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7. CÓDIGO ZELENIKA
ОглавлениеNada más sonar los primeros disparos, las chicas se vieron tumbadas boca abajo, con las narices clavadas en la hierba. El Clavo las había tirado al suelo y les había salvado la vida. Tinko, el de Golets, no tuvo la misma suerte. El fabuloso sabor del sándwich recién ingerido aún lo tenía cautivado. Ni siquiera se enteró de lo que pasaba y, a decir verdad, tampoco le importaba demasiado. La descarga de la ametralladora lo segó como un haz de trigo.
Por el cielo ascendió otra bengala, que reventó como una rosa e iluminó la pradera entera. Desde el bosque aparecieron figuras con cascos y bayonetas en los fusiles. Los partisanos los recibieron con fuego enfurecido e impetuoso.
—¡Ahorrad balas! ¡Disparad a matar! —gritó Extra Nina.
Las figuras se ocultaron otra vez entre las ramas. Al parecer no se esperaban una respuesta tan rápida y organizada. El Capitán Noche había esperado a propósito que el destacamento se sentara a cenar para asestar su golpe. Sin embargo, no podía saber que, debido al castigo que había impuesto Medved, los partisanos no se atrevían a separarse de sus armas. La mísera cena tampoco predisponía a la relajación ni a la fiesta. Los hombres estaban nerviosos y malhumorados.
La bengala dejó una huella de humo en el cielo. Dicho aprovechó el breve oscurecimiento, avanzó a rastras como una lagartija y lanzó su única granada en dirección a la ametralladora. Las probabilidades de que explotara eran del cincuenta por ciento. La semana anterior se le había caído en el río. Después la había estado secando con esmero al sol, pero ¿iba a funcionar? Sobre la pradera se encendió otra bengala y, justo en aquel momento, retumbó la explosión.
El ladrido mortífero de la ametralladora se interrumpió.
Los partisanos se movieron, algunos incluso levantaron la cabeza, pero enseguida llegaron disparos de fusiles de asalto desde distintos flancos. Algunas balas se clavaron en la mochila de Gabriela. Las muchachas se pegaron aún más al suelo.
—Parece que estamos rodeados —susurró Mónica.
—¡¡Código Zelenika!! —se oyó gritar a Medved.
—¡Código Zelenika! ¡Código Zelenika! —repitieron otras voces.
—¡No os mováis! —ordenó el Clavo, que se encaminó a rastras detrás de Dicho.
El Tornillo se fue culebreando en sentido contrario.
—¿Y ahora qué? —murmulló Gabriela cuando las dos hermanas se quedaron solas.
No en vano había estado sacando brillo Medved a los pupitres de la Escuela de Entrenamiento Especial adjunta a la II Dirección General de Contraespionaje del Ejército Rojo, responsable de las operaciones subversivas en la retaguardia del enemigo. Mientras que el resto de trepas del grupo búlgaro estudiaban como locos el Breve curso de historia del Partido Comunista de toda la Unión (bolchevique) y procuraban destacar con sus conocimientos del comunismo científico, él daba prioridad a la preparación práctica. Le parecían especialmente útiles las clases del teniente coronel Mináyev: «Tácticas de supervivencia en condiciones de cerco enemigo». La asignatura no tenía mucho prestigio, puesto que la supervivencia nunca había sido una prioridad de los mandos soviéticos, pero Mináyev definitivamente sabía lo que hacía. De forma metódica y concienzuda exponía planes, dibujaba esquemas, desarrollaba conceptos. La manera más segura de no caer en una emboscada es que tú mismo hagas una emboscada, enseñaba Mináyev. ¡Hay que estar siempre en posición de emboscada! Medved apuntaba en su cuaderno y grababa en su mente cada palabra. Tenía dos objetivos principales que no se atrevía a pronunciar ni siquiera para sus adentros por miedo a que alguien los intuyera. Sin embargo, estos objetivos se habían fijado en su mente, en cada impulso nervioso, como un hilo rojo. Eran los siguientes:
