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II

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Así que la camarera introduce la llave en el contacto de su Audi A3 reluciente y el «Proud Mary» de Creedence Clearwater Revival empieza a sonar a un volumen excesivo. Mona se estremece con la irrupción de la música. El interior del vehículo atufa a todos los vapores de la cocina que el uniforme de trabajo de la camarera ha ido atrapando durante la jornada. Llevan unos buenos quince minutos esperando, y se da cuenta de que ha encendido el motor porque ha visto salir a Silvia por la puerta de servicio del hotel. Durante ese tiempo, Mona se había entretenido consultando Twitter en el móvil. Acaba de leer los versos de Celso Emilio en la cuenta de la concejala: eu xa te namorei, cando o amor era una folla branca. Cuando a lúa namoraba as outas cumes, eu xa te namoraba. Sempre, dende a neve dos tempos, eu, na túa ialma[1]. Ciento cincuenta y nueve caracteres que le centellean en la cabeza como relámpagos rabiosos.

La hélice del Proud Mary va rodando, rodando y rodando por el río, entre acordes pegadizos en la voz de John Fogerty, pero justo cuando va a empezar a cantar fregué pilas de platos en Memphis, la camarera apaga el reproductor de CD y le corta la frase en seco. Silvia entra en el coche.

—El tipo de las botas de vaquero pretendía que me quedara mientras se tomaba unas copas, porque, según él, oyó a una camarera hablar en un idioma local. He tenido que explicarle un par de cosas sobre el trabajo de intérprete.

—¿Dijo un idioma local? ¿En serio?

—En serio. ¡Como lo oyes!

Silvia está frustrada, enfadada, tiene un cansancio infinito en la cara. La camarera arranca y conduce como una autómata. Ha estado de pie desde las seis de la mañana, ha doblado turno, dice que tiene una contractura en el hombro derecho de tanto hacer huevos revueltos a toda leche para las doscientas personas del bufé libre del desayuno, de servir otras tantas comidas y otras tantas cenas, con las consiguientes tareas de fregar platos, aspirar el comedor, cambiar manteles y cargar bandejas llenas de comida.

Mona no está cansada. Lo que sí está es rabiosa. Si pudiera, daría rienda suelta a toda su rabia y golpearía el coche hasta destrozarlo. Lleva todo el día dándole vueltas al mensaje de correo electrónico de la abogada. Su marido le ha mandado la propuesta de inventario de los bienes comunes para un divorcio de mutuo acuerdo, tal y como habían acordado. Le ha dicho. No, no habían acordado nada, repite Mona para sí. Su marido desapareció del ahora mal llamado domicilio conyugal y solo se han comunicado a través de la abogada. Por tanto, no han tenido oportunidad de acordar nada.

—¿El tipo ese de las botas de vaquero qué era? ¿Profesor?

La que pregunta es la camarera. Silvia contesta, desde el asiento de atrás, que sí, que es catedrático de una universidad de Texas, que en realidad es una de las estrellas invitadas del Congreso. Mona ni se molesta en entrar en la conversación. Acababan de salir del hotel y de dar la vuelta en la rotonda para subir por delante del tanatorio de Montouto hacia Compostela. La noche clara empieza a estrellarse mientras ellas transitan por el final de una jornada agotadora y miserable. Su marido no ha incluido el piso en el inventario de bienes comunes porque lo compró él de soltero, decía la abogada en el informe. Pero todo lo que compró ella por su cuenta con el dinero que había ganado de vender las fotos en ARCO era común porque, según argüía la letrada, eran aportaciones de ella al matrimonio estando ya casados y en régimen de gananciales. Es decir, el piso era de él, pero el estudio de fotografía, todas sus cámaras, focos y demás aparatos de trabajo, amén del coche que compró ella, eran de los dos. Se tasarían y tendrían que repartirse entre ambos el valor. También eran de los dos las cuentas bancarias, aunque ella no tenía ni idea de cuánto dinero había en la de él, que nada decía la abogada al respecto. En la suya, lo sabía de sobra, ni cien euros. En la común, que era para gastos corrientes, quedaban exactamente 17,65 euros. El muy cabrón llevaba más de dos meses sin ingresar la parte que le correspondía.

