Читать книгу Vivir, trabajar y crecer en familia - Alfonso Urrea Martin - Страница 9
ОглавлениеMi tercera acción como director general de Urrea Herramientas fue… llorar. Poco después de las 9:30 de la mañana del 30 de octubre de 1993, di instrucciones a mi asistente para que al llegar los directores y gerentes se presentaran en mi oficina. Cerré la puerta con más fuerza de lo habitual y me quedé solo. Jamás había experimentado tanta soledad y frustración, el barco se estaba hundiendo y la tripulación seguía dormida.
Ese mismo día, mi segunda acción como director general había sido llegar a las oficinas de Administración y Ventas a las 8:30 a.m. —la hora de entrada oficial— para apostarme en la puerta de ingreso y saludar de mano a cada uno de los colaboradores, conforme iban llegando. Pero dieron las 9:00, 9:15, 9:20, 9:30… Ningún director o gerente llegó. Furioso subí a mi oficina.
¿Y mi primera acción…? A media mañana del día anterior entré a la oficina del director de Administración y Finanzas y le dije: «¡Estoy en shock! Mi papá me acaba de nombrar director general y me urgió para que revisara contigo la situación financiera de la empresa».
EL COMIENZO
«Ya quiero empezar a trabajar», le decía a mi papá con frecuencia. Él siempre trató de convencerme de que sería mejor esperar algunos años. «Tranquilo, vas a trabajar toda tu vida; por ahora prepárate, estudia y diviértete». Mi insistencia estaba motivada principalmente por dos razones: el deseo de traer dinero en la bolsa y estar a la par de mis amigos que ya trabajaban y la ansiedad, propia de los jóvenes, de comenzar a vivir en el mundo empresarial, deseo avivado por la satisfacción de mis trabajos de verano en años anteriores.
Por fin un día me dijo: «Tengo la idea de abrir otra empresa, pero mejor hazlo tú. Invita a mis directivos a que sean socios y arráncala. Hazla crecer, llévala a donde tú quieras… Es más, la puedes hacer más grande que Urrea Herramientas». La empresa se llamó Indherra, mi papá aportó el 50 % del capital, se quedó con el 30 y me regaló el 20; el restante 50 % lo colocamos entre los directores y gerentes que trabajaban con él. De ese grado era la confianza que me tenía mi padre. Él siempre me impulsó a creer en mí: «Tú puedes lograr lo que quieras», «nunca digas no puedo, di no quiero», me repetía con frecuencia.
Ingresé a Grupo Urrea cuando terminé la prepa, tenía 18 años. No se trató del típico «vete a cada área a ver qué aprendes», sino que era el responsable de crear una línea de productos totalmente nueva (herrajes y accesorios para el manejo de cable y cadena) y del arranque de una empresa que los produjera, por lo que tuve que involucrarme con todas las áreas. Trabajé con los de mercadotecnia para hacer el estudio de mercado y seleccionar los productos, determinar los precios y diseñar los catálogos; con el financiero para realizar los análisis y las proyecciones económicas; con producción para diseñar los productos, construir la maquinaria y los utillajes; con los de ventas, para acordar las estrategias comerciales a través de los distribuidores de Urrea Herramientas.
No todo fue felicidad. Había algunos directivos que llevaban muchos años en la empresa, así que tenían arraigo y poder al interior y sabían que, de una u otra forma, mi entrada a la compañía significaba una serie de cambios que en algún momento les afectarían. Las situaciones que viví en mis inicios fueron diversas. Hubo una ocasión en la que el director de Recursos Humanos me dejó intencionalmente sin paga durante las primeras semanas. Un día me lo encontré en el pasillo y le pregunté por mi sueldo. «Y tú, ¿dónde trabajas?, tu expediente no tiene el análisis de sangre», me respondió. Tampoco faltó el apodo, me bautizaron como el «patroncito» (dependiendo del tono de voz, podía darme cuenta si me lo decían con cariño, burla o menosprecio).
