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I

Kalahari

Hace mucho tiempo, en una región famosa por sus desiertos y clima árido, existió una ciudad rodeada por muros de piedra y construcciones hechas de cal y canto. Ahí, entre pastores y comerciantes, vivió un niño de ojos oscuros. La ciudad se llamaba Sarabi. El niño, Johari.

Como todas las poblaciones desérticas, Sarabi estaba rodeada por dunas de arena y cielos anaranjados. Aunque el sol brillaba con fuerza durante el día, las noches eran frías y ventarrosas. Por eso, y para defenderse de los invasores, un rey de quien ya nadie recuerda el nombre, mandó construir un muro de piedra tan grande que, aun cuando la gente se fue y las casas desaparecieron, siguió resguardando la ciudad.

Dentro de sus muros, pero al margen de la vida cotidiana, había una casona de techos altos, patios chicos, habitaciones largas y ventanas estrechas. La casona era conocida como Kalahari, el lugar más triste del mundo. Y es que Kalahari era, desde siempre, el orfanato de Sarabi. Aunque nadie sabía con certeza quién lo fundó ni por qué lo llamó así, los pobladores aseguraban que había sido un explorador que pasó su vida recorriendo países lejanos y desiertos a simple vista infinitos.

—Lo llamó Kalahari porque en ese desierto perdió a sus padres —decían los ancianos.

—No —corregían los huérfanos—. Lo llamó Kalahari porque aquí, la gente siempre tiene sed.

Cualquiera que fuera la razón, el Kalahari de Sarabi se convirtió en el hogar de cientos de niños sin familia. Todos los años acudían parejas que por razones ajenas a esta historia no habían tenido hijos, y adoptaban uno, quizá dos de aquellos huérfanos. Por regla general, los niños adoptados con mayor facilidad eran los pequeños. Johari estaba por cumplir doce años, pero hasta entonces nadie había mostrado interés por él.

—Es su mirada —dijo el conserje.

Johari tenía los ojos más negros que nadie hubiera visto. Eso, y la serenidad en su expresión, hacían de él un niño capaz de intimidar a cualquier adulto.

Una tarde que, como cosa rara, el cielo estaba nublado, llegó a Kalahari un hombre mayor que se dedicaba al comercio de telas finas, su nombre era Nala. Según supieron aquel día, hacía muchos años, apenas unos meses después de contraer matrimonio, su esposa había enfermado. El comerciante mandó traer a los mejores médicos de la región, gastó cuanto tenía en remedios y mandó poner ofrendas en todos los templos de Sarabi. Al final, nada de lo que hizo evitó que al cabo de poco tiempo su mujer muriera.


Aunque Nala enviudó siendo joven, no quiso volver a casarse, dedicó los años de su adultez a trabajar, y nunca tuvo hijos. Ahora, en lo que él llamaba el invierno de su vida, buscaba un muchacho fuerte e inteligente. Alguien que le ayudara a pasar sus días en compañía y sacar provecho de su hacienda. Desde la primera visita que hizo al orfanato, Nala se interesó por Johari. Siempre dijo que veía en él una mente despierta e inusualmente reflexiva. Como buen comerciante, observó todos los detalles en relación con el niño. No solo su complexión y figura, también su temperamento, facilidad de aprendizaje y capacidad para solucionar problemas.

Pasaron algunos días antes de que finalmente Nala completara los trámites de adopción, y Johari se instalara en su nuevo hogar. La casa y sus alrededores eran todo lo que el huérfano imaginaba, pero la vida no fue lo que esperaba. Su padre adoptivo cumplía con darle tres comidas al día y una habitación tan cómoda y bien orientada como la suya. Sin embargo, era un hombre serio, reservado con las palabras y, además de exigirle al menos cuatro horas de estudio que empezaban con el alba, debía cumplir una jornada de trabajo que duraba del almuerzo a la merienda. Con el tiempo, Johari empezó a lamentar su suerte. Estaba exhausto y al llegar a casa, lo único que quería era dormir, había noches en las que incluso extrañaba Kalahari.

Como Nala sospechaba, el niño creció de prisa. Al cumplir los catorce años nada quedaba del pequeño desnutrido que había dejado el orfanato tiempo atrás. Además de ser más fuerte y considerablemente más alto que muchos adultos, Johari desarrolló un carácter bien definido, aunque ciertamente sombrío.

Empezaba el otoño cuando Nala sintió que le dolían los huesos. Según el diagnóstico del médico eran achaques de la edad, y como único remedio, le aconsejó permanecer en casa tanto como fuera posible. Preocupado por el tratamiento prescrito, el comerciante mandó llamar a Johari.

—Se acerca el cumpleaños del emperador —dijo gravemente—. El sastre de la corte espera seis rollos de seda, y yo no puedo viajar. Tendrás que ir en mi lugar.

La sola mención del emperador hizo que Johari se sintiera indispuesto.

—No puedo presentarme en el palacio —dijo el niño temeroso de abandonar los muros de Sarabi—. Esperemos a que sanes. Juntos viajaremos tan lejos como sea necesario.

—Eres mayor y, más importante aún, eres mi hijo. Sabrás lo que debes hacer cuando estés ahí. Prepara tus alforjas y los rollos de seda.

Apenas pronunció la orden, Nala le entregó un pergamino. Era la ruta que, por primera vez, debía recorrer solo. También le dio unas monedas para solventar los gastos, y a modo de comprobante de la transacción, un recibo que debía devolver con el sello imperial. Sabiendo que no había pretexto que valiera ni argumento suficiente, Johari aprestó los enseres necesarios y a la mañana siguiente, con un par de camellos bien cargados, emprendió el viaje.


Johari

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