Читать книгу La masía, un Miró para Mrs. Hemingway - Alex Fernández de Castro - Страница 12

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4. PRIMEROS CUADROS, PRIMERAS CRÍTICAS, 1914-1917

El verano de 1917, transcurrido como de costumbre en Mont-roig, entre paseos por el campo, gimnasia en la playa y largas horas de trabajo frente al caballete, fue especialmente productivo para Miró. En unos meses iba a celebrar su primera exposición individual en las Galerías Dalmau, y redobló sus esfuerzos para tener obra suficiente. «Este verano –escribía desde Tarragona a mediados de septiembre– he trabajado mucho y he conocido muchos pueblecitos y montañas. He trabajado siempre en paisaje, a excepción de una joven de Ciurana y unas mujeres sentadas, jugando a las cartas. Todo lo otro, pinturas de paisaje, de emoción muy diferente la una de la otra y de ejecución también diferente»1. Ya en Barcelona, el 1 de octubre, escribía otra carta, anunciando que había completado catorce telas, y que todas ellas cabrían en la galería de Dalmau: «me parece que son interesantes, aunque todas ellas inacabadas. Me parece que cuando tenga 70 años comenzaré a hacerlo bien»2.

Son notables, en efecto, las diferencias entre unos cuadros y otros. «Ermita de Sant Joan d’Horta», «Prades, el pueblo», «Mont-roig el río», o dos de las tres telas ejecutadas en Siurana, «Siurana, la iglesia» y «Siurana, el camino», son cuadros de colorido decididamente fauve, con algún elemento ligeramente cubista. «Calle de Prades» y «Siurana, el pueblo» tienen tonos más apagados y repetitivos, el primero de gamas más verdes y azules, el segundo de tonalidades más ocres, verdes o marrones, como en un Braque o un Cézanne. Por último, «Mont-roig, el puente» parece anunciar las telas que Miró ejecutará el verano siguiente, mucho más minuciosas y detallistas. Como justificando esa variedad de estilos, en la ya mencionada carta de septiembre de 1917, Miró había escrito: «Es remarcable, tristemente, ver que un hombre sea el mismo cuando vive en un paisaje, pueblo y montañas, agriamente estructuradas, que cuando vuela por un paisaje en el que todo es lirismo de color y música. Todo lo conmueve igual, habla de la misma manera y es el mismo, pinta igual… El hombre opuesto, el que en cada árbol y en cada trozo de cielo ve un problema diferente, este es el hombre que sufre, quien siempre camina y nunca puede sentarse, es quien siempre va cayendo y se levanta siempre de nuevo… siempre dice aún no, aún no tengo bastante…»3.

El peso de Matisse, Van Gogh, Cézanne, Gleizes o Van Dongen es indiscutible en la obra que realizó Miró entre los años 1914-1917. Pasó aquella primera época en terreno de nadie, tomando prestado de aquí y de allá. De forma indiscriminada se sirvió del puntillismo, de la estridencia cromática del fauvismo o del cubismo, que nunca llegó a adoptar del todo. En cualquier caso, como si intuyera que algún día daría con un estilo personal, se mostraba convencido de que el deber de todo pintor era encontrar una voz propia, más allá de toda escuela o tendencia. «El arte que vendrá –escribía en 1917– después del grandioso movimiento impresionista francés y de los liberadores movimientos postimpresionistas, el cubismo, el futurismo, el fauvismo, tiende a emancipar la emoción del artista y a darle una absoluta libertad. Creo que mañana no tendremos ninguna escuela acabada en «ismo»… Al espíritu libre cada cosa de la vida le producirá su diferente sensibilidad, y querremos ver, tan sólo, a través de la tela, la vibración de un espíritu, vibración muy heterogénea»4.

A la hora de enfrentarse al modelo femenino en las escuelas de Barcelona, los dibujos, inicialmente dominados por los volúmenes y las sombras, fueron dando paso a retratos más esquemáticos, vacíos y decididos, con líneas de inspiración cubista. Los cuadros también siguieron una tendencia progresiva hacia la concreción o la simplificación. En las telas de 1914, como «El botijo» o «Mas d’en Poca», una de las masías contiguas al Mas Miró de Mont-roig, los motivos tan sólo se intuyen entre vahos de color, son apenas espectros difusos: «A la edad de veinte años –recordaba el propio Miró– hice pintura divisionista, como en la tela «El Pagés», de 1912. Sólo veía una irradiación de la forma en el espacio, los colores eran como cohetes. El color, en suma, desaparecía, y se convertía en fuegos de artificio» 5. Mucho más definidos son otros paisajes de Mont-roig, como uno de 1914, hoy en manos de un coleccionista japonés, claramente puntillista6; otro de 1916, titulado «La playa de Mont-roig», de pinceladas violentas, donde los elementos más destacados son un velero y un pino de copa ovalada, o un tercero, de 1916, titulado «Mont-roig. Sant Ramon». En este último, el motivo es uno de los rincones favoritos del pintor, una ermita con aspecto de bunker, encaramada a uno de los precipicios de la montaña de piedra rojiza que se alza a las afueras de Mont-roig. Algunos metros más abajo hay otra ermita de mayor tamaño, la de Mare de Déu de la Roca, donde en diferentes épocas ha sido posible dormir y comer por poco dinero. A Miró le gustaba recorrer a pie el largo camino que discurría entre la casa de sus padres y la ermita. Era un paseo considerable, con una fuerte cuesta arriba en su parte final, que en su vejez haría en coche, acompañado por Francesc Solé, su fiel chófer, a quien todo el pueblo llamaba Lo Rumàtic. «Mont-roig. Sant Ramon» parece una composición cubista, pero es mucho más figurativo de lo que pueda imaginarse. Desde la base de la cima sobre la que está edificada la ermita se hace difícil determinar hasta qué punto es una creación de Cézanne o de Picasso, y hasta dónde una prolongación natural de la montaña, tan castigada por la erosión y rica en aristas, cuevas u orificios.

La primera exposición individual de Miró tuvo lugar entre el 16 de febrero y el 3 de marzo de 1918, en el sótano de la galería que Josep Dalmau tenía en el número 18 de la calle Portaferrissa. Colaboró en la organización de la muestra Pere Mañach, que había sido marchante de Picasso. Se expusieron 64 pinturas y dibujos, ejecutados entre 1914 y 19177. Con anterioridad, el público de Barcelona sólo había tenido ocasión de ver cuatro telas de Miró. La primera el 20 de julio de 1911, en la VI Exposición Internacional de Arte, donde había conseguido mostrar «Roquis de Miramar (Mallorca)». Otros tres cuadros suyos habían sido incluidos en diciembre de 1913, en la VIIIª exposición colectiva del Cercle Artístic de Sant Lluc en la galería Parés8.

En aquella primera muestra individual en la Galería Dalmau no se vendió un solo cuadro. Más tarde, para que Miró pudiera permitirse un primer viaje a París, que esperaba realizar un año más tarde, Dalmau adquirió el fondo completo. A modo de catálogo, se editó un díptico con la relación de las obras publicadas, y un caligrama en la portada, obra de Josep María Junoy, que jugaba con las iniciales del apellido Miró (forta pictòrica Matèria Impregnada d’una Refractabilitat cOngestionant / fuerte pictórica Materia Impregnada de una Refractabilidad cOngestionante).

Coincidiendo con el inicio de la muestra, Miró escribió en una carta que Barcelona estaba «en estado de guerra: No en vano han tolerado que Miró exponga en Dalmau»9. Para expresar su oposición a la muestra, un grupo anónimo le envió una carta abierta, que firmaban «los visitantes congestionados», y que criticaba duramente las obras expuestas: «¡Mire que es malo, todo aquello, señor Miró!... vaya a aprender a dibujar y haga narices, muchas narices, y sobre todo… no pinte; pinte paredes, pero no ensucie telas, porque se hará más cubista que rico»10. Alguien fue incluso más lejos, y destruyó alguna de las obras expuestas. Miró lo contaba hacia el final de su vida, en una entrevista que concedió en 1978: «Mi primera exposición en Barcelona, a principios de 1918, tuvo lugar en la Galería Dalmau (¡formidable tipo, Dalmau, loco, genial, previsor, aventurero!) y constituyó un rotundo fracaso, del que, no obstante, saqué una clara enseñanza: la gran capacidad de provocación, de irritación, que lleva consigo una cosa tan inocente, en apariencia, como la pintura. En aquella lejana exposición barcelonesa, la ira indujo a alguien a destruir algunos de mis cuadros. Desde entonces, he estado siempre por la agresividad»11.

