Читать книгу Lo mejor de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas - Страница 102
Capítulo 42 El vino de Anjou
ОглавлениеTras las noticias casi desesperadas del rey, el rumor de su convalecencia comenzaba a esparcirse por el campamento; y como tenía mucha prisa por llegar en persona al asedio, se decía que tan pronto como pudiera montar a caballo se pondría en camino.
En este tiempo, Monsieur, que sabía que de un día para otro iba a ser reemplazado en su mando bien por el duque de Angulema, bien por Bassompierre, bien por Schomberg, que se disputaban el mando, hacía poco, perdía las jornadas en tanteos, y no se atrevía a arriesgar una gran empresa para echar a los ingleses de la isla de Ré, donde asediaban constantemente la ciudadela Saint Martin y el fuerte de La Prée, mientras que por su lado los franceses asediaban La Rochelle.
D’Artagnan, como hemos dicho, se había tranquilizado, como ocurre siempre tras un peligro pasado, y cuando el peligro pareció desvanecido, sólo le quedaba una inquietud, la de no tener noticia alguna de sus amigos.
Pero una mañana a principios del mes de noviembre, todo quedó explicado por esta carta, datada en Villeroi:
«Señor D’Artagnan:
Los señores Athos, Porthos y Aramis, tras haber jugado una buena partida en mi casa y haberse divertido mucho, han armado tal escándalo que el preboste del castillo, hombre muy rígido, los ha acuartelado algunos días; pero yo he cumplido las órdenes que me dieron de enviar doce botellas de mi vino de Anjou, que apreciaron mucho: quieren que vos bebáis a su salud con su vino favorito.
Lo he hecho, y soy, señor, con gran respeto,
Vuestro muy humilde y obediente servidor,
GODEAU
Hostelero de los Señores Mosqueteros.»
-¡Sea en buena hora! - exclamó D’Artagnan-. Piensan en mí en sus placeres como yo pensaba en ellos en mi aburrimiento; desde luego, beberé a su salud y de muy buena gana, pero no beberé solo.
Y D’Artagnan corrió a casa de dos guardias con los que había hecho más amistad que con los demás, a fin de invitarlos a beber con él el delicioso vinillo de Anjou que acababa de llegar de Villeroi. Uno de los guardias estaba invitado para aquella misma noche y otro para el día siguiente; la reunión fue fijada por tanto para dos días después.
Al volver, D’Artagnan envió las doce botellas de vino a la cantina de los guardias, recomendando que se las guardasen con cuidado; luego, el día de la celebración, como la comida estaba fijada para la hora del mediodía, D’Artagnan envió a las nueve a Planchet para prepararlo todo.
Planchet, muy orgulloso de ser elevado a la dignidad de maître, pensó en preparar todo como hombre inteligente; a este efecto, se hizo ayudar del criado de uno de los invitados de su amo, llamado Fourreau, y de aquel falso soldado que había querido matar a D’Artagnan, y que por no pertenecer a ningún cuerpo, había entrado a su servicio, o mejor, al de Planchet, desde que D’Artagnan le había salvado la vida.
Llegada la hora del festín, los dos invitados llegaron y ocuparon su sitio y se alinearon los platos en la mesa. Planchet servia, servilleta en brazo, Fourreau descorchaba las botellas, y Brisemont, tal era el nombre del convaleciente, transvasaba a pequeñas garrafas de cristal el vino que parecía haber formado posos por efecto de las sacudidas del camino. La primera botella estaba algo turbia hacia el final: de este vino Brisemont vertió los posos en su vaso, y D’Artagnan le permitió beberlo; porque el pobre diablo no tenía aún muchas fuerzas.
Los convidados, tras haber tomado la sopa, iban a llevar el primer vaso a sus labios cuando de pronto el cañón resonó en el fuerte Louis y en el fuerte Neuf; al punto, creyendo que se trataba de algún ataque imprevisto, bien de los sitiados, bien de los ingleses, los guardias saltaron sobre sus espadas; D’Artagnan, no menos rápido, hizo como ellos y los tres salieron corriendo a fin de dirigirse a sus puestos.