Una vez, durante la comida en una convención de ventas, las discusiones y la carrilla empezaron a subir de tono. Un gerente me dijo: «Tienes que entrarle y aguantar al parejo si quieres que te respeten». Me quedé pensando… «¿En serio? ¿En esta empresa se gana el respeto aguantando y tirando carrilla?». Posteriormente escuché algunas hazañas que los «héroes internos» realizaban durante esas tradicionales convenciones anuales: los que habían destrozado un hotel en Juriquilla vaciando los extintores; los que habían roto todas las macetas de un hotel; los que aventaban lámparas de gas queroseno a las fogatas en la playa; las bienvenidas en las que los nuevos integrantes pasaban al frente del grupo y se les mentaba la madre al unísono. Con el tiempo me quedó clara una cosa: esa cultura debía cambiar.
EL VIAJE
No había pasado un mes desde que entré a trabajar a la empresa cuando mi papá me pidió que acompañara a dos de los directores a Hong Kong, China, Taiwán y Corea. Era un viaje en el que participaban los representantes de varias empresas mexicanas con la misión de visitar diferentes fábricas para aprender de sus procesos y, además, recolectar evidencias de prácticas de competencia desleal (dumping) que sirvieran para que el gobierno mexicano impusiera cuotas compensatorias a las herramientas importadas de aquellos países.
En 1987 China estaba cerrada al mundo y, cuando entrabas, quedabas a disposición del gobierno. Todo era muy diferente a como es ahora, la infraestructura del país era muy precaria y la gente nos veía como si fuéramos marcianos invadiendo la Tierra. La comida no se parecía en nada a la que ofrecen ahora, con un toque occidentalizado. Al principio me desagradó, pero poco a poco fui aprendiendo a disfrutarla.
Mi experiencia en ese viaje me transformó como persona, como trabajador y como ciudadano. Como trabajador aprendí la gran diferencia entre la cultura asiática y la mexicana. Su ritmo es impresionante, no existen robots que trabajen tan rápido como los chinos; pero vi niños descalzos, sin guantes ni lentes de protección forjando herramientas de acero a altas temperaturas. Observé una gran indiferencia por el bienestar de las personas, la ecología y la calidad, también me di cuenta de la importancia de viajar, de visitar fábricas, empresas, ferias, distribuidores y proveedores para aprender, comparar y valorar.
Quizá el aprendizaje más importante que tuve fue como ciudadano. Antes de visitar Asia solo conocía Estados Unidos y cuando regresaba de esos viajes, México me parecía sucio y me quejaba de las calles con baches, las carreteras malas y peligrosas, la falta de respeto al peatón, a las filas y a las leyes. Cuando regresé de China mi perspectiva cambió radicalmente: encontré a mi país limpio, ordenado y hermoso. ¡México parecía un lugar de primer mundo comparado con la China de ese entonces!
EL FOGUEO
Después de algunos meses, y con la ayuda de varias personas, logré que Indherra arrancara. La inicié con Servando Franco (que había sido operario en Urrea) en una bodeguita de la calle 64 y avenida Revolución, en Guadalajara. Teníamos una camioneta pick up en la que transportábamos las forjas de los tensores desde Urrea Herramientas (ubicada en El Salto) a nuestras instalaciones, para maquinarlas y luego llevarlas a galvanizar, regresarlas a la bodeguita en donde hacíamos los ensambles y, al final del proceso, entregarlas en El Salto. Posteriormente, también llegamos a fabricar nudos para cables, guardacabos y grilletes.
Servando y yo éramos un par de todólogos solitarios. Recuerdo que por las tardes me iba a la universidad con la ropa llena de grasa porque durante las mañanas subíamos y bajábamos materiales de la camioneta y, de vez en cuando, también teníamos que reparar la máquina de producción.
Fue un proyecto extraordinario. Creció y generó utilidades desde el primer año, fue mi gran escuela y mi primer «hijo empresarial». Cuando ya tenía el tamaño de una fábrica, lo dejamos en manos de un gerente de confianza porque me encomendaron crear un área de desarrollo de proveedores, dentro de Urrea Herramientas, para incluir nuevos productos al catálogo y así aprovechar la experiencia que había obtenido desarrollando productos en Indherra. Durante este proceso de aprendizaje y crecimiento conté con el apoyo de grandes maestros entre los directores, gerentes y colaboradores de Urrea Herramientas, personas a las que recuerdo con mucho cariño y gratitud.