Las reseñas publicadas por la crítica fueron dispares. Desde las páginas de El Liberal, Antonio Vallescà afirmaba: «Pocas veces se habrá dado a conocer un artista con tanta impetuosidad y tan vivas muestras de inquietud… En el conjunto de obras expuestas, muéstranse ostensiblemente las tendencias y preocupaciones del autor hacia todas las variantes de la pintura ultramoderna. … Sin embargo, por encima de todas esas modalidades…. afírmase rotundamente un temperamento de pintor». Otro de los partidarios de Miró era J.V. Foix, que en Trossos escribía: «Entre aquellos que dirigen sus esfuerzos a despertar una nueva sensibilidad… diremos el nombre de los nuestros: JOAN MIRÓ ES DE LOS NUESTROS».

En el campo contrario, las críticas más sangrantes procedían de Joan Sacs, seudónimo del pintor Feliu Elies, que en La Publicitat escribía «Su modernidad… lo es algo gratuitamente… hoy su pintura habla muy torpemente para decir muy poca cosa… este novato parece más propenso que otros al amaneramiento». Pere Oliver, por su parte, escribía en las páginas de Vell i Nou: «tiene un juicio muy claro de la realidad… sólo que lo ha desarrollado con un primitivismo que no siempre es aceptable»12.

La Fundación Miró de Barcelona conserva un documento adicional a propósito de la primera exposición individual de Miró, una carta de Santiago Rusiñol, en la que el viejo maestro le escribió: «visité su exposición de cuadros y dibujos. Me gustó muchísimo. Son unas pinturas de un gusto indiscutible. Le envío mi enhorabuena, deseándole que pueda continuar la carrera brillantemente, tal y como ha hecho al principio»13. ¿Cómo se tomaría el cumplido Miró, que se proponía dejar atrás todo el arte producido hasta entonces? ¿Qué le parecería que una de las reacciones más positivas a la muestra proviniera, precisamente, de un pintor tanto mayor que él?

En las semanas posteriores a su primera exposición Miró volvió a mostrar algunos de sus cuadros en la Galería Dalmau, y más tarde en el marco de la primera Exposición de Arte, celebrada en el Palau de Belles Arts de Barcelona entre el 10 de mayo y el 30 de junio de 1918. En dos cartas escritas al día siguiente de la inauguración en el Palau de Belles Arts, Miró afirmaba que «las autoridades, sobre todo el gobernador, y los artistas…» se habían indignado cuando vieron lo que él exponía14: «Quilos Vázquez exclamó, al ver nuestra pintura, esta frase lapidaria: Si eso es pintar bien yo soy un Velázquez»15. En esta ocasión, en una sala reservada al Cercle Artístic de Sant Lluc, Miró había expuesto tres obras, «Retrato de Ramón Sunyer», «Retrato de Heriberto Casany (El Chófer)» y «Naturaleza muerta con molino de café», y lo había hecho en calidad de miembro de un colectivo de corta vida denominado Agrupación Courbet. Muchos de los afiliados a la Agrupación (Ràfols, Ricart, Llorens Artigas o el propio Miró) eran alumnos del Cercle, y podían disponer de un espacio en la escuela para mostrar sus obras con regularidad16. Paradójicamente, la agrupación, a la que más tarde se añadirían artistas como Torres García y que se disolvería a finales de 1919, se había creado en reacción al conservadurismo del Cercle17.

Una vez más Miró recogió alguna reseña positiva, pero también ataques virulentos por parte de la crítica. En La Revista de 16 de junio, Eduard Puig y Joaquim Folguera escribían: «La Asociación Courbet triunfa, ni que decir tiene, por la modalidad jovencísima que aporta al arte catalán… Joan Miró y y Marian Espinal son los que mejor quedaron esta vez; Miró lleno de defectos y de cualidades, casi tan extraordinario en unos como en otros…». El Correo Catalán de 7 de junio de 1918, publicaba un sesudo y pormenorizado análisis de «Naturaleza muerta con molino de café», dividido en cuatro partes, dibujo y perspectiva, color, procedimiento y escuela. En el primer apartado, el autor preguntaba «¿Por qué el autor de este cuadro, no contento con un punto de vista, prefiere nada menos que cuatro?». En el último, notaba que la sala en donde se exponía el cuadro estaba reservada al Cercle Artístic de Sant Lluc, y afirmaba: «no sabíamos que en el Círculo sus profesores siguiesen y enseñasen las normas que sigue el señor Miró». J.Sacs, por su parte, volvía a la carga desde La Publicidad, y afirmaba: «Miró, tendiendo cada día más al caractericismo, sin tino, ha logrado solo efectos repulsivos»18.

En la correspondencia de aquellos meses, Miró se despedía a menudo con vivas a la Agrupación Courbet, y en ocasiones se mostraba muy combativo, como en una carta escrita el 11 de mayo, en la que afirmaba que él y sus correligionarios habían «quedado bien» en la muestra en el Palau de Belles Arts, y añadía: «A prepararse para el año que viene. La Agrupación Courbet tiene que pasar por encima de todos los cuerpos podridos y fósiles». De hecho, ese espíritu radical y batallador no pasó desapercibido a la prensa del momento. En La Revista de 16 de junio, Joaquim Folguera destacaba la obra de un Miró «ansioso, penetrante, abrupto en su fuerza salvaje»19.

5. ED, GRACE Y ERNEST HEMINGWAY, PADRES E HIJOS

Además de simbolizar la pasión de un pintor por el campo de Tarragona, «La masía» podría considerarse la imagen alegórica de un conflicto generacional. Del choque de voluntades entre un padre y un hijo y la reconciliación, en última instancia, entre ambos. Es de suponer, en la vida de todas las familias autoritarias, un momento crítico en el que los hijos se ven obligados a plegarse definitivamente a los designios de sus progenitores, o a afirmar su personalidad y apartarse del camino que se les había trazado. En casa de los Miró 1911 había empezado mal, con cartas en las que el joven Joan anunciaba su decisión irrevocable de dedicarse a la pintura. El año terminó mucho mejor, con la aceptación, por parte de Miquel Miró, de la resolución de su hijo, y con la compra, por parte de la familia, de la casa de Mont-roig. A partir de ese momento, el joven artista podría entregarse a su única vocación con la aquiescencia de su padre, profundizar en el conocimiento de unas tierras, las del sur de Cataluña, que ya conocía por las visitas a la casa de su abuelo paterno, y constatar, año tras año, hasta qué punto le permitía la tranquilidad del campo trabajar mejor que en la ciudad.

Es posible que en el caso de Hemingway, el distanciamiento hacia sus progenitores empezara a gestarse precisamente en 1911, cuando su padre, con motivo del nacimiento de Carol, la menor de los seis hermanos, dejó de pasar tantos meses en Windemere. Siempre preocupado por la economía familiar, Ed pensaba que las necesidades de cinco hijos ya no le permitirían ausentarse de Oak Park todos los veranos, de principio a fin. Hemingway, por su parte, entraba en la adolescencia, y empezaba a tomar conciencia de la debilidad de carácter de su padre, que una y otra vez había cedido a la voluntad de su madre. A partir de 1916, en el transcurso de los veranos en Lake Walloon, dejó de pasar tanto tiempo con su familia, y trabó amistad con los hermanos Bill y Katy Smith. Ambos eran mayores que él, cuatro y ocho años respectivamente. Hemingway compartió infinidad de libros y noches de borrachera con Bill, y ni siquiera se molestaría en cambiarle el nombre cuando lo hizo aparecer en algunos de los relatos ambientados en Michigan, como «The End of Something» o «The Three-Day Blow». Bill fue durante algún tiempo su principal confidente. A él le admitió que en más de una ocasión durante el verano de 1917, desde el interior de un cobertizo, apuntó con un rifle cargado a su padre, mientras éste trabajaba en el huerto1.

En 1917 Hemingway y su hermana Marcelline terminaron sus estudios de bachillerato, pero sólo Marcelline accedió a matricularse en la universidad. Tanto Ed como Grace habrían querido que Ernest fuera a Oberlin College, pero cuando Grace fue con Marcelline a visitar el campus, situado en Ohio, Hemingway prefirió irse de pesca con un amigo al río Illinois. 1917 fue también el año en que Estados Unidos entró en la Primera Guerra Mundial. En poco tiempo, Ernest daría muestras de querer participar de una manera u otra en el conflicto, pero de momento su padre le consiguió un empleo como reportero en el Kansas City Star. Hemingway había escrito con frecuencia en sus años de escuela secundaria, tanto para el periódico como para la revista literaria de su instituto, que se llamaba Tabula, y empezaba a expresar su voluntad de ser escritor. En Kansas empezó cubriendo la política municipal, pero muy pronto consiguió que le permitieran trabajar en las crónicas de sucesos, para lo cual empezó a frecuentar la comisaría de la calle 15 y un hospital que había junto a la vía de tren.

