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Capítulo 41 El sitio de La Rochelle

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El sitio de La Rochelle fue uno de los grandes acontecimientos politicos de Luis XIII, y una de las grandes empresas militares del cardenal. Es por tanto interesante, a incluso necesario, que digamos algunas palabras, dado que muchos detalles de ese asedio están ligados de manera demasiado importante a la historia que hemos comenzado a contar para que los pasemos en silencio.

Las miras políticas del cardenal cuando emprendió este asedio eran considerables. Expongámoslas primero, luego pasaremos a las miras particulares que no tuvieron sobre Su Eminencia menos influencia que las primeras.

De las ciudades importantes dadas por Enrique IV a los hugonotes como plazas de seguridad, sólo quedaba La Rochelle. Se trataba por tanto de destruir aquel último baluarte del calvinismo, levadura peligrosa a la que venían a mezclarse incesantemente fermentos de revuelta civil o de guerra extranjera.

Españoles, ingleses, italianos descontentos, aventureros de cuálquier nación, soldados de fortuna de toda secta acudian a la primera llamada bajo las banderas de los protestantes y se organizaban como una vasta asociación cuyas ramas divergían a capricho en todos los puntos de Europa.

La Rochelle, que había adquirido nueva importancia con la ruina de las demás ciudades calvinistas era, pues, el hogar de las disensiones y de las ambiciones. Había más: su puerto era la primera puerta abierta a los ingleses en el reino de Francia; y al cerrarlo a Inglaterra, nuestra eterna enemiga, el cardenal acababa la obra de Juana de Arco y del duque de Guisa.

Por eso Bassompierre, que era a la vez protestante y católico, protestante de corazón y católico como comendador del Espíritu Santo; Bassompierre, que era alemán de nacimiento y francés de corazón; Bassompierre, en fin, que ejercía un mando particular en el asedio de La Rochelle, decía cargando a la cabeza de muchos otros señores protestantes como él:

-¡Ya veréis, señores, cómo somos tan bestias que conquistaremos La Rochelle!

Y Bassompierre tenía razón; el cañoneo de la isla de Ré presagiaba para él las dragonadas de Cévennes; la toma de La Rochelle era el prefacio de la revocación del edicto de Nantes.

Pero, ya lo hemos dicho, al lado de estas miras del ministro nivelador y simplificador, y que pertenecen a la historia, el cronista está obligado a reconocer las pequeñas miras del hombre enamorado y del rival celoso.

Richelieu, como todos saben, había estado enamorado de la reina; si este amor tenía en él un simple objetivo politico o era naturalmente una de esas profundas pasiones como las que inspiró Ana de Austria a quienes la rodeaban, es lo que no sabríamos decir; pero en cualquier caso, por los desarrollos anteriores de esta historia, se ha visto que Buckingham había triunfado sobre él y que en dos o tres circunstancias, y sobre todo en la de los herretes, gracias al desvelo de los tres mosqueteros y al valor de D’Artagnan, había sido cruelmente burlado.

Se trataba, pues, para Richelieu no sólo de librar a Francia de un enemigo, sino de vengarse de un rival; por lo demás, la venganza debía ser grande y clamorosa, y digna en todo un hombre que tiene en su mano, por espada de combate, las fuerzas de todo un reino.

Richelieu sabía que combatiendo a Inglaterra combatía a Buckingham, que venciendo a Inglaterra vencía a Buckingham, y que humillando a Inglaterra ante los ojos de Europa humillaba a Buckingham a los ojos de la reina.

Por su lado Buckingham, aunque ponía ante todo el honor de Inglaterra estaba movido por intereses absolutamente semejantes a los del cardenal; Buckingham también perseguía una venganza particular: bajo ningún pretexto había podido Buckingham entrar en Francia como embajador, y quería entrar como conquistador.

De donde resulta que lo que realmente se ventilaba en esa partida que los dos reinos más poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados, era una simple mirada de Ana de Austria.

La primera ventaja había sido para el duque de Buckingham: llegado inopinadamente a la vista de la isla de Ré con noventa bajeles y veinte mil hombres aproximadamente, había sorprendido al conde Toiras, que mandaba en nombre del rey en la isla; tras un combate sangriento había realizado su desembarco.

Relatemos de paso que en este combate había perecido el barón de Chantal; el barón de Chantal dejaba huérfana una niña de dieciocho meses.

