Читать книгу Su seductor amigo - Alison Kelly - Страница 7
Capítulo 3
ОглавлениеTU ESPOSA! ¡Tu esposa! –Stephanie estalló en un furioso susurro en cuanto los Mulligan se alejaron unos momentos fuera de alcance–. ¡Preferiría que me presentaran como una ninfómana asesina! ¡Al menos de ese modo me quedaría algo de dignidad y credibilidad!
–Corta el teatro, Steff –Jye miró hacia los Mulligan, que en ese momento hablaban con un político importante que aguardaba la salida de su vuelo–. Volverán en unos minutos y hemos de concretar nuestra historia.
–¡Nuestra historia! ¡Este es tu cuento de horror! No se me ocurre ni un motivo por el que no deba contar la verdad…
–Porque –cortó con voz baja y seria– Duncan necesita que este trato se cierre y cuenta conmigo para ello.
–Bueno, sé por recientes experiencias personales que la gente no siempre obtiene lo que quiere; en especial si cuenta contigo.
–Esto no se parece en nada a lo que tú querías que hiciera.
–¡Tienes razón! Lo único que yo te pedí fue que invitaras a una pobre mujer sola y, de paso, que hicieras feliz a tres personas. Tú quieres que me exponga al ridículo público y finja estar casada contigo.
–¡Eh! Muchas mujeres me consideran un buen partido.
–Un montón de mujeres también considera que la prostitución es un valioso servicio público, pero yo no soy lo bastante cívica como para dedicarme a ello.
–Menos mal –musitó–, porque si ese beso fue tu mejor esfuerzo para fingir pasión, te morirías de hambre.
Lo único que impidió que Steff le respondiera con un vehemente puntapié en la espinilla fue ver a sir Frank Mulligan estrechar la mano del senador; en cuestión de momentos se esperaría de ella que reanudara su papel de devota esposa. Gracias a la fortuita llegada del político, hasta ese momento sólo había tenido que soportar la atenta evaluación de lady Mulligan, mientras que el marido mucho mayor de la mujer había felicitado a Jye por tener buena cabeza para los negocios y mejor vista para la belleza. Fue entonces cuando Mulligan vio al político y se excusó unos momentos junto con su renuente esposa para ir a hablar con él.
El regreso de los Mulligan era inminente y Stephanie aún no tenía ni idea por qué Jye había inventado semejante historia, salvo que al parecer la compra del Illusion Hotel dependía de ello. A pesar de lo descabellado que parecía, le quedaban dos opciones: aceptarlo como verdad o arriesgarse a estropear el trato para Porter Resorts.
–De acuerdo –dijo con resignación–. ¿Cuál es la historia? –el alivio que vio en su cara habría sido risible si hubiera tenido el estado de ánimo para encontrar algo en Jye Fox que le resultara divertido.
–Llevamos casados seis meses –se apresuró a explicar–. Aparte de eso, somos los mismos; tú acabas de volver de un viaje de cinco semanas por el oeste de Australia, pero no pudiste volar hasta aquí debido a unos negocios que debías cerrar. Cuantas menos mentiras contemos, más seguros estaremos.
–¿Y el motivo para esta farsa?
–Eh… es una larga historia. No hay tiempo ahora. Te la contaré luego.
Su modo evasivo mientras recogía su equipaje disparó el indicador de suspicacia de Steff. Le aferró el brazo y apretó hasta que él alzó sus ojos oscuros. Tal como sospechaba, su cara reflejaba la expresión ligeramente estúpida que siempre ponían los hombres cuando trataban de ocultar la culpa con inocencia.
–Dímelo ahora, cariño –esbozó una sonrisa dulce–. O este cariñoso reencuentro se va al garete.
–Steff, no es na…
–Dímelo.
–Bueno, si debes saberlo –siseó–. Tory Mulligan me ve como una vieja llama que vale la pena volver a avivar.
–¡Debí imaginarlo! Eso explica las miradas venenosas que me ha estado dirigiendo. ¿Lo sabe sir Frank?
–No lo creo, pero… –de nuevo miró incómodo en dirección a la otra pareja–. Mulligan es enfermizamente celoso; a menos que podamos convencerlos a ambos de que no tengo el menor interés en la coqueta Tory, es factible que nos eche de la isla y no quiera vendernos el hotel –sus labios formaron una línea sombría–. Tendremos que esmerarnos en nuestra representación.
–Vas a deberme un favor muy grande por esto, Jye Fox.