1. Conseguir marcharse para siempre de la URSS.
2. Sobrevivir hasta el final de la guerra y, a ser posible, después de la misma.
Mináyev había elaborado un sistema no muy original pero bastante eficaz para salir del cerco enemigo (SSCE: sistema para salir del cerco enemigo, con variantes del 1 al 5) que Medved había adaptado a las condiciones locales. El sistema incluía varios componentes básicos, el primero de los cuales eran tres latas de gas (de veinte kilos cada una) llenas de trinitrotolueno y clavos, hábilmente camufladas en el bosque, dispuestas a unos cien metros de distancia una de otra. Estaban conectadas mediante un cable al dispositivo de detonación a distancia Zvonok que Medved había traído en su mochila personalmente desde Moscú junto con el resto de aparatos subversivos. Entre los componentes del SSCE estaban también el «arco detonador de distracción», situado a un ángulo de ciento veinte grados con respecto al principal, así como la «misión especial», cuyo objetivo era provocar confusión adicional en el enemigo.
La instalación del sistema era considerada un gran logro para el destacamento, aunque hasta el momento no había sido puesto a prueba. Su manejo estaba en manos de cuatro camaradas en los que Medved tenía cierta confianza. Él era el único que estaba autorizado a declarar el código Zelenika, que ponía en marcha los componentes del sistema en un orden estrictamente determinado. El significado concreto de la palabra era objeto de discusión. Según algunos, la zelenika era una planta del monte de Strandzha, otros afirmaban que era una seta venenosa y los había que defendían que se trataba del protagonista de un cuento popular ruso. El comandante guardaba un silencio misterioso.
Mientras las balas silbaban por encima de su cabeza, Medved recordó la voz confiada del instructor soviético. Era un hombre apuesto, con la cara pálida y carnosa, limpio y aseado, de movimientos tranquilos y lentos que apuntaban a una vida reposada. De pronto le asaltó una idea en la que no había reparado antes. ¡Aquel tipo jamás había estado en una emboscada! ¡Ni siquiera había olido el campo de batalla! ¿Cómo podía saber cómo funcionaría el sistema en condiciones reales? No podía saberlo. Pero lo peor era que, evidentemente, le importaba un bledo. Fuera como fuera, para Mináyev la supervivencia no era una prioridad.
—¡Que te den, Mináyev! ¡Y a toda vuestra chusma! —maldijo Medved soltando una ráfaga con su subfusil destinada a proteger a Dicho y el Clavo, que gateaban hacia el rosal silvestre donde estaba escondido el dispositivo Zvonok.
Dicho extrajo la caja negra de baquelita y giró la manivela para conseguir tensión. El dispositivo Zvonok se parecía a un teléfono antiguo, pero en lugar de un auricular tenía un mango en forma de T. Del dispositivo salía un cable enterrado a poca profundidad bajo la hojarasca.
—¡Dale! —dijo el Clavo apuntando hacia los arbustos de enfrente.
Dicho agarró el mango con ambas manos y lo presionó con fuerza. Ambos se tiraron al suelo cubriéndose la cabeza con las manos a la espera de la explosión. Pero no hubo ninguna.
—¡Vuelve a girar la manivela! —ordenó el Clavo—. ¡Más rápido! ¡Más rápido!
De pronto, Dicho contrajo el gesto y lo miró con sus grandes ojos tristes, que ahora brillaban aún más melancólicos.
—¿Qué pasa? ¿Estás herido?
Dicho se limitó a levantar la manivela, que se había quedado en su mano.
—¡La madre que te parió! —El Clavo le quitó el dispositivo de las manos, agarró el mango y, desesperado, se dejó caer sobre él.
Las latas estallaron a la vez con un estruendo ensordecedor. La tierra se estremeció como una ballena herida. La onda expansiva produjo una granizada de cascotes mortíferos. Varios árboles se desplomaron crujiendo y con las ramas rotas.