Esta niña fue luego Madame de Sévigné.

El conde de Toiras se retiro a la ciudadela Saint Martin con la guarnición, y dejó un centenar de hombres en un pequeño fuerte que se que se llamaba de la Prée.

Este acontecimiento había acelerado las decisiones del cardenal; y a la espera de que el rey y él pudieran ir a tomar el mando del asedio de La Rochelle, que estaba decidido, había hecho partir a Monsieur para dirigir las primeras operaciones, y había hecho desfilar hacia el escenario de la guerra todas las tropas de que había podido disponer.

De este destacamento enviado como vanguardia era del que formaba parte nuestro amigo D’Artagnan.

El rey, como hemos dicho, debía seguirlo tan pronto como hubiera terminado la solemne sesión real pero al levantarse de aquel asiento real, el 28 de junio se había sentido afiebrado; habría querido partir igualmente pero al empeorar su estado se vio obligado a detenerse en Villeroi.

Ahora bien, allí donde se detenía el rey se detenían los mosqueteros; de donde resultaba que D’Artagnan, que estaba pura y simplemente en los guardias, se había separado, momentáneamente al menos, de sus buenos amigos Athos, Porthos y Aramis; esta separación, que no era para él más que una contrariedad, se habría convertido desde luego en inquietud seria si hubiera podido adivinar qué peligros desconocidos lo rodeaban.

No por eso dejó de llegar, sin incidente alguno al campamento establecido ante La Rochelle, hacia el 10 del mes de septiembre del año 1627.

Todo se hallaba en el mismo estado: el duque de Buckingham y sus ingleses dueños de la isla de Ré, continuaban sitiando, aunque sin éxito, la ciudadela de Saint Martin y el fuerte de La Prée, y las hostilidades con La Rochelle habían comenzado hacía dos o tres días a propósito de un fuerte que el duque de Angulema acababa de hacer construir junto a la ciudad.

Los guardias, al mando del señor des Essarts, se alojaban en los Mínimos.

Pero como sabemos, D’Artagnan, preocupado por la ambición de pasar a los mosqueteros, raramente había hecho amistad con sus camaradas; se encontraba por tanto solo y entregado a sus propias reflexiones.

Sus reflexiones no eran risueñas; desde hacía un año que había llegado a Paris se había mezclado en los asuntos públicos; sus asuntos privados no habían adelantado mucho ni en arnor ni en fortuna.

En amor, la única mujer a la que había amado era la señora Bonacieux, y la señora Bonacieux había desaparecido sin que él pudiera descubrir aún qué había sido de ella.

En fortuna, se había hecho, débil como era, enemigo del cardenal, es decir, de un hombre ante el cual temblaban los mayores del reino, empezando por el rey.

Aquel hombre podía aplastarlo, y sin embargo no lo habia hecho; para un ingenio tan perspicaz como era D’Artagnan, aquella indulgencia era una luz por la que vela un porvenir mejor.

Luego se había hecho también otro enemigo menos de temer, pensaba, pero que sin embargo instintivamente sentía que no era de despreciar: ese enemigo era Milady.

A cambio de todo esto había conseguido la protección y la benevolencia de la reina, pero la benevolencia de la reina era, en aquellos tiempos, una causa más de persecuciones; y su protección, como se sabe, protegía muy mal; ejemplos: Chalais y la señora Bonacieux.

Lo que en todo aquello había ganado en claro era el diamante de cinco o seis mil libras que llevaba en el dedo; pero incluso de aquel diamante, suponiendo que D’Artagnan en sus proyectos de ambición quisiera guardarlo para convertirlo un día en señal de reconocimiento de la reina, no había que esperar, puesto que no podía deshacerse de él, más valor que de los guijarros que pisoteaba.

Decimos los guijarros que pisoteaba, porque D’Artagnan hacía estas reflexiones paseándose en solitario por un lindo caminito que conducía del campamento a la villa de Angoutin; ahora bien, estas reflexiones lo habían llevado más lejos de lo que pensaba, y la luz comenzaba a bajar cuando al último rayo del crepúsculo le pareeió ver brillar detrás de un seto el cañón de un mosquete.

D’Artagnan tenía el ojo despierto y el ingenio pronto, comprendió que el mosquete no había venido hasta allí completamente solo y que quien lo manejaba no estaba escondido detrás de un seto con intenciones amistosas. Decidió por tanto largarse cuando, al otro lado de la ruta, tras una roca, divisó la extremidad de un segundo mosquete.

