Читать книгу La Tierra y el Campesino - Alfonso Amezcua Barragán - Страница 11

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“El maíz y el cacahuate requerían de trabajos urgentes; para ello se tuvo que contratar a quince peones, quienes no hacían el trabajo con el ritmo adecuado. Mi padre les decía “apúrense a trabajar”, y no le obedecían. “Me voy a unir con los peones como si fuera uno más”, decidí, y de esa manera, yo me tuve que colocar en un extremo de todos ellos para administrar el tiempo. A mi papá le dio mucho gusto que yo le fuera útil, recuerdo que por eso no me dejaba ir al internado”.

Alfonso, trabajador de la tierra

Nací en Citala y ahí desarrollé las etapas tempranas de mi existencia; es un valle o llanura rodeado de cerros y montañas de diferentes tamaños y alturas, entre los que se destacan el Cerro de la Peña y el Cerro del Fraile; este último, debido a las actividades y acontecimientos que sucedieron en él, era y es un lugar de agostadero con pasturas nutritivas para el ganado, principalmente para las vacas lecheras que se ordeñaban en ese lugar. Los terrenos también eran propicios para sembrar, tanto en planicies, como en cerros, en los llamados “ecuaros o cuamiles”. En éstos, solo se sembraba maíz, frijol y calabaza.

Por otra parte, en ese lugar también sucedió una revuelta armada entre ejidatarios y hacendados, en la que murieron diez campesinos que aspiraban al reparto de tierras. Asimismo, es importante destacar la trascendencia de un hecho sucedido en 1947, y que incidió en que la pobreza de muchos campesinos fuera mayor, porque se cometió la matanza de ganado vacuno con motivo de la fatal e inventada fiebre aftosa. Se conoció que tanto el gobierno federal, como el estatal de aquel entonces autorizaron dicha matanza a pedimento o presión del gobierno de los Estados Unidos, la cual provocó mayor pobreza y desamparo entre los campesinos, porque los obligaron a llevar al matadero a su ganado sin estar enfermo. Los habitantes quedaron en auténtica desgracia, porque, incluso, se mató a las vacas que producían leche. Los rumores argumentaban que el país vecino no tenía a dónde exportar carne, leche y sus derivados que producía y, con el pretexto de la fiebre aftosa y del desabasto generado, México los importaría.

Puedo afirmar que, en Citala, la vida de la mayor parte de los campesinos era tranquila. Como trabajaban las tierras de temporal, la falta de lluvia generaba espacios prolongados sin trabajo, con lo cual se originaba la ociosidad “reina de todos los vicios”. Esto propiciaba que los adolescentes, los jóvenes y los adultos cayeran en algunos riesgos perjudiciales para su vida futura, como el abuso de bebidas embriagantes, caer en adicciones y en la delincuencia. De la misma forma, fueron víctimas de los juegos de apuestas, como la baraja y el billar. Obviamente, a partir de esto se originan las preocupaciones, debido a los vicios que se pueden adquirir y perpetuar.

A. Costumbres y vivencias del campesino

En los pueblos las costumbres y rutinas de trabajo en las que se ocupan los campesinos desde muy temprana edad y hasta en años avanzados son muchas; era común que mis padres me ordenaran llevar a cabo ciertos quehaceres en casa y en el campo. Por ejemplo, asistir a la escuela primaria; llevar alimentos a familiares y peones que trabajaban en ocasiones la parcela de mi padre; cortar zacate para alimentar a los animales y llevarlos a beber agua en el río; ir a los cerros a cortar leña seca para la cocción de alimento; quitar las hierbas nocivas que perjudican a las plantas; cuidar y cultivar las plantas más comunes que se sembraban: el maíz, el frijol y las hortalizas, de las que hablaré más adelante.

Otras vivencias y distracciones eran que los niños, los adolescentes y los jóvenes, confeccionábamos nuestros propios juguetes. Los trompos, las resorteras, los trabucos, los papalotes, los carritos con las cajas de cerillos clásicos eran los más comunes, pero también jugábamos a las canicas, a la rayuela y a los encantados. Por la noche, bajo la luz de la Luna, contábamos cuentos de espanto y chistes. Esos eran mis juegos y pasatiempos favoritos y los compartía con los amigos de edades similares.