Viajé por todo el mundo visitando ferias, fábricas y conociendo a varios de los mejores proveedores de hoy en día. Mi esfuerzo se reflejaba positivamente en los resultados financieros del negocio, disfruté mucho mi trabajo porque se trataba de crear, sumar y aportar nuevas ventas a la empresa y, lo mejor de todo, me daba la oportunidad de convivir con mi papá y con mi abuelo, don Raúl.
DON RAÚL
Compartir el escritorio con mi abuelo y con mi padre durante dos horas diarias fue mejor escuela que la universidad. Ellos se convirtieron en mis tutores. Aprendí su filosofía empresarial, su estilo para dirigir, para tomar decisiones y la forma en cómo se relacionaban con sus colaboradores.
De mi abuelo adopté la recomendación de que nunca dependiera de un solo cliente o proveedor, y mucho menos si eran parte del gobierno o dependientes de la política pública. Otro de sus consejos era: «Primero vende y luego fabrica», línea estratégica que sigue vigente en nuestros proyectos de expansión.
Su sabiduría se reflejaba en frases sencillas, pero de gran alcance y profundidad: «Las empresas que nacen grandes, se hacen chicas. Y las empresas que nacen chicas se hacen grandes», «No hay buenas o malas empresas (o sectores), hay buenos o malos administradores», «No se casen con malos negocios, hay que cortarlos a tiempo». Además de su atinado sentido comercial, mi abuelo tenía un gran corazón. Un día me preguntó por uno de mis colaboradores de Indherra que estaba incapacitado. Yo no supe qué decirle y su respuesta fue: «Lo más importante de la empresa son tus colaboradores, nunca dejes de preocuparte por ellos».
Cuando alguien le decía «don Raúl, ¿cómo van los negocios?» él sacaba una pequeña hoja de papel en donde tenía apuntados cuántos colaboradores había antes y cuántos ahora; cuántos contaban con carrera universitaria, preparatoria, secundaria o primaria; cuántos poseían casa, coche o bicicleta. El desarrollo de su gente siempre fue su máxima prioridad, siempre veló por sus colaboradores. Su mayor logro era que todos tuvieran éxito, no solo la empresa.
«LAS EMPRESAS HONESTAS DEBEN GENERAR UTILIDADES PARA CUMPLIR SUS OBLIGACIONES CON LA SOCIEDAD, CLIENTES, PROVEEDORES, COLABORADORES, ACCIONISTAS Y GOBIERNO».
DON RAÚL URREA AVILÉS
Mi abuelo impulsó la idea de que todos los trabajadores tuvieran una vivienda digna y, junto con don Heliodoro Hernández Loza —distinguido líder sindical—, creó el Instituto de Bienestar Social, en donde cada trabajador aportaba voluntariamente un 5 % de su sueldo y la empresa otro porcentaje igual para fondear la adquisición de una casa. Ambos le presentaron la idea al presidente Luis Echeverría Álvarez durante una gira que hizo por Jalisco… La iniciativa se convirtió en lo que hoy conocemos como Infonavit.
Influenciado por mi abuelo, aprovecho cualquier oportunidad para recordar a mis ejecutivos que, cuando un colaborador deja de trabajar con nosotros, debe salir de la empresa siendo una mejor persona, de lo contrario, le habremos hecho perder su tiempo.
DON ALFONSO
Su filosofía de vida es su legado más trascendente: «Lo más importante es el ser y el hacer, no el tener; cuando una persona muere nadie se acuerda de lo que tuvo, lo único que queda es el recuerdo de lo que fue y el legado de lo que hizo». Este pensamiento lo hemos extrapolado a la compañía y lo reflejamos en nuestra visión: «Ser la mejor empresa para nuestros clientes, proveedores, colaboradores y accionistas», y en nuestros principios: «Ser un ejemplo como empresa familiar y, al mismo tiempo, tener una profunda integración con nuestros colaboradores».