En una carta enviada a sus padres el 15 de noviembre, anunciaba que trabajaría en el City Star unos siete meses, y que después se alistaría: «No podría mantenerme al margen por más tiempo, bajo ninguna circunstancia. Hacerlo hasta entonces ya habrá sido lo bastante difícil» 2. En el periódico había conocido a Theodore Brumback, que después de estudiar en Cornell había conducido ambulancias del American Field Service en Francia. Hemingway, además, leyó la novela de Hugh Walpole, The Dark Forest, cuyo héroe, un inglés, había ido a la guerra como camillero de la Cruz Roja rusa. Todo ello le llevó a enviar una solicitud como conductor de ambulancias a la Cruz Roja americana. En mayo de 1918, mientras estaba de pesca en Horton Bay, recibió un telegrama. Debería presentarse a una revisión médica en Nueva York el día 8 de ese mismo mes.

Hemingway aseguró en más de una ocasión que inicialmente había querido alistarse como soldado de infantería, pero que sus problemas oculares lo habían impedido. Kenneth S. Lynn, en cambio, asegura en su biografía del novelista que no hay documentos que demuestren que Hemingway se hubiera presentado como voluntario en las oficinas del ejército, y que de haberlo hecho, seguramente habría sido aceptado. Al parecer, Harry S. Truman también tenía problemas de visión y había sido reclutado sin mayores problemas3.

A finales de mayo de 1918 viajó por primera vez a Europa a bordo del transatlántico Chicago. Después de desembarcar en Bordeaux pasó algunas horas en París, donde con su amigo Ted Brumback convenció al conductor de un taxi para que les llevara a alguna parte de la ciudad que estuviera siendo bombardeada. En la plaza de la Madeleine, ávido de experiencias, vio cómo explotaba un proyectil al hacer impacto contra la fachada de la iglesia. Pocos días después fue a Milan con otros voluntarios de la Cruz Roja americana, y allí tuvo que retirar los cadáveres y cuerpos mutilados de los trabajadores de una fábrica de municiones. En Schio, al norte de Vicenza, transportó heridos a bordo de rudimentarias ambulancias por las escarpadas carreteras de Monte Pasubio, y en junio se ofreció como voluntario para distribuir café, tabaco, sopa, caramelos y cigarrillos entre las tropas italianas posicionadas en el valle del río Piave.

En la noche del 8 de julio, en Fossalta de Piave, estaba distribuyendo chocolate entre los ocupantes de una trinchera cuando un proyectil austríaco explotó a escasa distancia. La onda expansiva y los fragmentos de metralla lo hirieron gravemente en ambas piernas. El soldado que tenía más cerca había perdido una pierna. La otra apenas pendía de algunos tendones. Hemingway intentó ponerse en pie, pero no lo consiguió. Arrastrándose, le aplicó un torniquete al otro herido, pero al terminar comprobó que había muerto. Cuando unos camilleros fueron a recoger a Hemingway, éste les dijo que se ocuparan de los que hubieran sufrido heridas más graves que la suya, a pesar de lo cual se lo llevaron inmediatamente a la retaguardia. Por su generoso comportamiento, el gobierno italiano le condecoraría con la Medalla de Plata al Valor Militar4.

En ambulancia fue transportado a Fornaci, donde un doctor le extrajo algunos de los fragmentos de metralla de las piernas, y el 17 de julio, después de un largo viaje en tren, fue admitido en el Hospital Croce Rossa Americana de Milán. Cuando llegó en camilla al hospital a mediados de 1917 ya no era el ingenuo estudiante de bachillerato que había salido de Chicago hacía escasas semanas, sino un hombre de imponente presencia física, reafirmado y atractivo, bien educado y predispuesto a los cuidados de las enfermeras, que podía presumir de haber sido herido en combate y de haberse comportado con entereza. Durante su convalecencia se enamoró de una de las enfermeras, Agnes von Kurowsky, y durante casi tres meses mantuvo con ella una relación cada vez más abiertamente amorosa. Nunca dispusieron de la intimidad suficiente para consumarla, pero cuando el 15 de noviembre Agnes tuvo que abandonar Milán y acudir a su nuevo destino, Hemingway estaba decidido a casarse con ella. En 1978, en el transcurso de una entrevista, la propia Agnes von Kurkowsky le diría a Bernice Kert que Hemingway «era el tipo de hombre que sólo es capaz de estar con una mujer al mismo tiempo. Coquetear no era su estilo»5. El testimonio de la enfermera es tan sólo una de las muchas evidencias que echan por tierra la imagen de mujeriego que algunos puedan tener de Hemingway, y que el propio escritor trató de alimentar en más de una ocasión. Don Stewart y Harold Loeb, que lo conocieron en París, lo veían como un puritano que nunca perseguía a las mujeres, que era presa de los remordimientos si miraba demasiado fijamente a las chicas de Montmartre6. En las siguientes semanas, Agnes fue despachada a Florencia, y desde allí, a Treviso. Hem intentó volver a reagruparse con su cuerpo de ambulancias en Bassano, pero enfermó de ictericia y tuvo que ser hospitalizado una vez más. Mientras, la guerra llegaba a su fin. Trieste cayó en manos de los italianos, y el 3 de noviembre de 1918, Italia y Austria cesaron las hostilidades.

Lejos de su amada, Hemingway empezaba a dar muestras evidentes de disipación. Aunque no sabía qué haría una vez terminara la guerra, aborrecía la idea de volver a los Estados Unidos. Jim Gamble, su superior en Fossalta, le invitó a quedarse un año viajando con él por Europa. Gamble estaba dispuesto a asumir todos los gastos, pero Agnes, que seguía escribiéndose con Hemingway, le quitó la idea de la cabeza. «Mi intención –diría años más tarde la enfermera– era hacerle volver a los Estados Unidos, porque los hombres mayores lo encontraban fascinante. Todos lo encontraban muy interesante… le dije que nunca sería más que un gandul si se aprovechaba de alguien de aquella manera… estoy segura de que habría llegado a ser un vago. Parecía abocado a ello»7.

A principios de diciembre Hemingway vio a Agnes por última vez en Treviso, donde se presentó de improviso, cojeando y lleno de medallas, y volvió a casa en enero de 1919. Desde la soledad de su habitación en Oak Park escribió constantemente a Agnes, pero ésta empezó a mostrarse cada vez más fría en sus respuestas. En una misiva el 1 de marzo le pedía que no le escribiera cartas tan largas, y le advertía que no era todo lo perfecta que él creía. A mediados de mes, por fin, le escribió para anunciarle que había aceptado casarse con un teniente italiano de sangre azul al que había conocido en enero. Hemingway se quedó días enteros en la cama, contrajo fiebre, dejó de comer, y tan sólo informó de lo ocurrido a su hermana Marcelline. A sus amigos, en cambio, les hizo creer que estaba consiguiendo enterrar el recuerdo de Agnes bajo un manto de alcohol y promiscuidad. En junio, la propia enfermera le informó por carta de que el militar italiano había roto su compromiso. En una carta a un amigo, Hemingway afirmaba que lo sentía por ella, pero que no había nada que pudiera hacer. La había querido en una ocasión y ella lo había dejado por otro. Ahora todo eso quedaba ya muy lejos, tanto en el tiempo como en el espacio8.

A pesar de la fortaleza que mostró en un primer momento, Hemingway seguiría escribiéndose con Agnes una vez casado, y se referiría a lo ocurrido una y otra vez en sus cuentos y novelas, diez años después en Adiós a las armas (1929) y una vez más en 1936, en «Las nieves del Kilimanjaro». En «A very short story», uno de los cuentos recogidos en In Our Time (1925) ya daba cuenta detallada de todo lo sucedido, falseando a duras penas alguna fecha, nombre o lugar9.

Hemingway estaba entrando en una fase peligrosa, dominada por sus primeros tanteos literarios, pero también por la apatía y la falta de rumbo. Cuando el tiempo lo permitía, se paseaba en canoa con una chica de Oak Park llamada Kathryn Long-well. Con un bravucón italoamericano que había luchado heroicamente durante la guerra iba a beber Chianti a un restaurante de Chicago, y así rememoraba sus días de gloria en Italia. También escribía relatos cortos, que enviaba sin éxito a publicaciones como Redbook o Saturday Evening Post. La tensión en el hogar de los Hemingway, mientras tanto, iba en aumento. Su madre había recibido con evidente orgullo las noticias de su condecoración, y se había mostrado muy solícita durante los primeros días de convalecencia en Oak Park. Pero a medida que las semanas pasaban crecía su alarma ante la pasividad de su hijo, que tan sólo escribía historias que nadie publicaba, no limpiaba ni ordenaba su habitación, ni daba la menor muestra de querer buscar un trabajo10.