–¿Lo harás?
–No temas, cariño, seré la mejor esposa que jamás hayas tenido –rió entre dientes ante su expresión.
–No cometas el error de subestimarlos –advirtió–. Puede que Mulligan sea excéntrico, pero es un viejo astuto, y Tory no es tan tonta como parece.
–Puede –aceptó Stephanie, pasando la mano por su brazo y sonriéndole en beneficio de la voluptuosa morena y del canoso hombre que rápidamente se acercaban a ellos–. ¡Pero sólo necesitaría un coeficiente intelectual inferior a veinte para ser la llama más brillante que hayas tenido!
El trayecto a la isla se realizó en el helicóptero privado de los Mulligan, con el propio sir Fran a los mandos. Una mala elección de asiento situó a Jye justo detrás del piloto, quedando a merced de Tory y Stephanie. Si las miradas pudieran matar, Jye supuso que moriría de heridas múltiples antes de que aterrizaran.
Cuando Mulligan insistió en que todos se pusieran auriculares con micrófonos para poder hablar por encima del ruido de los rotores, comenzó a preocuparse de que Tory pudiera formular preguntas incómodas sobre su matrimonio y que Steff contradijera lo que él ya había dicho.
Por suerte, en cuanto Mulligan se puso los auriculares se lanzó a un monólogo inagotable sobre el estado de la isla cuando la compró veintitrés años atrás, y cómo había sido su visión y su genio financiero los que la habían convertido en la empresa multimillonaria que era en la actualidad.
Hasta el momento nadie había sido capaz de intervenir, y Jye se sintió agradecido por haber oído ya la historia, tres veces en tres días; si el viejo titubeaba, podría empujarlo con algo como: «Sir Frank, cuéntele a Steff cómo usted…» antes de que Tory pudiera abrir la boca y ponerlos en un aprieto.
Les regaló con una vista de los rasgos naturales de la isla, y de los artificiales que contribuían al Illusion Resort Complex. Stephanie se mostró complacida, pero no hasta el punto de que sir Frank se sintiera confiado a elevar su ya exagerado precio por la venta de la isla. Era un alivio saber que sin importar lo irritada que estuviera con Jye, Stephanie jamás permitía que sus sentimientos fueran en detrimento de unas negociaciones. Quizá fuera una romántica empedernida, cuya forma de pensar resultaba incomprensible, pero era la persona más leal que Jye conocía. Bajo ningún concepto le fallaría a él o a la Porter Resort Corporation.
–Me temo, Stephanie, ya que Jye no nos avisó de que vendrías hasta hace unas horas, que hasta mañana no tendremos disponible una de nuestras suites más grandes –le indicó sir Frank mientras la ayudaba a subir a un cochecito motorizado de golf para realizar el trayecto desde el helipuerto hasta el hotel–. No obstante, si consideras que la suite actual de Jye es un… poco pequeña para dos personas, a pesar de ser una de las más prestigiosas –se apresuró a añadir–, entonces a Victoria y a mí nos encantará que paséis la noche en nuestro ático –le sonrió a su esposa–. ¿No es así, cariño?
A la faceta perversa que había en Stephanie le habría gustado atribuir la expresión en blanco en la cara de «Cariño» como prueba de que era tan estúpida como había creído, pero lo más probable es que no hubiera oído la invitación de su marido, concentrada en enviarle miradas ardientes a Jye a espaldas de sir Frank. Sospechaba que en cuanto Jye se quitara la camisa mostraría las quemaduras de su escrutinio. Lady Mulligan era tan sutil como el diamante del tamaño de una pelota que llevaba en la mano izquierda.
–Es precioso, ¿verdad? –comentó la morena al notar la dirección de los ojos de Stephanie, plantándole la enorme piedra ante la cara–. Frank eligió el diamante, pero yo diseñé el engaste.
–Es… es único –dijo Steff–. Jamás había visto tanto detalle en oro blanco.
–En realidad, es platino. Soy alérgica a los metales baratos, ¿verdad, cariño? –le sonrió a su marido cuando la ayudó a subir al cochecito.
–Para sufrimiento de mis contables, que no tienen idea de lo mucho que un hombre desea complacer a la mujer que ama –rió entre dientes y le guiñó un ojo a Jye–. Creo que sería buena idea dejar que las señoras se sienten juntas atrás, de ese modo podrán charlar de joyas y moda todo lo que quieran mientras nosotros hablamos de negocios.