—Es que los tipos raros no fallan en los congresos de profesores, en las cosas de universidades y eso. En los actos chulos, como la pasarela de bodas o el salón erótico del mes de mayo, la gente es mucho más normal.

A Mona casi se le escapa una carcajada al oírla. No recuerda cómo se llama, puede que Laura o Paula, quizá Isaura. Llevan los tres días de congreso compartiendo viaje de vuelta con ella, una chica muy joven, de unos dieciocho recién cumplidos.

—¿Y trabajas desde hace mucho en el Paraíso, Rosaura?

Eso, Rosaura se llama.

—Pues, empecé hace casi dos años de temporal en bodas y celebraciones especiales, y en junio me hicieron contrato para el refuerzo de verano en el bufé. Después ya me quedé para cubrir las vacaciones de la chica de la cafetería y he reenganchado con la temporada del Imserso y de los congresos.

Dejan atrás Os Tilos. Silvia le sigue la conversación por cortesía, se le nota la desgana en la voz.

—Parece un trabajo duro. Hoy tienes cara de estar muy cansada.

Silvia es intérprete freelance. Mona llevaba más de cuatro años sin coincidir con ella, desde que había dejado de hacer trabajos fotográficos para congresos y jornadas, desde la venta de su primera obra en ARCO y de otras tres después a particulares, un poco a remolque de la feria. Ahora tendría que volver a hacer congresos, bodas y catálogos de mueblerías cutres. Suspiraba porque le cayese un reportaje decente para alguna revista gastronómica con un mínimo de categoría.

—La verdad, son unos negreros de lo peor, en un turno normal hacemos entre diez y doce horas seguidas, pero es de los pocos sitios donde aún pagan puntualmente a fin de mes.

De la voz de Rosaura también se trasluce un cansancio infinito. Mona la observa desde el asiento de acompañante y ve su perfil de adolescente esclavizada. Siente lástima. Se la imagina a los treinta, totalmente maltratada por la vida. Es viernes, cerca de medianoche, y comprende que Rosaura se meterá en la cama hecha polvo. Mona recuerda qué hacía ella un viernes a esa edad y piensa que la pobre infeliz que lleva al lado, conduciendo un Audi A3 reluciente, no tiene la menor posibilidad de llegar a contarse nunca entre las elegidas. Ni por dios ni por el diablo. Cobrará a fin de mes, eso sí. Ella no. Ahora está en un momento de desesperación absoluta. Lleva tres días trabajando por debajo de la mismísima precariedad. Echa cuentas y no le sale la hora ni a cinco euros. Está segura de que la agencia que le ha pagado el encargo cobra más. Pero no está para montar un lío. El mensaje de la abogada de su marido incluye algo más que el informe con el inventario de los bienes comunes: una invitación formal para que abandone el piso, dado que no es bien común, en el plazo de quince días. No puede seguir pensando en el maldito correo de la abogada. Le falta el aire por momentos.

—Ha sido un placer, Rosaura. Muchísimas gracias por acercarme a casa estos días. Que haya suerte con esos planes, a ver si te cogen el año que viene en el máster.

Ya están en la calle del Hórreo, ante el portal de Silvia. Mona no sabe de qué máster hablan, no cree que Rosaura, con cara de adolescente y coche caro y relimpio, esté en disposición de hacer ningún máster.

—Mona, querida, a ver si tomamos un café y me pones al día con lo tuyo. Nos llamamos la semana que viene, ¿te parece?

Y tanto que le parece. Silvia es la persona más amable, leal y abnegada que conoce. Todavía más que su querida Monchita Silva. Silvia se baja del coche y aun pasa por el lado de la conductora para darle un breve abrazo a la camarera por la ventanilla.

—Perdona, que no estaba atenta, Rosaura. ¿Quieres hacer un máster?

Mona maldice lo obsesionada que la ha dejado el mensaje de la abogada de su marido. Ha llegado a cenar sola, en una mesa apartada de todas las demás, con el portátil encendido para fingir que trabajaba, como si estuviera enviando la selección de fotos del día. Y sí, las había enviado, pero la maldita invitación a abandonar el domicilio conyugal seguía dándole vueltas en la cabeza y un punzón de rencor cada vez más profundo se le iba clavando justo entre los omóplatos.

