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3. COMENTARIO

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“Todos somos extranjeros en algún lugar del mundo”, este conocido proverbio resuena con fuerza en mi mente tras un primer visionado de “14 kilómetros”. Sin embargo, tras unos cuantos más... se puede intuir que algunos –quizá no pocos– son extranjeros en todo el mundo. Al menos, eso parecen demostrarnos las vidas de Violeta y Buba, los protagonistas de esta historia.

La primera, al conocer que su familia le ha concertado un matrimonio forzado con un anciano que abusó de ella cuando solo era una niña, se ve obligada a huir de su país y decide emigrar a Europa. A pesar de que en el filme no se menciona, ser víctima de un matrimonio forzado o estar en riesgo de serlo, como le ocurre a Violeta, bien podría ser objeto de protección internacional al constituir una forma clara de violencia hacia la mujer.

En virtud de la Convención de Ginebra de 1951 y del Protocolo de Nueva York de 1967 (ambos constituyen la piedra angular del régimen jurídico internacional de protección de las personas refugiadas), la Ley 12/2009, de 30 de octubre, reguladora del derecho de asilo y la protección subsidiaria en España, reconoce la condición de refugiado a “toda persona sobre la que existen fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, opiniones políticas, pertenencia a determinado grupo social, de género u orientación sexual” (art. 3).

Más adelante, en su art. 6.2, dicha ley dispone que los actos de persecución que darán lugar al asilo podrán revestir, entre otras, las formas de “a) actos de violencia física o psíquica, incluidos los actos de violencia sexual”, donde encajaría el matrimonio forzado de Violeta. E incluso los abusos que la protagonista relata que sufrió en el pasado podrían encajar en el supuesto del art. 6.2 f) “actos de naturaleza sexual que afecten a adultos o a niños”.

Es importante señalar también que en el caso de que no se pudiese probar la promesa de cumplimiento de tal matrimonio, Violeta podría acceder a la protección subsidiaria dispensada, según el art. 4 de dicha ley, a “aquellos respecto de las cuales se den motivos fundados para creer que si regresasen a su país de origen en el caso de los nacionales (...) se enfrentarían a un riesgo real de sufrir alguno de los daños graves previstos en el artículo 10 de esta Ley” (como los tratos inhumanos o degradantes que menciona el precepto y a los que es probable que sometiesen a la protagonista ante su negativa a contraer matrimonio; o amenazas graves contra su propia integridad).

En este sentido, en la STS 1789/2009, de 15 de junio de 2011, el Tribunal Supremo ya se mostró favorable a conceder el asilo a una mujer de origen argelino que fue forzada a casarse y sufrió continuos malos tratos físicos y psíquicos por parte de su marido. Se entendió entonces que la solicitante de asilo se encontraba ante una persecución por motivos de género incardinable en las “persecuciones sociales” que recoge art. 6.2 de la citada ley de asilo. Así lo exponía el Tribunal:

“Una vez que se ha acreditado que fue forzada a casarse con su esposo, por un acuerdo familiar, y ha sido objeto de continuas agresiones y vejaciones caracterizables de continuos malos tratos físicos y psíquicos, que ha repercutido en los hijos, víctimas también de malos tratos, lo que no es controvertido por la Administración, y, teniendo en cuenta que las autoridades del país de origen, en este supuesto, no les han dispensado tutela jurídica ante las denuncias formuladas, se revela la necesidad de protegerla de forma efectiva del fundado temor y el riesgo real de continuar padeciendo tratos degradantes...”.

Completamente distintas son las circunstancias de las que parte la travesía a Europa de Buba y su hermano Mukela, pues aparentemente abandonan Níger con la esperanza de hallar una mayor prosperidad económica (“En Europa nadie se muere de hambre”, le espeta Mukela a Buba cuando trata de convencerlo para que lo acompañe). Así como de desarrollarse profesionalmente, pues Buba sueña con convertirse en futbolista profesional, una meta que no está al alcance de los nigerianos según su entrenador: “Estamos en un país que no interesa a los ojeadores internacionales”.

Por ello, los dos hermanos se convierten también en migrantes, a los que Jorge Drexler definió, en su mítica canción “Movimiento”, como “una especie en viaje, no tienen pertenencias, sino equipaje... van con el polen en el viento y están vivos porque están en movimiento”. Ambos personajes, que a priori no parecen cumplir los requisitos exigidos para solicitar la protección internacional comentada anteriormente, forman parte de lo que comúnmente se conoce como “inmigración económica”. Esta suele venir motivada por la necesidad de mejorar las condiciones de vida de ciertas personas en países que, en teoría, ofrecen mejores oportunidades laborales y cuentan con un Estado de bienestar más desarrollado que el de las naciones de origen.

Este tipo de inmigración ha existido desde que tenemos uso de razón, autores como MONTESQUIEU advertían hace siglos que somos animales migratorios que nos movemos en constante búsqueda de la senda de las riquezas. Sin embargo, como recuerda DE LUCAS, también llevamos aparejada una “fuerte condición de territorialidad” que, en base a una serie de motivos interesados, espurios o que derivan, como diría ROUSSEAU, de la corrupción que ejerce la sociedad sobre los individuos, nos incita a proteger lo que consideramos de nuestra propiedad frente a la amenaza que suponen los extranjeros entendidos como “los otros” (VAN DIJK).