Era evidentemente una emboscada.

El joven lanzó una ojeadas sobre el primer mosquete y vio con cierta inquietud que se bajaba en su dirección, pero tan pronto como vio el orificio del cañón inmóvil se arrojó cuerpo a tierra. Al mismo tiempo salió el disparo y oyó el silbido de la bala que pasaba por encima de su cabeza.

No había tiempo que perder: D’Artagnan se levantó de un salto en el mismo momento que la bala del otro mosquete hizo volar los guijarros en el lugar mismo del camino en que se había arrojado de cara contra el suelo.

D’Artagnan no era uno de esos hombres inútilmente valientes que buscan la muerte ridícula para que se diga de ellos que no han retrocedido ni un paso; además, aquí no se trataba de valor: D’Artagnan había caído en una celada.

-Si hay un tercer disparo - se dijo-, soy hombre muerto.

Y al punto, echando a todo correr, huyó en dirección del campamento con la velocidad de las gentes de su región, tan renombradas por su agilidad; mas cualquiera que fuese la rapidez de su carrera, el primero que había disparado, habiendo tenido tiempo de volver a cargar su arma, le disparó un segundo disparo tan bien ajustado esta vez que la bala le atravesó el sombrero y lo hizo volar a diez pasos de él.

Sin embargo, como D’Artagnan no tenía otro sombrero, recogió el suyo a la carrera, llegó todo jadeante y muy pálido a su alojamiento, se sentó sin decir nada a nadie y se puso a reflexionar.

Aquel suceso podía tener tres causas:

La primera y más natural podía ser una emboscada de los rochelleses, a quienes no les habría molestado matar a uno de los guardias de Su Majestad, primero porque era un enemigo menos, y porque este enemigo podía tener una bolsa bien guarnecida en su bolso.

D’Artagnan cogió su sombrero, examinó el agujerro de la bala y movió la cabeza. La bala no era una bala de mosquete, era una bala de arcabuz; la exactitud del disparo le había dado ya la idea de que había sido dispardo por un arma particular: aquello no era, por tanto, una emboscada militar, puesto que la bala no era de calibre.

Aquello podía ser un buen recuerdo del señor cardenal. Se recordará que en el momento mismo en que gracias a aquel bienaventurado rayo de sol había divisado el cañón del fusil, él se asombraba de la longanimidad de Su Eminencia para con él.

Pero D’Artagnan movió la cabeza. Con personas con las que no tenía más que extender la mano rara vez recurría Su Eminencia a semejantes medios.

Aquello podía ser una venganza de Milady.

Esto era lo más probable.

Trató inútilmente de recordar o los rasgos o el traje de los asesinos; se había alejado tan rápidamente de ellos que no había tenido tiempo de observar nada.

-¡Ay, mis pobres amigos! - murmuró D’Artagnan-. ¿Dónde estáis? ¡Cuánta falta me hacéis!

D’Artagnan pasó muy mala noche. Tres o cuatro veces se despertó sobresaltado, imaginándose que un hombre se acercaba a su cama para apuñalarlo. Sin embargo, apareció la luz sin que la oscuridad hubiera traído ningún incidente.

Pero D’Artagnan sospechó mucho que lo que estaba aplazado no estaba perdido.

D’Artagnan permaneció toda la jornada en su alojamiento; a sí mismo se dio la excusa de que el tiempo era malo.

Al día siguiente, a las nueve, tocaron llamada y tropa. El duque de Orleáns visitaba los puestos. Los guardias corrieron a las armas y D’Artagnan ocupó su puesto en medio de sus camaradas.

Monsieur pasó ante el frente de batalla; luego, todos los oficiales superiores se acercaron a él para hacerle séquito, el señor Des Essarts, capitán de los guardias, igual que los demás.

Al cabo de un instante le pareció a D’Artagnan que el señor Des Essarts le hacía señas de acercarse: esperó un nuevo gesto de su superior, temiendo equivocarse, pero repetido el gesto, dejó las filas y se adelantó para oír la orden.

-Monsieur va a pedir hombres voluntarios para una misión peligrosa, pero que será un honor para quienes la cumplan; os he hecho esa seña para que estuvierais preparado.

-¡Gracias, mi capitán! - respondió D’Artagnan, que no pedía otra cosa que distinguirse a los ojos del teniente general.