Mi papá era un hombre muy sencillo y práctico, pero de gran profundidad en sus pensamientos: «Más vale un mal arreglo, que un buen pleito», «Trata de no negociar directamente con los clientes porque cuando das alguna concesión, eres el mejor; pero cuando quitas o tienes que aplicar alguna sanción o restricción, te conviertes en el peor. Tú solo debes entrar como último recurso a destrabar lo que tu equipo no pudo». Hoy en día, siguiendo estas enseñanzas, cuento con un modelo institucional para apoyar la toma de decisiones de mis directores y gerentes en su relación con clientes y proveedores, sin que yo aparezca. Funciona bastante bien y solamente me encargo de atender las excepciones, que son mínimas.
«LO MÁS IMPORTANTE DE LA EMPRESA SON TUS COLABORADORES, NUNCA DEJES DE PREOCUPARTE POR ELLOS».
Me inculcó el valor de la verdad, esencial para la toma de decisiones acertadas: «Si no sabes, di no sé; pero no inventes respuestas o digas mentiras ya que, sobre información errónea, se toman decisiones equivocadas». Por supuesto, no podía faltar en su filosofía la inclusión del recto comportamiento en nuestro actuar diario como requisito para que a uno le vaya bien, porque «al que obra mal, se le pudre el tamal».
A finales de los años ochenta, mi papá se vio en la disyuntiva de competir por precio o por calidad. Entonces fui testigo de una de las mejores decisiones que tomó en su vida: optó por la calidad. Contrató a una firma consultora y se lanzó a crear una cultura de calidad total.
«SI COMPETIMOS POR PRECIO, SIEMPRE HABRÁ ALGUIEN QUE PRODUZCA MÁS BARATO; PERO UNA BUENA CALIDAD ES DIFÍCIL DE IGUALAR».
DON ALFONSO URREA CARROLL
LA PREPARACIÓN
Terminé la universidad seis meses antes que mis compañeros de generación y después me fui al extranjero por año y medio para tomar cursos de inglés y negocios. Asistí a la Universidad de Harvard por dos meses y a la escuela Bell de Cambridge, Inglaterra, por otros seis. El tiempo restante viví en Los Ángeles, donde estudié nuevos modelos de producción en el California Institute of Technology y trabajé para Urrea Professional Tools.
En Estados Unidos colaboré en el área de ventas promoviendo los mil productos de los que constaba nuestro catálogo en Texas, Luisiana, Alabama, Georgia, Florida, Nebraska, Illinois, Nuevo México y California. Fue una labor difícil: competía contra catálogos de herramientas industriales de ¡más de diez mil productos!, armados con marcas estadounidenses que estaban muy arraigadas entre los sindicatos locales.
«Tu variedad no es de herramienta industrial, en calidad sí parece industrial, pero en la amplitud de tu catálogo, no» me decían los distribuidores americanos con indiferencia. Yo argumentaba que habíamos estado asociados con Proto[1] y que habíamos fabricado herramientas durante veinticinco años con su marca, además de que utilizábamos maquinaria, acero y tecnología estadounidenses de alta calidad; pero Urrea era una marca que nadie conocía, difícil de pronunciar en inglés y, además, hecha en México, situación que dificultaba la aceptación de algunos compradores, operarios o sindicatos.
Replicar en Estados Unidos el éxito que teníamos en México, usando la misma fórmula, era una misión casi imposible. Entrar en el mercado estadounidense y tener éxito requería de nuevas estrategias; entonces comencé por promover un pensamiento diferente en el resto del equipo directivo de Urrea Herramientas, con la intención de tener mayor influencia en las futuras decisiones de mi padre.