Por todo ello, no es de extrañar que desde que tenemos noticia de las primeras manifestaciones de la movilidad humana, hayamos sido testigos de un escenario de contraposición y conflicto en el que la inmigración se erige como el epicentro de un “problema” con el que han de lidiar las naciones, en lugar de afrontarlo como un fenómeno que encuentra su origen en la pertenencia común a un crisol compartido, el de la “sociedad mundo” (NAÏR).

En este sentido, es necesario recordar que el movimiento de las migraciones, del que forman parte Violeta, Buba, Mukela y cientos de migrantes más que durante el filme observamos hacinados en furgonetas, autobuses, etc., está lejos de desaparecer. De hecho, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) estima que para 2050 abandonarán su país en torno a 1000 millones de personas debido al cambio climático que, según NAÏR, se erige a día de hoy como la primera causa de migración en el mundo.

Sumémosles a estas cifras el número de personas que emigrarán por otras razones derivadas de complejidades actuales como la crisis originada por el COVID-19 o la reciente implantación del régimen talibán en Afganistán.

No obstante, a la hora de hablar de movimientos migratorios no podemos olvidar la existencia y reconocimiento del ius migrandi que FERRAJOLI entendía como “un auténtico derecho a tener derechos”; y que aparece recogido en el art. 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH): “1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado”.

Sin duda, esto último debería bastar para comprender la acción de emigrar como un auténtico derecho ligado a la dignidad de la persona, cuyo ejercicio no habría de necesitar de explicaciones sociológicas o justificación econó-mica, simplemente resulta inherente al ser humano dada su condición natural.

Ahora bien, ante el desarrollo exponencial de las migraciones, y si recordamos la condición territorial que mencionábamos antes, no es de extrañar que siempre hayan existido manifestaciones de rechazo hacia la figura del migrante que aboguen por la erección de fronteras, vallas o muros para preservar la identidad nacional. Buena prueba de ello lo constituyen las escenas de “14 kilómetros” donde los protagonistas son arrestados y maltratados por agentes marroquíes y argelinos al cruzar por sus respectivos territorios. Estos los alejan de las fronteras a patadas, con gritos, robándoles lo poco que les quedaba... en definitiva: haciéndoles sentir extranjeros en todas las zonas que atraviesan.

También resulta significativo un cartel en el que aparece una condena específica de la inmigración clandestina por parte de la Unión Europea, donde además se avisa de los peligros a los que se enfrentan aquellos que opten por esta vía: enfermedades, tratos degradantes, etc.

Este hecho no es sino un reflejo de cómo durante los últimos tiempos la Unión Europea ha tratado de blindarse ante un aumento de inmigrantes y refugiados que provenían principalmente del conflicto sirio. Dos ejemplos de ello son el mayor número de recursos destinados a Frontex, la Agencia Europea dedicada a la gestión y control de migrantes en las fronteras de la Unión. Y, por otro lado, la cantidad de ventajas económicas que ha ofrecido la UE a Turquía, mediante polémicos pactos, para que esta se encargase de frenar la llegada de refugiados a las costas europeas.

Mención aparte merece el nuevo Pacto de Migración que están negociando los miembros de la Unión desde finales de 2020 y que, siguiendo a SOLANES, se asienta en tres pilares: acuerdos con los países de origen y tránsito de la inmigración (en nuestro caso con Marruecos, fundamentalmente) para frenar la llegada de migrantes; un fortalecimiento –todavía mayor– de Frontex; y el reparto entre los países miembros de los migrantes que consigan entrar en la Unión Europea.

Como podrá observar el lector, la defensa de los derechos humanos, así como las garantías de protección inter-nacional no forman parte de las prioridades de nuestros dirigentes europeos. Y ello a pesar de que el Tratado de Lisboa, entre otros, recoge como valores fundamentales de la UE “el respeto a la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad y los derechos humanos”.

Entonces urge, tal y como afirmaba BAUMAN, transformar la hostilidad en la que desde hace tiempo está inmerso el pueblo europeo en una hospitalidad (el autor la configura como un derecho) idéntica a la que muestra el pueblo nómada de los Tuaregs cuando recogen a Violeta y Buba del desierto del Sáhara y los cuidan hasta que recuperan fuerzas para emprender de nuevo su viaje.

Estas escenas son, sin duda, las que golpean con más fuerza nuestra conciencia, pues nos obligan a mirarnos en el espejo para preguntarnos qué clase de país y de ciudadanos queremos ser –o aspiramos a ser– con los migrantes, refugiados... que llegan a nuestra tierra en busca únicamente de una vida mejor. ¿Pretendemos tratarlos de forma hostil para que se sientan extranjeros allá donde vayan? ¿Por qué no partir de las palabras de KANT, “Nadie tiene más derecho de estar en un lugar de la tierra que cualquier otro”, ¿para fomentar la hospitalidad entre los que son nuestros iguales?

“14 kilómetros” culmina con otra muestra de la hospitalidad que reivindicaba BAUMAN, al permitir un policía (no informa de que los ha visto llegar en patera a las costas de Tarifa) que Violeta y Buba se queden en suelo español. No obstante, y a pesar de haber alcanzado el ansiado sueño del continente europeo, es evidente que ambos tendrán que lidiar con numerosas trabas a partir del momento en el que se asienten en dicho territorio: acceder al mercado laboral, obtener el permiso de residencia o, sencillamente, sobrevivir como extranjeros en un lugar en el que aspiran a lo mismo que todos nosotros: tener una vida digna.

Inmigración y Cine (III)

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