En efecto, los rochelleses habían hecho una salida durante la noche y habían recuperado un bastión del que el ejército realista se había apoderado dos días antes; se trataba de hacer un reconocimiento a cuerpo descubierto para ver cómo custodiaba el ejército aquel bastión.

Efectivamente, al cabo de algunos instantes Monsieur elevó la voz y dijo:

-Necesitaría para esta misión tres o cuatro voluntarios guiados por un hombre seguro.

-En cuanto al hombre seguro, lo tengo a mano, Monsieur - dijo el señor Des Essarts, mostrando a D’Artagnan ; y en cuanto a los cuatro o cinco voluntarios, Monsieur no tiene más que dar a conocer su intenciones, y no le faltarán hombres.

-¡Cuatro hombres de buena voluntad para venir a hacerse matar conmigo! - dijo D’Artagnan levantando su espada.

Dos de sus camaradas de los guardias se precipitaron inmediatamente, y habiéndose unido a ellos dos soldados, encontró que el número pedido era suficiente; D’Artagnan rechazó, pues, a todos los demás, no queriendo atropellar a quienes tenían prioridad.

Se ignoraba si después de la toma del bastión los rochelleses lo habían evacuado o habían dejado allí guarnición; había, pues, que examinar el lugar indicado desde bastante cerca para comprobarlo.

D’Artagnan partió con sus cuatro compañeros y siguió la trinchera: los dos guardias marchaban a su misma altura y los soldados venían detrás.

Así, cubriéndose con los revestimientos del terreno, llegaron a unos cien pasos del bastión. Allí, al volverse D’Artagnan, se dio cuenta de que los dos soldados habían desaparecido.

Creyó que por miedo se habían quedado atrás y continuó avanzando.

A la vuelta de la contraescarpa, se hallaron a sesenta pasos aproximadamente del bastión.

No se veía a nadie, y el bastión parecía abandonado.

Los tres temerarios deliberaban si seguir adelante cuando, de pronto, un cinturón de humo ciñó al gigante de piedra y una docena da balas vinieron a silbar en torno a D’Artagnan y sus dos compañeros.

Sabían lo que querían saber: el bastión estaba guardado. Quedarse más tiempo en aquel lugar peligroso hubiese sido, pues, una imprudencia inútil; D’Artagnan y los dos guardias volvieron la espalda y comenzaron una retirada que se parecía a una fuga.

Al llegar al ángulo de la trinchera que iba a servirles de muralla uno de los guardias cayó: una bala le había atravesado el pecho. EÌ otro, que estaba sano y salvo, continuó su carrera hacia el campamento.

D’Artagnan no quiso abandonar así a su compañero y se inclinó hacia él para levantarlo y ayudarlo a alcanzar las líneas; pero en aquel momento salieron dos disparos de fusil: una bala vino a estrellarse sobre la roca tras haber pasado a dos pulgadas de D’Artagnan.

El joven se volvió rápidamente porque aquel ataque no podía venir del bastión, que estaba oculto por el ángulo de la trinchera. La idea de los dos soldados que lo habían abandonado le vino a la mente y le recordó a los asesinos de la víspera; resolvió, por tanto, saber a qué atenerse aquella vez y cayó sobre el cuerpo de su camarada como si estuviera muerto.

Vio al punto dos cabezas que se levantaban por encima de una obra abandonada que estaba a treinta pasos de allí; eran las de nuestros dos soldados. D’Artagnan no se había equivocado: aquellos dos hombres no le habían seguido más que para asesinarlo, esperando que la muerte del joven sería cargada en la cuenta del enemigo.

Sólo que, como podía estar solamente herido y denunciar su crimen, se acercaron para rematarlo; por suerte, engañados por la artimaña de D’Artagnan, se olvidaron de volver a cargar sus fusiles.

Cuando estuvieron a diez pasos de él, D’Artagnan, que al caer había tenido gran cuidado de no soltar su espada, se levantó de pronto y de un salto se encontró junto a ellos.

Los asesinos comprendieron que, si huían hacia el campamento sin haber matado a aquel hombre, serían acusados por él; por eso su primera idea fue la de pasarse al enemigo. Uno de ellos cogió su fusil por el cañón y se sirvió de él como de una maza: lanzó un golpe terrible a D’Artagnan, que lo evitó echándose hacia un lado; pero con este movimiento brindó paso al bandido, que se lanzó al punto hacia el bastión. Como los rochelleses que lo vigilaban ignoraban con qué intención venía aquel hombre hacia ellos, dispararon contra él y cayó herido por una bala que le destrozó el hombro.

