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Descanso II

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Con su penetrante olor de ajo y de aceite, la cocina mediterránea, cunada en la cuba del Egeo, llegó hasta España, traída por las legiones de Escipión, un siglo antes de que Julio César la llevara a las Galias. Al correr por suelos ibéricos, el río absorbió nuevos sabores. La fruta española, según testimonio de los historiadores romanos, fué famosa desde el primer instante. Después, los árabes traen hasta la Península los aromas y condimentos de Oriente, Persia y la India, tono que dominará la cocina europea hasta el descubrimiento de América: tono agridulce de limones, naranjas, cidras y toronjas. Las novedades que los Cruzados trajeron de Sicilia e Italia llevaban dos siglos de aclimatación en los naranjales y limoneros de España. En Provenza sólo se difunde el naranjo ya entrado el siglo XVI, y más tarde llegó la naranja dulce de China, con los navegantes portugueses. También trajeron los árabes a la Península Española el azafrán y la nuez moscada, la pimienta negra, la caña de azúcar y el azúcar, antes que ello fuera conocido en las islas egeas y en la región siciliana. Al quebrantar España el cerco, al salir a la vida internacional con una fisonomía madura, extiende por el resto de Europa la mejor cocina que hasta entonces se conociera, la cual corre hasta Nápoles y Sicilia con los catalanes y aragoneses, irrumpe por el Rosellón y el Bearne, lleva sus tentaciones hasta los Países Bajos y Alemania. En tiempo del emperador Carlos V se traduce el Libre de Coch, del llamado Rupert de Nolla —cocina más aragonesa que catalana—, el cual alcanzó unas veinte reimpresiones en ciento treinta años.

Vuelco de la historia, así como la aparición de América desvía de África la aguja de los destinos españoles, así la cocina española, y a través de ella la europea, experimenta entonces una refracción trascendental. Patata, tomate, ají o chile, pimientos pimentón, cacao y pavo representan la vanguardia de la invasión americana. El tomate sólo empieza a ser aceptado en Francia a fines del siglo XVIII. Al maíz sólo se ha habituado Europa con lentitud, más por obra de los Estados Unidos que de nuestra América. Hay, en Italia, la polenta; en España, la borona y también las gachas de Valencia y de Asturias (no las andaluzas), y en Canarias, gachas, frangollo y gofio. Pero en mis veraneos del Cantábrico nunca logré que la gente del campo me vendiera mazorcas. “Eso —me decían— es para los cerdos, eso no lo comen los cristianos”. Y si yo me empeñaba en comer elotes a la mexicana, no me quedaba otro recurso que robármelos. No había más que remar río arriba, e ir desembarcando aquí y allá, donde había sembrados de maíz.

Cuanto a la patata, parece que llega a España, procedente del Perú, en 1535. Charles de l’Écluse (Clusius) la introdujo en Austria y en Alemania doscientos once años antes de que Parmentier se llevara la gloria de haberla aclimatado en Francia. Allí el absolutismo real permitía finezas psicológicas vedadas al moderno Estado jurídico. El rey conocía la atracción que ejerce la fruta del cercado ajeno. ¿Cómo acostumbrar a un pueblo reacio a comer patatas, de cuya virtud alimenticia el rey estaba ya convencido? Muy fácil: las mandó sembrar en su huerta, las declaró tesoro y privilegio de su persona, dictó penas y prohibiciones contra el que se atreviera a robarlas; pero, al mismo tiempo, ordenó a los guardias que se hicieran desentendidos. No hizo falta más: las patatas se enseñorearon de Francia.

Ana de Austria llevó a Francia muchos platos de la cocina española. Desde luego, el hojaldre, cuyo invento se atribuye sin razón a Claudio Lorena; y la infanta María Teresa de Austria, la hija de Felipe IV que fué a casarse con Luis XIV, se hacía servir en Versalles por “la Molina”, así llamada porque le molía el chocolate. Como la pobre María Teresa era desagraciada y tenía los dientes cariados, unos cortesanos lo atribuían al ajo, y los más, al abominable chocolate, novedad peligrosa.

