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El verano de 1947 fue muy importante en mi vida. Terminé mi primer curso universitario y aquel verano leí por primera vez a Hemingway. Mi hermano mayor me regaló un ejemplar de Fiesta y otro de Tar, de Sherwood Anderson. Dos mundos contrapuestos en estilo y circunstancia. De cualquier forma, fue Hemingway el primer escritor norteamericano que leí, si exceptuamos los relatos infantiles de Mark Twain. Después de aquel verano vendrían los demás, como un torrente: Sinclair Lewis, Steinbeck, Faulkner y John Dos Passos, aquel que escribió un libro de perfume imborrable en mi recuerdo, Rocinante vuelve al camino, y que acompañara unos Sanfermines, por los años veinte, a Hemingway.

Aunque verano, viví plenamente la vida. Recorrí la costa catalana, escuché música, me entusiasmé con Stravinsky, conocí a su hijo Sviatoslav Soulima, empecé una novela, escribí poemas, acompañé a un amigo francés, que hoy es profesor en La Sorbona, a ver a Aleixandre, y leí a Azorín y Ortega, al mismo tiempo que a Virginia Woolf y los americanos.

En una gigantesca tourné, por el esfuerzo físico y el triunfo inevitable, corrieron los ruedos de España, juntos, mano a mano, el Litri y Aparicio —yo los vi una noche—, Antonio Ordóñez empujaba como un tercero en discordia —elegancia y hondura— y Dámaso Gómez derrochaba ese valor que ha tardado en reconocérsele casi veinte años. Manolete era la estrella. Una estrella fija que muchos querían ya apagar, pero que brillaba con luz propia. Sin competencia, con esa seriedad que era todo doctrina sobre el dramatismo del juego entre el toro y el hombre. Una estrella que empezaba a destilar amargura. Luis Miguel Dominguín era el arte hecho dominio, con una facilidad increíble que estaba a ojos vista, y un derroche de admirable valor en sus faenas. Luis Miguel empujaba. Luis Miguel mandaba dentro y fuera del ruedo.

Y aquel verano de 1947 vi a todos los citados. Unos quedaron bien, otros hicieron lo que pudieron. Manolete fue insultado, provocado, vejado: llegué a pensar en el hijo de Dios, flagelado, ante el pueblo que prefirió a Barrabás. Nadie alzó un grito de defensa, de hombría, hasta que aquella tarde de agosto un miura, Islero, lo corneó de muerte.

Porque aquel verano sólo causó en mí una amargura infinita la muerte de Manolete a quien yo, incipiente aficionado, había visto tres o cuatro veces. La última en Huesca, para San Lorenzo y aquel mismo año.

Porque fue a raíz de la muerte de Hemingway en Idaho cuando se planteó en toda España la polémica sobre lo que el premio Nobel había dicho sobre Manolete y la verdad de este torero. Hubo de todo en el coro de las lamentaciones menos serenidad, esa serenidad que he creído ver en Rafael García Serrano, adorador del Califa de Córdoba y amigo —del otro lado— de Ernesto Hemingway.

Por todo ello, ahora hace doce años, escribí este libro que entonces —estaba todo muy reciente— no pude publicar y que ahora ofrezco a ti, lector, para que medites hasta dónde una pequeña frase de un novelista puede crear una conciencia nacional de repudio, olvidando otras razones más graves aparentemente —las políticas— que ya se habían olvidado cuando Hemingway pasó la frontera por el Bidasoa en 1955, la primera vez después de nuestra guerra civil.

Alfonso Martínez Berganza Madrid, 1973

Hemingway en la España taurina

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