en este tipo de películas raramente es usado como un fin en sí mismo, sino que está anclado a las funciones unificadas ejecutadas por el discurso de la película. El ornamento, las virtuosidades estilísticas pueden existir, pero están dentro de un discurso marcado por una función comunicativa consistente. La técnica se fuerza para lograr la absoluta claridad denotativa y la máxima coherencia del discurso.

El estilo abierto, asociado a la voz abierta, tendría una “estilística de la observación”, la cual, aunque también buscaría la claridad denotativa, pretende evitar la ornamentación “en un intento por capturar apariencias y sonidos” (Plantinga, 1997: 148). El cine directo y el Cinéma Vérité son la más clara manifestación de este estilo, que ha sido predominante desde los años sesenta y que continúa marcando su impronta incluso en muchas películas contemporáneas. Dichas películas, debido a su técnica misma, tienen “marcas”, como el grano grueso, los zooms de reencuadre, la cámara en mano, saltos de eje y narrativos en el montaje o la carencia de música extradiegética. Igualmente, el uso de una sola cámara exige tomas largas, sin cortes, que generan en sí cierto drama de esa búsqueda espontánea de puntos de interés visual e historias que muchas veces sobrepasan el interés por los propios acontecimientos profílmicos. Aunque el realizador observacional evita las ornamentaciones estilísticas, las sustituye por una estilística de otra índole que incluso se ha parodiado en numerosos “mockumentaries”. El estilo poético, finalmente, se intuye de nuevo en la argumentación de Plantinga —al hablar, por ejemplo, de un estilo “disruptivo” en la subcategoría poética de la avant garde—, pero nunca llega a ser enunciado

o definido claramente.

En el cine de no ficción contemporáneo se produce, como se analizará más adelante, una trasposición de los estilos mencionados, pero es claro que el valor icónico de la imagen se ha desvanecido, junto con los ideales de trasparencia. Estrategias de extrañamiento y descontextualización (ya usadas en las vanguardias) hacen que la imagen no se parezca a su referente ni que la ordenación de las imágenes siga a la realidad, como se intentaba con la fotografía realista y con movimientos documentales como el cine directo. Los desenfoques, virados, quemados, variaciones en la velocidad, intervenciones químicas o digitales, distorsiones de sonido, ficcionalizaciones, ediciones creativas son tan comunes hoy como lo fueron en la época de las primeras vanguardias, pero con referentes completamente diferentes de un contexto posmoderno que les da nuevos significados a estas configuraciones técnico - estilísticas.

Dispositio: la organización estructural de la imagen y el sonido

“La disposición es la ordenación y la distribución de las cosas, la cual indica qué cosa ha de ser colocada en qué lugares” (Rhetorica ad Herennium: I, II, III).

De una manera semejante, Quintiliano (1887: I) la define en su Institutio oratoria como la distribución útil de las cosas y de las partes en lugares. Por su parte, Albaladejo (1993: 75) afirma que la dispositio se encarga de la organización interior del texto, de los “materiales semántico - extensionales de la inventio en materiales semántico - intencionales”. Esta etapa une el referente de realidad tomado con su manifestación textual, es la transición entre la inventio y la elocutio, cuya misión es darle unidad y coherencia integral al discurso. Así res y verba se someten a un orden puesto al servicio del utilitas, la utilidad.

La dispositio es una etapa crucial en la seducción persuasivo - estética del público, pues intenta engancharlo desde el comienzo a una organización adecuada de los contenidos seleccionados. Es por ello por lo que ha tenido un papel muy importante en la retórica, que ha sido reforzado por los estudios estructuralistas y narratológicos que le dieron un nuevo empuje a esta operación al abordar problemas de estructura y composición. Sin embargo, estas dos disciplinas se han quedado cortas en muchos casos frente a la complejidad de formas del fenómeno cinematográfico y documental que escapa a análisis enfocados básicamente en textos narrativos. La retórica, como disciplina textual, puede explicar de una mejor manera dichos modos de represen­tación desde la perspectiva asumida en este trabajo. Estos comparten sus características con otro tipo de textos analizados y producidos históricamente por la retórica, pero

con ciertas particularidades que se empezarán a explorar en este apartado y que abren posibilidades investigativas y de realización importantes.

