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Proemio

También yo he pagado mi tributo al arte de cocina y bodega: ya un poema sobre la confitería de Toledo o una rápida alusión a las sevillanas y murillescas yemas de San Leandro; ya unas páginas sueltas sobre las tierras castellanas, andaluzas, vascongadas y bordelesas; y hasta he dejado noticia de mis andanzas en busca de caracoles borgoñones y de trufas perigordinas —secretos en que, como padre prudente, deseaba iniciar a mi descendencia—, aunque nada dije de cierta dichosa excursión o cuesta de la Omelette Mont-Saint-Michel, que no era para ser olvidada.

Publiqué más tarde la Minuta, juego literario en torno a una cena, donde el consabido subjetivismo de algunos poetas incipientes creyó ver los síntomas de mi irremediable decadencia, y después del cual, en efecto, ya sólo me quedaron fuerzas para escribir poco más de cuarenta libros.

Y he recordado por ahí cómo, en mis días madrileños y acompañado de un amigo de entonces, estuve a pique de fundar un modesto club gastronómico, La Cucaña, cuyo lema había de ser éste:

Una mala comida no se recobra nunca.

Alejandrino de buen mester que está pidiendo estrofa completa, y que hoy, a tirones con las escasísimas consonantes, me ocurre completar así:

Una mala comida no se recobra nunca.

El águila en su roca ni el tigre en su espelunca,

ni el hombre que no fuere de condición adunca

gozan de amor a medias ni de merienda trunca.

La Cucaña queríamos que tuviera sus clásicos y sus miembros de honor. Entre éstos, se mencionó a Chesterton, alegre vecino de Ultramancha; se mencionó asimismo a Saintsbury, quien, al lado de sus disquisiciones sobre la historia de la crítica o sobre la sintaxis de Shakespeare, ha dado sitio a unas Notes on a Cellar-Bock donde viene la receta del Birhop, ponche de adormecedores efectos, y que concede debido honor a los Amontillados, Manzanillas, Riojas, Pajaretes, Tío Pepe, Fundador del 74 y otras soleras de dulce nombre. Entre los clásicos, la primera lista resultó ridículamente incompleta: hablamos de Ruperto de Nola, sea quien fuere, autor del Libro de guisados y supuesto cocinero de Femando I de Nápoles; también hablamos de Julio Rey, el britanizado andaluz; tomamos buena nota de los Almanaques y la Antología y Flor de la cocina francesa editados por La Sirène; y yo recordé un par de obritas, arregladas por unas tapatías devotas como “recetas prácticas para la señora de la casa”. ¿Por qué no haber dicho “para la perfecta casada”? Aseguran que la buena mesa disipa todos los nublados de puertas adentro; los más groseros aconsejan a la esposa, como garantía de la beatitud conyugal, “cebar la bestia”. Con palabras más nobles lo había declarado ya Fray Luis de León.1

Finalmente, se pensó un instante en doña Emilia Pardo Bazán. Pero las risas de don Francisco A. de Icaza nos enfriaron el entusiasmo. Según él —y yo no respondo—, en el manual de la ilustre escritora había exorbitancias como ésta: “Se toma un cerdo, se le castra”, etcétera. Muy bueno para la antigua Hélade, donde todo jefe de familias oficiaba como sacerdote y, por consecuencia, era un tanto cuanto matancero. Claro es que nos quedamos cortos. Y, desde luego, hay muchos doctores no borlados. Eça de Queiroz, por ejemplo, no es autor de cocina, pero sus novelas dejan ver hasta qué punto era sensible a las fiestas del paladar, ora se tratase de un artificioso plato parisiense o de una sopa campesina. De algunos otros hablaremos a lo largo de estas anotaciones.

Lo cierto es que todavía estoy en deuda con muchos maestros fundamentales y con algunos autores de discreta recordación; que estoy en deuda, sobre todo, con mis experiencias y mis recuerdos, por humildes que sean. Se hace tarde, no puedo dejar de la mano otras cosas de mayor apremio. Junto al azar mis notas con la libertad de una charla, y allá se van las evocaciones y las lecturas. No aspiro al Cordón Azul de nuestros días. Mucho menos al título aquél de Gentilhombre del Trinchante y Cuchillo que se adjudicó, para regocijo y burla de sus contemporáneos, el indigesto comentarista gongorino don Joseph Pellicer de Ossau y Salas y Tovar. Y si les llamo memorias a estos apuntes, es que para mí comienzan a significar un pasado. Que ya presenté mis condolencias a los deleites de este orden, y tras los vaivenes y los viajes, me encuentro bien hallado en mi tierra ante una mesa frugal.

Que otros con mejores alientos sigan las huellas, y que reclamen y obtengan, para la cocina hispanoamericana, el sitio que merece y ya le van concediendo, al menos en punto a licorería y frutería, algunos sesudos europeos. José Vasconcelos, tras de enumerar gustosamente nuestras frutas, se enfrenta con Europa y concluye: “Una civilización que ignora todos estos sabores no puede ser una civilización completa”. Pero, en general, el americano está hecho a sufrir en silencio los desdenes del europeo.