Stephanie no rebatió el comentario sexista, notando que a Jye no le entusiasmaba más que a ella la idea de sir Frank.
–Veo que no eres muy aficionada a las joyas, Stephanie –dijo Tory en cuanto se pusieron en marcha–. No he podido evitar notar que no llevas ningún anillo.
Jye sintió un nudo en el estómago ante la pregunta y el tono de voz. Eso era lo que había estado temiendo. Se esforzó por oír lo que decía Mulligan sobre unos movimientos recientes en el mercado de valores y la conversación en el asiento de atrás.
–¡Oh, pero me encantan las joyas! –repuso Steff con una risa encantada que Jye reconoció como falsa–. Pendientes, brazaletes, anillos… lo que digas. Tengo docenas. ¿No es verdad, Jye? –preguntó, sin darle ocasión para responder–. Por desgracia, tiendo a hincharme cuando vuelo, de modo que no puedo llevar nada que me esté prieto. ¿Ves? –en prueba estiró las manos hasta dejarlas entre los dos asientos, para que sir Frank también las viera. Al mirarlas, Jye supuso que los dedos largos y elegantes podrían haber estado mínimamente hinchados, pero sólo lo habría notado alguien que la conociera muy bien, aunque Tory no quedó muy convencida–. No os preocupéis, regresarán a la normalidad en unas horas –continuó Steff, como si todo el mundo se hubiera quedado boquiabierto y horrorizado–. Y podré volver a ponerme mis anillos. He de reconocer que me siento desnuda sin ellos.
–Sé lo que quieres decir –coincidió Tory–. No hay nada como un anillo de boda para hacer sentir a una persona realmente casada. Lo cual, desde luego, es el motivo por el que tantos hombres se niegan a llevar uno… Dime, ¿Jye usa el suyo?
Jye notó la pausa forzada y apenas contuvo la tentación de decir: «Déjalo ya, Tory, tú sabes que no lo llevo». Sólo pudo suponer que Steff debió sacudir la cabeza, ya que la siguiente pregunta de Tory fue un espantado: «¿Y eso no te da motivo de preocupación?»
–No. ¿Por qué habría de hacerlo?
–Oh… Bueno, no hay ningún motivo, por supuesto… supongo –repuso Tory con titubeo teatral–. Es que la mayoría de las mujeres que conozco se sentiría engañada si sus maridos no quisieran llevar el anillo de boda. Después de todo, no sólo declara que un hombre queda vedado para otras mujeres, sino que es la declaración definitiva de su absoluto compromiso con su matrimonio.
–¿De verdad? Qué extraño… –Jye contuvo una sonrisa ante el tono incrédulo de Stephanie–. Todas las mujeres y hombres que yo conozco consideran que los votos del matrimonio son la declaración definitiva de su compromiso.
–Recuerda lo que te dije, Stephanie –intervino sir Frank cuando entraron en la elegante recepción del edificio principal del hotel–. Nos encantaría teneros como invitados esta noche si…
–¡Oh, no, sir Frank! Ni se nos pasaría por la cabeza irrumpir en vuestro espacio privado. Después de todo, Jye y tú estáis enfrascados en discusiones de negocios, y soy una firme partidaria de mantener separadas las relaciones profesionales de las personales –«¡Aunque lady Victoria carece de semejantes inhibiciones!», pensó al notar que la «dama» en cuestión dirigía sus ojos de dormitorio y sus mohines sexys en la dirección de Jye. Como las cosas siguieran así, tendría que pegarse a Jye las veinticuatro horas o seguir a Tory con un cubo con agua fría–. En realidad, sir Frank –ofreció la mejor de sus sonrisas–, me fascinan esas cabañas que sobrevolamos en el otro extremo de la isla. ¿Existe la posibilidad de que Jye y yo podamos alojarnos en una de ellas?
–¿Una cabaña? –Jye se mostró más sorprendido por la petición que sir Frank.
–Oh, cariño, sé que odias no poder recibir un servicio de habitaciones inmediato –dijo–. Pero después de pasar las últimas cinco semanas rodeada de botones y doncellas, me encantaría relajarme en una atmósfera un poco menos comercial. El aislamiento y la soledad de una cabaña alejada del hotel principal me parecen celestiales. Y, bueno… en realidad no hemos podido estar solos desde que regresé de Perth.
La risita de sir Frank le indicó que había interpretado sus palabras del modo en que ella deseaba, mientras que el destello de aprobación en los ojos de Jye significaba que había comprendido el mensaje más sutil dirigido a él: cuanto más lejos estuvieran de los Mulligan, mejor.
