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10. ¿DÓNDE ESTÁ LA BOLITA?

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El Arbusto y el Clavo deambulaban desalentados por el pinar.

— ¡La madre que me parió! —maldecía el enano—. ¡Aquí tampoco está!

—¿No habéis puesto señales? —se enfadó el Clavo, que tenía un hambre canina—. ¡Menudos conspiradores de mierda!

En otras circunstancias el Arbusto podría haberse ofendido, pero ahora se sentía avergonzado y confundido.

—Volvamos a aquella roca cubierta de musgo. La recuerdo muy bien…

—¿Cuántas veces vamos a volver? —protestó su compañero, aunque, de todos modos, volvieron.

—Entonces, desde aquí hay que contar treinta pasos a la izquierda —musitaba el Arbusto, que se puso a contar.

—¡Espera! —lo interrumpió el Clavo—. ¿Contaste tú los pasos?

—No, ¡el Bidón! —El canijo se dio una palmada en la frente—. ¡Madre mía, qué idiota soy! Sus pasos no son como los míos. Ven tú a medir.

En el trigésimo paso el Clavo pisó unas ortigas espesas que le llegaban al pecho. Miró a su alrededor desesperado.

—Antes no estaban, han debido de crecer ahora… —se justificó el Arbusto—. Tiene que haber un palo en forma de Y, blanquecino. Es la señal.

El Clavo, maldiciendo, se puso a hurgar entre las ortigas.

—¿Hacia dónde apunta el extremo corto?

—¡Y yo qué sé! Hacia allí…

—¡Cuenta otros sesenta pasos!

El Clavo salió de las ortigas frotándose las manos enrojecidas. El Arbusto correteaba alegre detrás de él.

—¡Aquí está! ¡Lo hemos encontrado!

Alzó la mirada hacia las ramas del imponente abeto que se cruzaban como una bóveda sobre sus cabezas. La idea revolucionaria de almacenar las provisiones en los árboles era del Bidón. De esta manera, decía, no las encontrarían los jabalíes. «¿No se caerán?», preguntaba preocupado el Arbusto. «Descuida», respondió el Bidón. Dicho y hecho. El Bidón subió al árbol incluso la lata de aceite, envolviéndola en algo para que no brillase y no atrajera la atención.

El Clavo miró primero el abeto, después al Arbusto y suspiró.

Apoyó el fusil en el tronco, se frotó las manos y empezó a subir. Las acículas verdes lo envolvieron y se fue abriendo camino entre las ramas hasta perderse de vista por completo. «¡Qué idea más ingeniosa tuvo el Bidón! —pensaba el Arbusto—. ¿Dónde estará ahora su pobre cabeza?». Se apartó juiciosamente por si alguno de los sacos le caía encima. Transcurrieron varios minutos. El Clavo había subido tan alto que ya no se le oía. ¿Sería capaz de lograrlo ese jovencito? El Bidón era más fuerte… Al cabo de un rato las ramas que estaban encima de su cabeza volvieron a crujir.

El Clavo aterrizó de un salto, cubierto de rasguños y furioso.

—¡Nada!

—¿Cómo? —El Arbusto dio un paso atrás.

—¡¡Arriba no hay nada!! —repitió el Clavo apretando los puños.

—El palo… —tartamudeó el enano—. ¿Estás seguro de que el palo apuntaba hacia aquí?

—¡Tú, mala hierba! ¡Cardo borriquero, liquen despreciable…, escoria!

***

Extra Nina estaba sentada en la hierba limpiando el cañón de su carabina con un esmero taciturno. Tenía las manos manchadas de lubricante. Mónica y Gabriela se le acercaron en silencio y se acomodaron a su lado sin decir palabra. La baqueta entraba y salía del cañón con un ruido sibilante. Por fin Mónica reunió coraje y dijo tímidamente:

—Dimitrichka…

—¿Cómo te atreves? —Extra Nina le lanzó una mirada terrible—. ¡No me llames nunca así!

