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Capítulo I

Era de Illinois y se llamaba Ernesto

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El aficionado

A partir del año 1953, Hemingway volvió a pasear por España con cierta periodicidad. Buscaba tierras de pan y vino, benditas de genio y fe en sus hombres que, pese a todos los pesares, él comprendió tan sinceramente que hasta le dolió en su carne. Pero, en verdad, lo que más le atraía en los veranos que sucedieron a aquella fecha era la Fiesta Nacional, de la que, excepto algunas corridas que vio en México, llevaba alejado catorce años. Según confesó en Lima a un periodista, hasta 1933 había asistido a más de 1.600 corridas de toros. Es lógico que esta cifra aumentara portentosamente después del año 1953, en las sucesivas ferias del estío español a las que no fue ajeno. Ernesto hacía todo por auténtica afición, y en ningún momento influyó sobre sí circunstancia alguna, ni mucho menos acto profesional, que pudiera haber sido el acicate para acercarse a un coso taurino sin otro propósito que el del conocimiento de la fiesta.

En realidad, lo que le ocurría al de Illinois —muy lejos de una auténtica insuficiencia económica— era que tenía la necesidad de satisfacer la entraña vital de su condición de artista, de escritor, la necesidad de vivir de cerca el drama de vida o muerte que se plantea intenso en el devenir de una civilización, y más si este devenir está enraizado con la esencia de un modo de ser, al fin y al cabo condición. Hemingway, sabiamente, apartó de todo este tráfago de percal y seda lo que pudiera haber de falso folklore de la realidad misma de la vida. Y se limitó, como veremos, por la esencia de su personalidad, a ahondar en el dramatismo de un arte que tiene música y que ya es clásico.

Apartándonos de elucubraciones, y para definir rotundamente cuál es la actitud del Premio Nobel, me referiré desde ahora a su afición. Ésta era tan grande que en cierta ocasión le dijo a un amigo llamado Fitzgerald que el cielo debía de ser como una permanente corrida de toros, y que para descansar había cerca de la plaza un río con truchas. No podemos olvidar —así lo creo yo— que la pesca de la trucha en los ríos del Pirineo Navarro fue lo que condujo al escritor hasta los Sanfermines.

Si a todo lo dicho añadimos su objetivismo crítico de escritor y periodista interesado, hasta en lo más mínimo, por todo cuanto afectaba de una manera u otra a la fiesta, el conocimiento exacto del arte taurino y la sagaz perspicacia de su genio, comprenderemos que, además de lo que por aquí se llama un buen aficionado, Ernesto Hemingway era un “entendido” en toda la extensión de la palabra.

Creo conveniente aclarar, con justicia reconocida universalmente, que Hemingway, ante todo y sobre todo, era un escritor. Hecha esta salvedad, añado que no era desde luego un cronista taurino al uso y sí un periodista genial, porque nunca fue desafortunado ser escritor y además periodista. De ello hay muchos testimonios en la literatura española para que pueda menospreciarse la condición de periodista. De cualquier forma, Hemingway había llegado a la estilización máxima —sin nostalgias— en su manera de escribir y en su idioma. Respecto a los toros he de añadir que los entendía, además de como espectáculo, como un arte, sin mayores sutilezas eruditas que nunca fueron buenas para escritores geniales. Y los comprendía sin recurrir a textos taurómacos —que no desconocía— y juzgando siempre la manifestación emocional del encuentro entre él y el hombre dentro de la dignidad clásica y la valentía. Porque es bien cierto que en ningún momento entendió la cobardía, ni en los toros, ni en la caza, ni en la vida.

En 1959, la figura del barbudo Premio Nobel era ya familiar en las revistas y los periódicos españoles, y además estaba grabada en el ánimo de la gente de la calle que rara vez se asomaba a las publicaciones, diarias y semanales, si no era para seguir los resultados de los partidos de fútbol o las peripecias de Loroño y Bahamontes en Francia, aparte de las crónicas de sociedad sobre las bodas de las familias reales europeas. Fue por esta época cuando parecía que el espectáculo taurino, o con más fidelidad el arte divino de Cúchares, que dicen los pontífices de la crítica, aunque nunca vieran a Cúchares, estaba más dejado de la mano del pueblo. Aquel pueblo que empeñaba los colchones en el Monte para ver a Joselito y Belmonte, y que ahora lo hace para insultar al vecino de localidad y aplaudir a los ases extranjeros injertados en los equipos de fútbol españoles.

