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LOS SILENCIOS DEL BOSQUE

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Otoño de 2020, Gråfjellet (Flekke).

Hace siete días que el sol no se deja ver. Su luz apenas traspasa las ramas desnudas de los árboles que forman los bosques de ensueño que me envuelven en las faldas de Jarstadheia. A mi paso, la hojarasca, cubierta de escarcha, se desintegra bajo la presión de mis botas. Su desgarro es el único sonido perceptible en la fascinante oscuridad del mediodía. No se oye ningún aleteo, ningún graznido. Sólo el quebranto de la hojarasca y mi respiración. Sólo eso desafía al silencio. A lo lejos, la niebla y el fiordo continúan unidos en una melancólica estampa. La erosionada desnudez de las paredes sugiere el inmenso brazo de mar en torno al que giran las vidas de los pueblos arraigados en el fiordo, insignificantes bajo las montañas de ensueño, invisibles entre la niebla.

Sigo una hilera de estacas rojas que me conducen hasta una cascada. La estremecedora monotonía del silencio se desvanece. Ya no siento mi respiración ni la hojarasca desintegrarse bajo mis botas. Vislumbro el arroyo y un poco más arriba la cascada, desenfrenadamente salvaje. La suicida caída del agua parece un altar a lo vivaz, una especia de ideal al que aspirase todo lo viviente. La transparencia del agua es absoluta. Me detengo. Es como si la eternidad misma se concentrara en cada una de las gotas arrojadas al vacío.

La soledad del bosque contiene la mía propia, que se funde en la sugerencia del paisaje, en la totalidad de su expresión sin palabras. La ruptura de la cascada con el silencio facilita este trance. La naturaleza rezuma un sentir, pero es un sentir inabarcable, uno contenido en el elocuente silencio de estos bosques, pero uno que no puedo asimilar.

Hay una frustración que me impide fundirme con el paisaje. En nuestro presente devorador, el vertiginoso sistema que alimenta nuestras vidas está forjando un futuro que será el escenario de la tragedia de muchos. Y aun así seguimos consumiendo una vida contra la vida misma. En el último año, la Crisis Ecosocial ha tenido gran importancia en mi vida. He atendido a cumbres, contribuido a la organización de la juventud en la acción climática, he leído más que nunca, he escrito artículos y he dado conferencias, he sido entrevistado y, sin embargo, siento que no comprendo nada. ¿A qué me refiero cuando hablo de Crisis Ecosocial? ¿Cómo puedo hablar del drama de la deforestación si ni siquiera he sentido la dolorosa letanía de los árboles cayendo uno tras otro? ¿En qué se traducen todas las enunciaciones que repito constantemente? A veces siento que de manera inconsciente realizo el mismo discurso: el problema, los protagonistas, la urgencia y la necesidad de acción. Fin. He usado palabras y argumentos cuya dimensión y significado último no comprendo. Y eso me frustra. Me frustra hablar de la Crisis Ecosocial intuyendo únicamente el impacto de esta, pero sin la suficiente comprensión como para aportar algo significativo. Una frustración que ya sintetizó Sven Lindqvist: «Sabemos suficiente. No es conocimiento lo que nos falta. Lo que necesitamos es el coraje de entender lo que sabemos y llegar a conclusiones».

Ahora, por fin, esa extraña conformidad ha desaparecido. Después de un año, siento la necesidad de comprender lo que he creído sabido. Dejar de hablar del planeta y comenzar a sentirlo. Es por ello por lo que me he adentrado esta fría mañana en el corazón del fiordo, para caminar con el planeta, para sentirlo.

Gritar lo que está callado

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