Recuerdo que en unas vacaciones, uno de mis primos llevaba el libro La meta, de Eliyahu M. Goldratt. Se lo pedí prestado y comencé a leerlo. Me enganchó de inmediato. Me enamoré del concepto de la teoría de las restricciones y no pude parar de leer hasta que lo terminé. Este libro se convirtió en mi biblia a la hora de solucionar problemas. Dos años más tarde, mi primo y yo nos inscribimos a un curso intensivo en el Goldratt Institute con el propósito de convertirnos en Jonah.[2]
En septiembre de 1992 regresé a Guadalajara para ocupar dos puestos: por un lado, la Gerencia General de Compro, una empresa que representaba e importaba marcas de herramientas extranjeras y que estaba teniendo pérdidas por su mala administración; por el otro, como asesor de la Vicepresidencia Ejecutiva. Mi papá era el vicepresidente, pero en realidad fungía como director general. Mi abuelo era el presidente y su hermano, el presidente ejecutivo.
En Compro armé una revolución. Comencé reemplazando a los gerentes principales, nos trasladamos a una bodega más grande y segura, implantamos sistemas de información, crecimos las ventas y generamos utilidades. Para septiembre de 1993, la empresa tenía una nueva y mejor cara. Tiempo después mi papá me confesó que, gracias a ese logro, pensó por primera vez que quizá ya estaba listo para reemplazarlo.
Aproveché la posición de asesor para expresar mis ideas basadas en los conocimientos que había adquirido en el extranjero: «En el mundo industrializado ya no se fabrica por lotes, allá se fabrica por celdas y se organizan células de producción con flujos de uno a uno»; «las filosofías de calidad total, justo a tiempo y teoría de las restricciones se aplican a los procesos de producción»; «las herramientas ya no se almacenan en las bodegas de los clientes, se cuelgan y se exhiben; además, se ofrecen en catálogos mucho más amplios y vistosos».
EL NOMBRAMIENTO Y EL GOLPE DE REALIDAD
El 29 de octubre de 1993, Juan Manuel Gómez, director de Administración y Finanzas de Urrea Herramientas, le propuso a mi padre aplicar medidas drásticas para reducir los costos y los gastos. Después de varios años de crecimiento y rentabilidad, el año anterior se habían experimentado pérdidas.
Mi padre me llamó y me dijo que la propuesta de Juan Manuel tenía sentido, pero que él no tenía ni el ánimo ni el tiempo para hacerlo, así que había dos opciones: o lo hacía Juan Manuel o lo hacía yo.
—¡Va, yo le entro! —contesté sin titubeos.
Siempre había pensado que algún día dirigiría la empresa porque mi abuelo y mi papá me lo habían comentado… pero jamás pensé que sería tan pronto. ¡Estaba feliz! Me quedé a cargo de la operación y mi papá de la estrategia, con la condición de no mover de su puesto a ninguno de sus cuatro vicepresidentes.
Había logrado mi meta: ser el director general de la empresa de mis amores. Apenas tenía 24 años, mi padre 52. Fui de inmediato a la oficina de Juan Manuel, pues lo más urgente era la revisión detallada de la situación financiera de la compañía.
En esa oficina, el director de Administración y Finanzas me dio uno de los más grandes consejos que he recibido en mi vida: «Te vas a equivocar muchas veces, lo único que te pido es que lo sepas reconocer». La situación era la siguiente: se gastaba más de lo debido como consecuencia de la caída en las ventas, la recomendación era reducir los gastos al menos un 10 %, iniciando con un recorte de personal y deteniendo la campaña de publicidad en radio que quería hacer el director comercial. Por si fuera poco, Juan Manuel —el único director «no familiar» y persona de toda nuestra confianza— me pidió que le diera la oportunidad de cambiarse a la Dirección Comercial.
«¡¿En qué me había metido?!» Acababa de aceptar la responsabilidad de sacar a flote una empresa familiar con más de 1400 empleados, treinta gerentes y cuatro directores; un decremento importante en las ventas, altos niveles de endeudamiento, con maquinaria y tecnología de punta, pero con procesos de manufactura que generaban altos costos y grandes inventarios; un almacén ineficiente de producto terminado, una mercadotecnia incipiente y, lo peor de todo… un equipo directivo desunido.