Sin decir nada más, se levantó y se trasladó unos diez metros más allá para seguir con la limpieza de su arma. Las chicas intercambiaron miradas confundidas. «¿Qué diablos pasa?», pensó Medved, que había seguido la escena con interés.

En ese momento a su espalda hubo cierto movimiento.

—¡Permítame informar, camarada kombrig!

«El gran comandante —solía repetir el coronel Dovlátov, profesor de preparación táctica general— es capaz de aceptar con la misma tranquilidad tanto las pequeñas derrotas como las grandes». Medved recordó con claridad sus palabras cuando el Arbusto y el Clavo comparecieron ante él para informarle de que no habían encontrado la comida. «El gran comandante no revela lo que ocurre en su corazón. Sus rasgos no tiemblan, igual que la cara de Lenin, dormido en su mausoleo, iluminado por el resplandor interno de la Revolución».

—O sea, que no la habéis encontrado —dijo con los ojos entornados Medved.

—Afirmativo, camarada kombrig. No la hemos encontrado —repitió el Clavo—. La culpa es de este idiota. Se le ha olvidado dónde han escondido la comida. ¡Se merece que lo empalemos como una codorniz asada!

El Clavo hablaba desde el corazón. Pero el Clavo no era comandante. Empalar al Arbusto no iba a cambiar sustancialmente la situación táctica, exceptuando tal vez la breve satisfacción moral. «El gran comandante no tiene tiempo de ajustar cuentas personales —les enseñaba Dovlátov—. El gran comandante solo tiene que ajustar cuentas con la historia».

—Camarada Elín —pronunció con frialdad Medved—. Me decepciona.

¡Era el único que lo llamaba Elín! Y había traicionado su confianza. El dolor era insoportable. Tal vez sus compañeros tuvieran razón cuando pensaron que era indigno de un nombre tan bello. ¡Merecía ser «el Arbusto» el resto de sus días!

—Me… me acordaré… —empezó a farfullar el enano—, ¡me acordaré sin falta!

Pero Medved ya no lo escuchaba. Se volvió hacia el destacamento y ordenó:

—¡Que se abran las RIA!

La reserva intocable de alimentos (RIA) eran dos trozos de pan duro y una pizca de azúcar envueltos en un paquete que todo partisano debía llevar en su mochila. Se procedía a su apertura solo por orden expresa del comandante. Dos semanas antes Medved había inspeccionado las mochilas y había comprobado con satisfacción la existencia de los paquetes. El propio comandante contaba con una RIA especial que le permitiría aguantar una semana entera en régimen de «supervivencia autónoma». Contenía catorce pequeñas pastillas de sustancia alimenticia altamente energética (SAAE), creada, por cierto, en el mismo laboratorio que había producido el veneno de vanguardia RN337. Aquel insípido y grasiento compuesto que parecía lubricante congelado sería la base de los futuros alimentos para cosmonautas. A Medved le contrariaba tener que gastar esta inestimable reserva en una situación tan estúpida, pero no tenía otra opción.

«El gran comandante —enseñaba Dovlátov— acepta la estupidez humana como un fenómeno natural. ¿Acaso te puedes enfadar con el viento por haber tirado tu chimenea?».

Se dio la vuelta y se metió inadvertidamente el cubito de color marrón oscuro en la boca. Dejó que se reblandeciera, lo aplastó y lo puso debajo de la lengua. Cuanto más lentamente lo chupaba, mejor se asimilaban las calorías.

—¿Y tú por qué no comes? —se dirigió Medved a un partisano llamado Svilen, que observaba el paquetito de RIA con cara de tonto.

—Pues yo… ya he comido.

—¿Cuándo has comido? —preguntó el comandante invadido por un mal presentimiento.

Svilen bajó la mirada. Medved le quitó el paquete de las manos y lo abrió.

—¿Y eso? —murmulló sin dar crédito a sus ojos.

En su interior había dos trozos de corteza de pino y una bellota.