Y, pues hemos nombrado el ajo, no está por demás recordar que desde principios del siglo XI constan en España noticias sobre el ali-oli valenciano, seguro abuelo del ailloli. Nos ocurre otra reivindicación parecida: la tortilla a la francesa se llama ya “tortilla de la Cartuja” en la obra del Maestro Martínez Montiño, cocinero de Felipe IV.

Este Montiño puede considerarse como el primer autor de la moderna cocina española, y está en la lista de autoridades de nuestra Academia de la Lengua. Pero algunos creen que, mientras Versalles, por obra de María Teresa, españolizaba sus guisos, Montiño era un tanto afrancesado y no paraba mientes en las prácticas regionales de su pueblo. Durante el siglo XVIII, Altamiras lo sucede en el cetro. En nuestros días, Ignacio Doménech, Gómez González, Dionisio Pérez y otros.

Malos vientos soplaban: por una parte se ponía el sol en los dominios, y por otra, aparecían los medrosos, los “prohibicionistas” encimados en el Tirteafuera, médico del Quijote, el que no dejaba comer a Sancho en la Ínsula Barataria. Como dice Dionisio Pérez, “entre la cocina y el comedor se interpone el símbolo cervantino de Recio de Tirteafuera”.

Cuando el mariscal duque de Richelieu rindió la plaza de Mahón (1757), se sirvió en su festín de victoria aquella salsa menorquí que hoy se llama la mayonesa, que debió llamarse mahonesa, y que los oficiales franceses propagaron en su país con el nombre de magnonaise.

Poco después, los soldados de la invasión napoleónica se llevaron consigo los recetarios de los palacios y monasterios de España. La duquesa de Abrantes, esposa del General Junot, conquistador de Alcántara, recibió de éste el recetario de aquel convento, “el mayor trofeo de aquella guerra”, según el maestro Escoffier, y divulgó en París los secretos de la cocina hispana: el consumado o consommé, los trufados de varias aves, los hígados de pato y tal vez cierto guiso de bacalao. La influencia española se intensifica bajo la emperatriz Eugenia. Dumas pasea por España, y aunque no se sintió muy a gusto, recogió recetas de sopa de ajo, ensalada de coliflor con huevo duro, ensalada de col, lengua de buey estofada, gallina en pepitoria, pollo al tomate y pimiento, tortilla de familias, cocido madrileño, etcétera.

Bajo Felipe V es ya notoria la decadencia hispánica, que se acentúa entre el afrancesamiento de segunda mano y el mal comer romántico. Por 1885, el “Doctor Thebussem” (D. Mariano Pardo de Figueroa) y “Un cocinero de Su Majestad” (D. José Castro y Serrano) inician una reacción provechosa. Pero quienes les siguen, de Ángel Muro a la Pardo Bazán, se explican mejor con la pluma que con la cuchara o la cazuela. El auge de la cocina francesa era ya asolador y no conocía diques ni barreras.

En tanto, la provincia española seguía cultivando sus inimitables e incontables primores, sus peteretes. Pero sobre tan peregrinas cuestiones, que pueden llenar una biblioteca, remirase el desocupado lector a la Guía del buen comer español, obra de Dionisio Pérez que nos ha llevado de la mano, y donde sólo hemos echado de menos alguna mención de la butifarra.

Sobre la cocina hispana de ayer, ya hemos mencionado las investigaciones de Rodríguez Marín, especialmente en torno al yantar de don Alonso Quijano el Bueno. Un paseo por la literatura será edificante, aunque de propósito lo intentaremos en desorden. Dejemos la cocina del hambre, tema paradójico de la Picaresca, representado en el célebre lugar del Lazarillo sobre el bocado de uña de vaca, lugar que todos conocen o todos debieran conocer: “Con almodrote es éste singular manjar” —decía el pobre hidalgo—. “Con mejor salsa lo comes tú” pensaba para sí el muchacho. En cuanto al vientre lleno de telarañas del buscón Pablos y de su amo, donde resonaban los ecos por falta de muebles como en las estancias vacías, no pasa —perdone Quevedo— de una estudiantada, una pueril caricatura.