Durante el verano de 1919, durante el cual Grace se construyó su propia casita a orillas de Lake Walloon, Hemingway pasó el menor tiempo posible en compañía de sus padres. Frecuentó a Bill y Kate Smith, hizo una larga expedición de pesca que más tarde inmortalizaría en el relato «Big Two-Hearted River» y salió con una pelirroja que trabajaba como camarera en el restaurante de Liz Dilworth. Cuando la chica dejó su trabajo en el restaurante, Hemingway sedujo a otra camarera del mismo local. La mayoría de sus biógrafos creen que fue con esta segunda empleada con quien tuvo su primera relación sexual. Aquella experiencia quedó reflejada en un relato, «Up in Michigan», censurado en los Estados Unidos hasta 1938.

Llegó el otoño, sus padres volvieron a Oak Park, y Hemingway se quedó en Michigan, primero en Lake Walloon, en casa de Liz Dilworth, y más tarde en una pensión de Petoskey. En ambos lugares siguió escribiendo, haciendo trabajos eventuales, saliendo con una chica tras otra.

Su suerte cambió al ser invitado a hablar sobre sus experiencias de guerra para un club femenino, la Ladies’ Aid Society, donde impresionó favorablemente a una mujer casada con el responsable de la cadena de tiendas Woolworth en Toronto. El matrimonio estaba a punto de emprender unas vacaciones a Florida, y necesitaba que alguien se quedara al cuidado de su hijo de dieciocho años. En enero de 1920, Ernest se instaló en la capital de Ontario, entró en contacto con los responsables del Toronto Star, y en los meses sucesivos publicó hasta veintiséis artículos para la edición semanal del periódico. Uno de esos reportajes, titulado «Rotating Pictures», publicado el 14 de febrero de 1920, estaba dedicado a un negocio de alquiler de cuadros11.

En mayo, la tensión en el hogar de los Hemingway volvió a aumentar. Ernest se alejó del radio de influencia de su familia y buscó refugio una vez más en el norte de Michigan. En una carta fechada el 4 de junio, su padre le escribía desde Oak Park: «Espero que pienses más en lo que los demás han hecho por ti, que intentes ser compasivo, dulce y amable. No dudes que estoy orgulloso de tu talento e independencia, pero trata de suavizar tu temperamento, y nunca amenaces a tu padre o a tu madre. Los dos hemos intentado ayudarte durante muchos años, y esperamos que algún día experimentes la felicidad de tu propia familia, así como los desvelos, ansiedades y responsabilidades que semejante experiencia conlleva. Quiero que representes todo cuanto es bueno, noble y valiente en el hombre, que temas a Dios y que seas respetuoso con las mujeres»12.

El conflicto llegó a su punto culminante a finales de julio en Lake Waloon cuando dos de las hermanas pequeñas de Hemingway, Ursula y Sunni, planearon una escapada nocturna al lago, en compañía de dos de sus amigos, los hermanos Loomis. En el último momento, decidieron invitar a Hemingway y a Ted Brumback, y éstos se apuntaron a la excursión. Los chavales estuvieron cenando y divirtiéndose hasta las tres de la madrugada, pero al volver remando hacia la orilla, comprobaron que las luces de las casas estaban encendidas. Los Loomis habían alertado Grace de la ausencia de sus hijos, y a la hora de repartir responsabilidades, ambas familias acusaron sobre todo a los mayores del grupo, Ted y Ernest, por haber participado de las fechorías de los más jóvenes e inconscientes.

A la mañana siguiente, Grace expulsó de su casa a Hemingway y a Brumback e hizo entrega a su hijo de una larga carta, llena de reproches: «El amor de una madre es como un banco. Cada uno de sus hijos llega a este mundo con una abundante y generosa cuenta corriente. Durante los primeros cinco años, el niño no hace más que retirar dinero… Entonces, durante los siguientes diez años, hasta la adolescencia, la cuenta bancaria sigue menguando… Pero ahora la adolescencia ha quedado atrás, ha llegado la madurez… la cuenta corriente necesita algún depósito significativo, en forma de gratitud, reconocimiento o interés en los asuntos o las ideas de la madre… Muchas madres que conozco están recibiendo esos depósitos, y otros regalos y devoluciones mucho más sustanciosas por parte de hijos con menos capacidad que el mío. Si no dejas de comportarte de forma tan perezosa y hedonista… de vivir a costa de los demás… de traficar con tu cara atractiva y engañar a chicas jóvenes y manipulables y de ignorar tus obligaciones con Dios y con Jesucristo tu Salvador… lo único que te espera es la bancarrota… Este mundo que es el tuyo necesita desesperadamente hombres, hombres de verdad, con tanta fortaleza física como moral». La misiva acababa en forma de amenaza: «No vuelvas mientras no seas capaz de abrir la boca sin insultar o avergonzar a tu madre»13.

Las relaciones entre Hemingway y sus padres no se rompieron del todo, pero el alejamiento sería definitivo. La carta de Grace le empujó a mudarse a Chicago y buscar un trabajo que le permitiera seguir escribiendo. Su amiga Katy Smith le había animado a vivir en casa de su hermano, Yeremya Kenley. En los meses sucesivos, Hemingway viviría con YK, con la esposa de éste y otros tres amigos de la pareja, y se limitaría a ver a sus padres los domingos.

Miró había resuelto el conflicto con sus padres a los dieciocho años, pero todavía viviría con ellos la siguiente década, en el piso de Barcelona los inviernos, en Mont-roig los veranos. Incluso casado y siendo padre de una hija habría de regresar, obligado por las circunstancias, al piso del Passatge del Crèdit. Hemingway, por su parte, era tres años mayor que Miró cuando las tensiones con sus padres llegaron al límite y éstos lo obligaron a irse de casa. A partir de ese momento ya nunca volvería a vivir con ellos.

Ambos artistas tuvieron que vencer obstáculos y presiones familiares para emprender su camino. ¿Era consciente Hemingway de que «La masía» podía interpretarse en clave de calma después de la tormenta, de reconciliación entre un joven pintor y sus progenitores? Tampoco está claro en qué medida fue dicha reconciliación más completa en el hogar de los Miró que en la de los Hemingway. Más allá de la identificación del pintor con la tierra y con los que la trabajaban, que fue una constante en su vida, al centrarse en los elementos más humildes de la finca de Tarragona y dejar fuera de la composición el caserón donde dormía o comía en compañía de sus padres, ¿estaba haciendo alguna declaración de principios, afirmando cuáles eran los límites de la tregua que había firmado con ellos? Por su parte, al contemplar «La masía», ¿se lamentaría Hemingway de no haber conocido un lugar donde las diferencias con su propia familia pudieran quedar aparcadas, al menos durante los veranos?

6. MONT-ROIG BAJO EL MICROSCOPIO: LA PINTURA DETALLISTA, 1918-1920

En julio de 1918, la casa de verano de Mont-roig fue testigo de un nuevo giro en la evolución artística de Miró. En los últimos meses transcurridos en la ciudad había pintado la plaza de Catalunya, con «palmeras, muchas palmeras, motos y un tranvía con el anuncio del cacao Bonsassort»1, además de dos escenas de interior, «Desnudo de pie» y «Flores», de trazo grueso y gran densidad de color. En el campo de Tarragona iba a alejarse del ruido y de los asaltos de la Agrupación Courbet al establishment artístico barcelonés, y a dar por iniciada una etapa que Josep Ràfols bautizó como detallista que fue fruto, una vez más, del efecto terapéutico que Mont-roig ejercía sobre Miró2. De nuevo al aire libre y con la masía de sus padres como cuartel general, Miró se sometió a una férrea disciplina de trabajo y contemplación de la naturaleza. En una carta a su amigo Ricart, afirmaba haber empezado dos paisajes y abandonado las simplificaciones y las abstracciones: «Por ahora, lo que me interesa más es la caligrafía de un árbol o de un techo, hoja por hoja, ramita por ramita, hierba por hierba, y teja por teja»3. En otra carta a Ràfols, afirmaba: «Ya ve que soy muy lento con el trabajo… Gozo de llegar a comprender en un paisaje una pequeña hierba -¿por qué despreciarla?– hierba tan graciosa como un árbol o una montaña. Aparte de los primitivos y de los japoneses casi todos se dejan esos aspectos tan divinos. Todos buscan y pintan sólo las grandes masas de árboles o montañas sin sentir la música de las pequeñas hierbas y pequeñas flores y sin hacer caso de las pequeñas piedras de un barranco»4.

Algunas de las obras a las que se refiere Miró en su correspondencia de 1918, fruto de ese largo verano de trabajo paciente y minucioso, son «Fábrica de tejas en Mont-roig», «El surco de las ruedas», de paleta gris y azul celeste, «Huerto con asno», de tonos predominantemente marrones, ocres y verdes, y «La casa de la palmera», dominada por un cielo intensamente azul, libre de nubes, de tonalidad muy similar al de «La masía» y de estilo deliciosamente naïf. En las cuatro telas, el pintor acentúa cada una de las grietas de los muros o paredes, los surcos de los campos, las roderas de los caminos, las hortalizas y hierbas de los huertos, los tomates de las tomateras. Los colores aparecen más atenuados y compensados, los contrastes más limitados. «He eliminado mucho los colores puros –escribe en noviembre– no empleándolos más que en caso extremo»5.