En el documental es muy reciente la atención prestada a cuestiones de estructura y composición. Los libros y manuales de producción las han ignorado asumiendo la idea realista de que estas surgen espontáneamente del tema mismo, lo que para Plantinga (1997: 33) se parece más a un inconsciente apego a las estructuras convencionales de representación.

En realidad, en el campo estructural, muchos documentalistas han ensayado diversas formas de contar las historias de la realidad, de experimentar con variaciones en la forma, y ello se ve en varios niveles de actividad. Hay movimientos contemporáneos en los cuales un gran número de individuos experimentan formalmente con dispositivos particulares al mismo tiempo. Es el caso del invento de los primeros equipos portátiles de sonido sincrónico que permitió que documentalistas en Nueva York, París y Montreal realizaran propuestas con lo que el nuevo equipo podía hacer y se crearan al mismo tiempo propuestas como la del Cinéma Vérité y el Direct Cinema. Una actividad diferente es la experimentada por un único artista. Es el caso de Vertov, Flaherty y muchos otros que actuaron de manera más solitaria, pero que dejaron una importante huella formal. Todos ellos han conformado la historia del documental, donde se pueden encontrar muchos ejemplos de tipos de organización del material fílmico que marcan diferentes escuelas y estilos, y que hoy son una fuente creativa de la que se pueden apropiar los realizadores contemporáneos.

La dispositio en el documental implica una organización de los diferentes elementos del texto audiovisual que lleva necesariamente a una cierta intencionalización. Desde la perspectiva retórica, se asume entonces que en el documental puede haber tanta construcción discursiva como en cualquier otro texto. “La forma no sigue naturalmente al contenido y la estructura de una película de no ficción depende tanto de la elección retórica del realizador como del tema” (Plantinga, 1997: 120). Y dicha elección retórica se realiza para conseguir una adhesión ideológica o para “decir algo”, o simplemente para lograr un efecto artístico, dar una idea de la realidad.

Los cineastas componen imágenes dentro de una forma para que otros la vean y entonces son frecuentemente cuestionados “¿Qué estaba tratando de decir?” Ellos han tratado de decir o significar ciertas cosas, pero posiblemente esta es la menor de sus intenciones. Gran parte de su esfuerzo se encuentra en situar al espectador en una relación particular con el tema y en crear una progresión de imágenes y escenas para entenderlo, tal como un músico produce una progresión de notas

y secuencias (MacDougall, 2006: 23).

Macroestructuras y superestructuras

Van Dijk (1989), en sus análisis retóricos enfocados básicamente en la argumentación, ha estudiado la dispositio de diferentes tipos de textos, llegando a la conclusión de que los esquemas generales que él trabaja (macroestructuras y superestructuras) pueden aplicarse a los diversos discursos, sean ellos orales, escritos o audiovisuales. No obstante, debido a la dificultad de caracterizar y aislar las estructuras para todo tipo de textos, se enfoca solo en los escritos narrativos y argumentativos, dejando un gran campo abierto para investigaciones posteriores sobre otro tipo de discursos, como los que operan dentro del campo documental. Sin embargo, su trabajo es una excelente base de partida para explorar esta operación retórica que ha empezado a tomar una gran fuerza en la teoría y la práctica del cine de no ficción.

Van Dijk (1989) diferencia las macroestructuras de las superestructuras delimitando las primeras al campo semántico (de sentido) y las segundas, al sintáctico (de orden). Es decir, que las primeras representan la estructura profunda del texto, su lógica más lineal y jerarquizada, organizada en términos de temas y tópicos. La superestructura o estructura esquemática se relaciona con los esquemas globales que dan orden a la superficie del texto, a sus partes en un todo al cual este se adapta.

La macroestructura busca organizar los elementos de la realidad seleccionados en etapas anteriores (mundos posibles), de tal manera que el público los pueda interpretar correctamente según cierta intencionalidad. Es decir, se procura una interdependencia entre el sistema de mundos y la unidad lingüística del texto (Capdevila 2002: 159). Esta actividad macroestructural es global y subyacente, como argumenta Albaladejo:

La organización de mundos de la extensión, al ser incorporado a la intención textual por su inclusión, como elemento sintáctico - semántico, en la estructura de sentido pasa a estar, ya en el espacio del contexto, relacionado estrechamente con los tópicos del texto, que se configuran como proposiciones básicas, condensadas, que en la macroestructura reproducen la realidad que es el referente del texto (1998: 90).