En este tiempo, D’Artagnan se había lanzado sobre el segundo soldado, atacándolo con su espada; la lucha no fue larga, aquel miserable no tenía para defenderse más que su arcabuz descargado; la espada del guardia se deslizó por sobre el cañón del arma vuelta inútil y fue a atravesar el muslo del asesino que cayó. D’Artagnan le puso inmediatamente la punta del hierro en el pecho.

-¡Oh, no me matéis! - exclamó el bandido-. ¡Gracia, gracia, oficial, y os lo diré todo!

-¿Vale al menos lo secreto la pena de que lo perdone la vida? - preguntó el joven conteniendo su brazo.

-Sí, si estimáis que la existencia es algo cuando se tienen veintidós años como vos y se puede alcanzar todo, siendo valiente y fuerte como vos lo sois.

-¡Miserable! - dijo D’Artagnan-. Vamos, habla deprisa, ¿quién te ha encargado asesinarme?

-Una mujer a la que no conozco, pero que se llamaba Milady.

-Pero si no conoces a esa mujer, ¿cómo sabes su nombre?

-Mi camarada la conocía y la llamaba así, fue él quien tuvo el asunto con ella y no yo; él tiene incluso en su bolso una carta de esa persona que debe tener para vos gran importancia, por lo que he oído decir.

-Pero ¿cómo te metiste en esta celada?

-Me propuso que diéramos el golpe nosotros dos y acepté.

-¿Y cuánto os dio ella por esta hermosa expedición? -Cien luises.

-Bueno, en buena hora - dijo el joven riendo - estima que valgo algo: cien luises. Es una cantidad para dos miserables como vosotros; por eso comprendo que hayas aceptado y lo perdono con una condición.

-¿Cuál? - preguntó el soldado inquieto y viendo que no todo había terminado.

-Que vayas a buscarme la carta que tu camarada tiene en bolsillo.

-Pero eso - exclamó el bandido - es otra manera de matarme; ¿cómo queréis que vaya a buscar esta carta bajo el fuego del bastión?

-Sin embargo, tienes que decidirte a ir en su busca, o te juro que mueres por mi mano.

-¡Gracia, señor, piedad! ¡En nombre de esa dama a la que amáis a la que quizá creéis muerta y que no lo está! - exclamó el bandido poniéndose de rodillas y apoyándose sobre su mano, porque comenzaba a perder sus fuerzas con la sangre.

-¿Y por qué sabes tú que hay una mujer a la que amo y que yo he creído muerta a esa mujer? - preguntó D’Artagnan.

-Por la carta que mi camarada tiene en su bolsillo.

-Comprenderás entonces que necesito tener esa carta - dijo D’Artagnan ; así que no más retrasos ni dudas, o aunque me repugne templar por segunda vez mi espada en la sangre de un miserable como tú, lo juro por mi fe de hombre honrado…

Y a estas palabras D’Artagnan hizo un gesto tan amenazador que el herido se levantó.

-¡Deteneos! ¡Deteneos! - exclamó recobrando valor a fuerza de terror-. ¡Iré… , iré… !

D’Artagnan cogió el arcabuz del soldado, lo hizo pasar delante de él y lo empujó hacia su compañero pinchándole los lomos con la punta de su espada.

Era algo horrible ver a aquel desgraciado dejando sobre el camino que recorría un largo reguero de sangre, cada vez más pálido ante muerte próxima, tratando de arrastrarse sin ser visto hasta el cuerpo de su cómplice que yacía a veinte pasos de allí.

El terror estaba pintado sobre su rostro cubierto de un sudor frío de tal modo que D’Artagnan se compadeció y mirándolo con desprecio:

-Pues bien - dijo-, voy a demostrarte la diferencia que existe entre un hombre de corazón y un cobarde como tú: quédate iré yo.

Y con paso ágil, el ojo avizor, observando los movimientos del enemigo, ayudándose con todos los accidentes del terreno, D’Artagnan llegó hasta el segundo soldado.

Había dos medios para alcanzar su objetivo: registrarlo allí mismo o llevárselo haciendo un escudo con su cuerpo y registrarlo en la trinchera.