En medio del silencio sepulcral que se impuso, los partisanos se lanzaron corriendo hacia el paso recién despejado en el bosque: agachados, avanzando en zigzag, como les había enseñado Medved. Solo Gabriela y Mónica se quedaron tumbadas donde las habían dejado. Les pitaban los oídos todavía por la explosión titánica; tenían la sensación de haberse caído en un sótano sumido en una oscuridad pegajosa. Entonces la cabeza blanca de Extra Nina asomó por encima de ellas:
—¡Venga, a moverse!
—¿Qué?
—¡En marcha!
Desde el extremo inferior de la pradera volvió a oírse la ametralladora, pero sus disparos sonaban distraídos y débiles. En la oscuridad vislumbraron la silueta diminuta del Arbusto, que llevaba el saco de pimentón sobre el hombro. Tras él corría Stoycho con la mochila de Medved.
Una bengala volvió a iluminar la pradera, donde solo se veía un desorden de cadáveres esparcidos. El tiroteo había cesado. El Tornillo oyó a su espalda los pasos cautelosos de unos soldados. Alguien susurró:
—Huyeron hacia allí, los cabrones…
El Tornillo tiró de la cuerda que tenía enroscada alrededor del dedo. Los protectores de las granadas de mano, amarradas en los árboles, salieron con un sonido metálico. ¡Clinc!
Los pasos se detuvieron.
—¿Qué ha sido eso?
«¡Fuegos artificiales navideños!», se rio para sus adentros el Tornillo y se tapó los oídos. Las bombas empezaron a reventar por encima de sus cabezas, provocando un nuevo torbellino de metralla, gritos y gemidos. El partisano aprovechó la confusión y corrió hacia sus camaradas. Poco antes de desaparecer en la maleza, a su espalda sonó un disparo solitario. La bala se deslizó por el lado derecho de su cráneo. El Tornillo se tambaleó y se desplomó sobre la hojarasca.
***
—Fantástico disparo, mi capitán —observó zalamero el sargento-cadete Zánev.
El hombre alto y de expresión grave tan solo sopló el humo de la boca de su pistola y la guardó en su funda. Era la variante de artillería de la legendaria Luger Parabellum, conocida también como Die Lange Pistole 1908 o LP-08. El cañón de este modelo tenía nada menos que doscientos milímetros de longitud y la mira estaba calibrada hasta ochocientos metros. Las Parabellum habían sido adoptadas como armamento en el ejército búlgaro en vísperas de la guerra balcánica, en el año 1911. Desde entonces había corrido mucha sangre, pero el sistema Luger seguía siendo tan fiable como siempre, aunque requería de una mano fuerte. Los oficiales actuales preferían los modelos más compactos y fáciles de manejar como la Walther o la Sig Sauer, pero el Capitán Noche tenía predilección por lo clásico.
—¡Édrev! —le dijo al cabo bajito que lo seguía como una sombra—. ¡Vete a recoger el cadáver!
—¡A la orden, mi capitán! —respondió Édrev y salió corriendo hacia el lugar donde había caído el Tornillo.
Sobre la pradera había salido una luna pálida y delgada como el recorte de una uña. Los soldados registraban la zona con la ayuda de potentes linternas; recogían los muertos y los dividían en dos montones: nuestros y suyos. Por otro lado estaba el grupo de los heridos, entre los que no había ningún partisano.
—¿Reporte? —preguntó el capitán al sargento-cadete.
—Nueve suyos y once nuestros —informó Zánev—. Heridos…
—Olvídalo —lo interrumpió Noche, para quien las personas se dividían solo en vivas y muertas.
Édrev volvió deprisa e informó con cierta incomodidad:
—¡No encontré nada, mi capitán!
Un espasmo doloroso contrajo la cara de su jefe. ¡¿Cómo?! ¿Acaso su fiel Luger le había fallado? ¿O es que estaba perdiendo vista? Llamó al soldado al cargo del perro y ambos se dirigieron hacia el fondo de la pradera. La luz de la linterna recorrió la hierba pisoteada y se detuvo sobre unas briznas salpicadas de sangre. Aquí ha caído, concluyó Noche, que siguió el rastro que se perdía en el interior del bosque.