Dicha ordenación constituye la fábula, es decir, la narración lineal de los hechos definida como el esquema fundamental de la narración, como la lógica de las acciones y la sintaxis de los personajes, como el curso de los acontecimientos ordenados temporalmente. Se trata de una organización jerárquica, según Van Dijk, en el sentido de que se puede identificar el tema del texto total —y resumirlo como una única proposición—, la cual, a su vez, se puede disgregar en subtemas menos generales, y estos aún se pueden dividir más. Se trata de un proceso de análisis que llega al contenido general del texto, un proceso análogo al que manuales de realización documental como Directing the documentary (Rabiger, 1998) o Writing, directing and producing documentary films and videos (Rosenthal, 2002) proponen para la creación de un documental, que debe empezar por la definición de un tema y unos subtemas, la definición de la hipótesis de trabajo o punto de vista y un resumen de ello en un log line o story line, que estarían en relación directa con la operación retórica

de la inventio.

Las funciones básicas de las macroestructuras son, por un lado, organizar las proposiciones dentro de una estructura coherente y, por otro lado, facilitar la memorización y almacenamiento de la información, de manera que, a partir de ella, se pueda interpretar el resto de elementos. Dan la coherencia global ya que la información emitida o recibida necesita un tratamiento reductivo y organizador que la simplifique. Y dicho proceso se da en un doble sentido: desde el punto de vista de la instancia productora donde se presenta de la forma reductiva o desde el análisis en el que se da por amplificación para reconstruir el sentido global y particular. Así, el análisis reduce la información semántica para integrarla.

Pericot (1987) señala que las operaciones de reducción/ampliación se pueden aplicar tanto para leer o producir textos lingüísticos como visuales. Esta parte de la retórica implica para la presente investigación el análisis de la o las macroestructuras de los discursos documentales, pero siempre teniendo en cuenta que las macroestructuras son construcciones cognitivas que realiza el auditorio a partir de los elementos textuales propuestos por el productor. Como operación de análisis o síntesis, las macroestructuras se corresponden al estado cognitivo psíquico contextual particular de la instancia receptora, por lo que puede haber múltiples interpretaciones posibles. De esta forma, se puede tomar su metodología de análisis a partir tanto de la interpretación como de la producción (Capdevila 2002: 165).

Así, Van Dijk (1980: 213 - 219) expone tres reglas para el análisis desde la interpretación de la reducción semántica (figura 1.6): deleción, que busca suprimir proposiciones; generalización, elisión de información general, e integración, combinación de información esencial. Por su parte, Pericot (1987: 140) señala tres reglas simétricas a las anteriores desde la producción del discurso: adjunción, desmembramiento y particularización. Dichas categorías son importantes para las propuestas metodológicas que se plantean en esta investigación, pues el nivel macroestructural es básico para entender los mundos posibles del texto y sus estrategias

persuasivas.

Pero más allá de la información semántica que se puede trasmitir a partir de la construcción macroestructural, el gran volumen de información debe ser organizado sintácticamente de la manera más eficaz posible para que llegue al público objetivo, y ello se realiza en la superestructura: se trata de “esquemas textuales globales y abstractos concernientes a la organización superficial del texto” (Capdevila 2002: 165). Como estructuras globales, determinan el orden de las partes del texto, ya que se trata de esquemas a los que este se adapta. Por lo tanto, como afirma Van Dijk (1989: 142), “la superestructura debe componerse de determinadas unidades de una categoría determinada que están vinculadas a esas partes del texto previamente ordenadas”. Su carácter abstracto se demuestra en la idea de que los mismos esquemas pueden manifestarse en diferentes sistemas semióticos. Sin embargo, también deja entrever que cada tipo de texto tiene sus especificidades y estas están indicadas por las superestructuras.


