Читать книгу Johari - Alexandra Campos Hanon - Страница 9

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II

El pozo de Nostos

Cumplía su quinto día en el desierto cuando Johari encontró un pozo, nunca antes lo había visto. Era la primera vez que viajaba solo, pero conocía el camino y no recordaba que estuviera ahí. Revisó el mapa de su padre: nada, ni una referencia de aquel hallazgo. De pronto se sintió cansado, miró a lo lejos y suspiró. La belleza del atardecer ocupó su mente.

Después de revisar las patas de los camellos y verificar su buen estado, Johari sopesó el ánfora que cargaba en sus alforjas. Aunque todavía quedaba un poco de agua, estaba en el desierto, esta razón era suficiente para rellenarla cuantas veces fuera posible. Al acercarse al pozo descubrió que estaba seco. Decepcionado, estudió por segunda vez el mapa que todavía sostenía en la mano y confirmó la ruta que había seguido hasta el momento, si todo iba bien, antes de caer la noche encontraría una vinatería. En medio de aquella soledad contempló el cielo que, de azul y rojo, parecía violeta. Un paisaje amoratado, el color de quien se siente solo: melancolía, una tristeza sutil como los grillos, pero cierta. No podía evitarla, tampoco evadirla, se movía con él. La conocía de siempre y sabía que invariablemente llegaba con la tarde.

El niño permaneció quieto en medio de la penumbra. Una penumbra que prometía la oscuridad más absoluta. Imaginó el mundo como una extensión de aquel pozo que parecía extraviado y sin fondo. Después de rodear lo que ahora le parecía un abismo, encontró una inscripción: NOSTOS, leyó en voz alta. Obedeciendo al llamado, una voz respondió.

—Hola.

Lo primero que pensó fue que el desierto le jugaba una broma. Era común escuchar historias sobre viajeros que alucinaban con mil y un desvaríos: animales, cantos, manantiales, incluso dos o hasta tres soles.

—Tengo sed —escuchó de nuevo.

Confundido, Johari recorrió el horizonte con la mirada para confirmar que, efectivamente, estaba solo. Es ridículo, pensó. No podía estar escuchando una voz de mujer, y mucho menos una voz de mujer que viniera del fondo de la tierra. Contradiciendo la lógica de su razonamiento, dudó.

—¿Hola? —dijo Johari quizá demasiado fuerte.

—No hace falta gritar.

—Lo siento —se disculpó el niño—. ¿Se puede saber quién eres?

—La bruja de Nostos.

—¿La bruja de quién?

—De Nostos —repitió la voz.

Movido por el instinto, Johari se alejó de prisa. Cuando llegó al lugar donde esperaban los camellos descubrió que había olvidado su ánfora. Ahí estaba, en la orilla del pozo. Por eso regresó. Por eso, y quizá por las ganas de encontrar algo que, sin comprender del todo, buscaba desde hacía tiempo.

—¿Cómo llegaste ahí? —preguntó el niño. — ¿Cuánto tiempo llevas dentro?

—Tengo sed.

—Espera. Voy a sacarte.

Una carcajada hizo eco a través del encierro. Johari se sintió molesto ante la imprudencia de aquella mujer que, a pesar de verse en semejante situación, tenía la insensatez de reír.

—Para sacarme de aquí —dijo Nostos—, necesitas mucho más de lo que puedes ofrecer. Lo único que quiero es un poco de agua.

—Es agua lo que vine a buscar.

—Este pozo, como puedes ver, está seco. Pero tu cántaro Johari, está, si no lleno, cuando menos a medio llenar.

Sin darse cuenta, el niño ocultó su ánfora. Su ánfora y su sorpresa.

—¿Qué clase de pozo es este que no tiene agua? —dijo con intención de callar la verdadera pregunta: ¿cómo sabe mi nombre?

—Es un pozo de recuerdos.

—¿Recuerdos de quién?

—De todos los hombres.

—¿También los míos?

—Si. Los tuyos también.

Incrédulo, Johari escuchó la historia de aquella mujer a la que, según dijo, habían engañado hacía tiempo. Antes de convertirse en la prisionera de Nostos, su nombre era Sorcha. Tenía quince años cuando por azares del destino llegó al pozo. Valiéndose de palabras y enredos, la bruja que entonces guardaba los recuerdos, la embaucó y conjurando su propio encierro, escapó dejándola a ella en su lugar. Habían pasado más de cien años, desde entonces, Sorcha era Nostos, la moradora del pozo, la custodia del olvido. Porque ahí, explicó la mujer, solo llegaban los recuerdos extraviados. Los que nadie ha querido, o los que simplemente nadie ha sabido conservar.

