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BIOGRAFÍA DE UN ASTRONAUTA

(PRIMERA PARTE)

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Albert Einstein, Johann Strauss y Quincy Jones no nacieron el mismo año, aunque sí el mismo día: el catorce de marzo. En el formato estadounidense esta fecha se escribe 3/14, por lo que también es conocida como el Día de Pi. Por otro lado, el catorce de marzo de 1975 se estrenó la película Monty Python and the Holy Grail, financiada, entre otros, por Pink Floyd y Led Zeppelin. Estos últimos no pudieron asistir al estreno, ya que aquella noche realizaron un concierto multitudinario en el legendario Sports Arena de San Diego. Curiosamente, ninguno de estos acontecimientos fue opacado por mi nacimiento, que tuvo lugar ese mismo viernes a las 11.30 en Villa Ballester, Provincia de Buenos Aires, República Argentina.

Cuando cumplí tres años empecé a ir al jardín de infantes donde me incentivaron a dibujar y a hacer collages. No sólo me abrieron la cabeza de forma metafórica, también lo hicieron literalmente como acredita la cicatriz que aún conservo. Se ve que me gustó (no me refiero al golpazo sino a ilustrar, recortar y pegar) porque, cuatro décadas después, continúo dedicando parte de mi tiempo a estas actividades.

En la escuela primaria ya tuve claro cuál era mi vocación; supe que sería astronauta. Me apasionaba confeccionar planos de cohetes y naves espaciales, dibujándolos vistos desde arriba, desde abajo, de costado y con corte transversal, de modo que se viera el interior: la cabina de mando, el compartimiento para el combustible, el baño, la cocina y el salón para ver la tele. Otra de mis recurrencias era la recreación de muros saturados de grafitis. Me esmeraba en reproducir, con distintos estilos caligráficos, lo que veía en las paredes de mi barrio. Ignoraba el significado de la mayoría de los mensajes y consignas pero por la reacción de mis padres captaba que ciertas frases abordaban asuntos no aptos para niños. Además, esbozaba cómics de aventuras detectivescas e inventé una banda de rock, Los Mazzita, cuyas ilustraciones incluían el escenario, los instrumentos, amplificadores y sistema de iluminación. Contaban con avión privado y una vez dieron un concierto en la luna. Pasaba muchas horas así, «trabajando» en el suelo de mi habitación.

Mi padre tenía un buen surtido de casetes y los escuchábamos a menudo. Mis preferidos eran uno de Les Luthiers, Jazz de Queen y Abbey Road de The Beatles. Este último era el que más me gustaba y a día de hoy sigue siendo mi álbum favorito.

Alrededor de mis once años solía capturar el audio de los videoclips que daban por la tele colocando un grabador de casetes frente al televisor y solicitando silencio a mi familia durante el precario registro. No siempre lograba el ambiente anhelado y los mixtapes quedaban como quedaban: aún hoy, si por lo que sea escucho la canción «We are the world», sobre la intervención de Bob Dylan creo oír la de mi madre advirtiendo que «¡Se van a enfriar las milanesas!».

Llené un montón de cintas con The Cure, Talking Heads, The Police, Paul McCartney, Duran Duran y un largo etcétera. También supo fascinarme la película The Wall de Pink Floyd; la vimos en familia varias veces y cada tanto regreso a ella. Nunca la he abandonado. Por otro lado, la democracia volvió al país en el 83 y la creatividad local se disparó. Gracias a ello me empapé de rock nacional, cuyo espectro abarca desde el reggae hasta el dark, pasando por el pop, la psicodelia y tantos otros estilos.

Uno de los recuerdos más emotivos de mi vida: con ocho años a hombros de mi padre en la plaza de Mayo atiborrada de gente. De todas las gargantas brota la misma canción. Mire mire qué locura, mire mire qué emoción, se acabó la dictadura, la reputa madre que los reparió.

Escribo esto y se me pone la piel de gallina. Más allá de la explicación que me dieran aquel día, está claro que a esa edad no podía entender la dimensión de lo que estaba sucediendo. Sin embargo, ver a mis padres y a miles de personas a nuestro alrededor entonando semejante frase, tan felices y entre lágrimas, me impactó. Ser testigo de tamaña exaltación, de los muchos abrazos de alegría que se daba la gente sin conocerse de nada… fue estremecedor.

A finales de los ochenta empecé a vibrar con grupos de rock duro como AC/DC y Led Zeppelin, con el heavy clásico de Iron Maiden y con el thrash de Megadeth y Metallica. Los casetes rolaban de mano en mano. Cuando me enteraba de que un amigo, o un amigo de un amigo, poseía un álbum que me interesaba, empezaban las gestiones para conseguir una copia y no descansaba hasta que el tesoro llegaba a mis oídos. Cada nuevo disco era recibido con devoción. Los exprimía, me sumergía en ellos, los devoraba. Consumía un poco de todo, aunque el metal acaparó tanto mi atención que en 1988 me convertí. Dejé de cortarme el pelo y por culpa de la preciosa tolerancia de mis padres adopté un look espantoso que yo creía que era de heavy.

Calzaba zapatillas de lona tipo All Star en las que escribía con tinta indeleble los nombres de mis grupos favoritos. Los pantalones que usaba eran jeans con agujeros y parches. Aquellos parches eran trozos de otros pantalones vaqueros y rectángulos de cuero que sacaba de los muestrarios de tapizados para sillones de mi padre. Me hubiera ahorrado picores en las piernas de haber cosido los parches por fuera, pero los cosía desde dentro para que el pantalón siguiera viéndose roto; mostrarse desaliñado era fundamental. Lucía también un cinturón de cuero, ancho y negro, con una hebilla metálica, plateada y fea. Mis remeras eran en su mayoría de color negro y con estampas de Iron Maiden o Metallica.