Era triste experimentar que los Reyes Magos o Santa Claus se olvidaban de la mayoría de los niños campesinos. Por lo menos a mí –por la escasez de recursos– nunca me traían juguetes o regalos, y aunque cada año ponía mis guaraches de correas arriba de las tejas de la casa, siempre los recogía vacíos; pero eso sí, me las ingeniaba para confeccionar mis propios juguetes.

B. Importancia de la educación de los campesinos

La educación era y sigue siendo primordial para el ser humano y no se diga para la clase campesina. Tuve la fortuna de estudiar hasta el cuarto año de primaria en la escuela rural de mi pueblo, que estaba instalada en un bodegón largo con paredes de adobe, techo de morillos y teja, que en época de lluvias goteaba por varios lados; las mesas y las sillas de madera estaban deterioradas, no había agua potable, no existían baños y mucho menos electricidad; el recreo se hacía en la calle de tierra.

Oficialmente, sólo se cursaba del primero al cuarto año de primaria y era lo único que se podía estudiar. Las clases las daba un solo maestro y en ocasiones, un alumno improvisado lo apoyaba en alguno de los grados. Como puede observarse, la escuela era un ejemplo más de las limitantes y la pobreza. Terminé la primaria cursando tres veces el cuarto año en mi pueblo y el sexto grado en un internado para campesinos, ubicado en Pacana, Jalisco.

Descubrí que eran muy precarios los conocimientos de algunos maestros, aunque debo decir, que de otros –muy pocos–eran aceptables sus enseñanzas. Es necesario hacer hincapié que estudié la primaria hace aproximadamente 70 años; sin embargo, aunque ahora existen miles de escuelas primarias, tal vez en peores condiciones, no ha cambiado la situación de muchos de los campesinos, quienes siguen en la ignorancia y son analfabetos, lo cual abona a su explotación. Ejemplos de esto se pueden ver hasta en películas, como El analfabeto y El profe, protagonizadas por Cantinflas, que fue, para mi gusto, el cómico más connotado de México, en cuyas películas, sobre todo en las últimas, siempre dejó un mensaje aleccionador. Otro ejemplo es La ley de Herodes, de Luis Estrada y protagonizada por Damián Alcázar, excelente actor que también ha dejado huellas positivas en su lucha contra las atrocidades indebidas que acostumbran algunos políticos.

Por lo antes dicho se desprende que la ignorancia ha sido la tierra de cultivo para que algunos políticos y empresarios abusivos puedan cometer atropellos sin escrúpulos, ya sea en forma personal o asociados y coludidos con otras personas, en los tres niveles de gobiernos. Por esto, es primordial que las comunidades campesinas y los pueblos indígenas tengan acceso a la educación, para que tengan los conocimientos indispensables para defender sus derechos.

C. Percances personales, algunos con riesgo de perder la vida

Los campesinos tienen la costumbre de experimentar varias cosas inesperadas, pero que son consideradas comunes en el campo. Por ejemplo, las mordidas y los piquetes de bichos ponzoñosos; soportar las inclemencias de la intemperie (granizales, lluvias torrenciales, inundaciones, rayos, centellas, sismos, entre otras), además de caídas, golpes, accidentes y heridas de cualquier índole, provocados por jinetear becerros, burros, caballos o levantar objetos cuyo peso no es propio de la corta edad, entre otros.

Entre los seis y los 15 años llegué a experimentar algunos de esos percances en carne propia, algunos de los cuales, quisiera describir a continuación:

• Hay caídas y golpes en la adolescencia y juventud, cuyos efectos negativos no se advierten de inmediato, pero sí resultan nocivos con el paso de los años. Eso fue lo que lamentablemente me sucedió, ya que a mediados de 1993 se presentaron las secuelas de aquellas acciones y tuve que recurrir al Instituto Nacional de Neurología porque no podía levantarme de la cama: mi espina dorsal dejó de soportar el peso de mi cuerpo. En el instituto los doctores me atendieron de maravilla –iba bien recomendado por un funcionario de la Secretaria de Hacienda, recomendación que acepté, pues me dio tranquilidad por la atención que me brindarían los especialistas–. No obstante estar agradecido del favor que se me dispensaba, reflexioné que, en nuestro país, por desgracia, sólo las recomendaciones de alto nivel abren puertas como en este caso y quizá en otros de diferente naturaleza.