En octubre de 1918, Miró todavía no había vuelto a Barcelona. Todo el país se hallaba afectado por una epidemia de gripe, y prefirió quedarse en la masía, donde era más difícil contagiarse. En una carta que escribió a su amigo Ricart hacía una descripción pormenorizada de la vida en Mont-roig en otoño, cuando el clima no acompañaba: «El otoño en el campo es estupendo (recuerdo convulsivo de Las estaciones de Haydn)… Desde que vinisteis no he podido trabajar tanto como hubiera querido. He encontrado una tanda de días muy ventosos y hoy ha llovido toda la noche, levantándose el nuevo día muy ventoso. Por otra parte, los días que el tiempo no me permite trabajar en el campo no sé encerrarme en una habitación y hacer un bodegón. Aquí sólo me atrae el campo. Cuando hace viento o está lluvioso paso todo el día entre las cepas y los árboles y corriendo con la escopeta para no cazar otra cosa que algún pájaro. Nada, la cuestión es intoxicarse de este gran optimismo que da el campo»6.

En noviembre seguía en Tarragona. El pintor había iniciado «Mont-roig, la iglesia y el pueblo», pero no lo pudo terminar a causa de la misma epidemia que le había obligado a posponer su regreso a la ciudad: «…ahora estoy trabajando mucho; el tiempo es muy bueno, y esto me permite pasarme todo el día ante el caballete. El cuadro del pueblo de Mont-roig, que ya veréis a medio hacer, lo he tenido que dejar para ahorrarme ir al pueblo, totalmente invadido de gripe. Como puedes imaginar, he preferido dejar un cuadro sin acabar, a exponerme a que el microbio me visite»7.

Una vez de regreso a Barcelona, Miró volvió al trabajo en su taller de la calle Sant Pere Més Baix y entre el 17 y el 30 de mayo de 1919 hizo, con la Agrupación Courbet, una exposición de dibujos en las Galerías Laietanes que no fue bien acogida por la crítica. Inmediatamente después, entre el 28 de mayo y el 30 de junio, tuvo lugar la IIª Exposición de primavera en el Palau de les Belles Arts, donde Miró expuso, entre otros cuadros, «La casa de la palmera» y «Huerto con asno». La deriva detallista que había emprendido su obra en los últimos meses desconcertó a los críticos y provocó algunos comentarios negativos. En La Publicidad del 15 de junio, el incansable Joan Sacs escribía: «Descuella la pintura infantilista de Miró, reveladora de una sensibilidad más alta que la del consumero Rousseau a quien parece querer emular. Es de suponer que se fatigue pronto de sus fáciles y agradables scherzos infantilistas…». Aunque muy de pasada, tan sólo Llorens Artigas, en L’Instant, salió en su defensa, cuando afirmaba: «Joan Miró, intrépido accidentalista, hace indignar al público con su detallismo, del que obtiene conjuntos notables»8.

En una carta, el propio Miró ya había pronosticado la recepción que sus telas tendrían en Barcelona: «El invierno que viene seguirán los señores críticos diciendo que persisto en mi desorientación. Los infelices se alarman ante nuestro zigzag y prefieren la inercia de la gente que ellos dicen orientada»9.

A finales de junio de 1919 volvió a instalarse en Mont-roig. A los pocos días, escribía una carta en la que demostraba haber olvidado los sinsabores de la ciudad, y estar ya concentrado en los dos cuadros más importantes que ejecutaría ese verano, «Mont-roig, la iglesia y el pueblo», y «Mont-roig, viñas y olivos»: «Desde el día de san Pedro estoy en la masía. La primera semana pasear y hacer el oso. La segunda, la actual, empezar a pensar lo que debería hacer. Ya tengo las telas preparadas; esta tarde o mañana por la mañana empezaré a trabajar como un negro. De momento, por las mañanas continuaré la tela del pueblo de Mont-roig, comenzada el año pasado; por las tardes una gran tela con el paisaje de olivos, algarrobos, vides, montañas (aluvión de luz). Esta tela la podré hacer cómodamente desde mi habitación»10.

Las misivas del verano del 1919 son un documento pormenorizado de los progresos que hizo Miró en sus dos ambiciosas telas a medida que éstos se fueron produciendo. En una, afirmaba: «Trabajo mucho –todo el día. Continúo la tela del pueblo, y hago otra grande; el paisaje de olivos y algarrobos y vid que se ve desde mi habitación. Con estas dos telas me parece que tengo alimento para todo el verano. La del pueblo la voy depurando tanto como puedo, intentando resolver el mayor número de problemas, para llegar a un equilibrio. La de los olivos no sé cómo acabará, comenzó siendo cubista y ahora se ha vuelto puntillista»11.

En sus cartas, Miró intercalaba pasajes de gran exaltación del campo con un lenguaje revolucionario, reflejo de su activismo artístico en Barcelona, trufado de conspiraciones y testosterona. El espíritu agresivo y vanguardista de Miró se estaba forjando en compañía de otros correligionarios en oscuros cenáculos de su ciudad natal, pero sobre todo en soledad, a plena luz del día, bajo el inclemente sol de Tarragona, entre árboles centenarios y caminos de tierra, con el único acompañamiento del monótono zumbido de los insectos: «El artista, con un contacto continuado con la vida y la naturaleza, me hace pensar en el hombre de virilidad, sano, con las bolas masculinas cantadas por Walt Whitman en contacto enérgico con la gloriosa matriz del otro sexo y engendrando hombres sanos y atletas…»12.

Robert S. Lubar, profesor de arte en la New York University y experto en los años de formación de Miró, ha analizado la relación que el pintor tenía con Barcelona, y su neta predilección por el campo de Tarragona: «Miró –escribió en 2001–buscaba rincones remotos y sin explotar de Barcelona y cercanías. En oposición al idilio clasicista del Noucentisme, pintó en 1916 la dilapidada capilla de Sant Joan del barrio obrero de Horta. Un año después esbozó una pequeña calle de Pedralbes paralela al monasterio, el encanto vuitcentista de la cual también evocaría Foix. Cuando la ciudad moderna aparece en las primeras obras de Miró, transmite un sentimiento profundo de pérdida. En «Casas de la Reforma», lienzo de 1916, una figura solitaria pasea un perro en un desolado paisaje urbano. En esta obra quizá haya un contenido autobiográfico concreto, ya que el edificio donde estaba el estudio que Miró compartía con Enric Ricart fue víctima de la continua reforma urbanística de Barcelona, un proyecto noucentista por excelencia»13.

El cubismo, ausente en los primeros paisajes detallistas del verano de 1918, volvió a hacer su aparición, aunque de forma muy sui géneris, en los dos paisajes de verano de 1919, «Mont-roig, la iglesia y el pueblo», y «Mont-roig, viñas y olivos», que Miró terminó en Barcelona. También en el autorretrato de 1919, que se llevaría consigo a París y que Picasso incorporaría a su colección particular, o en «Desnudo delante del espejo», que empezó en 1918 y terminó un año más tarde. En ningún caso, sin embargo, cabría calificar el arte de Miró de estrictamente cubista, ni en 1919, ni con anterioridad. Tanto en «Autorretrato», como en «Retrato de una niña», también de 1919, el recurso al cubismo resulta menos impactante que la influencia de los frescos románicos, tan admirados por Miró, y tan visible en ambos rostros, el de la niña y el del propio pintor. En 1962, Miró afirmaba que del cubismo había retenido «una necesidad de ceñir la forma cada vez de más cerca, y una especie de disciplina espiritual»14. En otra entrevista lo expresaba en términos distintos: «Me sometí a la disciplina cubista para hacer músculos… Creo que la pintura es como la danza, antes de hacer una cabriola hay que tener buenos abdominales… soy temerario, pero no quiero suicidarme. Cuando camino por la cuerda floja es porque sé que la puedo pasar… Como en ese momento tenía la impresión de que no veía la forma, con el cubismo quise aprender a verla»15.

En una carta de enero de 1920, Miró escribía a su amigo Ricart, y le preguntaba qué quería que hiciera con sus telas y marcos. Había desalojado el estudio de Sant Pere Més Baix y tenido que llevárselos a su domicilio del Passatge del Crèdit, ya que era inminente su primer viaje a la ciudad de sus sueños, a la capital mundial del arte en esas primeras décadas del siglo XX16.

7. HADLEY, LA PRIMERA ESPOSA DE HEMINGWAY

En octubre de 1920, poco después de ser expulsado de casa de sus padres, Hemingway conoció a su primera mujer. Se llamaba Hadley Richardson y al igual que él, había sido invitada a pasar unas semanas en casa del hermano de Katy Smith en Chicago. Acababa de perder a su madre, y Katy, que había estudiado con ella en Saint Louis, pensó que unos días de distracción la ayudarían a superar el golpe.

