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EL AÑO QUE SIMULÉ TRABAJAR

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Es enero de 2006 y estoy de visita en Argentina. De visita y de gira; daremos conciertos aquí en Capital, en Córdoba y en San Luis. Esta vez me ha traído la música y brindo por eso. Me encuentro solo en el bar, con un café delante, pero brindo igual. Está empezando a llover fuerte. Cuando salga de aquí, el paseo será como una competición de obstáculos. Las calles de Buenos Aires son involuntariamente tan artísticas… Al caminarlas, lo recomendable es ir mirándolas con atención, como si se tratara de Obras Maestras. Hay pocos tramos sanos. ¿El caos nos mantiene en forma? Supongo que sí. Estoy a gusto, saboreando el café y el sonido del agua que baja como loca del cielo y se estrella contra la ciudad. Celebro esta lluvia torrencial que combate la brutalidad del calor de enero. Un poco de equilibrio que agradece mi metrópoli carnívora, a veces mísera y salvaje, siempre bella y poética.

Se abre la puerta y entra una mujer. Deja el paraguas chorreando en un rincón y se sienta. Lleva un vestido del mismo color que decora sus labios, y del mismo tono también es el pañuelo que cubre su cabeza. No le queda redundante. Es más, le queda bien. Habla por teléfono. De pronto sonríe y coreográficamente sale el sol, asomándose entre las nubes, orgulloso. Entonces nos invaden los rayos radiantes a través de las ventanas del bar y producen un efecto óptico-épico: una copa vacía y solitaria que se aburre sobre una de las mesas que nos separan se transforma en una sombra de silueta luminosa tatuada sobre su pecho. Miro a mi alrededor buscando testigos. No los hay. Me gustaría que al menos lo supiera ella. También me gustaría ser un fotógrafo, cámara en mano, y disparar y capturar el instante. Me gustaría todo eso y más, pero rápidamente dejo de pensar en lo que no tengo y me entrego a este momento-regalo. ¿Todo es poesía? Todo está a la vista.

He salido del bar y enseguida he vuelto a entrar; me había olvidado de pagar. Ahora viajo por las entrañas de la ciudad. En los pasillos del metro también llueve. Al margen de las goteras, hay partes en donde directamente está lloviendo. Como ya casi nunca llevo un libro encima y tener los ojos clavados en una pequeña pantalla no me gusta, en el subte me dedico a mirar a la gente. Me entretengo inventando historias. A veces las escribo, pero como al escribir ralentizo el ritmo de las ideas que brotan, en general las dejo suceder en mi mente sin intentar apuntarlas.

Sube una diva. Es atractiva y su aura, imposible de ignorar. Se adentra al vagón y en un segundo escanea todas las miradas. Confirma lo esperable; muchos ojos la tienen en la mira. Se sabe sexy; su sonrisa imperceptible y el arco indiferente de sus cejas lo evidencian. Le apetece bailar. No lo hará, pero le encantaría hacerlo. Un movimiento sutil de su hombro desnudo intenta noquearnos. Tiene una misión: deslumbrar y desaparecer. Dejar una cicatriz que perdure en los astronautas subterráneos hasta la próxima supernova. Aunque hay algo que empaña la claraboya. Se le nota una barrera, cierto remanente estelar. Lleva un cartel invisible que advierte SOY DEMASIADO – LO SABÉIS, sin embargo le urge confirmarlo a cada paso. Lo veo justo ahí, puedo leerlo sobre la perfección de su ombligo geocentrista. Y también veo que la próxima estación es la mía. Basta de inventar. Me bajo.

Esta tarde me he tomado un rato para estar a solas con mi antigua ciudad, para caminarla y sentirla.

Deambulo una hora por el centro hasta que se me antoja otra dosis de cafeína. Entro en un bar, reconozco el sitio y me asalta el recuerdo de mi último empleo en esta urbe. Antes de este curro final, trabajé siete años en otra empresa. Mi experiencia allí también fue bastante inconcebible, pero será prudente que pase al menos una década más antes de contarla para evitar posibles inconvenientes. La cuestión es que poco después de aquella otra aventura laboral conseguí que me contrataran como vendedor en una empresa nueva. Mi flamante empleo consistía en visitar bares y restaurantes de la ciudad y venderles vasos, tazas, cucharas, tenedores, platos, etcétera. Mi sueldo sería un diez por ciento de lo que vendiera, al margen de que me aseguraban un fijo de seiscientos pesos. O sea, que si vendía entre cero y seis mil pesos en mercadería, ganaría seiscientos. A partir de seis mil pesos vendidos, mi sueldo comenzaría a crecer. La calidad y el precio de nuestros productos eran harto competitivos así que supuse que podría agenciarme más de mil al mes. Eso nunca sucedió.

Vestido de traje y armado con un maletín negro, durante los primeros meses del año 2000 visité con regularidad cientos de bares y restaurantes, hice varias ventas y conseguí algunos clientes importantes. A medida que pasó el tiempo me fui dando cuenta de algo insólito: mi jefe boicoteaba el negocio. El hombre torpedeaba su propia empresa y fastidiaba, de paso, mis posibilidades de ganar un buen sueldo. Inventaba excusas extravagantes para justificar tardanzas inadmisibles a la hora de hacer las entregas. No se presentaba en reuniones que yo había concertado con grandes clientes potenciales, citas a las que yo me ofrecía a ir pero él declinaba la propuesta con un «Vos no tenés suficiente experiencia para negociar, yo me encargo». Entonces supe que la patología de mi jefe nunca me permitiría superar el sueldo básico. Eso fulminó mi entusiasmo y dejé de esforzarme, aunque seguí. Lo más honrado hubiera sido renunciar, pero continué cobrando mis honorarios durante meses, prácticamente sin trabajar.