En este problema de salud, lo primero que ordenaron los médicos fue que me sacaran una resonancia magnética que abarcara las lumbares L-4 y L-5, ya que ahí se encontraba la molestia, y tras los resultados, opinaron que era necesario operarme; determinaron que las lesiones provenían de muchos años atrás, probablemente por caídas bastante severas. Diferí la operación para pedir opiniones de otros especialistas, pero ninguno me dio seguridad de que quedaría medianamente bien. Ante tales circunstancias hice terapias en el mismo instituto con la esperanza de mejorar, pero solo fueron paliativas. Entonces fui a ver a don Camilo, un huesero que me habían recomendado.

En ese entonces ya usaba una plantilla en uno de los pies, como de 12 milímetros de espesor. Le llevé los estudios y las radiografías, pero me dijo que él no necesitaba ver nada de eso, solo me preguntó: “¿no lo operaron, o sí?”, le dije que no, y él respondió: “está bien, porque yo no curo a personas que hayan sido intervenidas quirúrgicamente”. Procedió a hacer su trabajo y me dijo: “cuando salga de esta primera curación ya no usará la plantilla, le voy a alinear los pies para dejarlos en su estado normal”; así fue y ya no volví a utilizar la plantilla. Lo seguí frecuentando, sentí que me había curado las lumbares; así, sin ningún problema, pasaron 18 años. Fue hasta 2011 cuando volvió la molestia y entonces sí me sometí a la primera operación de la columna vertebral con el magnífico doctor Broc, un cirujano de origen francés. Él me operó de nuevo por un fibroma, resultado de la primera operación, en el Hospital Adolfo López Mateos del ISSSTE.

• En una ocasión me acompañó una persona, también de mi edad, a traer unos quelites, un alimento propio para los cerdos, a una parcela sembrada de milpas, las cuales estaban a punto de espigar y jilotear. Le presté mi casanga de filo, pues él también andaba en busca de dicha planta. Estábamos como a treinta metros de distancia cuando le pedí que me devolviera la casanga. Como las milpas impedían que nos viéramos, me lanzó la herramienta por encima de las milpas y me pegó en el pie derecho, haciéndome una herida grande y aparatosa entre los dedos gordo y el contiguo. Ahora, cada vez que me veo la cicatriz recuerdo aquel incidente, que me dejó marcado para siempre.

Todavía me queda la duda si quiso hacerme daño, porque cuando pienso en esa persona recuerdo que, a pesar de su corta edad, cada vez que se encontraba en la calle con mi padre deliberadamente le faltaba al respeto, diciéndole “pilleta”, una palabra despectiva que se derivaba de Elpidio, el nombre de mi padre. Por prudencia mi progenitor se aguantaba y esperaba poder hablar seriamente con el padre del muchacho para que corrigiera su conducta; no obstante, a dicho señor le adjudicaban, y él mismo se ostentaba, haber realizado varios actos delictivos, lo que podría corroborar mi hipótesis. Pero ¿qué tal si la herramienta me pega en la cabeza o en otra parte del cuerpo?, tal vez ahora no lo estaría contando.

• Uno de los recuerdos que aún me pone nervioso, sucedió cuando tenía ocho años. Les platico: primero debíamos preparar la tierra para barbechar; después hacer los surcos y sembrar con la yunta de bueyes. Para que mi hermano mayor Arturo unciera los bueyes, en la parcela ya se tenían el arado, el yugo, el barzón, las coyundas y el otate; pero, antes que nada, desde las cinco de la mañana debíamos llevar a los animales a pastar en un lugar de agostadero llamado Cerro de la Falda, para después iniciar el trabajo a las ocho.

En aquella ocasión, eran las diez de la mañana y uno de mis hermanos no llegaba con el almuerzo. Llegó como a las once y ya tenía un hambre insoportable. Inmediatamente comencé a comer, me atraganté y por comer tan de prisa se me atoró en la garganta –el costal pequeño donde venía la comida no traía ningún líquido para tomar–. Desesperado por encontrar agua, corrí a un árbol en donde otro campesino, minutos antes, había colgado un morral con una botella llena de agua de un color medio blanco. Con ansiedad me la empiné, sin saber que lo que me había tomado era cianuro disuelto en agua, que se utilizaba para acabar con los hormigueros que devoraban los sembradíos. Acto seguido, me revolcaba de dolor entre las piedras, sentía lumbre en la garganta, me provoqué el vómito y, con fuerza, aventé todo afuera. Me quedé con un intenso ardor, que fue disminuyendo poco a poco hasta que se me quitó varias horas después. Imagino que mi salvación fue la comida que tenía atorada, la cual impidió que el veneno pasara a mi estómago. Por lo visto no me tocaba morir tan joven.