D’Artagnan prefirió el segundo medio y cargó el asesino a sus hombros en el momento mismo que el enemigo hacía fuego.

Una ligera sacudida el ruido seco de tres balas que agujereaban las carnes, un último grito un estremecimiento de agonía le probaron a D’Artagnan que el que había querido asesinarlo acababa de salvarle la vida.

D’Artagnan ganó la trinchera y arrojó el cadáver junto al herido tan pálido como un muerto.

Comenzó el inventario inmediatamente: una cartera de cuero, una bolsa donde se encontraba evidentemente una parte de la suma del dinero que había recibido, un cubilete y los dados formaban la herencia del muerto.

Dejó el cubilete y los dados donde habían caído, lanzó la bolsa al herido y abrió ávidamente la cartera.

En medio de algunos papeles sin importancia, encontró la carta siguiente: era la que había ido a buscar con riesgo de su vida:

«Dado que habéis perdido el rastro de esa mujer y que ahora está a salvo en ese convento al que nunca deberíais haberla dejado llegar, tratad al menos de no fallar con el hombre; si no, sabéis que tengo la mano larga y que pagaréis caros los cien luises que os he dado.»

Sin firma. Sin embargo, era evidente que la carta procedía de Milady. Por consiguiente, la guardó como pieza de convicción y, a salvo tras el ángulo de la trinchera se puso a interrogar al herido. Este confesó que con su camarada, el mismo que acababa de morir, estaba encargado de raptar a una joven que debía salir de París por la barrera de La Villete pero que, habiéndose parado a beber en una taberna, habían llegado diez minutos tarde al coche.

-Pero ¿qué habríais hecho con esa mujer? - preguntó D’Artagnan con angustia.

-Debíamos entregarla en un palacio de la Place Royale - dijo el herido.

-¡Sí! ¡Sí! - murmuró D’Artagnan-. Es exacto, en casa de la misma Milady.

Entonces el joven estremeciéndose, comprendió qué terrible sed de venganza empujaba a aquella mujer a perderlo, a él y a los que lo amaban, y cuánto sabía ella de los asuntos de la corte, puesto que lo había descubierto todo. Indudablemente debía aquellos informes al cardenal.

Mas, en medio de todo esto, comprendió, con un sentimiento de alegría muy real, que la reina había terminado por descubrir la prisión en que la pobre señora Bonacieux expiaba su adhesión, y que la había sacado de aquella prisión. Así quedaban explicados la carta que había recibido de la joven y su paso por la ruta de Chaillot, un paso parecido a una aparición.

Y entonces, como Athos había predicho, era posible volver a encontrar a la señora Bonacieux, y un convento no era inconquistable.

Esta idea acabó de devolver a su corazón la clemencia. Se volvió hacia el herido que seguía con ansiedad todas las expresiones diversas de su cara, y le tendió el brazo:

-Vamos - le dijo-, no quiero abandonarte así. Apóyate en mí y volvamos al campamento.

-Sí - dijo el herido, que a duras penas creía en tanta magnanimidad-, pero ¿no sera para hacer que me cuelguen?

-Tienes mi palabra - dijo D’Artagnan-, y por segunda vez te perdono la vida.

El herido se dejó caer de rodillas y besó de nuevo los pies de su salvador; pero D’Artagnan, que no tenía ningún motivo para quedarse tan cerca del enemigo, abrevió él mismo los testimonios de gratitud.

El guardia que había vuelto a la primera descarga de los rochelleses había anunciado la muerte de sus cuatro compañeros. Quedaron, pues, asombrados y muy contentos a la vez en el regimiento cuando se vio aparecer al joven sano y salvo.

D’Artagnan explicó la estocada de su compañero por una salida que improvisó. Contó la muerte del otro soldado y los peligros que habían corrido. Este relato fue para el ocasión de un verdadero triunfo. Todo el ejército habló de aquella expedición durante un día, y Monsieur hizo que le transmitieran sus felicitaciones.

Por lo demás, como toda acción hermosa lleva consigo su recompensa, la hermosa acción de D’Artagnan tuvo por resultado devolverle la tranquilidad que había perdido. En efecto, D’Artagnan creía poder estar tranquilo, puesto que de sus dos enemigos uno estaba muerto y otro era adicto a sus intereses.

Esta tranquilidad probaba una cosa, y es que D’Artagnan no conocía aún a Milady.

Lo mejor de Alejandro Dumas

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