Mientras la vetustez de nuestros cosos taurinos —recordemos los incendios de las plazas de toros de Bilbao y de Zaragoza— alcanzaba límites insospechados en orden a la solidez, seguridad e higiene, prosperaban los estadios, que si sirvieran para el ensanchamiento de los pulmones de nuestra juventud en atención a su esfuerzo atlético, ¡bendito sea Dios! Pero es cosa triste que no ha acontecido así con el deporte que también amaba Hemingway. Fue en el año siguiente, en 1960, relegada la figura genial y sobre todo humana de Manolete, cuando Hemingway anima de nuevo a la afición y caldea el ambiente taurino recordando a todos los que había olvidado por una u otra razón —allá odio o paternalismo perdidos—, sin premeditación y mucho menos alevosía, que la figura del cordobés pesaba todavía en los ambientes taurinos. A finales de este año aparece en la revista Life un reportaje que firma Hemingway y que es resumen de un libro inédito hasta hace poco. El reportaje alcanza tres números de la publicación y arma la revolera en México, en España e incluso en los Estados Unidos. Me refiero a The Dangerous Summer (El verano sangriento).1

Manolete

Han desenterrado a Manolete. Se arremolina la gente a su alrededor con curiosidad. Unos ya le habían conocido en vida, pero no se acordaban de él. Otros le ven ahora por primera vez. Los que le conocieron y los que no le vieron nunca, opinan ahora acerca de lo que fue. Todo ha pasado. No queda rastro de la corrida.

Gregorio Corrochano, Cuando suena el clarín

Como he querido reseñar, cuando la figura de Manolete —aquí se olvida pronto— era pura historia o pasado refugiado en versos cacofónicos y cuplés de pandereta, Hemingway, impensadamente, da pie a una polémica en la que desgraciadamente no pudo participar cuando quiso, ni quiso cuando aparentemente hubiera podido. Cuando sólo se recordaba al cordobés para amenizar o popularizar la urgencia de algún novillero o matador aludiendo a la planta, la manoletina o el natural, o con motivo del triste aniversario de su muerte en la misa de la Diputación madrileña —recuerdo y presencia de organizadores agradecidos—, sin que la cosa alcanzara mayor trascendencia. Tengo que hacer una salvedad al respecto y es que, cuando la polémica se inició en España, Ernesto ya estaba bastante enfermo, y cuando la propia revista Life —como veremos a continuación— le requirió para ello, que yo recuerde, al menos en España, El verano sangriento no había tenido todavía comentarios despectivos y sangrantes. Sé por Antonio Ordóñez y por amigos íntimos de Hemingway que, a fines de diciembre de 1960 y principios del año 1961, el escritor tenía prohibido en la Clínica Mayo no sólo las visitas, sino también la recepción de cartas. El alegato más directo y más documentado —para quienes no conozcan la personalidad y la obra de Hemingway— contra el conocimiento taurino del Nobel salió justamente en mayo de 1961 y para la Feria del Libro de Madrid. Me refiero a Cuando suena el clarín. Recibí una carta del propio Corrochano, seguramente obcecado en aquel momento, en la que aludía a la muerte de Hemingway calificando el suceso como sorpresa desgraciada.

Lo cierto es que Hemingway no pudo defenderse, y que en la polémica se oyeron bastantes, ¡muchas!, voces tendenciosas, y no del tendido, que sí de resentidos, de “profesionales” de la pluma y del toreo. Lo que es evidente es que, en noviembre de 1960, la redacción de la revista Life en español estuvo en estrecho contacto con Hemingway. Decía Life que la publicación de El verano sangriento suscitó un clamor de censura en el mundo de habla hispana contra lo que muchos lectores consideraban comentarios irreverentes de Hemingway contra Manolete. Y añadía:

Le telegrafiamos invitándole a que contestara a sus críticos. Desde su refugio en las montañas de Idaho nos explicó por teléfono que le inquietaba mucho el furor que había ocasionado. No quería trabarse en batalla verbal con sus críticos, pero nos pidió que expresáramos su pesar por lo que en su narración pudiese erróneamente interpretarse como denigrante para la memoria del héroe desaparecido.2