El comandante levantó la vista y vio que casi nadie comía. Los partisanos, culpables, evitaban su mirada. Algunos incluso fingían estar dormidos. Extra Nina seguía hurgando con la baqueta en el cañón de su carabina. Medved se sintió trágicamente solo, con el terrón de SAAE derritiéndose bajo su lengua.

—¡Camarada kombrig!

Una mano se alzó insegura.

—Permítame que haga autocrítica.

—¡Adelante!

«Si no hay pan, os alimentaré con autocrítica», pensó Medved con malicia.

—Yo —empezó Bótev con voz gangosa— he formado parte de una irresponsabilidad colectiva. En lugar de informar a la dirección de los peligrosos procesos que se desarrollaban delante de mis ojos, he preferido participar en ellos influido por factores naturales inconscientes como el hambre y la glotonería. No busqué apoyo en la teoría y la práctica de las grandes enseñanzas de Marx, Lenin y Stalin, no impulsé una discusión sobre los problemas…

Las chicas volvieron a arrimarse a Extra Nina y se sentaron a su lado.

—Tenemos bombones —susurró Mónica.

—No tengo hambre —respondió Extra Nina sacudiendo la cabeza.

Pero las hermanas no se movían.

—Queremos ser como tú —dijo Gabriela.

—Ten cuidado con lo que pides —contestó Extra Nina.

—¿De verdad que no quieres un bombón? —le ofreció Mónica.

—¡Largaos!

—¡Atento todo el mundo! —alzó la voz Medved.

—… culpable de malgastar mi reserva intocable personal y de engañar a la dirección del destacamento respecto a su existencia. En un arrebato de solidaridad malinterpretada, permití que mis compañeros cometieran el mismo error, de lo que me arrepiento profunda y sinceramente. Entiendo que esta reserva me es necesaria ahora para sobrevivir sin ser una carga para los demás. Subestimé la complicada situación táctica y creo que merezco un castigo severo.

En ese momento desde el bosque llegó un sonido profundo y sombrío:

«¡Tuu-tuu! ¡Tuu-tuu! ¡Tuu-tuu!».

***

El Capitán Noche llegó a Byala Vapa a las cinco en punto de la tarde. Apareció como de la nada, junto con las sombras que ya se estaban alargando. Valyo había oído que por allí habían dejado una base de provisiones en caso de retirada repentina. Compartió esta información de buena gana, antes de que le tocaran ni un pelo. Pero el cabrerillo conocía solo el monte que rodeaba su pueblo natal. Tuvieron que buscarse a otro guía. Encontraron a un guardabosques de la empresa forestal Romanovo, donde dejaron a los muertos y a los heridos. Todo esto les hizo perder tiempo.

En Byala Vapa ya no había nadie. Les recibió tan solo la llamada sorda de un pájaro invisible: «¡Tuu-tuu! ¡Tuu-tuu! ¡Tuu-tuu!». El capitán miró a su alrededor inquieto y llamó a un soldado que supuestamente conocía las aves.

—¿Qué es esto, Andréev?

—Un autillo, mi capitán —respondió el soldado sin pensárselo.

—Sí, es un autillo —confirmó el guardabosques.

—¡Un autillo! —El Capitán Noche se dirigió al partisano capturado, que iba maniatado—. ¿Adónde nos has traído?

Valyo parpadeó asustado:

—Le dije todo lo que sabía, señor capitán…

—Es porque no le hemos pegado una paliza —dijo Zánev.

—Bueno, pues ahora lo ahorcaremos —decretó el capitán, que miró a su alrededor—. En aquel árbol de ahí. ¡Marchando!

—¡No! ¡No! —palideció Valyo.

Tres soldados lo agarraron y lo arrastraron hacia el árbol señalado.

—Te escapas del Ejército, ¿eh? ¡Maldito desertor!

—¡No me he escapado! ¡Los partisanos me reclutaron a la fuerza! —se justificaba Valyo retorciéndose entre sus manos.