Mas apenas estuvieron fuera de la cantina cuando se enteraron de la causa de aquel gran alboroto; los gritos de ¡Viva el rey! ¡Viva el cardenal! resonaban por todas las direcciones.
En efecto, el rey, impaciente como se había dicho, acababa de hacer en una dos etapas, y llegaba en aquel mismo instante con toda su casa y un refuerzo de diez mil hombres de tropa; le precedían y seguían sus mosqueteros. D’Artagnan, formando calle con su compañia, saludó con gesto expresivo a sus amigos, que le respondieron con los ojos, y al señor de Tréville, que lo reconoció al instante.
Una vez acabada la ceremonia de recepción, los cuatro amigos estuvieron al punto en brazos unos de otros.
-¡Diantre! - exclamó D’Artagnan-. No podíais haber llegado en mejor momento, y la carne no habrá tenido tiempo aún de enfriarse.
¿No es eso, señores? - añadió el joven volviéndose hacia los dos guardias, que presentó a sus amigos.
-¡Vaya, vaya, parece que estábamos de banquete! - dijo Porthos. - Espero - dijo Aramis - que no haya mujeres en vuestra comida.
-¿Es que hay vino potable en vuestra bicoca? - preguntó Athos.
-Diantre, tenemos el vuestro, querido amigo - respondió D’Artagnan.
-¿Nuestro vino? - preguntó Athos asombrado.
-Sí, el que me habéis enviado.
-¿Nosotros os hemos enviado vino? -Lo sabéis de sobra, de ese vinillo de los viñedos de Anjou.
-Sí, ya sé a qué vino os referéis.
-El vino que preferís.
-Sin duda, cuando no tengo ni champagne ni chambertin.
-Bueno, a falta de champagne y de chambertin os contentaréis con éste.
-O sea que, sibaritas como somos, hemos hecho venir vino de Anjou - dijo Porthos.
-Pues claro, es el vino que me han enviado de parte vuestra.
-¿De nuestra parte? - dijeron los tres mosqueteros.
-Aramis, ¿sois vos quién habéis enviado vino? - dijo Athos.
-No, ¿y vos, Porthos?
-No, ¿y vos Athos?
-No.
-Si no es vuestro - dijo D’Artagnan-, es de vuestro hostelero.
-¿Nuestro hostelero?
-Pues claro, vuestro hostelero, Godeau, hostelero de los mosqueteros.
-A fe nuestra que, venga de donde quiera, no importa - dijo Porthos ; probémoslo, y si es bueno, bebámoslo.
-No - dijo Athos-, no bebamos el vino que tiene una fuente desconocida.
-Tenéis razón, Athos - dijo D’Artagnan-. ¿Ninguno de vosotros ha encargado al hostelero enviarme vino?
-¡No! Y sin embargo, ¿os lo ha enviado de nuestra parte?
-Aquí está la carta - d¡jo D’Artagnan.
Y presentó el billete a sus camaradas.
-¡Esta no es su escritura! - exclamó Athos-. La conozco porque fui yo quien antes de partir saldó las cuentas de la comunidad.
-Carta falsa - dijo Porthos ; nosotros no hemos sido acuartelados.
-D’Artagnan - preguntó Aramis en tono de reproche-, ¿cómo habéis podido creer que habíamos organizado un alboroto?…
D’Artagnan palideció y un estremecimiento convulsivo agitó sus miembros.
-Me asustas - dijo Athos, que no le tuteaba sino en las grandes ocasiones-. ¿Qué ha pasado entonces?
-¡Corramos, corramos, amigos míos! - exclamó D’Artagnan-. Una terrible sospecha cruza mi mente. ¿Será otra vez una venganza de esa mujer?
Fue Athos el que ahora palideció.
D’Artagnan se precipitó hacia la cantina. Los tres mosqueteros y los dos guardias lo siguieron.