Figura 1.6 Las macroestructuras

La tarea ordenadora en el nivel superestructural o sintáctico la divide Mortara Garavelli (1991) en tres grandes actividades propias de la dispositio: la partición del discurso en secciones, el orden que debe regir cada una de estas secciones y el orden de las palabras que componen cada una de estas partes, con esta última ya más en el campo de la elocutio. Capdevila (2002: 171) propone como alternativa una tercera: la que tiene lugar entre las diferentes partes del discurso. Así, aunque todas estas actividades ya estaban contempladas desde la Retórica de Aristóteles, por razones analíticas la autora las toma como tres niveles de articulación del discurso narrativo, que se adoptan también para la presente investigación.

La partición del discurso en secciones

En su Retórica, Aristóteles habla ya de las partes del discurso y su orden (exordium, narratio, confirmatio y peroratio). Estas son las llamadas por los retóricos como partes orationis: las categorías o unidades básicas que determinan la distribución de los contenidos en el discurso y a las que se les ha empezado a dar una intención con la construcción de macroestructuras, pero que en la superestructura adquieren un carácter clave (figura 1.7), pues lo referencial se convierte en sintáctico a través de las partes del discurso (Capdevila, 2002: 171). De esta forma, “las partes orationis son la columna vertebral del texto retórico y de su referente; forman el eje de representación horizontal integrado en la sistematización retórica” (Albaladejo,

1993: 44).


Figura 1.7 La superestructura

— Exordium: el exordio, o introducción del discurso, es donde se intenta capturar el interés y afecto del público (la captatio benevolentiae). Y, según la tradición teórica, puede ser normal (proemium) o especial (insinuatio). La primera de ellas es directa y apela sobre todo a argumentos de índole racional (pidiendo atención explícitamente, prometiendo la pertinencia o concisión del asunto, entrando en materia rápidamente, buscando la benevolencia con autoalabanzas, elogiando al público y rechazando las posiciones contrarias). En la segunda forma, la influencia se ejerce a través de dispositivos psicológicos como la suposición, la sorpresa u otros medios de atracción de naturaleza no racionales.

— Narratio: es la exposición de los temas previstos. Tradicionalmente en la retórica se la define como el relato persuasivo de una acción tal como ha sucedido o se supone ha sucedido. Debe ser breve, clara y verosímil. Esta parte del discurso tradicional retórico es un punto de unión de gran relevancia con la narrativa, con la cual comparte su bagaje teórico.

— Confirmatio: también llamada argumentatio, es la valoración de los argumentos y, por lo tanto, es el núcleo de la persuasión, una parte imprescindible del discurso retórico - persuasivo tradicional. En esta parte se presentan las pruebas pertinentes a la utilidad de la causa en dos partes: la probatio (argumentos favorables desde la perspectiva del orador) y la refutatio (se busca desacreditar las pruebas contrarias). Bill Nichols (2001: 56) constata que la alteración entre argumentos en pro y en contra inclina la retórica tradicional a tratar los asuntos en blanco y negro, lo que para él es una perspectiva conductista que lleva a una aproximación simplista tipo problema/solución, como en los documentales de Lorentz de los años treinta o a la tradicional pero muchas veces truculenta aproximación periodística balanceada que tomaría “los dos lados de la cuestión”, como en la mayoría de documentales televisivos de las grandes cadenas. Nichols nota que varios documentalistas han tratado de escapar de la forma tradicional con películas complejas, de finales abiertos y estructuras divagantes que asumen la retórica de forma más

sutil y abierta.

— Peroratio: el epílogo, donde se concluye el discurso y se dispone al auditorio para el fin previsto. En el discurso retórico oral clásico se recuerdan las partes más importantes expuestas influyendo en los afectos del público para su implicación. Esta estrategia es diferente en los discursos escritos.