Contrasta con estas imágenes del hambre el cuadro de la gula que, en el siglo XV, pinta el Arcipreste de Talavera, sobre los festines y excesos a que lleva el amor:

… allí non hay rienda en comprar capones, perdices, gallinas, pollos, cabritos, ansarones, carnero e vaca..., vino blanco e tinto —¡el agua vaya por el río!—, frutas de diversas guisas, ceruelas, albérchigas, figos, bevras, duraznos, melones, peras vinosas e de la vera, manzanas xabíes, romíes, granadas dulces e agradulces e acedas, figo donengal e uva moscatel; non olvidando en el invierno torreznos de tocino asados con vino e azúcar sobrerrayado, longanizas confeccionadas con especias, jengibre e clavos de girofre, mantecadas sobredoradas con azúcar, perdices e vino pardillo, con el buen vino cocho a las mañanas, y ándame alegre, plégame e plegarte he, que la ropa es corta. Pues a las pulgas ímos: aquí veréis con este tal los sentidos trocar, las voluntades correr, el entendimiento descorrer alegría, placer guasajado, e vía después, llorar. Pues, a la noche, confites de azúcar, citrones, estuches, ciliatre, metafalva (anís) confitada e piñonada, alosas (empanadas) e tortas de azúcar, e otras maneras de preciosas viandas que dan apetito a mucho comer e beber más de su derecho. Pues aguas rosadas e de azahar, almizcladas, abundancia sin duelo; safumaduras preciosas sevillanas, catalanas o compuestas de benjuí, estoraces, linaloe, lácdauno con carbón de sauce, fecha con candelillas para quemar; solaces, cenas, armuerzos e yantares, por do el comer e beber más de derecho non se puede escusar...

Censuras del pecado que más bien hacen de incentivo.

Pero muchos son los que ignoran cierto libro de los Mil y Quinientos —“caso fulminante de realismo fotográfico”, le llamó Menéndez y Pelayo––: La Lozana Andaluza del Pbro. Francisco Delgado, amigo de Juan del Encina en sus mocedades de Roma.4 La Lozana, acordándose de su abuela, decía así:

… y si esta mi agüela viviera, sabría yo más que no sé, que ella me mostró guisar, que en su poder deprendí hacer fideos, empanadillas, alcuzcuzú con garbanzos, arroz entero, seco, graso, albondiguillas redondas y apretadas con culantro verde, que se conocían las que yo hacía entre ciento. Mirá, señora tía, que su padre de mi padre decía: —Éstas son de mano de mi hija Aldonza.— Pues ¿adobado no hacía? Sobre que cuantos traperos habla en la cal de la Heria (calle de la Feria) querían proballo, y máxime cuando era un buen pecho de carnero. ¡Y qué miel! Pensá, señora, que la teníamos de Adamuz, y zafrán, de Peñafiel. Y lo mejor de la Andalucía venía en casa de esta mi agüela. Sabía hacer hojuelas, pestiños, rosquillas de alfajor, textones de cañamones y de ajonjolí, nuégados, sopaipas, hojaldres, hormigos torcidos con aceite, talvinas, zahínas y nabos sin tocino y con comino. Col murciana con alcarabea y olla reposada, no la comía tal ninguna barba. Pues boronía ¿no sabía hacer por maravilla? Y cazuela de berenjenas mojíes, en perfición; cazuela con su ajico y cominico y saborcico de vinagre, ésta hacía yo sin que me lo vezasen. Rellenos, cuajarejos de cabritos, pepitorias y cabrito apedreado con limón ceutí, y cazuelas de pescado cecial con oruga, y cazuelas moriscas por maravilla, y de otros pescados que sería luengo de contar. Letuarios de arrope para en casa, y con miel para presentar, como eran de membrillos, de uvas, de berenjenas, de nueces, y de la flor del nogal para tiempo de peste; de orégano y yerbabuena para quien pierde el apetito. Pues ¿ollas en tiempo de ayuno? Éstas y las otras, ponía yo tanta hemencia en ellas que sobrepujaba a Platina, De Voluptatibus, y a Apicio Romano, De re coquinaria. Y decía esta madre de mi madre: —Hija. Aldonza, la olla sin cebolla es boda sin tamborina.— Y si ella me viviera, por mi saber y limpieza (dejemos esta hermosura) me casaba…

Y tras esta página que pica la lengua, abra el curioso los Diálogos latinos de Juan Luis Vives, por allá en la página tantos, donde se lee: Culina. Más se aprende aquí sobre el arte de encender un buen fuego que sobre el arte de cocinar, mas no será ejercicio perdido.