Antes de seguir transcribiendo este texto de Life, quiero referirme al empleo del término “héroe”, que, como los anteriores, es de la redacción de Life y no de Hemingway. Me refiero a los adjetivos, no al espíritu del texto. El término héroe se utiliza normalmente para aquellos que vencen o mueren en la defensa de la patria, y de esto sabía Hemingway lo suyo, que había ganado más de una batalla importante en la defensa de la suya. No obstante debo añadir el final de esta reseña que hacía Life y que supone el homenaje justo y propicio para quien había dado a conocer en sus páginas El viejo y el mar. Lo que decía Life era simplemente: “Tengo un presentimiento español por la muerte, nos dijo en la última conversación. Tengo el mayor respeto por los muertos”.

Creo yo que más que lo de Manolete, en España, molestó lo de Luis Miguel Dominguín y la competencia con su cuñado Antonio Ordóñez. Pero lo auténtico es que hasta el momento en que se conoce en España El verano sangriento, la figura de Manolete había quedado reducida a un aniversario, a una efeméride taurina con carácter provinciano y más bien pobre. ¡En paz descanse!, como remataría uno de tantos taurófilos sus despectivas crónicas, de no haber sido que en El verano sangriento se decía algo que “no estaba bien”, acerca de Manolete.

Creo que la figura de este torero merecía mejor suerte. Manolete no ha sido analizado todavía en profundidad. Nos hemos dejado llevar por la anécdota, el piropo y la tragedia, quedando todo su recuerdo en circunstancias legendarias que en determinado momento aceptó él mismo, pero que de vivir no hubiera admitido, ya que su toreo, su figura, su personalidad, su voluntad —he aquí el gran secreto de Manolete—, su humanidad, su genio renovador —un poco encontrado más que buscado— y su amarga desilusión, proporcionada por quienes podían haber amargado también los últimos días de Hemingway, merecían mejor suerte.

La vivificación del recuerdo, la “toma en serio” de Manolete, se produce a bastante distancia de su muerte. Es precisamente Hemingway quien da pie a ello con cuatro líneas de un reportaje de 30.000 palabras. En España, el alboroto se arma en fechas de paz para los hombres de buena voluntad y consigue lo que le faltaba desde hacía muchos años a la fiesta. Consigue darle emoción, clima de rivalidad. Consigue darle fuego al ambiente taurino, ya de por sí muy apagado por entonces. Y lo que es más importante para mí, lo consigue cuando la lluvia, la nieve y la humedad carcomen las tablas y pinturas de los ruedos españoles que esperan la primavera y el verano para que los empresarios les laven la cara.3 Lo consigue cuando los torerillos pescan catarros por las dehesas y los ganaderos, los consagrados y todo ese mundo que ha dado en llamarse “Planeta Taurino” —¡que no es manco!—, echa cuentas, hace balance y empieza sus disquisiciones en torno a la matemática de los números, que en definitiva es lo que importa, al margen de los buenos aficionados. Lo demás, Dios lo dará por añadidura. Añadidura fiada a los turistas —Hemingway nunca fue turista, ni mucho menos forastero— capaces de acabar, por ignorancia y contagio, con la auténtica afición española.

Lo más paradójico de esas cuatro líneas de Hemingway es que lo que el Nobel apuntó, antaño había sido ríos de tinta en periódicos y revistas que orientaban a Manolete en propia vida y que amargaron su triunfo en ese ánimo inconfundible que visten la envidia y el rencor. Por todo ello, después de la tragedia de Linares se apagó el calor en los ruedos y en las tertulias. Calor reavivado —y no por toreros— en España durante las Navidades de 1960 cuando Hemingway, enfermo de algún cuidado, se ve privado de posibilidades físicas para alzar la voz y esgrimir su ponderada y educada pluma, objetiva e imparcial, incapaz de la falsedad y la mentira, y defender la verdad. Aquella pluma de la que dijo Edgar Neville a propósito de Por quién doblan las campanas:

El hombre hizo esfuerzos porque el libro tuviese una tendencia definida y apoyase a la España roja. Intentó ensombrecer los perfiles de las fuerzas nacionales que, esporádicamente describía, y justificar y ennoblecer la España roja en cuyo seno se albergaba. Pero el reporter, el escritor, eran mucho más fuertes que el político y muchísimo más honestos y leales con su arte y con la veracidad, y si lee con atención el libro se nota el inmenso desprecio con que el escritor trata a la España comunista, a sus mandos, a sus políticos, a sus generales, a su desorden… Hay un capítulo que ocurre en un pueblo, que es la acusación más rotunda y fenomenal que se puede hacer de aquel momento y de aquel régimen. Ni los escritores más fervorosos de la España nacional han descrito con más eficiencia y con más veracidad una escena semejante.4

Antes de terminar —permítame el lector que le llame así— este tercio, creo que hay que decir en honor de la verdad ciertos aspectos de la cuestión Hemingway que me han sugerido las líneas de Edgar Neville. Hemingway, que ya de antiguo venía a España con asiduidad, no lo hizo en 1936 con el ánimo de albergarse —¿de qué?—, sino que se lanzó un poco por espíritu de aventura y bastante por vocación periodística; la misma que le condujo a la Guerra del 14, pese a sus pocos años, y aquella que le hizo exclamar al despedirse de sus compañeros en París el año 1945: “¡Hasta la próxima guerra!”.5

En el año 1936 y siguientes eran muchos los norteamericanos que llegaban a España. Mientras duró la guerra les acuciaba la curiosidad. Si hemos de creer lo que contaba ABC durante los días de las últimas elecciones a la presidencia de los Estados Unidos, el propio presidente Kennedy visitó la España republicana. Al margen de susceptibilidades, Por quién doblan las campanas está escrito en el año 1940 y Hemingway, aunque la rectificación parezca perogrullesca, difícilmente podía albergarse en España por aquellas fechas. En resumidas cuentas, y es lo que interesa, la novela fue escrita con el tiempo suficiente para pensar en la acción, que sólo ocupa unos días en el relato aunque en cierto modo sea retrospectivo, sin que influyeran sobre el autor apoyos.

Hemingway era por encima de político —que no pudo serlo nunca— escritor, y por lo tanto fiel a una conciencia necesaria para servir a la verdad. No hay en él esfuerzos por inclinarse a un lado o a otro, que nada le iban a proporcionar, sino escueto servicio a la verdad dimanada de unos hechos trascendentales que envolvían en lucha fraterna a los hombres del pueblo que tanto amaba. Que yo sepa, nadie ha tildado a Hemingway ni de comunista, ni mucho menos de demócrata- cristiano. Hemingway ha sido siempre escritor y su obra es testimonio del mundo que ha vivido.

Además, ser escritor, en puridad de profesión, no es desde luego hacer política. A este respecto no comprendo la apreciación de Eugenia Serrano en un artículo aparecido en Pueblo, artículo de dudoso gusto, titulado “Por quién suenan los whiskys o la lección del americano”. Ya el título era una contradicción mental con el ánimo de polémica que sólo se quedó en eso, en ánimo. Pero la autora, y es lo que importa aquí, afirmaba: “Una, la verdad, le tenía atroz manía. Desde que leyó versión íntegra fielmente traducida al francés de Por quién doblan las campanas”.

Ignoramos que las versiones de esta novela que —usted lector o yo— hemos leído no fuesen fieles al original, si exceptuamos las corrientes singularidades de las traducciones hispanoamericanas —que tampoco entendió Corrochano—, ya que imagino que a los mexicanos o argentinos les importaba un bledo suavizar, arreglar o cortar las situaciones que pudieran comprometer a un bando u otro, y en definitiva al pueblo español. Este pueblo que aparece en la novela maltratado, lo es en lo que tiene de populacho arrebatado sin faltar nunca a la verdad. Además, Hemingway presentaba la entraña del pueblo español en cuanto a populachero se refiere. De todas formas, y aunque no es tema de este libro, testimonios de aquella realidad que presenta el Nobel norteamericano están presentes en toda la prensa española desde el 14 de abril de 1931 hasta el 1 de abril de 1939.

