Читать книгу El secreto del anillo mágico - Alfredo Gaete Briseño - Страница 8

Capítulo 2 Sara Sara daba saltitos, de vez en cuando, que demostraban lo contenta que se ponía cada vez que salía a pasear con su papá. Lo que, dicho sea de paso, hacían muy seguido.

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En aquellas extensas caminatas, lo que más llamaba su atención era el paso por la feria de los sábados, y en medio del trajín de mucha gente desconocida, la enorme cantidad de niños y niñas que parecían olvidados por sus padres, pues debían salir a trabajar y mendigar. Unos tiraban de un carretón con cosas que a ella le parecían desperdicios; otros, acarreaban sacos, cajas y bolsas para ganar algunas propinas; había también quienes pedían limosna con una de sus manos abierta dirigida hacia los diversos transeúntes, de los cuales la mayoría apenas los cotizaba… Al regresar a su casa, le costaba dejar atrás aquellos recuerdos que le dejaban una pena que no lograba dimensionar. Aun así, no perdía la alegría, pues tenía motivos de sobra para ser feliz.

Un sábado, sintió la necesidad de conocer más sobre ellos, y como su papá ese día debía trabajar, decidió escabullirse para ir sola a la feria. A solo una cuadra de su casa, en una angosta calle flanqueada por pequeños locales comerciales, las aceras estaban llenas de puestos ofreciendo frutas, vegetales, huevos, pescados y todo lo que se nos ocurra que se pueda comer. Sabía que no se perdería, pues además de estar muy cerca de su casa, había recorrido tantas veces esas calles con su papá, que las conocía de memoria. Solo pensaba en aquellos niños, ignorante de que una inesperada sorpresa la esperaba un poco más allá…

Cuando llegó a la feria, de inmediato dirigió sus grandes ojos negros hacia los niños y niñas que mal arropados circulaban alrededor. Se detuvo ante el primer local. Advirtió que en esa parte la vereda, a diferencia del resto, se veía limpia de cáscaras, como si recién alguien hubiera pasado una escoba. Hacia el interior, ocurría lo mismo. Además, la mercadería lucía como si la hubieran limpiado una por una: las zanahorias parecían recién cosechadas, las manzanas eran muy grandes y rojas, la variedad de lechugas pintadas de intensos colores verdes… Tras la llamativa exhibición, una viejecita sentada sobre un cajón de madera observaba con fruición a la gente. De pronto, se dio cuenta de que había puesto su mirada en ella. Ante la insistencia, no pudo evitar que sus pupilas se clavaran en los ojos vidriosos de la anciana y luego en el movimiento estereotipado de su mano derecha. Sobresaltada, cayó en la cuenta de que parecía indicarle que se acercara. Luego de dudar unos segundos, decidió hacerlo. Caminó con lentitud, hasta llegar a su lado. La mujer sonreía. Se puso de pie. Algo encorvada, era apenas más alta que Sara. Sin pronunciar una sola palabra, sus calmados pies la llevaron hacia el interior. La curiosidad de Sara, la obligó a seguirla, aumentada porque el lugar era mucho más espacioso que lo sugerido desde afuera. Al fondo había una puerta abierta. La anciana desapareció por ahí. Sara, sin medir consecuencias, continuó tras ella. Ante la realidad en que se encontró, sus ojos se abrieron en forma desmedida. Si se hubiera podido mirar en un espejo, habría notado que parecían a punto de saltar de sus cuencas. El sorprendente entorno estaba conformado por un enorme parque de diversiones. Pasados algunos segundos recordó haber atravesado aquel umbral y asustada se giró en su busca. Nuevamente quedó anonadada: había desaparecido. En su lugar, los multicolores corceles de un tiovivo subían y bajaban mientras giraban alrededor de un centro que parecía faro. Regresó a la posición anterior y sus ojos enfrentaron a la anciana. Su asombro aumentó al ver que vestía coloridas ropas. Llevó sus manos a la cara en señal de sorpresa y, al hacerlo, no pasó desapercibido un cambio en las mangas de su blusa. Se miró el resto del cuerpo y, más impresionada aún, comprobó que también habían adquirido encendidos tonos. Bajó las manos y acarició la falda. Su tela era muy suave, a diferencia de la azul de jeans que poco antes llevaba.