• A propósito de juegos, en una noche de luna llena, cielo despejado y estrellado jugábamos a los encantados. De pronto recibí una patada muy fuerte en la parte trasera de la pierna izquierda, arriba de la rodilla, de un tipo de mayor edad (su nombre ni lo menciono por ser la misma persona que, al paso de los años, le quitó la vida a mi hermano mayor Arturo sin razón alguna y por consecuencia –este asesino desdichado y cobarde– dejó en la orfandad a doce de mis sobrinos, la mayoría de ellos pequeños). A mis padres no les comenté del golpe ni quién me lo había dado.

Pasaron como dos semanas y descubrí una bola medio dura y comencé a caminar de forma anormal. Me dolía mucho y ya no pude ocultarlo –obviamente recibí una regañada ejemplar–. Me llevaron a Teocuitatlán para que me examinara un doctor y dijo que no se podía erradicar la protuberancia, por haberse formado un absceso muy avanzado, y que se debía operar lo antes posible. Al día siguiente mi padre y yo nos trasladamos a la Ciudad de México y de allí al municipio de Acolman en el Estado de México, para que me operara el médico militar Enrique Martínez, el esposo de mi prima Guadalupe Zavala Amezcua. Dos días después, me intervino sin anestesia, me agarraron entre tres personas y grité mucho por el intenso dolor. El doctor comentó que había estado a punto de gangrenarse la pierna, ya que el absceso estaba a milímetros de llegar al hueso.

• Otro incidente que sucedió más o menos a la misma edad, fue cuando monté a pelo, es decir, sin silla de montar, a un burro llamado Canelo. Era un animal brioso e inquieto y me gustaba montarlo porque lo hacía correr por veredas escabrosas con curvas y piedras. En una de ésas, a todo galope, el animal dio un quiebre en una curva y yo, como iba distraído y risa y risa, no pude reaccionar y me tumbó; fui a dar de frente contra las piedras, se me fracturó uno de los dientes anteriores, el cual me duró roto por muchos años.

En otra ocasión, Canelo se volvió incontrolable, pues siempre que se encontraba con la burra que montaba un señor mayor e inválido de apellido Reyes, quería ayuntarla. En aquella ocasión, no pude impedir que Canelo lo hiciera, llegó un momento en que el animal se subió a la burra y sujetó, con el hocico, la nuca del señor. Pensé de inmediato que iba a lastimarlo o quizá a matarlo, así que con el guango que traía para cortar leña, le pegué con fuerza con la parte de la herramienta que no tiene filo, en el hueso de arriba de la nariz para que lo soltara. Afortunadamente no pasó nada que lamentar.

• Un recuerdo más que viene a mi mente, con relación a los animales, fue cuando a mi padre se le ocurrió comprar un caballo de carreras –media sangre–, que era veloz y le apostaban cuando corría contra otros caballos. Mi trabajo cotidiano era llevar a las vacas para que pasaran por la Puerta del Leonero, y, de esa manera, se fueran al cerro a pastar; entonces le dije a mi padre que me prestara el caballo que había comprado. Se negó la primera vez, pero luego me lo prestó. Le puse una soga en el pescuezo y, con la misma soga, un bozal en el hocico –no se nos ocurrió ponerle el freno al caballo– y lo monté a pelo.

De ida fue tranquilo arrear a las vacas; las dejé después de la puerta y la cerré. Recuerdo que mi padre me acababa de comprar un sombrero nuevo, “como para presumirlo montando el caballo”. Una vez solo en el camino empecé a correr el caballo, rápidamente tomó velocidad, le jalaba con fuerza la soga y no se paraba, le daba manotazos en la crin y corría más, no lo podía controlar. Se me cayó el sombrero y pensé que los arrieros, quienes minutos antes habían pasado con burros y mulas cargados, se lo iban a encontrar y no me lo regresarían. Ante ello, y para que el caballo desbocado se detuviera, se me ocurrió amarrar mis manos con la soga y deslizarme por el cuello del caballo, caer al suelo y que con mi peso soportado únicamente por el bozal en el hocico del caballo, debía detenerse. Efectivamente, el animal se paró temblando, pero no sin antes haberme arrastrado, entre las piedras, como diez metros. Por supuesto, me pude haber matado, por un pisotón del caballo o una piedra en la cabeza; después pensé que fue una imprudencia terrible de mi parte.

La Tierra y el Campesino

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