A su lado, el joven escritor pasaría algunos de sus años más felices, padeciendo dificultades económicas, abriéndose camino como novelista. Cuando finalmente logró reunir el dinero necesario, con la satisfacción del que ha conquistado un trofeo largamente codiciado, llevaría «La masía» al apartamento que ocupaba con ella en París. Sus tres siguientes esposas también tendrían ocasión de convivir con la tela de Miró, aunque «La masía» perteneció más que nadie a Hadley, más incluso que al propio Hemingway, ya que éste se la regaló en noviembre de 1925, con motivo de su trigésimo cuarto cumpleaños.

Aunque sufrió mucho en su adolescencia, Hadley, la más pequeña de seis hermanos, había sido una niña alegre y locuaz. Había nacido en Saint Louis ocho años antes que Hemingway, el 9 de noviembre de 1891. Su madre, Florence Richardson, dedicó buena parte de su tiempo al estudio de la religión y las ciencias ocultas. Tan aficionada a la música como Grace Hall, había llegado a tener dos pianos Steinway en una sala de la casa. Hadley nunca compartió su interés por la teosofía o los fenómenos parapsicológicos, pero de todos los hermanos fue la que más talento demostró ante el piano. El esposo de Florence, James Richardson, tenía más encanto y sentido del humor que la madre de Hadley, pero escasa fuerza de voluntad. Aunque había heredado la empresa farmacéutica familiar, carecía de ambición o personalidad para igualar los éxitos de su padre, que también había sido banquero y uno de los fundadores de la orquesta sinfónica de Saint Louis.

Siendo aun una niña Hadley se cayó accidentalmente desde una ventana, y sufrió una lesión de espalda que a punto estuvo de dejarla inválida. A partir de entonces, su madre se mostraría constantemente preocupada por su salud, y acabó convirtiéndola en una joven tímida y retraída.

Cuando tenía doce años, su padre se quitó la vida. Por problemas económicos la familia se había visto obligada a trasladarse a una casa más modesta, y el señor Richardson, que en los últimos años empezó a beber, no resistió la presión. La madre se refugió en los estudios de religión comparada o sesiones de espiritismo y prohibió terminantemente el consumo de alcohol en la casa. Hadley, que estaba a las puertas de la adolescencia, se sentía incapaz de relacionarse normalmente con otros jóvenes. Su madre la había convencido de que la apariencia física no tenía importancia, y hasta el resto de sus días se sintió desvalida a la hora de comprar ropa o elegir un vestido. Además de la confusión y los cambios hormonales típicos de su edad, estaba atravesando lo que ella denominaba una fase de radical sinceridad, y se negaba a conocer a nadie que no le gustara realmente1.

Durante años consideró hacer carrera como pianista. Sola con su instrumento podía encerrarse en sí misma y evitar el contacto con otras personas. Cuando terminó el bachillerato empezó sus estudios universitarios en Bryn Mawr College, en el estado de Pennsylvania. De pronto sus días se llenaron de animación y de conversaciones hasta altas horas de la madrugada con otras compañeras de facultad, pero dejó los estudios al cabo de un año. Había suspendido alguna asignatura y estuvo enferma parte del tiempo, lo que reafirmó a la madre en su convicción de que nunca podría llevar una vida normal. Tan pronto como se fue de Pennsylvania, Hadley sufrió otra pérdida irreparable: Dorothea, su hermana favorita, trató de sofocar un incendio que se había originado cerca de su casa y murió como consecuencia de las quemaduras.

Mientras tanto, la carrera musical de Hadley se había empezado a convertir en una fuente adicional de decepciones. Durante algún tiempo estudió con un joven pianista que había sido discípulo de Leopold Godowski y de Ferruccio Busoni. Hadley se enamoró de él pero nunca se vio correspondida. Además, empezó a constatar que le faltaba la fuerza física y moral necesaria para triunfar como concertista: «Después de una cierta cantidad de trabajo –le dijo a su biógrafa– empezaba a flaquear físicamente, justo en el momento a partir del cual se producen los logros más importantes»2.

Durante la Primera Guerra Mundial trabajó en una biblioteca de Saint Louis clasificando libros donados al ejército, y acabado el conflicto, tal vez consciente de que se encontraba en un callejón sin salida, decidió romper su aislamiento y recuperar algo de la alegría que había sentido siendo niña. Tomó unas clases de tenis y comprobó que no se le daba mal, recuperó viejas amistades de la escuela y empezó a frecuentar a gente de su edad. En otoño de 1920, después de una larga enfermedad, perdió a su madre. Había estado cuidándola durante nueve meses, y ahora se encontraba definitivamente sola, además de rendida física y mentalmente. Los dos únicos hermanos que le quedaban estaban casados y habían formado sus propias familias. Fue entonces cuando recibió una carta de su amiga Kate Smith. La invitaba a pasar unas semanas en Chicago, a cambiar de aires y reponerse de todo cuanto le había ocurrido en los últimos meses. Kate viviría en el Arts Club, pero Hadley podía dormir en casa de su hermano Y.K, donde vivía con su esposa y con otros cuatro amigos, y donde sin duda habría espacio para una persona más.

Hadley no tuvo ni un minuto para sentirse sola o triste en Chicago. Tan pronto como se instaló en casa de Y.K Smith tuvo que familiarizarse con sus numerosos moradores, y corresponder a las atenciones de uno en particular, un tal Ernest Hemingway, que a pesar de su evidente popularidad entre las chicas parecía empeñado en conocerla. Agnes, la enfermera que había cuidado de él en Milán, ya había advertido su gran magnetismo entre personas de ambos sexos, más o menos jóvenes. En sus años de bachillerato también había destacado por su carisma, y a pesar de su arrogancia o su carácter competitivo, sus compañeros de estudios habían acabado sucumbiendo al entusiasmo con el que hablaba de cualquier tema, ya fuera boxeo, béisbol, pesca o literatura. Nadie tenía una imaginación más viva que él, ni habría sido posible hallar un mejor compañero de excursiones por el campo o paseos por el lago, a bordo de una canoa3. Hadley también lo percibió desde el primer instante: era un hombre fuera de lo común, arrollador por su carisma y vitalidad. Le pareció muy guapo y reconoció en él una capacidad de potenciarlo todo a su alrededor, de hacer que cualquier persona o asunto pareciera más interesante, pero en algún momento se preguntó si no le convendría un hombre más discreto y sosegado. Hemingway, en cambio, supo desde el primer día que ambos estaban destinados a una vida en común. Años más tarde, su hermano Leicester lo recordaría afirmando: «inmediatamente me asaltó un sentimiento de gran intensidad. Sabía que era la mujer con la que iba a casarme»4. En una de las muchas cartas que le escribiría durante los meses siguiente, por su parte, Hadley le confesó lo que pensó cuando se conocieron: «Me sorprendió que yo pareciera gustarte aunque fuera incapaz, dada mi excitación, de hacer nada digno de merecerlo»5.

En las tres semanas que siguieron a aquel primer encuentro, Hadley venció todas sus reservas, pasó la mayor parte del tiempo en compañía de Hemingway y volvió a Saint Louis enamorada. En las cartas que envió durante las siguientes semanas ya daba muestras de poseer las cualidades que tan feliz hicieron a Hemingway mientras estuvieron juntos, y que tanto echaría de menos desde el mismo día en que decidió separarse de ella: disponibilidad absoluta a adaptarse a sus necesidades, humildad, desinterés por las cuestiones materiales, y tanta fe como genuino interés por lo que se refería a la carrera literaria de su futuro esposo. En sus misivas, Hadley alababa la profundidad de sus escritos, su capacidad de tratar los temas más insondables: «Nunca me he sentido demasiado atraída por nadie que no tenga al menos parte de la conexión con las cosas intangibles que tú tienes. Pero tú eres realmente el primero que ha sido capaz de satisfacerme, de completar el maravilloso círculo, intelectual y espiritual». A propósito de su diferencia de edad, que en algún momento había sembrado dudas entre los amigos de Hemingway, le escribiría: «Para las cuestiones importantes, ¿no es cierto que nunca he actuado como alguien mayor que tú?… Me parece que eres un hombre sabio, muy superior a mí en experiencia y capacidad de comprensión… Puedo aprender de ti cada minuto del día, y más todavía».