Como prueba de su historia, Johari pidió a Nostos que le mostrara un recuerdo. Uno que él pudiera reconocer y saberlo suyo. Contrario a lo que esperaba, ella, sin poner objeciones, aceptó. En el centro del pozo apareció un chiquillo de ojos negros… a su lado corría un perro lanudo de tres colores, orejas cortas y cola larga.

—Te equivocas —dijo Johari—. Yo no tengo perro.

—Lo tuviste —respondió la bruja —. Hace tiempo.

Aunque algo despertó en un rincón de su memoria, Johari negó no solo la posibilidad de haber tenido un perro, sino la probabilidad de haberlo tenido y olvidarlo por completo.

—Kenji —insistió Nostos—, así lo llamaste. Hasta hoy su recuerdo permaneció conmigo. Ahora te pertenece.

—Si eso es cierto —se aventuró a cuestionar el niño —, ¿dónde está?, ¿Qué fue de él?

—No puedo hablar de los bienes que resguardo. Si quieres saber —sentenció la moradora— deberás pedir un segundo recuerdo.


Lleno de curiosidad, Johari pidió. Nostos, según correspondía, cumplió. En medio del pozo apareció una nueva escena. Esta vez pudo reconocer los muros de Kalahari. Ahí estaba: el mismo chiquillo tiempo atrás. Entonces debía tener seis, quizá siete años. Se vio a sí mismo de pie junto a la ventana, miraba hacia la calle donde Kenji esperaba… donde Kenji debía esperar. Johari quería escapar del orfanato, se irían juntos. No supo cuántas mañanas pasaron, pero ese día, el perro desapareció. ¿Y Kenji?, se preguntó mientras buscaba. ¿Dónde está?, repitió mil veces mientras lloraba.

—Nunca lo volví a ver —recordó Johari. La tristeza de antaño regresó y se hizo fuerte. Era un dolor que al margen de la memoria había madurado. —¿Cuánto tiempo ha pasado?, ¿Cuántas cosas he olvidado a lo largo de los años?

—Más de las que puedes contar —respondió la bruja.

—Muéstrame… ¡Muéstrame todos mis recuerdos!

—No puedo. No todos. Si lo hiciera quedarías preso en el pozo de la nostalgia.

—Parece una buena prisión. Tú misma prefieres quedarte ahí.

—Prefiero… o no. Como sea, yo existo para morar el pozo y el pozo existe gracias a mí.

Pensando que no tenía nada que perder, y deseando conocer aquellas memorias tan huérfanas como él, Johari se ofreció a permanecer en su lugar.

—De ese modo —le dijo—, podrás ser libre.

Entonces supo que, como el resto de los pozos habitados, el pozo de los recuerdos tenía cinco reglas.

—¿Puedo saber cuáles son?

—Puedes. Si sabes leer.

Por primera vez, el niño reparó en la inscripción grabada sobre una lápida de piedra:

I.

La moradora del pozo debe de ser mujer y, cualquiera que sea su nombre, responder al de Nostos.

II.

Nostos no puede salir a menos que alguien ocupe su lugar.

III.

Nunca, bajo ninguna circunstancia, la moradora debe hablar de lo que guarda.

IV.

Los visitantes del pozo pueden recuperar tres, y solo tres recuerdos. A cambio deben dejar algo que la moradora necesite.

V.

Nadie, no importa quién, podrá encontrar dos veces el mismo pozo.

Ahí estaban las reglas según las cuales Johari no podía ocupar el lugar de Nostos; tampoco encontrar de nuevo aquel pozo que guardaba fragmentos de su pasado, ni pedir más de…

—¿Tres recuerdos? —preguntó el niño.

—Llevas dos —advirtió la bruja.

Johari se sintió engañado. El de Kenji era, en su opinión, un recuerdo entrañable, pero ciertamente, de haber tenido oportunidad de elegir, su elección habría sido otra.

—Son las reglas — se justificó Nostos.

—Las reglas pueden romperse.

—No todas, no siempre y no por cualquiera —dijo la bruja. A modo de consuelo le recordó lo que ya sabía—. Te queda uno. Elige, si no con sabiduría, al menos con inteligencia.

Johari

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