Así se plantea la disputa, camino de la futura síntesis. No creo que se llegue al acuerdo mediante las falsificaciones e imitaciones. Tal vez haya que insistir en el carácter propio, y esperar a que la otra parte del litigio se acostumbre a la novedad. En este argumento, nada se excluye, todo se complementa. Bueno es aquello y bueno es esto: ¡pues sean las dos excelencias a un tiempo, que hay espacio bastante y el hombre es tinaja de las Danaides! ¿Para qué los quesos franceses con marca de los Estados Unidos, o aun de la Argentina que se acercan más al modelo y son mejores? Y de propósito cito el ejemplo de los quesos, el producto más “provincialista” que se conozca, y al cual confluyen complicadísimas condiciones de ambiente, climas, pastos, ganaderías, hábitos, tradiciones. El principio no está en imitar ni en desechar, sino en adquirir, claro es que con discernimiento. ¿No aconteció así para la patata, el tomate, el cacao, el tabaco —del que no puede desentenderse la gastronomía? Europa ignoró un tiempo el aguardiente y la destilación de alcoholes, aunque Egipto ya los conocía. Los trajeron de su viaje a Oriente los Cruzados. Y hoy donde se dice coñac se dice Francia. También el café fue una novedad repelente para los occidentales; y ya de Voltaire, que le era tan aficionado, se refiere que, habiéndole dicho alguien: “Se va usted a matar con tanto café”, contestó con su sonrisita de mordisco: “Yo nací matado”. Balzac, cuando se encerraba a escribir, es fama que suprimía las comidas y bebía café constantemente: cien tazas por jornada. Pero sepamos que, si lograba resistirlo, es porque lo preparaba en frío, de un día a otro, como se ha de preparar el té helado para que no amargue.

Así, amigos de Europa, no hay por qué alarmarse ante las novedades de América, que también tienen su vejez. Porque a los europeos en general les sucede aquí lo que a cierto parisiense, persona ingeniosa por otra parte, quien, habiendo recibido de Lima un presente de sabrosas “nueces en nogada” (y la redundancia es, por lo visto, parte indispensable y condición fatal del aderezo, que también en mi tierra se oye vender por las calles la “nogada de nuez”2), las mandó tirar al verlas negras, por suponer que se habían podrido durante el viaje. ¡Lástima, señores! ¡Lo que hace el poco hábito, secundado por el prejuicio!

En un libro lleno de simpatía para Francia (French Ways and Their Meaning), la novelista norteamericana Edith Wharton trae curiosas observaciones sobre el pavor con que los campesinos franceses, durante la Gran Guerra nº I, veían a los soldados yanquis llenar el casco de zarzamoras. “¡Cuidado, que dan fiebre!”, solían decirles. “¿Cómo —replicaban ellos—, si a una hora de aquí, al otro lado del Canal, todos las comen tranquilamente?” “Serán otras las condiciones de aquel suelo. Aquí, dan fiebre”. Y no había modo de convencerlos. Nadie se enfermó, pero resultó imposible redimir el tabú. Y si así sucede con los productos del propio suelo, ¿qué mucho si los productos extraños son recibidos con desconfianza?

Y no deja de ser otro raro acierto de Mallarmé —quien tanto paladeaba su Viejo Mundo, tanto desconcertó a los liceanos del Fontanes con sus profundidades de repostería londinense, y cuyos “versos de circunstancia” revelan una constante atención para la confitería francesa—, el haber hecho referencia a los guisos exóticos cuando, en su revista La Dernière Mode, se ocupó de platos y manteles. Allí, junto al seudónimo “Marasquin”, usa los de “Zizi”, mulata de Surate, y la negra “Olimpia”, lo que es una confesión de gustos. De pronto, llegan hasta este recluso de la rue de Rome ciertos airecillos criollos, tropicales, anuncios de aquel “aroma del café que trepa escaleras arriba”, en el poema del francoantillano Alexis Léger (Saint-Léger Léger o Saint-John Perse).

¿Por qué tener miedo a lo criollo o a cuanto suele llamarse criollo, que es mucho y muy confuso? ¿Por qué temer a lo tropical y darlo necesariamente por malo, por superabundante y ocioso? ¿Por qué algunos pueblos se avergüenzan de que en su tierra haga calor, y por qué otros no se avergüenzan del frío que hace tan desapacible su morada? También donde hay calor hay auténtica vida humana y también allí se come bien. En otra parte he dicho que la discusión entre lo tropical y lo no tropical debe ser tratada con pinzas.3

En fin, éste no es un libro de tesis ni de disertaciones. No sea que se me canse el lector, y me pase lo que al importuno empeñado en esperarle a Rivarol un discurso respecto a la ostra:

—¿Sabe usted, señor mío —le atajó éste, ya irritado—, cuál es la diferencia entre una ostra y un sabio de su casta? Que la ostra bosteza, en tanto que el sabio hace bostezar.

Este libro sólo se destina a gente de honrada naturaleza, capaz de apreciar el caso de Pierrette. Era ésta la hermana de Brillat-Savarin, familia escogida. Tenía ya noventa y nueve años y once meses bien contados, cuando, comiendo en su cama como solía, sintió que le llegaba su hora. La pobre se puso a gritar: “¡Pronto, pronto, tráiganme el postre, que me voy a morir!”.

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* En esta edición de Memorias de cocina y bodega se ha respetado la ortografía original del autor. [N. del E.]

1 Ver Alfonso Reyes “La Cucaña”, en Simpatías y diferencias, segunda edición, México: Porrua 1945, pp. 213-215.

2 Alfonso Reyes, “Voces de la calle”, en Cartones de Madrid, Las vísperas de España, Buenos Aires: Sur, 1937, especialmente, p. 46.

3 La constelación americana, archivo de Alfonso Reyes, México: Gráfica Panamericana, 1950, p. 28.

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