En una de las cartas que Hemingway le había enviado, éste afirmaba haber apreciado en ella cualidades artísticas, a lo que Hadley respondió: «estoy demasiado cerca de ser una artista como para poder ser feliz sin la presencia, aunque sea sutil, de algún tipo de belleza, pero demasiado lejos como para ser productiva». Hadley consideraba una ventaja haber renunciado a su carrera musical mucho antes de conocer a un creador con el potencial de Hemingway: «Hace algunos años no podríamos habernos casado ni ser felices porque no podría haber consagrado todas mis fuerzas a ti, a quererte y a nada más. Mi ambición o mi pasión por la música me habrían hecho infeliz, porque de haberme casado, no habría sido capaz de satisfacer a ninguno de los dos». Tal vez como muestra de agradecimiento por tanta renuncia y entrega, algunos años más tarde Hemingway le regalaría «La masía».

En diciembre de 1920 él encontró trabajo como editor y redactor en The Cooperative Commonwealth, una publicación mensual cuyo único objetivo era captar inversores para la empresa propietaria, la Cooperative Society of America. El trabajo era poco estimulante, estaba mal pagado y le impedía dedicar tiempo a la literatura. Echaba de menos Italia, había hablado con Hadley de la posibilidad de volver con ella a Europa, y tan pronto como pudo, empezó a ahorrar y a cambiar dólares en liras. Hadley, siempre dispuesta a apoyarle fuera cual fuera su objetivo, creía que Italia sería para Hemingway un lugar inmejorable para consagrarse a su trabajo: «Piensa –le escribió en una ocasión– que en Italia no tendrás más que paz y amor como telón de fondo a la hora de escribir». Los planes de Hemingway cambiaban sin previo aviso, un día le hablaba a Hadley de Italia, y al día siguiente le escribía anunciándole que tal vez fuera mejor ir a Canadá y trabajar para el Toronto Star, o quedarse en Chicago y dirigir una publicación llamada Barchetti’s Weekly. Parecía debatirse entre sus ganas de volver cuanto antes a Europa y sus ansias por asegurarse una estabilidad financiera. Hadley, por su parte, no se mostraba preocupada por la falta de dinero, y apostaba por la solución que le diera a su futuro esposo más tiempo para consagrarse a la literatura: «Realmente valoro tanto tu ambición… que no apoyaré nada que signifique relegar tu trabajo a un segundo plano… Yo creía que ir a Italia, que requiere mucho menos dinero, eliminaba la preocupación por tener que esperar y acumular recursos en lugar de vivir y trabajar, que es lo que queremos… No soy para nada una mujer necesitada de un futuro garantizado»6.

En otra carta, afirmaba: «Si no hubiera estado convencida de mi capacidad de valerme por mí misma económicamente nunca hubiera permitido que me escogieras como esposa». Hadley era, en efecto, autosuficiente en términos económicos. Tanto de su madre como de uno de sus abuelos había heredado un pequeño capital, que le proporcionaba dividendos por valor de unos dos mil quinientos dólares anuales7. Mientras estuvieron casados, Hemingway trataría por todos los medios de complementar esos ingresos trabajando como periodista, pero durante épocas enteras ella sería la única que traería dinero a casa.

Fue la madre de Hemingway la que sugirió que la boda tuviera lugar en Michigan. La pareja podría casarse en Horton Bay y pasar la luna de miel en Windemere. Por fin, la fecha quedó concretada. Hemingway y Hadley se convertirían en marido y mujer el 3 de septiembre de 1921, a las cuatro de la tarde.

En total, el noviazgo duró apenas un año, durante el cual Hemingway viajó en alguna ocasión a Saint Louis y Hadley lo visitó a él en Chicago. La mayor parte del tiempo, sin embargo, estuvieron separados, y cuando sintieron la necesidad de aplacar sus miedos o inseguridades, hubieron de conformarse con escribirse. En más de una ocasión los amigos de Hemingway trataron de convencerle para que no se casara, y él mismo se lo hizo saber a Hadley. En una de sus cartas, ésta trataba de despejar sus dudas. Si sus amigos tenían el más mínimo elemento de lógica, le escribió en una ocasión, deberían celebrar que el amor de su esposa pudiera ayudarle de alguna manera: «Somos COMPAÑEROS, Ernest, y si esa panda de desalmados cree que hay algo fatal en nuestros planes, deberían DECIR en qué consiste… Es inútil decir que soy la mujer perfecta para ti, todo esto podría ser un enorme, bendito error. Soy consciente de que no sé nada. Dios no me ha confiado ningún secreto al respecto. Del mismo modo, creo que tampoco les ha dicho nada a ellos»8.

Hemingway, por su parte, parecía temer que la vida matrimonial le impidiera seguir disfrutando de la naturaleza. En una carta a Bill Smith, escribía: «Uno ama dos o tres ríos más que ninguna otra cosa en el mundo, se enamora, y deja de importarle que los condenados ríos se sequen para siempre. Lo más diabólico es que el campo jamás me había tenido tan atrapado, esta primavera estoy sintiendo su llamada con más fuerza que nunca»9. Con todo, la perspectiva de pescar con menor frecuencia en el futuro no fue para Hemingway tan dura como los cambios de humor y episodios de ansiedad que sufrió en el transcurso de las muchas semanas que vivió alejado de su amada. Durante su vida adulta Hemingway sería incapaz de pasar demasiado tiempo solo, siempre necesitaría la compañía de una mujer que le proporcionara seguridad en su trabajo y calor durante la noche. En las cartas que le envió desde Saint Louis, Hadley tuvo que emplearse a fondo para contrarrestar el efecto de sus constantes pesadillas: «Ojalá pudiera estar allí para acariciarte y hacerte compañía hasta que el sueño te venciera suavemente. Entonces te besaría con toda dulzura y me iría, aunque no muy lejos, por si volvían los malos sueños»10. En una ocasión, Hemingway llegó a mencionar el suicido en una de sus cartas. «Qué significa eso? –le escribió ella–. Lo más malintencionado que se me ocurre decirte es que recuerdes que eso me destruiría definitivamente. Tienes que vivir, en primer lugar por ti mismo, y también por mi propia felicidad»11.

Hemingway llegó a Horton Bay el 28 de agosto, y mientras su madre preparaba la casa de verano para la luna de miel, él se fue a pescar durante tres días. Las horas previas a la ceremonia quedaron inmortalizadas en «Wedding Day», un cuento publicado póstumamente. Nick está en una habitación, vistiéndose en presencia de sus amigos. Todos beben de una botella de whisky. El personaje del cuento, en perfecto control de sí mismo, parece divertirse al constatar el nerviosismo de sus amigos: «Se preguntaba si reaccionarían igual si estuviera a punto de ser ahorcado». Es obvio que al novelista le habría gustado mostrar la sangre fría del protagonista de su relato. Sin embargo, Leicester, su hermano pequeño, aseguraba que al verdadero Hemingway le temblaban las piernas cuando entró en la iglesia12.

La luna de miel transcurrió, tal y como estaba previsto, en la casa familiar, a la orilla de Lake Walloon. Como de costumbre, el otoño llegó sin avisar, la temperatura descendió de la noche a la mañana, y ambos estuvieron resfriados parte del tiempo. Durante días fueron incapaces de dar con unas instrucciones que Grace les había dejado para ayudarles a encontrar todo cuanto pudieran necesitar, y a Hadley le costó representar por primera vez el papel de ama de casa. Aun así pudieron encender buenos fuegos en la chimenea, dormir en la enorme cama de Grace, y suavizarse la garganta con abundantes provisiones de vino caliente. La vida de Hadley había dado un vuelco de ciento ochenta grados, era muy difícil que nada ensombreciera la felicidad que para ella suponía haberse enamorado y casado con alguien tan especial en tan poco tiempo. A punto estuvo de conseguirlo Hemingway cuando decidió llevarla a Petoskey y le presentó a alguna de las chicas con las que había salido antes de conocerla. A Hadley no le consoló que lo hubiera hecho, como él mismo decía, para mejorar la imagen que ella tenía de él.

A continuación la joven pareja se instaló en un apartamento que Hemingway había alquilado en Chicago. Situado en una zona deprimida de la ciudad, Hadley se vio obligada a decorarlo sola. Aunque Hemingway había renunciado a su trabajo en The Cooperative Commonwealth, siempre encontraba una excusa para ausentarse la mayor parte del día. Muy pronto, la primera esposa de Hemingway se acostumbraría a entretenerse por su cuenta. Durante aquellas primeras semanas de casada, tan llenas de ilusiones como de interrogantes, su mejor amigo fue el propietario del colmado de la esquina, que Hadley recordaba como alguien que «sabía hablar, y que podía reconocer a una mujer que se sentía sola»13.

La historia se repetía. Al igual que su padre, que mientras no se posicionó como médico ganó menos que su mujer, Hemingway empezó su vida de casado dependiendo de los ingresos de Hadley. Afortunadamente, ésta recibió la noticia de la muerte inesperada de un pariente, y heredó un capital adicional de ocho mil dólares.

