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PRIMERA PARTE LA MANIPULACIÓN MEDIANTE EL LENGUAJE. VISIÓN SINÓPTICA 1. QUÉ SIGNIFICA MANIPULAR

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Manipular equivale a manejar. De por sí, únicamente son susceptibles de manejo los objetos. Un bolígrafo puedo utilizarlo para mis fines, cuidarlo, canjearlo, desecharlo. Estoy en mi derecho, porque se trata de un objeto. Nos hallamos en lo que suelo denominar nivel 1 de realidad y de conducta. Manipular —en el sentido ético preciso— es tratar a una persona o grupo de personas —que pertenecen al nivel 2— como si fueran objetos, a fin de dominarlos fácilmente. Esa forma de trato supone un envilecimiento injusto, por cuanto rebaja las personas al nivel 1.

Esta reducción ilegítima de las personas a objetos es la meta del sadismo. Ser sádico no significa ser cruel, como a menudo se piensa. Implica tratar a una persona de tal manera que se la rebaja de condición. Ese rebajamiento puede realizarse a través de la crueldad o a través de la ternura erótica.


a) Cuando, en tiempos recientes, se introducía a un grupo numeroso de prisioneros en un vagón de tren como si fueran paquetes, y se los hacía viajar así durante días y noches, no se intentaba tanto hacerles sufrir cuanto envilecerlos. Al ser tratados como meros objetos, en condiciones infrahumanas, acababan considerándose unos a otros como seres abyectos y repelentes. Tal consideración les impedía unirse entre sí y formar estructuras sólidas que pudieran generar una actitud de resistencia. Reducir una persona a condición de objeto para dominarla sin restricciones es una práctica manipuladora sádica. Lo mismo cabe decir de la reducción de una comunidad —estructura formada por personas— a mera masa, simple montón amorfo de individuos.

b) Por su parte, la caricia erótica reduce la persona a cuerpo, a mero objeto halagador. Es reduccionista, y, en la misma medida, sádica, aunque parezca tierna. La caricia puede ser de dos tipos: erótica y personal. Para comprender lo que es, en rigor, el erotismo, recordemos que, según la investigación ética contemporánea, el amor conyugal presenta cuatro aspectos o ingredientes:


• la sexualidad, con cuanto implica de atracción instintiva hacia otra persona, de halago sensorial, de conmoción psicológica…;

• la amistad, forma de unidad estable, afectuosa, comprensiva, colaboradora, que debe ser creada de modo generoso, ya que no poseemos instintos que, puestos en juego, den lugar a una relación de este género;

• la proyección comunitaria del amor. El hombre, para vivir como persona, debe crear vida comunitaria. El amor empieza siendo dual y privado, pero alberga en sí una fuerza interior que lo lleva a adquirir una expansión comunitaria. Esto sucede el día de la boda, cuando la comunidad de amigos y —en el caso religioso— de creyentes acoge el amor de los nuevos esposos;

• la relevancia y fecundidad del amor. El amor conyugal tiene un poder singular para incrementar el afecto entre los esposos y dar vida a nuevos seres. Nada hay más grande en el universo que una vida humana y el amor verdadero a otra persona. Por eso el amor conyugal ostenta una relevancia singular, una plenitud de sentido y un valor impresionantes.


Estos cuatro elementos (sexualidad, amistad, proyección comunitaria, relevancia) no deben estar meramente yuxtapuestos, el uno al lado del otro. Han de estar estructurados. Una estructura es una constelación de elementos trabados de tal forma que, si falla uno, se desmorona el conjunto.


Ahora podemos comprender de modo preciso qué es el erotismo. Consiste en desgajar el primer elemento, la sexualidad, para obtener una gratificación pasajera, y prescindir de los otros tres. Ese desgajamiento puramente pasional destruye el amor de raíz, lo priva de su sentido pleno y su identidad. Por eso es violento, aunque parezca cordial y tierno. Pongo en juego la sexualidad a solas porque me interesa para mis propios fines, y prescindo de la amistad. En realidad, no amo a la otra persona; deseo el halago que me producen algunas de sus cualidades. Dejo, asimismo, de lado la expansión comunitaria del amor. No presto atención a la vida de familia que está llamado el amor a promover. Me recluyo en la soledad de mis ganancias inmediatas. Por eso reduzco la otra persona a mera fuente de gratificaciones para mí. Esa reducción desconsiderada es violenta y sádica. Puedo jurar amor eterno a esa persona, pero serán palabras vanas, pues lo que entiendo aquí por amor no es sino interés por saciar mi avidez erótica.