En parte fue posible gracias a su negativa a comprarme un celular, un teléfono móvil. Yo no tenía y él pretendía que consiguiera uno y así poder comunicarnos en cualquier momento de la jornada. Ninguno de los dos dio el brazo a torcer. Acordamos al fin que lo llamaría cada día dos veces. Una, a las ocho de la mañana para explicarle mis planes, y otra, a las cinco de la tarde para informarle acerca de cómo había ido la faena. Dicho y hecho.

Por las noches, no dormía. Las pasaba en lo de una amiga escuchando música, mirando videoclips, escribiendo canciones y poemas, y explorando algo completamente nuevo para mí: internet. Ella tenía un buen ordenador y conexión a la red como parte de pago por su trabajo, que consistía en tener cuatro cámaras filmando el interior de su casa. Cámaras a las que cierta gente, previa remuneración, accedía a través de una web y espiaba su vida en directo y, durante un tiempo, también la mía. No eran vídeos, eran imágenes fijas, cuatro fotos que se actualizaban cada dos minutos. ¿La prehistoria del Gran Hermano? Por suerte, en el pack no entraba ver el baño ni la cama, estos dos lugares permanecían en el ámbito de lo privado. En general yo intentaba que no se me viera mucho la cara para que nadie pudiera reconocerme, pero al estar las pequeñas cámaras fijas en las paredes y funcionando todo el tiempo era muy fácil olvidarse de ellas.

Cada día, a las ocho de la mañana, llamaba a mi jefe. Acto seguido, me acostaba a dormir. A las dos o tres de la tarde, nos levantábamos, comíamos algo, me calzaba el uniforme y salía a realizar la segunda llamada. Siempre me ponía el traje porque existía la posibilidad de encontrarme con él, e iba a tal o cual barrio para llamarlo desde un teléfono público porque en su móvil él vería el número entrante y deduciría, por el prefijo, desde qué barrio me comunicaba. Y si, por ejemplo, yo le había dicho que tenía previsto ir al centro, por la tarde tenía que marcar su número desde allí. Unas pocas tardes lo llamé desde mi casa argumentando que no había encontrado ningún teléfono que funcionase por la zona, pero éste era un recurso del que no cabía abusar. En más de una ocasión sucedió que me dijo «Estoy cerca, esperame en tal esquina, tomamos un café y me contás». La movida habría sido insostenible si no fuera por lo poco que le interesaba el parte. Yo le contaba lo que supuestamente había pasado durante la jornada y enseguida la conversación se iba por las ramas.

Fue un período muy loco, el único de mi vida en el que mentí a diario. Se me mezclaban culpa y lástima con algo de resentimiento ya que mi plan original era trabajar y ganar un buen sueldo. Me sentía incómodo, como viviendo una película. El subidón de adrenalina era considerable. Él se quejaba de mis pocas ventas y subrayaba que no lo podía entender, mientras yo pensaba que lo incomprensible era que él hubiera jodido todas las transacciones que había logrado durante los primeros meses. No era raro que en medio de la bronca que me estuviera echando cambiase radicalmente la cara y me preguntase algo acerca de alguna canción mía. (Le gustaba mi trabajo, el de verdad.) De hecho, solía hacer observaciones interesantes acerca de mis letras. Se notaba que las escuchaba con atención. Me dejaba frito.

Finalmente, llegó el día en que me dijo «No podemos seguir así. Tengo que despedirte». Por supuesto, no opuse resistencia. Me limité a exponer que lo entendía y le agradecí por el tiempo que me había empleado. Sospecho que él sabía más o menos lo que estaba pasando, y hasta en algún punto creo que incluso se alegraba de no prosperar como empresario. De sus palabras podía deducirse que se dedicaba a esta actividad por presión familiar, no por ganas o convicción. A menudo sostenía que yo era muy afortunado por poder dedicarme a mi pasión (en teoría sólo fuera del horario laboral). Como respuesta, siempre obtenía de mí el mismo mensaje: hay suerte, pero también hay determinación. Me alegré al saber que poco tiempo después cerró la empresa y cumplió su sueño. Abrió un bar de playa en Brasil.

Nota desde el futuro:

Mi despido fue el sistema de propulsión que necesitaba la nave para ponerse en órbita. Había llegado el momento de sacarse el traje, de apostar todas las fichas. De no hacerlo, mi vida iba a tener más chance de ser estable que plena. Y entre una cosa y otra… supe que llevaría mejor la ingravidez que la sombra de un muro. El verano fue la cuenta atrás; lo dediqué a crear Infierno, el segundo disco de Go Lem! El plan de vuelo consistía en viajar a otro planeta y clavar en él mi bandera. El destino elegido: Barcelona. En el ecuador del otoño sucedió el despegue y, con algo de ropa, mis cuadernos y muchas canciones, me lancé a lo desconocido.

Nota final, para mi apreciado exjefe:

Espero que nunca leas este relato. Pero si ocurre que de algún modo llegaste hasta aquí, quiero que sepas que lo siento. No estoy completamente en paz con el hecho de haber actuado así, de haberte transformado en un mecenas involuntario en lugar de presentar mi renuncia cuando tuve claro que no querías que la empresa funcionase. Fue una de las tres cosas más deshonestas que hice en mi vida. De las otras no me ha quedado mal sabor pero de ésta, un poco sí. El que haya paseado sin pisar nunca una flor, que lance la primera granada. Que estés bien; te deseo lo mejor.

El astronauta nudista

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