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5. NADIE QUIERE SER MÓNICA

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Hacia las siete los partisanos empezaron a aguzar el oído por si escuchaban el repiqueteo de la cuchara de palo que los convocaba para la cena. La cocina se encontraba en una hondonada cerca del campamento y estaba cercada con lonas para que no se percibiera el humo. Aunque allí hacía mucho que no encendían ningún fuego. Se alimentaban fundamentalmente de cebollas, tocino y pan, con predominancia de las primeras, por lo que el campamento había sido bautizado «campamento Cebolla». Aquella mañana, sin embargo, tres camaradas habían regresado de una misión de aprovisionamiento con las mochilas llenas y ahora la olla con las alubias bullía alegremente. Junto a ella trajinaba un hombre canijo y cheposo (Proshko Zhékov, del pueblo de Koren) con el poético nombre de Elín. Sus camaradas lo llamaban amistosamente Arbusto, sin darse cuenta del dolor que le infligían. Durante varios años había estado trabajando en la taberna del pueblo, soportando las groserías y los insultos de los paisanos, hasta que en su pequeño cuerpo cristalizó la decisión de rebelarse. Tenía siete hermanos y hermanas, todos menores que él pero más altos. Su familia se enteró de que había desaparecido solo cuando dejó de recibir su mísero salario. Junto con él había desaparecido la carabina del tabernero. Pero después del primer disparo quedó claro que Elín nunca podría utilizarla. La culata le dio un golpe seco como la coz de un mulo y dio dos vueltas de campana hacia atrás con un chillido lastimero. La bala pasó a milímetros de la calva de Lenin. La carabina fue asignada a otro camarada y a Elín le entregaron el cazo. Con él no tenía igual. Más tarde Medved le dio una pequeña pistola femenina con dos balas que no se sabía cómo había llegado al destacamento. Era el único que no lo llamaba Arbusto, con lo que se ganó su fidelidad incondicional.

Las alubias eran viejas y duras como piedras; tardaban mucho en cocer. Ocupado en su preparación, Elín se había perdido el gran acontecimiento: la llegada de las dos muchachas al destacamento. Por encima de su cabeza, en la cocina improvisada, estaban secándose ramos de hierbas aromáticas con las que aderezaba el frugal menú de los combatientes del pueblo. La misión de abastecimiento había resultado bastante escasa: aparte de las alubias, los camaradas solo habían llevado dos botellas de aceite de girasol y cantidades ingentes de pimentón. «¡No volváis sin pimentón!», fueron las instrucciones de Elín. De modo que habían hecho todo lo posible por conseguirlo. Elín tomó un cazo entero del aromático polvo rojo, lo sumergió en la olla hirviente y lo revolvió bien.

Las alubias iban a estar de rechupete.

Mientras tanto, en la pradera tenía lugar —aunque todavía torpemente— el proceso de toma de contacto. Después de los primeros instantes incómodos de sorpresa y estupefacción, los partisanos poco a poco se recuperaban y volvían a las formas naturales de la comunicación humana, excepto el monje rojo Tijón, que llevaba una extraña disputa a solas (en eslavo eclesiástico) con sus demonios.

—No le hagáis caso, a veces se le va la olla —les explicó un chico recio—; por lo demás, es de los nuestros hasta la médula. Yo soy el Último Clavo en el Ataúd del Capitalismo.

—Es decir, el Clavo —dijo alguien.

—¿No será de Pernik, camarada? —preguntaron arqueando las cejas las chicas, que también habían recuperado en parte su compostura, una vez convencidas de que el peligro de ser despedazadas en el acto había desaparecido.

Todos se echaron a reír. Sí, el Clavo era de Pernik e incluso era pariente lejano del Enterrador, aunque, a diferencia de él, había estudiado en un instituto de Sofía y se abstenía de llamar a las camaradas «bocachas». A finales de la década de 1930 los libros de Karl May habían adquirido gran popularidad entre la juventud progresista de la ciudad minera. Las hazañas del guerrero Winnetou estimulaban la imaginación de los militantes de la Unión de las Juventudes Obreras, que en cierta medida se identificaban con la lucha de los hermanos pieles rojas oprimidos. Estaban en boga los nombres de guerra largos: el Toro Salvaje de la Revolución, la Flecha de la Internacional Comunista, el Gran Oso Rojo, el Rayo de la Ira Proletaria, etcétera. El típico reduccionismo balcánico, sin embargo, impidió que la tendencia se extendiera.

«Alégrate de que no te llamen el Ataúd», había bromeado el Enterrador.

—Tornillo —se presentó otro.