Estas partes del discurso, trabajadas por la retórica, corresponden en los textos narrativos al inicio, desarrollo, clímax y desenlace también planteados por Aristóteles en la Poética (2002). Incluso, en los textos narrativos la exposición forma parte fundamental de su construcción: esta introduce al espectador en el mundo proyectado, proporcionando un background de información indispensable para la comprensión de los eventos narrativos o del argumento. Es útil comprender las maneras en que exposición y narrativa (o argumento) se entrecruzan a través del texto. Sternberg (1978) exploró las interacciones de la narrativa y la exposición en ficción, hallazgos que pueden ser útiles también para la no ficción. Él afirma que la exposición es necesaria para fijar esquemas que permitan el suspenso, la anticipación y la hipótesis espectatorial que hace la narrativa interesante. Por ello, su posición en la narrativa (preliminar o retrasada), su concentración o dispersión en el texto logra efectos retórico - narrativos diferentes. El uso de estas estrategias de orden sirve en la ficción para la creación y manipulación del interés narrativo, pues, según Sternberg, la orientación del escritor de ficción es primordialmente retórica al manipular las técnicas para este fin. No obstante, aclara que el historiador tiende a reconstruir la verdad y, por ello, se apega más al estricto orden cronológico, “natural”, evitando la manipulación de la combinación de elementos, la ordenación de los acontecimientos y la selección de estos. Para él, su objetivo principal no puede ser el interés del lector, a expensas de la verdad histórica o la metodología científica (1978: 40).

Frente a este enfoque positivista con respecto a la historia, muchos autores, entre ellos Hayden White, han argumentado que los escritos de las ciencias sociales (e incluso de las exactas) tienen unas fuertes raíces en la literatura y que, por lo tanto, las técnicas retóricas y narrativas no son exclusivas de la ficción. Analiza cómo los historiadores trasforman la crónica en un cuento (story), con un inicio discernible, una mitad y un final; un motivo de inauguración, de terminación y de transiciones y una determinada jerarquía de los significados de los eventos reseñados. Algo muy semejante a lo que hacen los documentalistas, quienes utilizan en un gran porcentaje técnicas narrativas —aunque también técnicas no narrativas— de partición del discurso en secciones y de estructuración de dichas partes, como se analizará

más adelante.

El orden que debe regir cada una de estas secciones

En los estudios clásicos, el orden se entiende como la ordenación de los argumentos demostrativos dentro de cada parte, aunque también se puede entender como la disposición según la importancia o la fuerza del material. Para Perelman (2004), las diferencias que producen en el discurso persuasivo las diversas distribuciones son una de las características básicas de este tipo de discursos, pues en otros la disposición toma características diferentes; por ejemplo, en el discurso de las ciencias exactas, donde “el orden de los factores no afectaría el producto”.

Aristóteles identifica tres formas: el orden creciente, el orden decreciente y el orden nestoriano. El orden creciente va aumentando el interés de sus elementos persuasivos, dejando para el final los más importantes, que se quedarían en la memoria del espectador. De este se dice que su principal riesgo es que dilate demasiado los puntos más fuertes y que la audiencia decline su atención antes de llegar a ellos. El orden decreciente, por el contrario, busca crear un gran impacto al comienzo, enfilando en la vanguardia sus mejores argumentos para captar al público. Sin embargo, de este se argumenta que su riesgo reside en que una prolongación puede crear una sensación general de “desinflamiento”. Por último, en el orden nestoriano —uno de los más recomendados por los retóricos— se ubican los elementos más débiles en medio del discurso para poner los más importantes en un buen comienzo y final.

Ordenación de las partes del discurso

Tiene que ver con el respeto o no de una secuencia lógica y cronológica de las partes. El discurso, según Aristóteles y la tradición retórica clásica, se puede dar en orden natural (ordo naturalis) o en orden artificial (ordo artificialis). El primero de ellos es un orden lineal en que se narran los hechos de acuerdo con una lógica, un tiempo o un espacio lineales, que en la narratología se asocia a la forma ab ovo en la cual la historia se desarrolla desde su inicio siguiendo un orden cronológico. Por el contrario, el artificial tiene que ver con la intervención creativa del retórico en la disposición de los elementos con fines artísticos o argumentativos. Por ejemplo, iniciar la narración in medias res, es decir, en un punto avanzado de la historia o del argumento y no por su principio cronológico más estricto hace que la acción llegue desde atrás, con un efecto muy diferente, lo mismo que una narración in extremis, que empezaría por su final. Así, la elección entre estos tipos de organizaciones discursivas está directamente relacionada con la intencionalidad del discurso y los efectos persuasivo - estéticos que se buscan. Esta ordenación es la que crea propiamente la superestructura sintáctica que, a su vez, sustenta la microestructura textual que forma parte de la elocutio (Capdevila 2002: 174).