–Es una idea estupenda, cariño… –la voz de Jye sonó baja y con la consistencia de la miel; le rodeó los hombros con un brazo y la apretó contra su costado–. Estoy de acuerdo, una cabaña sería perfecta.
Jye desempeñaba tan bien su papel de marido que ella vio mariposas al mirarlo a los ojos. Cuando él siguió contemplándola como si aguardara alguna respuesta, Stephanie se preguntó si quizá las esposas agradecidas debían besar a sus maridos en ocasiones como esa. Pero decidió dirigirle una sonrisa radiante. Dados los efectos secundarios del beso que le dio en el aeropuerto, cuanto menos tontearan con eso, mejor.
–¿Y bien, sir Frank? –preguntó Jye, sin soltarla–. ¿Hay alguna cabaña disponible?
–Lo averiguaremos enseguida. Y si la hay, me ocuparé de que dispongáis de servicio de habitaciones las veinticuatro horas, y no de siete de la mañana a diez de la noche.
–Es muy generoso, sir Frank –agradeció Jye–. Pero innecesario. Después de estar cinco semanas lejos de mi esposa, el único servicio de habitaciones que necesitaré durante la noche no requerirá una llamada a Recepción.
Stephanie casi se atraganta por el rubor que invadió su rostro cuando la sonora carcajada de sir Frank reverberó por el vestíbulo del hotel, atrayendo toda la atención hacia ellos. Metida bajo el brazo de Jye, se sentía como una muñeca.
Él estaba disfrutando. De buena gana se habría soltado de su «afectuoso» brazo y de la falsa caricia de sus dedos en su cuello para largarse del hotel. Por mucho menos le habría roto sus bonitos y demasiado perfectos dientes. Pero recordó su misión y le pasó un brazo por la cintura, pellizcándolo sin que nadie la viera. Con fuerza, mucha fuerza.
Aunque Jye no mostró señal exterior de que le había causado algún dolor, la soltó en el acto y se reunió con sir Frank y un hombre uniformado en la recepción del hotel, dejándola sola en mitad del vestíbulo, sintiéndose aún más conspicua. Al dirigirse hacia unos sillones de bambú, se encontró con la expresión furiosa de lady Mulligan, que aguardaba un ascensor.
En ausencia de su marido, la increíblemente atractiva morena no hizo ningún intento por ocultar el desagrado que le producía Stephanie, y el mensaje que irradiaban sus ojos esmeralda habría sido obvio para cualquier mujer de más de quince años. «Te lo advierto. Sé lo que quiero y pretendo conseguirlo».
A Stephanie no le cabía ninguna duda de que si Tory estuviera soltera Jye habría aceptado en un segundo lo que le ofrecía, sin importar que estuviera en viaje de negocios o no. La mujer era su tipo. Hermosa, alta, bien dotada… de acuerdo, muy bien dotada. Pero así como no había duda de que lady Victoria conocía que poseía las armas sexuales para librar batalla por la atención de Jye Fox, había algo que no sabía y que Stephanie sí; a pesar de su fama de playboy y de sus legendarias relaciones sexuales, para Jye el matrimonio era sagrado.
Steff sabía que en cuanto Jye tomaba una determinación, nada ni nadie podían conseguir que la cambiara. Tory podía mostrarse tan decidida como Juana de Arco y lanzarle desafíos silenciosos a Stephanie hasta que su silicona se derritiera, pero la cuestión era que, sin importar cuánto meneara las caderas, frunciera los labios o mirara a Jye, no le serviría de nada.
Contuvo una risita al imaginar hasta dónde podría llegar la otra en su intento por tentar a Jye. Así como aceptaba que en una contienda de atractivo sexual con Tory ella estaría prácticamente desarmada, la mujer perversa que llevaba dentro no pudo resistir la malvada diversión de observar a esa mujer fatal agotarse en una guerra de seducción que le era imposible ganar. Con la compra de Illusion Island en juego, Stephanie podía tener dos cabezas y un cuerpo retorcido, que Jye no se iba a arriesgar a mirar dos veces a Tory aunque la tuviera desnuda en su cuenco de cereales.
Pero la otra no lo sabía, y con sus curvas voluptuosas y boca fruncida preparaba confiada todos sus torpedos.
«Bueno, puedo parecerte un bote de remos, lady Mulligan», pensó Stephanie, «pero veremos al final quién sale volando del agua».