Conviene mucho distinguir con nitidez los dos planos en que podemos movernos: el corpóreo y el espiritual, el que es susceptible de manejo —nivel 1— y el que reclama una actitud de respeto, propia del nivel 2. Cuando una persona acaricia a otra, pone su cuerpo en primer plano, le concede una atención especial. Siempre que unas personas se relacionan con otras, su cuerpo juega cierto papel en cuanto les permite hablar, oír, ver… Si no se trata de una comunicación afectiva, el cuerpo ejerce función de trampolín para pasar al mundo de las significaciones que deseamos transmitir. Hablamos durante horas de un tema y otro, y al final recordamos perfectamente lo que dijimos, la actitud que adoptamos, los fines que perseguimos, pero posiblemente no sabemos de qué color tiene los ojos nuestro coloquiante. Nos vimos, pero no detuvimos nuestra atención en la vertiente corpórea. No sucede así en los momentos de trato amoroso. En estos, el cuerpo de la persona amada cobra una densidad peculiar y prende la atención de quienes se manifiestan su amor. El amante atiende de modo intenso al cuerpo de la amada. Si ve en él la expresión sensible del ser amado y toma su gesto de ternura como un acto en el cual está incrementando su amor a la persona, su modo de acariciar tendrá un carácter personal. En tal caso, el cuerpo acariciado adquiere honores de protagonista, pero no desplaza a la persona, la hace más bien presente de modo tangible y valioso. La caricia personal no se queda en el cuerpo; se dirige a la persona. Cuando dos personas se abrazan, sus cuerpos entrelazados juegan un papel sobresaliente, pero no constituyen la meta de la atención; son el medio expresivo del afecto mutuo. La persona, en tal abrazo, no queda relegada a un segundo plano. Al contrario, es realzada.

En cambio, si la atención se detiene en el cuerpo acariciado, sencillamente por el atractivo sensorial que implica tal gesto, el cuerpo invade todo el campo de la persona. Esta es vista como objeto, realidad asible, manejable, poseíble, disfrutable… Pero a un objeto no se lo ama, se lo apetece solamente. De ahí el carácter penoso de la expresión «mujer-objeto» aplicada a ciertas figuras femeninas exhibidas en algunos espectáculos como objeto-de-contemplación, o tomadas en la vida diaria como objeto-de-deseo-y-posesión. Si siento hambre y soy goloso, compro un pastel y me lo como. Con ello, el pastel desaparece, pero yo no lo lamento, diciendo: «¡Qué lástima, que no volveré a verlo. Con lo que yo le quería..!». En realidad, no le quería; lo apetecía, que es bien distinto. Amar acontece en el nivel 2; apetecer es propio del nivel 1.

El amor erótico de los seductores de tipo donjuanesco es posesivo —nivel 1—, y en la misma medida va unido con la burla y la violencia (niveles -1 y -2). Don Juan, el «Burlador de Sevilla» —según la atinada formulación de Tirso de Molina—, se complacía en burlar a las víctimas de sus engaños y en resolver las situaciones comprometidas con el manejo expeditivo de la espada. Esta violencia innata —muchas veces soterrada— del amor erótico explica que pueda pasarse sin solución de continuidad de unas situaciones de máxima ternura aparente a otras de extrema violencia. En realidad, ahí no hay ternura, sino reducción de una persona a objeto. La violencia de tal reducción no queda aminorada al afirmar que se trata de un objeto adorable, fascinante. Estos adjetivos no redimen al sustantivo «objeto» de lo que tiene de injusto, de no ajustado a la realidad. Rebajar a una persona del nivel que le corresponde es una forma de manipulación agresiva que engendra los diferentes modos de violencia que registra la sociedad actual. La principal tarea de los manipuladores consiste en ocultar la violencia bajo el velo seductor del fomento de la libertad y la unión amorosa.

En el albor de la cultura occidental, Platón entendió por «eros» la fuerza misteriosa que eleva al hombre a regiones cada vez más altas de belleza, bondad y perfección. Actualmente, se entiende por «erotismo» el manejo de las fuerzas sexuales con desenfado, sin más criterio y norma que la propia satisfacción inmediata. Obviamente, esta reclusión en el plano de las ganancias inmediatas supone una regresión cultural.


La palabra manipulada

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