Nos duele que, después de este párrafo tan justo y veraz, Edgar Neville no haya tenido la suficiente caridad que se debe a quien no puede pagar en moneda de réplica. Me refiero a esos dos artículos aparecidos en ABC a la muerte del premio Nobel, tan poco prudentes en un hombre inteligente. Me gusta más lo de Rafael García Serrano en la dedicación a Hemingway de “La fiel Infantería”, recordado por Castillo-Puche en Pueblo el día 3 de julio de 1961, y escrita en vida de aquel: “A Ernesto Hemingway, en recuerdo de Teruel, frente a frente y en paz”.

A fin de cuentas esta dedicatoria es el mejor fruto para los que lucharon y supieron que lo hacían únicamente por España, al margen de la política y de los que se mancharon las manos en tropelías y vicisitudes turbias, o aquellos otros que escurrieron el bulto.

El verano sangriento

Con esta honestidad y lealtad con su arte, que es principio de veracidad, Hemingway escribió El verano sangriento, cuyo análisis queda para el final de este libro. En el reportaje aparecido en Life hay conocimiento, descripciones y crónicas taurinas que ni los críticos más perspicaces de la fiesta han conseguido. Quizá esto haya sido porque no se lo han propuesto o por razones que no vienen al caso y que son más bien propias de críticos que de escritores. Pero el hecho cierto es que Hemingway en El verano sangriento acumuló —el reportaje es claro y didáctico en lo taurino— todo lo que llevaba dentro desde hacía más de treinta y cinco años en torno a los críticos, los toreros y los toros; y como los “entendidos con cátedra” no sabían por dónde darle la cornada, se agarraron a lo de “los trucos baratos”. La afisión, que no la afición —¡maldito dinero!—, se escandalizó y fue animada por quienes podían moverla, pero nunca contestando de cara al planteamiento del problema sino, como hacen los malos estudiantes, buscando la solución por los flancos y el adorno pijotero, como también hacen los torerillos baratos. Y se dio el caso de que los mismos que movieron las campañas antimanoletistas en la vida del cordobés, con salidas de tono y no serios enjuiciamientos, y los mismos que criticaron —eso sí, justa y duramente— toda la rémora toreril que trajo el acercamiento al toro y los desplantes debidos a ese acercamiento, 6 aunque señalando su origen con cierta malicia, no exenta de orfandad pecuniaria, fueron los mismos que movieron la campaña contra el Nobel no sólo metiéndose en los linderos de la cuestión, sino atreviéndose con su condición de escritor y de hombre. El acercamiento al toro y toda la mixtificación que la fiesta trae consigo, no es tan actual como parece —aunque nunca llegara a los extremos de nuestro tiempo—, sino que ya en la época de Joselito es pecado y comienza a ser lastre cuando Belmonte reaparece ante los públicos españoles.

Por lo tanto no hay que escandalizarse de lo que tan certeramente apuntó Hemingway y que determinó ciertas salidas por peteneras, desgarramiento de vestiduras y denuestos inelegantes contra el premio Nobel. Se le acusó de la importancia de llamarse don Ernesto —y no me refiero al ponderado artículo de César González Ruano,7 sino a cierta charla radiofónica que tuve la desgracia de soportar en 1960—. Quiero dejar bien claro que en esta charla se le acusaba de la importancia de llamarse don Ernesto, amén de no entender de toros, pero de nada más de lo que precede a este apartado. Lo escrito queda, pero las palabras vuelan y luego ¡vaya usted a saber! Se habló de su ignorancia taurina, se le llamó imbécil, con otras palabras, e incluso se llegó a decir que no sabía escribir.

La revista Life no fue ajena a estas demostraciones, y las cartas al director, en los números siguientes al primer reportaje de El verano sangriento, lo demuestran de una forma evidente. Extracto una carta aparecida en Life en español, donde el autor del libro La muerte de Manolete, un ciudadano de Belvedere (California), llamado Barnaby Conrard, reprocha duramente a Hemingway lo dicho sobre Manolete y afirma:

Concuerdo en que la manoletina realizada por toreros de menor cuantía resulta una vulgaridad, pero en manos de Manolete era otra cosa, digna y emocionante. Esto aparte, Manolete poseía el repertorio más clásico, limitado y puro de todos los toreros contemporáneos. Ahora bien el señor Hemingway todavía escribe mejor que nadie sobre el toreo, esté yo de acuerdo o no con él.8