Para cuando el día finalizó, ya se había anunciado mi nombramiento a través de un memorándum. Por eso mi segunda acción como director general fue la de apostarme en la puerta de ingreso a las 8:30 de la mañana del día siguiente. Mi expectativa era que todos llegarían temprano «para quedar bien», para impresionar al «nuevo jefe» o para manifestar su apoyo. Como ya conté líneas arriba, ningún director o gerente llegó. «¿Cómo era posible que el equipo directivo no reaccionara demostrándome su preocupación y apoyo?» Estaba sumamente molesto y por eso le solicité a mi asistente que convocara a los directores y gerentes a mi oficina en cuanto llegaran. Le di instrucciones de anotar el orden del arribo y le pedí que les dijera que no podían entrar, porque a la hora que yo quería verlos era a las 8:30; así que tendrían que esperar la indicación para pasar de uno en uno.
Cerré la puerta con más fuerza de lo habitual y me quedé solo. Fue entonces que lloré como un niño al que se le rompió el juguete que siempre soñó y que apenas el día anterior le habían regalado. Alrededor de las 10:30 permití que fueran entrando uno por uno a mi oficina. «¿Sabes por qué mi papá tomó esta decisión?» «¿Sabes de la situación crítica por la que atraviesa la compañía?» «¿Cuento contigo para sacar este barco a flote?» «Tú, en mi lugar, ¿qué harías?». Después de las entrevistas me preocupé aún más porque fueron pocas las respuestas que valían la pena. El equipo directivo no era consciente de la grave situación financiera, y menos aún tenía idea de cómo salir adelante.
Mi siguiente acción en el cargo fue pedirles a los directores de área una propuesta de reestructura en sus organigramas, pues necesitábamos manejarnos con menos gerentes de los que había. Las tres personas que me propusieron para liquidar habían sido excelentes compañeros conmigo. Al despedirme de dos de ellos, nos dimos un fuerte abrazo y… lloramos juntos. «¡¿En qué me metí?!»
Si fuera posible regresar el tiempo hubiera hecho el recorte de personal de una forma diferente, pero en su momento tuve que aceptarlo así porque tenía que cumplir con el acuerdo hecho con mi padre: no podía despedir a ninguno de sus cuatro vicepresidentes. Mis opciones para la reestructuración estaban restringidas. Esta experiencia también me ayudó a entender que, en los negocios, no existe la palabra hubiera.
Después de algunos años pude recontratar a uno de esos colaboradores y trabajó con nosotros hasta que se jubiló; a otro, lo recomendé para que trabajara con mis primos en Válvulas Urrea y, posteriormente, lo conecté con algunos empresarios amigos míos para que se desempeñara como asesor. La relación de amistad perdura y nos comunicamos en fechas especiales.
Este fue un momento en el que la compañía atravesó por una etapa crítica debido al agotamiento de su modelo de negocio causado por la apertura comercial, pero también se sustentaba en ventajas competitivas muy bien desarrolladas: la marca Urrea Herramientas —que se había introducido al mercado hacía unos ocho años cuando reemplazamos a Proto, propiedad de nuestro socio anterior— ya era reconocida en México como la opción de más alta calidad; teníamos el conocimiento y la habilidad para producir excelentes herramientas; una amplia red de distribución en todo el país y exportaciones a Estados Unidos; procesos contables y de auditoría institucionalizados y un equipo humano con muchas personas capaces y comprometidas con la empresa.
EVOLUCIÓN DEL MODELO DE NEGOCIO
Durante los años siguientes nos reinventamos y creamos una nueva propuesta de valor centrada en el cliente: «Ofrecerle todas las herramientas y productos ferreteros que necesitara para hacer su trabajo de una forma más simple, más rápida y segura», para ello realizamos acciones como:
Mejorar la cadena de valor, incrementando la eficiencia en las operaciones de compras, logística, manufactura y ensamble y desarrollando nuevas líneas de producción.
Impulsar y ampliar la marca Urrea como una herramienta de calidad superior para uso continuo y pesado en la industria.
Lanzar y desarrollar la marca Surtek como una alternativa de herramientas y productos ferreteros para profesionales.
Adquirir y relanzar la marca Lock, que ofrece productos de seguridad en cerrajería.