La contraposición clásica entre ordo naturalis y ordo artificialis da cuenta de la construcción del texto retórico en lo que respecta a su estructura profunda y a la organización del modelo retórico como estructuración modificable, tanto a propósito de la totalidad de las partes orationis como de la narratio, y constituye un mecanismo imprescindible para el funcionamiento de la operación de dispositio (Albaladejo, 1993: 115 - 116).

Así, la cuestión de la organización textual como natural o artificial ha sido un punto de confluencia y de enriquecimiento mutuo entre la teoría retórica y la teoría poético - narrativa, tal como lo reafirma Quintiliano en Institutio oratoria:

Pues yo tampoco me sumo a aquellos que consideran que siempre hay que narrar en el orden en el que algo haya sido hecho, sino que prefiero narrar en el modo que conviene. Lo cual puede hacerse de muchas formas. Pues algunas veces simulamos que hemos olvidado cuando dejamos algo para un lugar más útil, y a veces declaramos que vamos a restituir el orden que falta porque así la causa va a ser más clara, a veces subordinamos al asunto expuesto las causas que lo precedieron (1987, II, IV, 83 - 84).

Asimismo, Aristóteles en su Poética (2002) amplía el concepto de orden desarrollado en la retórica y lo relaciona con la dramaturgia. Para él, la dramaturgia es la creación del drama (de la raíz griega dran, que significa “acción”). Por lo tanto, la dramaturgia es en esencia la disposición de las acciones del relato en un orden que logra obtener el mayor efecto posible sobre el espectador y la organización de estos hechos conforme a la manera más apropiada en que se los debe expresar, para que el conflicto central sea planteado, desarrollado y resuelto y, a la vez, cree expectativa y emoción en el espectador.

Ruiz de la Cierva (2001) compara la teoría retórica con la narrativa y equipara así la estructura macrosintáctica de base, regida por el orden normal, lineal, de los hechos y los argumentos, con el concepto de historia de la narratología. La estructura macrosintáctica de trasformación, por su parte, la relaciona con el concepto narratológico de discurso o intriga.

En el documental cinematográfico se puede ver que, mientras las películas que pertenecen a una tradición narrativa o a una observacional intentan construir muchas veces su discurso en un orden natural, los documentales más experimentales y poéticos lo hacen desde un orden artificial. Las diferentes formas que puede adoptar este tipo de discurso artificial configuran las estructuras narrativas no canónicas y las estructuras no narrativas que se dan en la no ficción. Así, este orden se puede dar in medias res o como nestoriano, topográfico, aleatorio, convencional (alfabético u otro), mnemotécnico, lógico o causal, gradativo, de importancia, de preferencias, de complejidad progresiva, de background progresivo o retroalimentado, autorreflexivo, de impacto psicológico, de familiaridad, egocéntrico, entre otros. Esta gran variedad de formas se ha desarrollado desde muchos tipos de discursos, enriqueciendo las básicas enunciadas por los primeros retóricos.

Otras categorías estructurales

El modelo analítico para la dispositio que se ha expuesto hasta aquí se basa en las propuestas clásicas y contemporáneas de la retórica. No obstante, campos de estudio como el de los discursos de no ficción, la narratología y el cine ofrecen categorías complementarias que pueden aportar elementos novedosos al análisis y a la construcción estructural en el documental cinematográfico, para la cual es insuficiente el modelo clásico. Aquí se esbozan algunas propuestas que se podrían elaborar como un modelo más sólido de análisis o composición de la estructura documental en futuras investigaciones.

El estudio de la dispositio, de las estructuras, en la no ficción es aún muy incipiente. En el ensayo Structure and form in non - narrative prose, Richard Larson, citado por D’Angelo (1990), afirma que “aunque hay un gran cuerpo de literatura sobre la inventio, la estructura y la forma en la prosa no narrativa solo recientemente se ha vuelto sujeto de una investigación teórica seria y múltiple”, y agrega que “la mayoría de discusiones de forma que están disponibles a los profesores de escritura son enumeraciones de planes y fórmulas de las cuales los escritores pueden escoger”. D’Angelo hace hincapié en que muchos de los métodos tradicionales frente a la composición, en lugar de describir las relaciones que se obtienen entre las partes del discurso, simplemente las nombran. “Decir, por ejemplo, que un texto tiene un principio, un medio y un final; o por un exordium, narratio, propositio, confirmatio, refutatio y peroratio no es describir la estructura, sino nombrar partes”.