Los primero que sorprendió la vista de D’Artagnan al entrar en el comedor fue Brisemont tendido en el suelo y retorciéndose en medio de atroces convulsiones.
Planchet y Fourreau, pálidos como muertos trataban de ayudarlo; pero era evidente que cualquier ayuda resultaba inútil: todos los rasgos del moribundo estaban crispados por la agonía.
-¡Ay! - exclamó al ver a D’Artagnan-. ¡Ay, es horrible, fingís perdonarme y me envenenáis!
-¡Yo! - exclamó D’Artagnan-. ¿Yo, desgraciado? Pero ¿qué dices? -Digo que sois vos quien me habéis dado ese vino, digo que sois vos quien me ha dicho que lo beba, digo que habéis querido vengaros de mí, digo que eso es horroroso.
-No creáis eso, Brisemont - dijo D’Artagnan-, no creáis nada de eso; os lo juro, os aseguro que…
-¡Oh, pero Dios está aquí, Dios os castigará! ¡Dios mío! Que sufra un día lo que yo sufro.
-Por el Evangelio - exclamó D’Artagnan precipitándose hacia el moribundo-, os juro que ignoraba que ese vino estuviese envenenado y que yo iba a beber como vos.
-No os creo - dijo el soldado.
Y expiró en medio de un aumento de torturas.
-¡Horroroso! ¡Horroroso! - murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis daba órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un confesor.
-¡Oh, amigos míos! - dijo D’Artagnan-. Venís una vez más a salvarme la vida, no sólo a mí, sino a estos señores. Señores - continuó dirigiéndose a los guardias-, os ruego silencio sobre toda esta aventura; grandes personajes podrían estar pringados en lo que habéis visto, y el perjuicio de todo esto recaería sobre nosotros.
-¡Ay, señor! - balbuceaba Planchet, más muerto que vivo-. ¡Ay, señor, me he librado de una buena!
-¡Cómo, bribón! - exclamó D’Artagnan-. ¿Ibas entonces a beber mi vino?
-A la salud del rey, señor, iba a beber un pobre vaso si Fourreau no me hubiera dicho que me llamaban.
-¡Ay! - dijo Fourreau, cuyos dientes rechinaban de terror-. Yo quería alejarlo para beber completamente solo.
-Señores - dijo D’Artagnan dirigiéndose a los guardias-, comprenderéis que un festín semejante sólo sería muy triste después de lo que acaba de ocurrir; por eso, recibid mis excusas y dejemos la partida para otro día, por favor.
Los dos guardias aceptaron cortésmente las excusas de D’Artagnan y, comprendiendo que los cuatro amigos deseaban estar solos, se retiraron.
Cuando el joven guardia y los tres mosqueteros estuvieron sin testigos, se miraron de una forma que quería decir que todos comprendían la gravedad de la situación.
-En primer lugar - dijo Athos-, salgamos de esta sala; no hay peor compañía que un muerto de muerte violenta.
-Planchet - dijo D’Artagnan-, os encomiendo el cadáver de este pobre diablo. Que lo entierren en tierra santa. Cierto que había cometido un crimen, pero estaba arrepentido.
Y los cuatro amigos salieron de la habitación, dejando a Planchet y a Fourreau el cuidado de rendir los honores mortuorios a Brisemont.
El hostelero les dio otra habitación en la que les sirvió huevos pasados por agua y agua que el mismo Athos fue a sacar de la fuente. En pocas palabras Porthos y Aramis fueron puestos al corriente de la situación.
-¡Y bien! - dijo D’Artagnan a Athos-. Ya lo veis, querido amigo, es una guerra a muerte.
Athos movió la cabeza.
-Sí, sí - dijo-, ya lo veo, pero ¿créis que sea ella?
-Estoy seguro.
-Sin embargo os confieso que todavía dudo.
-¿Y esa flor de lis en el hombro? -Es una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia y que habrá sido marcada a raíz de su crimen.