Empezaron a llover nombres: Maxim, Nikola, Vlado, Boyán, Dicho, Bótev, Svilen…

—Gabriela y Mónica —contestaban sonriendo las chicas—. Mónica y Gabriela.

Pronto los partisanos quedaron confundidos por completo.

—Un momento —las interrumpió el Tornillo—. ¿Quién de las dos es Mónica?

Se hizo un silencio incómodo.

—Vale, de acuerdo —dijo al cabo una de ellas—. Yo soy Mónica. Pero la próxima semana lo serás tú.

—¡Eso no puede ser, camaradas! —replicó el Tornillo—. ¿Qué es esto? Una vez una y otra vez la otra. ¡Llegad a un acuerdo de una vez por todas!

Tornillo era el presidente de la Unión de las Juventudes Obreras del destacamento y sentía la responsabilidad de imponer orden en las relaciones entre sus miembros.

—Pero ¿por qué os llamáis Gabriela y Mónica si ninguna quiere ser Mónica? —intervino Dicho, un camarada bajito con ojos tristes y húmedos que agradaban particularmente a las mozas.

Esta pregunta, al parecer lógica, les resultó difícil de contestar.

—Suena bien… —terminó por decir una de las chicas con cierto pudor.

—Que lo echen a suertes —propuso alguien.

—Me parece razonable —convino el Tornillo.

Tomó dos palillos, mordió el extremo de uno de ellos y los apretó en el puño.

—El corto es Mónica.

Tras una breve duda, las chicas sacaron cada una su palillo. La que se quedó con el corto quedó cariacontecida.

—¡No te pongas así! —intentó animarla Dicho—. Cuando combatíamos en España había una tal Monica del Batallón Thälmann. ¡Una tía de armas tomar! Cayó en Guadalajara después de haber reventado tres tanques italianos ella sola. Monica Geralducci, de Turín. Había trabajado en las fábricas de Fiat y se sabía el truco de aquellos malditos tanques. Más tarde le dedicaron una canción… ¡Debes estar orgullosa de llevar su nombre!

La muchacha se animó un poco.

—Esto, sin embargo, no resuelve el problema de cómo las vamos a distinguir —dijo el Clavo—. Se parecen como dos gotas de agua. Incluso visten igual.

Enseguida alguien propuso:

—Que Gabriela se tiña de negro.

—¿Cómo vamos a encontrar tinte en el monte? Será mejor que se corte el pelo.

Mientras tarareaba la marcha del Batallón Thälmann, Dicho buscó en su mochila y sacó de su interior un pañuelo de seda rojo con lunares negros. Lo había comprado en Barcelona para su novia en 1938, poco antes de que las Brigadas Internacionales se retirasen de España. Pasaron dos años hasta que logró volver a Bulgaria. En el entretanto la persona en cuestión se había casado felizmente con un funcionario de la Agencia Tributaria. Pero ahora, con aquel trozo de tela entre las manos, Dicho no pensaba en su antiguo amor, que había fondeado en la bahía tranquila de la vida burguesa. Ante sus ojos desfilaron los soldados del ejército republicano, retirándose hacia la frontera francesa, exhaustos, envueltos en polvo; vislumbró las caras de sus compañeros fallecidos de diferentes nacionalidades y su corazón se inundó con la hiel de la derrota.

—Creo que esto servirá. —Dicho entregó el pañuelo a la chica—. Así todos sabrán que eres Mónica.

—Soy Gabriela —gruñó ella con cara de poco amigos, y todos se echaron a reír.

Mónica se puso el pañuelo en el cuello sin decir nada.

Dicho seguía tarareando la marcha del Batallón Thälmann. Quién sabe por qué, todos se entristecieron, aunque pocos tenían claro el significado de la guerra civil española en el contexto de la revolución mundial.

—¡Eh, camaradas! —gritó el Tornillo—. ¿A qué vienen esas caras largas? Esto no es España. Al este el Ejército Rojo está aplastando a las hordas fascistas y pronto acudirá en nuestra ayuda. ¡Arriba esas cabezas!

—¿Y qué pasa con las alubias? —se interesó el Clavo.

—¡Es verdad! —se impacientaron los demás—. ¡Alubias! ¿Dónde estáis, alubias? ¡Venid, alubias!

—¡Si supierais qué buenas están las alubias que hace el Arbusto! —empezó diciendo el Tornillo, que ya salivaba—. No sé qué clase de hierbas les pone, pero no he comido unas alubias más sabrosas en mi vida. Ya veréis, os vais a chupar los dedos…

Lo que no sabían era que ya hacía una hora que Medved había ordenado al Arbusto que quitara la olla del fuego.

Kara y Yara en la tormenta de la historia

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