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PRÓLOGO Amílcar, el personaje

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Jotamario Arbeláez

Uno de los elementos impactantes del primer nadaísmo fue la firma de su segundo fundador, Amílkar-U, tanto como su deslumbrante poema “Plegaria Nuclear de un coca-colo”. Tal vez por ello nos rebautizamos Jaime Jaramillo y yo, X-504 y J. Mario. Gonzalo nos rompió lo que escribiéramos hasta entonces y U nos señaló cómo continuar.

Muchos de los observadores y seguidores del Nadaísmo sostienen que el exseminarista de Jericó, nacido de padres antioqueños en Santa Rosa de Cabal y en el presente el menos divulgado de la pandilla –aunque para los que lo conocen o lo recuerdan es un autor de culto–, fue el mejor de todos nosotros. El más culto, el más talentoso, el más ambicioso. El excéntrico. Y eso que todos, desde un comienzo, aupados por el “profeta”, quien de esa manera nos capturó de por vida, nos sentíamos pichones de genio. Genios brutos. Que ya tendríamos tiempo de cultivarnos.

A los diecinueve años parecía haber leído todos los libros, por lo menos los que afanó de la Librería Aguirre, donde se desempañaba como librero precoz. Y donde descubrió para sus amigos a Maikovski y a Marinetti, mientras en la intimidad se solazaba con Wallace Stevens y con John Donne. De la lectura de la joven escandalosa francesa Françoise Sagán adoptó el seudónimo de Claudia Santamaría, de quien publicó una serie de cuentos deslumbrantes en la revista Cromos.

Fue la mano derecha y la pluma fuente de Gonzaloarango en la elaboración de los manifiestos. Este lo llevaba por las calles atado de una cadena al cuello y así lo sentaba en el mosaico de los cafés, como un perro, para pasmo o sorna de los parroquianos. Era un acto más de soberbia que de humildad. Quien debería sentir vergüenza era el amo. Pues nunca condescendió con el humanismo que inflamaba al “profeta”. Él quería conducir a su generación por otro sendero, igualmente sin meta pero tal vez más mórbido que satírico. Ni siquiera le interesaba la revolución. Él prefería la abyección, “hacer monstruosa el alma”, como predicaba Rimbaud, ser el francotirador en la torre.

Eso, más algunas indelicadezas rampantes ante el probo Gonzalo, enemigo número uno de la humanidad pero de una ética a prueba de balas, los llevó a separarse. Como varios nadaístas de entonces,1 Amílcar marchó a los Estados Unidos. Allí se integró con algunos beatniks que andaban haciendo el camino, con algunos vagabundos del Dharma de la montaña, con algunos santones zen de los altos hornos. Entre ellos Allan Wats, promotor del Zen, David Howie y Renée Frey, John Sirio, Jim Taylor, Bob Dylan, Allen Ginsberg, Gregory Corso. En ese tiempo escribió una novela que vino a dar a nuestros Sagrados Archivos, La ejecución de la estatua. Inédita, como casi todo lo suyo. Desde hace casi cincuenta años ando con ella como un trofeo o un tesoro, buscando quien la lea o quien la publique. La he perdido por años y la he llorado como a una novia pero la he vuelto a encontrar. Es una asombrosa novela de la violencia en Colombia, escrita con referencia a las maromas lingüísticas de Joyce y el rigor detallista de los objetalistas franceses, y viene a ver la luz apenas cuando en Colombia se columbra la paz. Trabajada y lograda por un nadaísta, precisamente.

Casi todos los nadaístas en tránsito tratamos de seguirle en su destreza literaria y sus desplantes, por lo general con menor fortuna. Se nos hacía que su estilo era rutilante, con influencias depuradas dada su rigurosa bibliomanía. Andaba siempre con un lujoso tomo de Rimbaud empastado en francés. Traducía a los surrealistas, en especial a Bretón y a Peret. Devoró Lolita de Nabokov, de la que hizo una parodia con un niño como protagonista gay. Fue quien nos repartió a todos ejemplares dudosamente adquiridos de El cuarteto de Alejandría, ese tratado del amor moderno de Lawrence Durrell, que nos dejó “profundamente herido el sexo, profundamente herida esta conciencia, profundamente herida la manera de comer”, como el mismo Amílcar cantara. Y de paso allí se encontró con el viejo poeta de la ciudad, con Constantino Kavafis, de quien hizo impecables traducciones y convirtió desde entonces en nuestro compañero de farras.

Solo dos libros, casi opúsculos, alcanzaron a publicarse, antes de que sospechosamente se lo tragara la laguna “La Oculta”. Vana stanza, diván selecto, poemas elaborados entre 1962 y 1984 y El yacente de Mantenga, replicado después como Gato o soledad en la lluvia, con cuentos elaborados en diferentes épocas. Cuando los publicara en los suplementos de los periódicos se le consideró un genio sin antecedentes en la literatura colombiana, lo que lo llevó a inferir que sus compatriotas eran unos imbéciles y por eso también se fue. Su primera novela, de altos ribetes sicalípticos, Súbete en todo mí, escrita durante la gira que los nadaístas realizábamos por Colombia en 1960, se la hizo quemar por improcedente un aseñorado español ante quien nuestro portento se descubría, como los demás de la facción sodomita de Medellín. Su obra recuperada es copiosa y exuberante. Está a salvo en la Biblioteca Piloto, de Medellín. Cubre todos los géneros.

El día que se conozca, y ya llegó el día con su novela principal, gracias a la solícita Editorial EAFIT, va a resucitar entre el público el “imbécil” concepto –según él, que era irónico– de que era un genio. Bien merecido se lo tiene.

La ejecución de la estatua

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