La viejita permanecía al frente, pero en ella se había producido un cambio inaudito: la piel de su rostro se había estirado, igual que la de sus manos.

―Ven, sígueme. ―La voz de la anciana… más bien de la joven mujer que ahora tenía por compañera, sonaba tan tranquila como la de la viejita en la feria, aunque en vez de gastada, agradable, incluso melodiosa.

―¿Qué ocurrió con nuestras ropas… y con toda nuestra apariencia?

La mujer… muchacha, ahora, porque continuaba rejuveneciendo, continuó su caminata como si no hubiera escuchado.

Sara la alcanzó, pero no insistió pues la distrajo el comportamiento de quienes iban y venían cerca de ellas. Se detenían, hacían una graciosa venia que parecía muy natural, y continuaban su camino.

Al cabo de una cuadra, la adelantó y se detuvo ante ella.

―¿Por qué nos saludan con tanta amabilidad?

―Tu nombre es Sara. ―La esquivó sin detenerse.

La niña la alcanzó de nuevo.

―Y eso, ¿qué tiene que ver?

―Donde estamos es un nombre sagrado.

―¿Mi nombre, sagrado?

―Indirectamente, sí.

Ahora la ex anciana caminaba rápido, con largos pasos y ella casi corría a su lado.

―¿A qué te refieres?

―Tu nombre proviene del hebreo y significa princesa.

―¿Princesa…? ―Sara reflexionó sobre aquello durante unos segundos, nunca se le había ocurrido pensar en qué significaba―. Y eso, ¿qué tiene que ver?

―Las princesas son veneradas, casi como diosas.

―¿Y cómo saben mi nombre?

―Imagino que desde que cruzamos el portal, te habrás dado cuenta de que estamos en un lugar especial… mágico.

―¿Portal? ¿Te refieres a la puerta al fondo del local…? ¿Mágico? Sí, claro que todo ha sido muy extraño, pero ¿mágico?

La muchacha no respondió. Sus pasos habían aumentado de longitud, a Sara le costaba cada vez más seguirla. De pronto, se cercioró de que sus pies se habían separado unos centímetros del suelo; sin embargo, no crecía más que ella. Bajó la mirada hacia los suyos y se dio cuenta de que también se habían elevado y continuaban haciéndolo.

―¿A dónde me llevas?

―¿Yo? ¿A ti? A ninguna parte. ―Aunque apenas separadas, no la tocaba―. Eres tú la que ha decidido seguirme. Y ya que es así, aprovechemos el momento para apreciar las maravillas que nos ofrece nuestra magnífica realidad… ―La pausa fue breve―. ¿Te das cuenta de que avanzas con rapidez, como si corrieras, y no te cansas?

―¡Parece mentira, estamos volando! ¡Como Mary Poppins!

―Exacto, es maravilloso poder volar de pie, ¿no te parece?

―¿A dónde vamos?

―Yo, a mi casa… ¿y tú?

De nuevo Sara se desconcertó. Ignorante respecto a lo que debía responder, le costó sacar algunas palabras.

―¿A… tu casa? ―Observó que reía.

―Sí, eso dije, a mi casa, y mira, hemos llegado. Puedes entrar si quieres. ―Aumentó su velocidad.

―Pero no veo… no veo nada que se parezca a una ca… ―Cerró la boca de sopetón. Apenas pudo creer lo que sus atónitos ojos observaban: la muchacha disminuía de tamaño ante el grueso tronco de un árbol y, sin aminorar la velocidad, ingresó por un agujero que había en la corteza.

Sara tomó consciencia de que, aunque fuera algo rezagada, su velocidad tampoco disminuía, y ante el inminente choque de su cuerpo contra el tronco, cerró con fuerza los ojos.

El secreto del anillo mágico

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