-Athos, es vuestra mujer, os lo digo yo - repitió D’Artagnan-. ¿No recordáis cómo coinciden las dos marcas? -Sin embargo habría jurado que la otra estaba muerta, la colgué muy bien.
Fue D’Artagnan quien esta vez movió la cabeza.
-En fin ¿qué hacemos? - dijo el joven.
-Lo cierto es que no se puede estar así, con una espada eternamente suspendida sobre la cabeza - dijo Athos-, y que hay que salir de esta situación.
-Pero ¿cómo?
-Escuchad, tratad de encontraros con ella y de tener una explicación; decidle: ¡La paz o la guerra! Palabra de gentilhombre de que nunca diré nada de vos, de que jamás haré nada contra vos; por vuestra parte, juramento solemne de permanecer neutral respecto a mí; si no, voy en busca del canciller, voy en busca del rey, voy en busca del verdugo, amotino la corte contra vos, os denuncio por marcada, os hago meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces os mato, palabra de gentilhombre, en la esquina de cualquier guardacantón, como mataría a un perro rabioso.
-No está mal ese sistema - dijo D’Artagnan-, pero ¿cómo encontrarme con ella?
-El tiempo, querido amigo, el tiempo trae la ocasión, la ocasión es la martingala del hombre; cuanto más empeñado está uno, más se gana si se sabe esperar.
-Sí, pero esperar rodeado de asesinos y de envenenadores…
-¡Bah! - dijo Athos-. Dios nos ha guardado hasta ahora, Dios nos seguirá guardando.
-Sí, a nosotros sí; además, nosotros somos hombres y, considerándolo bien, es nuestro deber arriesgar nuestra vida; pero ¡ella!… - añadió a media voz.
-¿Quién ella? - preguntó Athos.
-Constance.
-La señora Bonacieux ¡Ah! Es justo eso - dijo Athos-. ¡Pobre amigo! Olvidaba que estabais enamorado.
-Pues bien - dijo Aramis-. ¿No habéis visto, por la carta misma que habéis encontrado encima del miserable muerto, que estaba en un convento? Se está muy bien en un convento, y tan pronto acabe el sitio de La Rochelle, os prometo que por lo que a mí se refiere.
-¡Bueno! - dijo Athos-. ¡Bueno! Sí, mi querido Aramis, ya sabemos que vuestros deseos tienden a la religión.
-Sólo soy mosquetero por ínterin - dijo humildemente Aramis.
-Parece que hace mucho tiempo que no ha recibido nuevas de su amante - dijo en voz baja Athos ; mas no prestéis atención, ya conocemos eso.
-Bien - dijo Porthos-, me parece que hay un medio muy simple.
-¿Cuál? - preguntó D’Artagnan.
-¿Decís que está en un convento? - prosiguió Porthos.
-Sí.
-Pues bien, tan pronto como termine el asedio, la raptamos de ese convento.
-Pero habría que saber en qué convento está.
-Claro - dijo Porthos.
-Pero, pensando en ello - dijo Athos-, ¿no pretendéis querido D’Artagnan que ha sido la reina quien le ha escogido el convento?
-Sí, eso creo por lo menos.
-Pues bien, Porthos nos ayudará en eso.
-¿Y cómo?
-Pues por medio de vuestra marquesa, vuestra duquesa, vuestra princesa; debe tener largo el brazo.
-¡Chis! - dijo Porthos poniendo un dedo sobre sus labios-. La creo cardenalista y no debe saber nada.
-Entonces - dijo Aramis-, yo me encargo de conseguir noticia.
-¿Vos, Aramis? - exclamaron los tres amigos-. ¿Vos? ¿Y cómo? -Por medio del limosnero de la reina, del que soy muy amigo - dijo Aramis ruborizándose.
Y con esta seguridad, los cuatro amigos, que habían acabado modesta comida, se separaron con la promesa de volverse a ver aquella misma noche; D’Artagnan volvió a los Mínimos, y los tres mosqueteros alcanzaron el acuartelamiento del rey, donde tenían que hacer preparar su alojamiento.