Uno de los soldados trepó ágilmente por el gigantesco abeto y colgó de una rama una soga con un lazo. Los otros dos se lo pusieron a la víctima, aclamados por sus compañeros. De pronto, desde el árbol llegó una voz.

—¡Arriba hay algo, mi capitán!

—¡Cuidado! —avisó Zánev—. ¡Quizá sean explosivos!

—¡Al suelo! —ordenó Noche y se dirigió a Valyo—: ¡Tú, súbete al árbol!

Los soldados lo liberaron. El prisionero no esperó a que se lo repitieran y rápidamente trepó por las ramas, contento de haber sorteado el terrible desenlace, al menos por el momento. Al rato cayeron al suelo unos sacos de harina que levantaron nubes de polvo blanco. Después bajó la lata de aceite, bamboleándose en la soga. Valyo saltó al suelo y se frotó nervioso las palmas manchadas de resina.

—¡Os lo dije! ¡Os lo dije! ¡Aquí es! ¿Verdad?…

El capitán hizo un gesto para que lo apartasen.

—Parece que los hemos adelantado —observó contento Zánev.

—Eso parece… —convino con precaución Noche.

Édrev llegó corriendo.

—¡Mire lo que he encontrado, mi capitán!

Le dio un envoltorio transparente de celofán. Noche lo tomó con dos dedos, lo levantó hacia la luz y se quedó mirando el elegante rótulo: Serge. Lo olió incrédulo. Era de un bombón de caramelo caro. ¿Qué demonios hacía en ese lugar remoto?

—¿Dónde lo encontraste?

—Por allí, a unos cien metros, mientras registrábamos la zona.

El sargento-cadete tomó el envoltorio y lo inspeccionó a su vez.

—¡Imposible! —exclamó—. ¡Mis bombones favoritos! Cuestan diez levas la pieza y en Sofía se venden solo en un sitio: la pastelería de Serge Minasyán, en la esquina de Rakovski y Moskovska. Deben de haberlo dejado unos turistas…

—¿Turistas? ¿Aquí? —dijo pensativo Noche.

Con pasos amplios y decididos volvió al sitio donde habían encontrado la pista. Llamó al soldado que llevaba el perro y metió el envoltorio bajo la nariz húmeda del animal. Este lo olisqueó y miró al hombre con sus grandes e inteligentes ojos.

—¡Vamos, Rex, busca! —dijo el capitán.

El perro seguía mirándolo.

—Todavía no se ha recuperado del susto, mi capitán —informó confundido el soldado.

—¿Ah, sí? ¿No habrá perdido también el apetito?

—¡Negativo, mi capitán!

—¡Un alma sensible! —exclamó con sarcasmo Noche. Sacó su Parabellum y apuntó al animal—. ¡Si me vuelves a salir con este numerito, te dispararé personalmente, maldito caniche!

El perro gruñó. El soldado tiró asustado de la correa y se lo llevó a una distancia segura, hablándole en voz baja:

—¿Cómo me puedes fallar de esta manera, Rex?

Noche puso cuidadosamente el envoltorio entre las páginas de un cuadernito acompañado de un lápiz de plata que sacó del bolsillo de su cazadora. Apuntó algo y lo volvió a guardar. El sol se ocultó tras las cumbres y el cielo se llenó de una herrumbrosa penumbra. Con el atardecer los ruidos del bosque aumentaban y se hacían más nítidos. El capitán aguzó el oído como si quisiera captar algo especial en el aire.

—Andréev —susurró—, tu autillo ha desaparecido por completo. ¡Llámalo a ver qué pasa!

El soldado que entendía de aves hizo bocina con las manos:

—¡Tu-tuuu! ¡Tu-tuuuu!

Transcurrieron varios minutos, pero no hubo respuesta.

—¡Tu-tuuuu! Tu…

—¡Suficiente! —lo interrumpió el capitán—. Aquí no vendrá nadie. Es inútil esperar. Recoged la comida y vámonos. Pero nos volveremos a encontrar… —canturreó en voz baja.

Kara y Yara en la tormenta de la historia

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