Introducir más de setecientos nuevos productos e innovaciones por año para poder ofrecer un portafolio de más de quince mil productos atractivos, competitivos y rentables que contenía equipos eléctricos, de baterías y con motores de gasolina; herramientas para tuercas de hasta seis pulgadas, de precisión y antichispas, así como herramientas con aislamiento para resistir hasta 1000 voltios, por mencionar solo algunos.
Instalar más de 350 Urrea Store o Surtek Store bajo el concepto de boutique especializada en venta de herramientas Urrea o Surtek; además de 250 centros de servicio para dar mantenimiento y reparar equipos y herramientas.
Con estas acciones, la compañía retomó el camino del crecimiento y de la rentabilidad.
EL MITO DEL TODOPODEROSO
«Ten cuidado con lo que sueñas, porque se puede convertir en realidad» es una reflexión apropiada para todo aquel que lucha incansablemente —y en muchos casos a cualquier costo— para logar la Dirección General de una empresa. La cultura popular y empresarial está influenciada por la creencia de que el director general es un individuo poderoso, con una vida llena de lujos que logra cualquier objetivo que se proponga con solo pensarlo. ¡Falso! Estar al frente de un negocio, sobre todo si se trata de una empresa familiar, implica mucha responsabilidad, preocupaciones, desvelos, sinsabores, fracasos y hasta pérdida de amistades.
El deseo de obtener el puesto del director general todopoderoso puede ser tan intenso, que personas sin vocación empresarial podrían estar dispuestas a una «pelea a muerte» para conseguirlo, aun a costa de ganarse la enemistad de su familia. Es un esfuerzo que en el corto o mediano plazo podría resultar improductivo, cuando se dan cuenta de que no era lo que esperaban y renuncian o venden la empresa.
En el ámbito empresarial se viven dos tipos de procesos que coexisten simultáneamente: los de creación y los de destrucción. En alguna etapa de la empresa, cuando mejor le va, los procesos de construcción dominan el escenario: se crean nuevos productos y proyectos, se incursiona en mercados diferentes, se contratan y promueven colaboradores. En este período, ¡todo mundo quiere ser empresario! Pero hay otro momento en donde los procesos que predominan en la agenda son los de destrucción: despedir gente, cerrar empresas o atender juicios. Es entonces cuando la vida empresarial se vuelve dura y pocos son los que están dispuestos a «bajarse al ruedo y tomar el toro por los cuernos».
Mucho antes de que yo ocupara la Dirección General veía a mi papá con admiración, y hasta con envidia, por sus continuos viajes, sus comidas en restaurantes y juntas de negocios con gente importante. Me costaba trabajo entender cuando me decía que estaba cansado de tanto avión, hotel y comida fuera de casa. Gran parte de su vida tomó antiácidos: fue uno de los costos que estuvo dispuesto a pagar.
En el 2002, la Young President’s Organization (YPO)[3] capítulo Guadalajara —de la que soy miembro— invitó a la ciudad a un doctor en medicina china que radicaba en Los Ángeles y atendía a celebridades de Hollywood y a empresarios importantes. Asistí a una sesión de acupuntura con la intención de bajar mi nivel de estrés, que me estaba causando exceso de acidez y reflujo. «¿A qué te dedicas?», me preguntó. «Es el peor trabajo del mundo», me comentó cuando le dije que estaba a cargo del manejo de una de las empresas de mi familia. «Mis mejores clientes son empresarios como tú».
No quiero dar el mensaje de que no se aspire a una Dirección General. Solo quiero advertir que, aunque tiene muchas recompensas como el sentido de logro, el desarrollo personal, el reconocimiento social y un buen nivel de ingreso económico, también es cierto que es un cargo que está reservado a personas que están dispuestas a sacrificarse por los demás, a ver por los otros y que, muchas veces, pensarán, celebrarán o llorarán… en soledad.
«LA RESPONSABILIDAD DE UN SUCESOR VA MÁS ALLÁ DE LA CONSERVACIÓN DE LA EMPRESA. SU DEBER ES CRECERLA Y ENTREGARLA MEJOR DE COMO LA RECIBIÓ».