La polémica

Al margen de todo lo suscitado por el reportaje entre la opinión taurina española, que desde luego desconocía en gran medida el reportaje, el diario Pueblo abrió una encuesta que fue polémica. En esta encuesta abundó la sensatez, aunque también hubo ocasión de soportar salidas de tono —dimanadas, ya hemos señalado algo, pero luego puestas de manifiesto, del desconocimiento absoluto de lo que había sido Hemingway y que Pueblo tuvo que extractar para evitar mayores dislates—, suficientemente desencaminadas para cerrar lo que era la lucha en buena lid, al convertirse en pelea de compadreo y vecindad. Pero el periódico siguió adelante y se puso de manifiesto, aparte toros, toreros y torerías, que deben estar “Las cosas en su punto”, brillando el juicio ecuánime sobre el de los que buscaban tras la obra de Hemingway otros avatares que no hacían al caso por olvidados y mendaces.

Hay un hecho evidente en toda esta polémica, y es que no se puede hablar por boca de ganso, porque entonces lo que se dice son gansadas. Para mayor abundamiento —se puede hablar menos sin conocimiento—, decía José María Bugella en esta encuesta:

Para defender a Manolete de las acusaciones de Hemingway se debían requerir dos condiciones previas: haber visto torear a Manuel Rodríguez y haber leído El verano sangriento. Sin estos requisitos previos, la polémica reivindicativa es pura ebullición de rumores nacionalistas. […] Porque Hemingway —que vio torear a Manolete— se limita a recoger las objeciones que revisteros conocidos y aficionados relevantes hicieron al maestro cordobés.

Sigue el artículo en un tono contrapuntístico y real donde queda bien clara la absoluta falta de malicia de Hemingway, que fue maldad en las campañas que los revisteros hicieron contra Manolete. Campañas “que amargaron el triunfo del torero e hicieron penosísimas sus competencias con Marcial, Domingo Ortega y Arruza”.9

Con anterioridad a este artículo había visto la luz, también en Pueblo, lo que para mí, junto a lo que exponía el Sr. Bugella, hubiese sido digno punto final a toda discusión en torno a El verano sangriento. Me refiero al artículo de José Luis Herrera, cuyo título ya era suficiente para comprender el cariz de la campaña taurina anti-Hemingway. Éste se titula “Hablando en serio”, y es digno de tomarse en consideración porque es serio.10 Empezaba así:

Cuando se anuncia un campeonato de esgrima, todo el mundo — incluso los participantes— se percata de que va a celebrarse un campeonato de esgrima. Creo que lo que Pueblo convocó, tras la polvareda levantada en torno a El verano sangriento, fue una encuesta sobre Manolete. En modo alguno una batalla campal. Gritar en una encuesta, caer en éxtasis, mostrar las desgarradas vestiduras es como inscribirse en un campeonato de esgrima para liarse a tiros o a simples puntapiés en las canillas con el adversario de turno. Algo que se opone a las leyes del juego, que en este caso consisten en conocer, ponderar y razonar. Si, como creo, fue Manolete hombre cabal y de buen entender, más estimaría una noble razón en contra, que un alarido insustancial y primaria en pro. Es curioso que en Pueblo y en otros periódicos están surgiendo opinantes cuya más seria confesión estriba en afirmar que no han leído el reportaje de Hemingway. Otros no lo confiesan, pero se les transparenta. Lo que no impide que sus dicterios insistan en un estribillo común: “¿Qué sabe Hemingway de Manolete si no le vio torear?” Es curioso, sobre todo pensando que José María Cossío sabe lo suyo de Pepe Hillo o de Jerónimo José Cándido, a quienes no vio torear ni en transmisión diferida, mientras que a nadie le es lícito poner en solfa un texto que alardea de no conocer. Hay diferencia. Y en los vociferantes que no lo aceptan su miaja de histeria.

No es ocasión de transcribir íntegros estos dos artículos, defensa recia a Manolete y sentido ecuánime de la verdad, que tiempo habrá para ello a lo largo de estas páginas, pero es digno de mencionar, como continuación a lo anteriormente reproducido, que aun en los más acérrimos defensores de Manolete que han lanzado la voz contra Hemingway sólo ha habido pobreza en la defensa del cordobés. Pobreza no exenta de mancha pues ha sido suscitada en beneficio de otros toreros, pero nunca cogiendo al toro de frente y con la muleta cuadrada, sino usando del adorno barato en orden a aquello que dijo Jesucristo en el Evangelio: ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Es una pena que la tradicional fama caballeresca de los españoles, que culmina en la Rendición de Breda, haya llegado a extremos tales que no sepan ya romper la cadena que nos separa de Europa, sino del mundo.