Aquella suma hacía que ya nada les impidiera emprender su vida en común en Europa. Lo único que les faltaba era acabar de decidir dónde. En el transcurso de una cena en casa del escritor Sherwood Anderson, a quien Hemingway había conocido a través de Y. Kenley Smith, empezaron a abandonar la idea de ir a Italia. Sherwood acababa de estar en París, y había vuelto entusiasmado. La debilidad del franco frente al dólar hacía la vida en Francia muy barata, y Anderson les podría poner en contacto con una comunidad de escritores e intelectuales de primer nivel. Hemingway, además, recuperó el contacto con el Toronto Star, y consiguió que los responsables del periódico se comprometieran a publicar las crónicas que él les enviaría desde Francia u otros países del viejo continente.

La pareja partió de Nueva York poco antes de navidad. Hacía unos días, Sherwood Anderson les había hecho entrega de unas cartas de presentación, destinadas a Sylvia Beach, Gertrude Stein, Ezra Pound y James Joyce.

8. PRIMER VIAJE A PARÍS: EL VÉRTIGO DEL LIENZO EN BLANCO

Desde mediados de 1918, de manera repetida, Miró se refirió en su correspondencia al «affaire Dalmau»1. Quería que el propietario de la galería que había acogido en Barcelona su primera exposición individual le organizara una muestra en París. En julio de 1918 lo mencionaba por primera vez: «…lo del affaire Dalmau, estancado por ahora. Es probable que en invierno se resuelva. Las cosas de Palacio van despacio. Mi incógnito Mecenas lo fue también de Picasso en sus inicios, está muy bien relacionado en París, muy amigo de Vollard. Buenas recomendaciones. Ya veremos qué saldrá de todo esto»2.

Unos meses más tarde, en noviembre, escribía a Ricart a propósito de unas posibles exposiciones de la Agrupación Courbet en Madrid, Bilbao y Girona, y después de referirse a las mismas como una «tournée de cómicos para el verano, temporada en la que los teatros de la capital están cerrados, y hay que ganarse las alubias donde se pueda», afirmaba que «las cosas no están para pensar en esto. Ahora la guerra se acaba por momentos, no nos hará falta ir a hacer comedia por los teatros de los pueblos (artísticamente y socialmente hablando, toda España) y podremos actuar en la capital (Europa)». Por último, Miró citaba a Ferdinand Foch, militar francés artífice de la derrota de Alemania en las últimas batallas de la conflagración mundial, y escribía: «Foch, en la actual ofensiva, decía pegar, pegar, pegar. Nosotros podremos decir PARIS, PARIS, PARIS»3.

En meses sucesivos, y a lo largo de 1919, las menciones a París se multiplicaron cuando escribió desde Barcelona o desde Mont-roig. En ocasiones solicitaba información sobre las condiciones económicas en la capital francesa, y le preguntaba a Bartomeu Ferrà si podría conseguir una remesa abundantes de siurells, unos alegres silbatos de arcilla, originarios de Mallorca y pintados de color blanco, verde y rojo, por los que el pintor siempre tuvo debilidad, y con los que esperaba darse a conocer en París: «Dalmau está muy animado; me aconseja que cuando vaya a París me lleve una partida; dice que allí hay negocio a hacer con eso, y que esas figuritas deslumbrantes servirían, al mostrarlas, para introducirme en muchos ámbitos y hacer más fácil que me conozca gente interesada en cosas nuevas»4. Que Dalmau sugiriera esos instrumentos ancestrales como carta de presentación de Miró en París, y que en un momento tan decisivo de su carrera el propio Miró se mostrara dispuesto a dejar que hablaran por él unos objetos tan simples y arcaicos, tan apegados a la tierra y a la cultura popular, dice mucho de la personalidad del pintor, de la imagen de modestia y de pureza que él mismo quería proyectar. Los siurells de Miró eran el equivalente de las máscaras africanas de Picasso. Años más tarde, Dalí escogería un instrumento mucho más moderno y rompedor, la película «Un Chien Andalou», que concibió con su amigo Buñuel, para ganarse el favor de los críticos más influyentes o miembros integrantes del grupo de los surrealistas.

En verano de 1919, Miró decía estar decidido a hablar con Dalmau «de la propuesta que me hizo de enviar obras mías a un marchante de allá, para preparar mi llegada… Lo que me interesa es pasar el mínimo de tiempo viviendo de la pensión que me den en casa; tú ya sabes la natural y fatal repulsión que tengo con eso… la cuestión es llegar a París con quien me saque las castañas del fuego y con dos mesecitos y viaje asegurados. Después ya las pasaremos blancas o moradas»5.

Otra constante en las cartas de esa época, previas a su primer viaje a París, era su resolución de «ir como luchador y no como espectador de la lucha, si se quiere hacer algo»6. En ese sentido, conforme pasaban los meses, fue relativizando las dificultades económicas que se pudiera encontrar, y mostrándose cada vez más seguro de poder afrontar la lucha con garantías: «La vida allí claro que está cara. El momento más propicio para intentar hacer algo es cuanto antes mejor. El abaratamiento de la vida sólo nos resolverá un mayor número de comodidades, de las que yo me veo con ánimos de prescindir»7. En otra carta, le escribía a su amigo Ricart: «A mí el mañana no me preocupa, lo que me interesa es el hoy… prefiero mil veces –lo digo con absoluta sinceridad– fracasar de forma absoluta, mortalmente, en París, que mantenerme a flote en estas aguas viles y apestosas de Barcelona»8.

A partir de octubre de 1919, fecha en la que Miró anunciaba que sus marchantes habían aceptado sus condiciones9, los acontecimientos se precipitaron. En noviembre, anunció que en el consulado de Francia le habían dicho que debía presentar un contrato de trabajo firmado por alguien de París o algún documento de peso, si quería que le dieran un pasaporte para ir a pintar y a estudiar: «Ahora acabo de hablar con Dalmau; por mi parte ya lo tengo solventado; el mismo marchante de París que me exponga (¡) ya se cuidará de firmarlo»10.

El 2 de marzo envió una primera postal desde la orilla del Sena, en la que anunciaba: «Sólo yendo por la calle ya he visto a Sisley y a Morisot. Esta mañana hemos ido con Ricart a casa de Picasso. Nos ha recibido muy bien en su taller; hemos visto todo lo que hacía, y nos ha enseñado muchas esculturas de arte negro y dos telas de Rousseau»11. La madre de Miró era amiga de la de Picasso, y una de sus tías, llamada Magdalena, era la madre de Jaume Sabartés, amigo de infancia y secretario personal de Picasso desde 1935. En el transcurso de unas entrevistas que concedió para una película sobre Picasso, realizada por Michael Blackwood en 1980, Miró afirmaba: «Fui a visitarle porque unos días antes de marcharme visité a su madre… de hecho, antes de conocer a Picasso había visitado durante varios años a su madre, a causa de la veneración que sentía por él… de modo que le dije ‘me voy tal día a París; si quiere algo para su hijo’… y entonces su madre me dio una ensaimada. Al día siguiente de mi llegada a París, cogí la ensaimada y fui a verle. En aquel entonces vivía en el número 21 de la calle Boétie, muy cerca de su marchante Paul Rosenberg. Llamé y le di la ensaimada. Me recibió muy bien y quedamos en vernos en otra ocasión. Fue el primer round… En cuanto llamé al timbre, vi frente a la puerta un retrato de mujer pintado por Rousseau que Picasso poseía desde hacía muchos años. Lo compró por cinco francos en el Marché aux Puces…»12.

Esta primera estancia en París puede considerarse una aproximación, por parte de Miró, al escenario de su consagración. Durante los próximos meses se alojaría en el Rouen, un hotel modesto, situado en el n.13 de la Rue Notre Dame des Victoires, en la orilla derecha del Sena, no muy lejos del Louvre. El propietario del Rouen ofrecía tarifas especiales para los huéspedes procedentes de Barcelona, ya que tenía una hija casada con un catalán13. En el transcurso de las siguientes semanas Miró se pasearía mucho, visitaría muchos museos y por esta vez habría de conformarse con ser, a pesar de sus firmes propósitos antes de partir de Barcelona, más espectador que actor.

En la primera carta extensa que escribió se mostraba deslumbrado por todo cuanto veía: «París, admirable; sol rosa y el Sena con niebla de beso. Pátina gris de los viejos edificios. Musical habla de las parisinas. Máxima educación y afabilidad». En la misma misiva enumeraba los museos que había visitado: «Musée Rodin. Femme nue de Renoir, divino. Van Gogh, estupendo. Rodin nos marea. Musée du Luxembourg. En la colección Caillebotte: Renoir siempre divino. Manet (Le balcon) superando a los castellanos (los formidables). Sisley, exquisito. Pissarro, un pintorazo. Monet, muy bien representado. Berthe Morisot, sensibilísima… Exposición Rosenberg, obras de Picasso y Charlot»14.

La masía, un Miró para Mrs. Hemingway

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