—¡Vamos, Rex, busca!
El perro bajó el morro, obediente.
El Tornillo yacía a tan solo veinte metros de ellos, escondido en la maleza. La bala le había arrancado parte de la oreja y la sangre corría por el cuello, pero la herida no era grave. Sería mucho más grave que lo descubrieran. Se metió en la boca el frío extremo del cañón de la carabina. ¿Sería capaz de hacerlo? Hasta entonces había pensado que esta era la salida más fácil. Aprietas el gatillo y se acabó. Sin embargo, en aquellas circunstancias, entendió que no sería nada fácil. En absoluto. El terror se apoderó de él. Todas las torturas posibles palidecieron ante esta elección única e irrevocable.
—Pero ¿qué le pasa a este chucho? —preguntó nervioso el Capitán Noche.
El perro no hacía más que volver la cabeza y gimotear.
—Debe de haberse asustado por la explosión, mi capitán —supuso el soldado—. Se recuperará dentro de un par de días.
—Maldita sea —se lamentó el capitán.
Sacó la Parabellum y aguzó el oído. Tras el silencio que siguió a la explosión, el bosque volvía a llenarse de los ruidos nocturnos habituales, que tapaban cualquier vestigio de presencia humana. A pesar de ello, el Capitán Noche notaba que el herido estaba cerca, agazapado en la oscuridad. El latido de su corazón asustado iba a delatarlo. El corazón asustado suena como una lata, para oírlo basta con sintonizar los sentidos con las ondas del miedo. Centró su mirada en el cañón y se puso a filtrar las vibraciones que llegaban desde la oscuridad: una por una, como si estuviera pelando las capas de la noche.
La voz lastimera de Édrev interrumpió su concentración:
—¡Ha habido un problema, mi capitán!
Los sonidos de la noche volvieron a mezclarse. El Capitán Noche siguió al cabo maldiciendo su suerte.
El Tornillo esperó a que sus pasos se alejaran y escupió el cañón de la carabina. El sabor metálico tardaría en desaparecer de su boca.
La olla de las alubias aún humeaba, colocada sobre cuatro piedras. En el suelo, como lombrices pisadas, se retorcían tres soldados. De sus bocas salían espumarajos amarillos y un gorgoteo. Sus dedos arrancaban convulsivamente la hierba. Tenían los ojos en blanco. Sus compañeros los habían rodeado sin saber cómo ayudarlos. El Capitán Noche se abrió paso empujando a los hombres asustados.
—¿Qué ocurre aquí?
—Han comido alubias, mi capitán —le informó Édrev.
Se acercó a la olla y miró dentro. Le llegó el aroma de las hierbas con las que el Arbusto había sazonado generosamente la sopa. Desprendían un olor irrealmente fresco, como si estuvieran recién recogidas. Se le hizo la boca agua. Con el hambre que le había entrado después del combate, sintió un impulso irresistible de tomar un cazo entero. Pero su mirada se volvió a posar en los soldados que se revolcaban en la hierba.
—¡Ri-rri-rri-cooo! —gorgoteaba sin parar uno de ellos mientras seguía retorciéndose.
Antes de largarse, el Arbusto había cumplido con la «misión especial»: vertió en las alubias el contenido de una pequeña cápsula que le había dado Medved. El veneno de acción rápida RN337 había sido sintetizado por la Dirección Central de Inteligencia a principios de la guerra. Consistía en una base de ricino combinada con un agente que potenciaba los aromas naturales de los alimentos. El objetivo era estimular los receptores gustativos del enemigo y su glotonería innata. Más tarde esta tecnología sería aplicada en la industria alimenticia para mejorar el sabor de los congelados. Las cápsulas de RN337 junto con el dispositivo Zvonok eran parte del paquete subversivo estándar con el que los especialistas soviéticos habían equipado a Medved.
—¡Imbéciles! —dijo entre dientes el Capitán Noche dándole una patada a la olla.