Para ser un verdadero heavy necesitaba una chaqueta de cuero, así que conseguí una. Nadie podía decir que yo no tuviera mi campera de cuero. Lo que sucede es que la mía llevaba elásticos en los puños y en la cintura y, para más inri, era de un tono marrón clarito. La había desechado mi abuelo… y se notaba. La mirases por donde la mirases, era mucho más de abuelo que de heavy.

Sobre ésta me ponía otra, una de jean celeste a la que le había cortado las mangas. La doble chaqueta era algo típico en el mundillo rockero y de paso me venía bien para minimizar daños; únicamente se me veían los brazos de color dulce de leche. En la parte de atrás del improvisado chaleco llevaba la imagen de un cementerio, la portada de Master of Puppets. Era una tela diseñada para ser estampada, pegada con calor, pero que yo había cosido. Ahora que lo pienso, para ser heavy, cosí bastante. Por si todo esto fuera poco, engalanaba mis antebrazos con muñequeras de cuero negro con tachas plateadas; la más bestia medía unos quince centímetros y tenía seis hileras. Iba adornado con toda esta parafernalia y, bajo el brazo, los libros de la escuela.

Otro toque de distinción consistía en llevar varios prendedores metálicos, pines abrochados al chaleco. Aquí va una secuencia al respecto de cuando recién comenzaba mi conversión al metal: mi amigo Félix y yo estamos frente al escaparate de una tienda de artilugios y bijouterie de temática heavy, mirándolo todo. Me atrae un prendedor metálico con un dragón posado encima de las palabras DEEP PURPLE. Quiero comprarlo, aunque no estoy seguro de si me gusta esa banda. Félix busca entre sus casetes compilados una canción de los británicos para que yo la escuche con el walkman. Cambia de lado A a lado B y también rebobina y adelanta la cinta unas cuantas veces (con el legendario método del lápiz, para no gastar las pilas). Finalmente aparece «Burn». Me pasa los auriculares y la escucho. «Ah, sí, estos me encantan». Entramos a la tienda y compro el gótico adorno.

Tenía trece años y acababa de empezar la secundaria; era el primer año de seis que pasaría en «el Cuba», una escuela industrial de especialización técnico-electrónica. No entré al colegio con este look sino que lo fui adoptando a medida que pasaban los meses, y creo que anduve vestido así un año y medio, más o menos. Espero que no más. Al margen, en algún momento mi madre me compró una chaqueta de cuero negra, por lo que mi imagen se ajustó un poco más a la deseada.

Por aquellos tiempos se me ocurrió hacer algo raro: remixes de rock duro. No los llamaba remixes porque ni el término ni la técnica de mezcla en sí eran populares aún, pero grabé varios casetes con mis versiones friquis de clásicos metaleros en las que alteraba la estructura de los temas repitiendo —a veces quitando— un solo de guitarra o un estribillo, trasladando la introducción al final y cosas por el estilo. También creaba arreglos rítmicos haciendo transiciones a lo Fat Boy Slim, y eso que faltaba una década para que él editara su primer álbum. No pretendo insinuar que yo haya sido un precursor del estilo de este exitoso DJ, sólo apunto que esas repeticiones de trocitos de canción —loops en redondas, luego en blancas y por último en negras, antes de permitir que la pieza siga su viaje— se parecían mucho al recurso que tanto usó Fat Boy una década más tarde.

En definitiva, a los dos nos fue muy bien gracias a estas virguerías: él se hizo multimillonario y yo llegué a dominar la respuesta del motor de las caseteras. Remixaba a pulso; Pause y Rec a mansalva, rebobinando delicadamente con el dedo o dando toques sutiles al botón Rewind para que la cinta se moviera lo justo. Era todo un arte… o digamos, mejor, una gran artesanía. Por cierto, vestía estos singulares mixtapes recortando y doblando cartulinas en las que hacía algún dibujo o collage y coronaba las portadas agregando el logo de Hell-Cap (mi sello discográfico inventado).

Además de mi labor como DJ remixador de metal, destaco que durante esa etapa heavy nunca oculté mi entusiasmo por el rock-pop en general. Ni siquiera cuando deambulaba con el simpático disfraz de tipo duro y me relacionaba con otros heavys, quienes no podían entender que yo aceptara unas músicas tan blandas.

Por fortuna siempre tuve la cabeza abierta. Supongo que al margen de aquel golpe que me envió al hospital poco después de mi cuarto cumpleaños.

Compuse mi primera canción a los catorce, en la escuela, en mitad de una clase. Escribí la letra mientras imaginaba la melodía, y una vez que la consideré terminada, se la mostré con ilusión a algunos compañeros. Fue entonces cuando uno de ellos, muy sobrado, me espetó «¡Qué vas a haberla escrito vos! ¡Vos no podés escribir nada! ¡No te creo!». Por un segundo me ofendí pero al instante me sentí halagado y hasta noté una sensación potente de seguridad, algo nuevo e inesperado que me invadió. Consintiendo cierto misticismo diré que en aquel trance una parte de mí supo que pasaría el resto de mi vida escribiendo canciones y que no me iría mal. A todo esto, la letra sería un rejunte de ingenuidades. Aunque vaya uno a saber… A mi ópera prima se la llevó el viento y nunca más supe de ella.


* Imagen extraída del manual de instrucciones de mi antiguo grabador.

El astronauta nudista

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