Frente a esta limitación del modelo clásico, se proponen otras categorías basadas en la teoría tropológica, la narratología y la teoría cinematográfica y

documental.

Tropología estructural

La teoría tropológica no solo impregnaría el lenguaje figurativo, sino que penetraría todo el sistema retórico. Así, los cuatro tropos maestros (metáfora, metonimia, ­sinécdoque, ironía) se toman como marco conceptual para representar el proceso de selección, orden y ubicación de ideas e imágenes dentro del texto. Este modelo es aplicable a cualquier tipo de discurso, pues el lenguaje figurativo no solo describe el traspaso de significados entre palabras, sino todo el texto como su esqueleto estructural. Los tropos son estrategias básicas para organizar todo tipo de textos (D’Angelo, 1990).

Hayden White (1978: 23) afirma que los eventos se deben “prefigurar” y “constituir” como objeto de pensamiento, lo que se logra por medio de los tropos maestros. Como para la “estructura profunda” de la conciencia histórica, estos están al servicio de la “estructura profunda” o “latente” del texto y explican relaciones entre los eventos en el mundo de la experiencia y, al mismo tiempo, en el seno del texto entre las partes e, incluso, entre estas y el todo.

Los tropos conducen entonces a los diferentes modos de guionización y a otras estrategias de interpretación. Así, cada tropo corresponde a un modo pregenérico, o “mito arquetípico”: romance - metáfora, tragedia - metonimia, comedia - sinécdoque, sátira - ironía. Dichas duplas, argumenta White, demuestran que es posible organizar un texto a partir de un modo tropológico dominante. Entonces, un documental que busca remarcar las similitudes entre elementos referenciales es metafórico; si se mueve de un elemento a otro, (de parte a parte) es metonímico; si trata de entender la naturaleza de las partes y el todo que las forma, es sinecdóquico y si es reflexivo frente a la experiencia u otras visiones, es irónico.

Además de estas estrategias generales de organización tropológica, D’Angelo (1990) propone una más específica basada en el concepto de ratio de Kenneth Burke (1970: 34), con el que se pueden estudiar las relaciones internas y entre los tropos. Dicho concepto indica los puntos de transición de un término a otro, lo cual, aplicado a los tropos, describiría un texto como organizado de un modo metafórico - metonímico, metafórico - sinecdóquico, metafórico - irónico y así, en sus combinaciones posibles (figura 1.8). Además, sugiere que se puede subdividir cada tropo maestro en categorías similares, algunas de las cuales enumera:

— modo metafórico: personificación, símil, alusión, doble sentido, elipsis, paralelismo, esquemas de repetición (anáfora y epístrofe), esquemas de sonido (homofonía, aliteración, asonancia, consonancia);

— modo metonímico: antimeria, metalepsis, prolepsis, traductio, políptoton, epíteto, eufemismo;

— modo sinecdóquico: inducción, partición, enumeración, merismo, entimema, silogismo;

— modo irónico: antimetábola, zeugma, paradoja, ironía, oxímoron, lítotes e hipérbole.

D’Angelo (1990) concluye entonces que se pueden conceptuar los patrones organizativos en el discurso de no ficción identificando las operaciones tropológicas que gobiernan su estructura. Así, bien sea un documental apoyado en formas lógicas y argumentativas o uno informal, sus estructuras latentes siempre serán tropológicas más que lógicas, dependiendo más de la textura del estilo que de principios macroestructurales de organización. Por ello, defiende que es importante nombrar y describir las partes del discurso, sus patrones de ordenamiento y sus relaciones lógicas y argumentativas, pero es necesario también describir las relaciones tropológicas, incluidas las estrategias retóricas básicas de selección, organización y división de las partes.