Pero ríndanse todos donde aparece el Arcipreste de Hita con su Edad Media a cuestas —su Edad Media “enorme y delicada”— para contarnos la batalla campal de don Carnal y doña Cuaresma: Escudo de Aquiles en el Libro de buen amor, suntuoso tapiz de contrastados colores, parodia épica tramada en el conejo de las estaciones del año. Don Carnal se apresta con gallinas, faisanes, pavos, perdices, capones, torcaces, lavancos, ánades y ánsares; vacas, bueyes, lechones, cabritos y cabras monteses; jabalíes, gamos, ciervos, corzos; liebres y conejos. A su mesa se ven tocinos, cecinas, costados de carnero, piernas de puerco y jamones. Junto a don Camal, su alférez está de rodillas, el barril a la mano; y el vino, “alguacil de todos”, suelta las lenguas. Los gallos, de miedo, se estuvieron quietos toda la noche.

Y al rayar el alba se presentó doña Cuaresma, Justicia de la Mar, también secundada de los suyos, en horas que las sangrientas mesnadas de don Carnal estaban durmiendo su vino. Allí del puerro cuello albo, sardinas, mielgas, verdeles y jibias, anguilas de Valencia salpresas y trechadas, atunes, truchas del Alberche, cazones bayoneses y camarones del Henares, barbos, pijotas, lijas, langostas de Santander, arenque y besugo de Bermeo, utras, sabogas, delfines, sábalos, albures, lampreas sevillanas y de Alcántara, tollos, pulpos, ostras, cangrejos, el congrio cecial y fresco —“Conde de Laredo”—, el salmón de Castro Urdiales, y hasta la enorme ballena, cuya presencia de tanque bélico decidió la victoria.

Don Carnal queda condenado al ayuno; Domingo, garbanzos en aceite; lunes, arvejas; martes, formigos con uno o dos tercios de pan; miércoles, espinacas; jueves, lentejas con sal; viernes, pan y agua; sábados, habas. Bien se aprecia que doña Cuaresma “cuida la línea” a don Carnal.

Pero el desquite no anda lejos. Al correr de pocas semanas, don Carnal se va recuperando de sus heridas, por obra de la rigurosa dieta y del reposo. Da los primeros pasos, se deja llevar a la iglesia. Y de allí mismo, escapa en derechura camino de la judería, para al instante reorganizar sus huestes. Escribe con sangre un orgulloso cartel de desafío en que se llama a sí propio: “El fuerte matador de toda cosa”. Sus furrieles, como carniceros que son, ya vuelven destazando reses.

De esta vez, doña Cuaresma ve la causa perdida. Adusta y fea, se disfraza con los atavíos del peregrino: esclavina, sombrero redondo, zapatones, bordón, calabaza, alforjas, esportilla y rosario. No sé cómo se las arregla el poeta: a tantos siglos de distancia, nos hace pensar en una de esas mujeronas secas y sin sexo, de calzado chato y faldas caídas, de canotier y gafas, que andan, Biblia en mano, redimiendo almas por la calle.

Al fin, un sábado por la noche, doña Cuaresma salta las bardas y sale huyendo:

Salió a toda prisa corriendo por las calles.

Dijo: “¡Ay Canal soberbio, con tal que no me halles!”

Aquella misma noche llegó basta Roncesvalles.

¡Vaya y que Dios la guíe por montes y, por valles!

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4 Ver Alfonso Reyes, “La Garza Montesina”, en Capítulos de Literatura Española, segunda serie, México: El Colegio de México, 1945, pp. 91-99.

Memorias de cocina y bodega

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