La verdad

La verdad ha quedado señalada y puede sintetizarse en que muy pocos, casi ninguno de los que chillaron, habían leído el reportaje. Habían oído campanas y no sabían de qué se trataba. Y como había que gritar, ¡hala!, a hacerlo y a tirar por tierra lo que fuese más necesario para ser más papistas que el Papa, con tal de formar parte del coro histérico del nacionalismo a ultranza. Y a los que lo leyeron, ni les interesó asimilarlo, ni se adentraron en la vasta obra taurina de Hemingway. Por razones que no expongo, pero que el lector adivina y sabe, no tercié en la encuesta —estaba muy reciente el premio Hemingway11 y a lo peor me llamaban la atención, porque puestos a protestar eran capaces de decirme, sin saber ni conocer y teniendo mucho que callar, lo que Eugenia Serrano ha dicho muy recientemente con cierta inconsciencia no privada de mala intención: “Además, de la misma manera que hay personas ricas que por una invitación a comer gratis hacen alguna bajeza, es muy difícil mantener la crítica con persona que invita a whisky siempre”.12 Admiraba a Hemingway desde hacía mucho tiempo.13 No lo conocí personalmente, pero desde aquel momento en que la verdad quedaba en entredicho, pensé que había que hacer algo para demostrar que él sabía de toros “como pocos españoles y ningún extranjero”.14 Y sobre todo que era un escritor, un artista, no un erudito, y mucho menos un cronista o revistero taurino.

Una cita

Quince días antes de la muerte de Hemingway, poco más o menos, aparecía en ABC lo que su autor titulaba “Pequeña glosa a Cuando suena el clarín”, que escribía el crítico taurino y escritor Antonio Díaz Cañabate. En esta glosa, y no sin cierta ironía —ya revisaremos en el apéndice anunciado el libro de Gregorio Corrochano en desgracia de los conocimientos de don Ernesto y que va más allá de lo taurino hasta lindes tendenciosas—, se aludía a Hemingway como un “vulgar taurino”.15 Aquí las tornas pudieran cambiarse en beneficio del juego de palabras o lapsus, aunque yo nunca lo cambiaría, pues a pesar de que Díaz Cañabate es un buen escritor, no es ni premio Nobel, ni mucho menos universal. Pero todo esto, como en casos anteriores, sin ser historia, pertenece a la fase final del libro que me ocupa.

Intención o propósito

La realidad es que tras todo este batiburrillo de ideas y apuntes de polémica, de glosa, de desprecio, se apunta la finalidad que me guía. Y ésta no es otra que poner a disposición de todos y por encima de aficionados a los toros y críticos, y los que han criticado sin saber, una antología de los textos taurinos de Hemingway, añadiendo pequeños comentarios dedicados a fijar mi postura. Pero antes de seguir adelante, es necesario fijarla, y mi postura es clara, como en el caso de Hemingway: servir a la verdad.

Una última observación

Que es más de una, pues creo preciso apuntar algunas pequeñas notas para los suspicaces. Si bien me entusiasman los toros, no soy un entendido en toda la extensión de la palabra. Soy hombre que se apasiona fácilmente, que voy a los toros, que sigo las corridas de más allá de mi residencia habitual a través de la televisión cuando puedo y transmiten, que en ambos casos observo y luego leo las crónicas taurinas. No deseo que se me catalogue como escritor taurino.16 Soy un aficionado honrado que no grita nada más que de entusiasmo, que bastante castigo tienen con su conciencia los toreros cuando quedan mal. Es su pecado mortal, y lo pagan bien. Vaya esto de antemano para los que juzguen mis propósitos. Pero hay una razón necesaria que es motivo de este libro, razón ya apuntada, y es que admiré, y admiro, la obra de Hemingway, no como un incondicional, sino como una persona que sabe apreciar el esfuerzo de una vida y que conoce un gesto puesto a disposición de la sinceridad de toda una obra. Una obra que alcanzó extensión universal y el galardón máximo del Nobel con un relato suficiente, no para justificar una vida, sino un prestigio. Vaya esto por delante como anticipo a comentarios apresurados.