Sistemas formales cinematográficos y secuencias textuales

Los trabajos neoformalistas y cognitivistas de David Bordwell sobre la forma fílmica le aportan elementos interesantes al documental desde el punto de vista textual, pues hace coincidir en ellos la estética, la retórica y la narratología para describir e intentar clasificar diferentes tipologías formales. Bordwell (1995: 41) se basa en la idea de que el cerebro siempre reclama la forma y sigue unas pautas y estructuras en busca del orden y la significación al enfrentarse a las obras artísticas. Por ello, para el autor la forma fílmica es un sistema, un conjunto unificado de elementos relacionados e interdependientes que están a su vez directamente conectados con el espectador y su percepción del sistema total de la película (42).

Bordwell clasifica los discursos audiovisuales en los sistemas formales narrativo y no narrativo. El sistema narrativo lo subdivide en clásico, arte y ensayo, paramétrico, materialista histórico y godardiano, un sistema clasificatorio que Bordwell asocia únicamente al cine de ficción; y Plantinga coincide en que no es posible encontrar en la no ficción unas correspondencias con dicho modelo (una afirmación que, con la perspectiva actual que tenemos del documental, se puede refutar y encontrar ciertos paralelos, aunque no exactos, en la no ficción). El sistema no narrativo, por otra parte, lo subdivide Bordwell en formas categóricas y retóricas —que asocia

al documental— y, por otro lado, en formas abstractas y asociativas —que asocia al cine experimental—. Dicha categorización, retomada de estudios narratológicos y retóricos previos, se basa en variables que él denomina subsistemas y principios. Así, diferencia entre el subsistema narrativo (elementos que conforman la historia) y el estilístico (elementos derivados de las técnicas cinematográficas), enfatizando que en su modelo analítico la forma y el contenido son inseparables. Los principios (similitud y repetición, diferencia y variación, desarrollo, unidad/desunidad) actúan por lo tanto en ambos subsistemas marcando su tipología.

Sistema narrativo formal

Este sistema formal, basado en la narración, es el más común tanto en la ficción como en la no ficción, ya que pareciera ser natural y estar presente en cualquier tipo de actividad o comunicación humana. Para el estudio del sistema narrativo, Bordwell se basa en diferentes aportes de la narratología, la semiótica y la teoría cognoscitiva. Propone para su investigación las siguientes unidades de análisis: argumento e historia, causa y efecto, tiempo y espacio, principios y finales y modelos de desarrollo. Además, en su libro La narración en el cine de ficción (1996), Bordwell habla de cinco principales modos históricos de narración en el cine de ficción: clásica, arte y ensayo, materialista histórica, paramétrica y godardiana.

Sistemas formales no narrativos

A pesar del enorme predominio de la narración en el cine y de que se afirma que siempre existirá algún grado de ella, Bordwell ha sido una voz clave en hacer notar dentro de la teoría cinematográfica que existe una importante variedad de formas en que la narrativa no es el dispositivo predominante de organización textual. Él los agrupa en cuatro sistemas formales: los categóricos, los retóricos, los abstractos y los asociativos.

— Categóricos: tipo de organización que divide el tema en partes o categorías, que pueden ser científicas o explorar las infinitas posibilidades que la imaginación les pueda dar. Su forma está basada en la repetición, incluidas ligeras variaciones; de esta forma, se toma un tema amplio que organiza la globalidad y categorías que organizan los segmentos. Su desarrollo se basa en esquemas inductivos simples y repetitivos, por ello puede debilitar el interés del público. Su reto es, según Bordwell, generar categorías poco comunes o irracionales. Los primeros documentales de Greenaway, los de Alan Berliner, buena parte de los documentales clásicos como Olimpia (Riefenstahl: 1936) y muchos documentales de vida salvaje tienen esta forma.

— Retóricos: Bordwell asocia esta forma directamente con la persuasión y la argumentación, definiéndola como un tipo de discurso que intenta convencer al público de algo (verdad generalmente no científica, sino de opinión) para sentar posición y quizá lograr consecuencias prácticas por medio de la acción. Sus argumentos, siguiendo la teoría retórica, pueden estar basados en la fuente, el tema y el espectador. Su forma sigue los parámetros clásicos de orden decreciente, creciente o nestoriano. En esa categoría, Bordwell ubica películas claramente retóricas como las de Lorentz o Capra.

Retóricas del cine de no ficción en la era de la posverdad

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