ANÓNIMO
EL NACIMIENTO DE UNA NUEVA PASIÓN
Hacia finales de los años noventa, Carlos Núñez Urquiza, entonces director de los consejos consultivos de Citibanamex, invitó a uno de mis tíos a presentar —en una mesa de trabajo del consejo del banco— la fórmula que había utilizado la familia Urrea durante casi cien años para perdurar por cuatro generaciones. Mi tío le propuso que yo tomara su lugar como expositor. Acepté el reto y para prepararme compré algunos libros de referencia y me puse a repasar varios casos de empresas familiares que había estudiado durante el Máster en Dirección de Empresas para Ejecutivos con Experiencia (MEDEX) en el Instituto Panamericano de Alta Dirección de Empresas (IPADE Business School). «Nosotros, ¿qué hemos hecho?», me pregunté. Y comencé a preparar la presentación…
En el salón del Hotel Marriott de la Ciudad de México había unos ochenta empresarios, pero solo conocía a dos. Recuerdo que también estaba Leo Zuckermann, reconocido columnista, académico y comentarista de radio y televisión; él hablaría antes que yo. «¡¿En qué me metí?!»
Poco antes de comenzar, me di cuenta de que habían ingresado varios empresarios tapatíos reconocidos, cercanos a la familia. Sentí que mi ritmo cardíaco se incrementaba… Respiré varias veces, lento y profundo… y las palabras comenzaron a fluir.
Al final de la plática se me acercaron varios empresarios —mayores que yo— para felicitarme. Para mi sorpresa, algunos me propusieron una reunión para platicar sobre su caso o para invitarme a dar una charla similar a su familia. A partir de entonces, me han llovido solicitudes para conversar acerca de temas empresariales como ética y conducta en los negocios, cultura empresarial e institucionalización de empresas familiares.
«SI NO SABES, DI NO SÉ; PERO NO INVENTES RESPUESTAS O DIGAS MENTIRAS YA QUE, SOBRE INFORMACIÓN ERRÓNEA, SE TOMAN DECISIONES EQUIVOCADAS».
Así inició mi historia en el emocionante mundo de la institucionalización[4] de las empresas familiares. Al año siguiente, me invitaron a dar el mismo testimonio en la reunión plenaria de Citibanamex, ¡ante casi mil empresarios! A veinte años de aquella primera charla, he tenido la oportunidad de dar más de 250 conferencias en universidades, cámaras, congresos, asociaciones, consejos, empresas y familias, en México y en Estados Unidos.
El tiempo que he invertido como conferencista me ha redituado grandes satisfacciones. «Mientras más das, más recibes». He aprendido más de lo que he enseñado; he conocido personas, familias y empresas increíbles; he sentido la alegría de sembrar la semilla para los proyectos de institucionalización de otros negocios o de conciliación de sus familias y he recibido invaluables muestras de agradecimiento y cariño.
Es esta la razón por la que, a través de este libro, deseo ayudar a más familias para que sus empresas perduren y sean el pegamento que las mantenga unidas, para que se generen más y mejores empleos, para que tengamos un México sin corrupción, con más oportunidades para los jóvenes, con menos desigualdades, más justicia y más prosperidad.
NOTAS
[1] Marca de herramientas que actualmente es propiedad de Stanley Black & Decker, Inc.
[2] Jonah (Jonás) es la figura de un superconsultor visionario creada por Goldratt. Jonah domina un conjunto de poderosas herramientas lógicas asociadas a los procesos de pensamiento, que tienen la finalidad de ayudar a las personas a que desarrollen e implementen soluciones propias en la resolución de sus problemas.
[3] Institución que agrupa a más de veinte mil directores generales de todo el mundo y que promueve —entre su amplio catálogo de actividades— la realización mensual de foros de entre ocho y doce personas, con la finalidad de aprender, compartir y ser comprendidos por aquellos que están viviendo situaciones similares de soledad, frustración, miedo o angustia.
[4] Iniciativa que define un modelo de gobierno corporativo estableciendo estructuras, reglas y formas de administración, con la finalidad de adoptar las mejores prácticas de negocio.