En este libro voy a extractar textos taurinos de Hemingway. Concretamente Fiesta, Por quién doblan las campanas y El verano sangriento. Creo que esto es suficiente para poder medir la afición y el conocimiento taurino de Hemingway en contraste con sus detractores. En los textos reproducidos he respetado íntegra la traducción de los mismos tal como ha llegado a mis manos, pese a sus diferencias de sintaxis e idioma,17 que no por ello culpo a Hemingway de los mismos, que fue un clásico en su idioma y que detestó las traducciones españolas de su obra.

Quiero finalmente añadir que admiré a Manolete, que me entusiasmó Domingo Ortega y que he llegado a discutir muy duramente en defensa de Luis Miguel Dominguín pero que también me apasiona sobremanera Antonio Ordóñez, lentitud y factura sin igual hasta la borrachera del jaleo. También, creo que está en alguna llamada de las muchas que tiene este capítulo, que solamente escribí una vez de toros y que lo hice para conseguir un amigo, y que a ese amigo que nunca tuve delante va dedicado este libro, en el que yo sólo he puesto entusiasmo. Dios quiera que mi afán se vea compensado. Así sea.

1 E. Hemingway, “The Dangerous Summer”, Life, 5,12 y 19 de septiembre de 1960. E. Hemingway, “El verano sangriento”, Life en español, 31 de octubre, 14 y 28 de noviembre de 1960.

2 “Gratos recuerdos de Hemingway”, Life en español, 7 de agosto de 1961.

3 Corrochano, en el libro antes citado, dice primero: “El reportaje veraniego es un folletín irreverente con Manolete muerto, y tendencioso…” Más tarde añade en clara paradoja, refiriéndose a la obra de Hemingway que armó la polvareda: “Manolete no tiene nada que ver con el tema”.

4 Líneas de un artículo de Edgar Neville, aparecido en ABC, y que el mismo periódico recogió el martes 4 de julio de 1961, con ocasión de la muerte de Hemingway.

5 France-Soir, 4 de julio de 1961.

6 Véase, más adelante en este libro, el capítulo dedicado a Fiesta.

7 C. González Ruano, “La importancia de llamarse don Ernesto”, ABC, 4 de julio de 1961.

8 Life en español, 28 de noviembre de 1960.

9 J. M. Bugella, “Sobre la historicidad imposible del arte inenarrable”, Pueblo, 16 de enero de 1961 (ver Apéndice).

10 J. L. Herrera, “Hablando en serio”, Pueblo, 14 de enero de 1961 (ver Apéndice).

11 Se refiere al primer premio Hemingway para artículos periodísticos de tema taurino con que fue galardonado el autor, A. Martínez Berganza, por “El desolladero” (ver Epílogo).

12 E. Serrano, “Por quién doblan los wiskhys”, Pueblo (a.c. ver pág. 34).

13 A. Martínez Berganza, “Adiós a las armas”, Pueblo, 3 de julio de 1961.

14 Ibid.id.

15 A. Díaz Cañabate, “Pequeña glosa a Cuando suena el clarín”, ABC, 15 de junio de 1961.

16 A raíz de ganar el premio Hemingway para artículos de tema taurino, se me preguntó por qué no me dedicaba a la crítica de toros. Como si un premio, una sustitución del crítico titular o una circunstancia ajena al conocimiento del tema avalaran la honradez necesaria —no pecuniaria, sino profesional— para ejercer la crítica. El artículo que motivó este premio, “El desolladero”, fue mi primer apunte taurino. Este libro es un apunte en tono mayor, pero en defensa de un amigo.

17 Gregorio Corrochano, en Cuando suena el clarín, reproduce un texto de Hemingway que es coronado con la siguiente frase en la traducción de Life: “Antonio impartía la muerte por lo menos dos veces al día”. Y añadía el autor del libro: “Supongo que no quiere decir que Antonio repartía la muerte, que eso es impartir, sino que corría peligro de muerte. Es un lapsus Nobel”. A juicio del lector dejo la consideración.

Hemingway en la España taurina

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