—Acabé Geografía en junio y quería hacer un posgrado en Movilidad. En realidad, se llama Máster Universitario en Planificación y Gestión del Desarrollo Territorial, y tiene un módulo específico en Movilidad y Transporte Sostenible. Y después podría hacer el trabajo final sobre el tren de alta velocidad en Galicia. Pero no me han dado la beca y no tengo un céntimo, por eso trabajo en el Paraíso, a ver si ahorro, y con algo de ayuda de mis abuelos, a lo mejor el curso que viene puedo empezar. Si me siguen cogiendo de temporal en las bodas, podría ir tirando.

Mona recuerda que uno de los días anteriores les contó algo de sus padres, que habían perdido la empresa, que les habían embargado las casas, un piso en Compostela y otro en Porto do Son. Sonríe con intención de animarla.

—Tienes mucho mérito, Rosaura. ¿Y eso de la Movilidad de qué va?

Van bajando por la calle Castrón Douro, con el Audi deslizándose muy despacio por esa estela de losas históricamente sueltas y mal colocadas, dando suaves botes como si fueran dentro de un saltamontes cauteloso.

—Es la disciplina que estudia las infraestructuras de comunicación y los flujos del transporte, ya sabes, como las cuestiones relativas a las autopistas o al ferrocarril. En un futuro, a lo mejor incluso podría hacer la tesis sobre el tren en Galicia, con el asunto de la alta velocidad que te comentaba, y analizar si un territorio con nuestra orografía se presta o no a estandarizaciones.

Rosaura parece haberse despertado de golpe, va incluso gesticulando, totalmente entusiasmada con el tema. Mona solo oye la palabra tren. Su galerista le ha dicho que sí, que es el momento de probar con el tren. Han pasado cuatro largos años desde que vendió aquellas cuatro fotografías de gran formato, seguidas de tres series completas de reproducciones de tamaño medio, y mazos y más mazos de postales aptas para bolsillos menos afortunados. Sus Mares de miel ya no tenían más recorrido. Mares dorados bailando en cielos ambarinos. Se había presentado en el mercado internacional con una serie de fotos pintadas, una técnica que, al parecer, ya no daba más de sí. De hecho, todo estaba dado de sí en su obra. La técnica de la fotografía pintada, las cuatro típicas variaciones de un mismo paisaje en cuatro estaciones, el propio mar como objeto artístico. Pero en aquel entonces, a la galerista le había parecido bien.

En esta ocasión no llegaría a ARCO, los proyectos ya se habían enviado en junio, pero si le presentaba una propuesta «de caerse de culo», esa fue la expresión que usó, «de caerse de culo», prometía dedicarle toda la galería para el Apertura Madrid de septiembre del año siguiente.

Esta vez va de trenes, le dijo Mona. Pues procura que choquen y que se vea la onda expansiva desde África. Y se rieron.

La camarera frena en el puente del Sar y espera con paciencia a que lo cruce el coche que viene de frente, aunque no sea el que tiene la preferencia. Si condujese Mona le pitaría, seguro.

—Y el tren tradicional, el papel que tuvo cuando llegó a Galicia y lo que supuso para nuestra sociedad, para las comunidades rurales, ¿eso no te interesa?

Mona ya no puede dejar de ver en Rosaura una fuente de documentación.

—Supongo que tendré que investigar algo para hacer una introducción histórica y tal, pero, la verdad, no veo qué interés pueda tener en relación al futuro. Tenemos que asumirlo, hay estructuras ferroviarias en nuestro país que han perdido su función.

Mona sabe que eso es cierto, pero es ahí donde está el interés para ella.

—A ver, yo nací en una parroquia de Silleda. Teníamos una estación de tren en la parroquia de al lado que apenas pude usar porque había muy pocos trayectos al día. Y ahora, si mi abuela, por poner un ejemplo, quisiera ir a Madrid en el futuro AVE, tendría que desplazarse a Compostela para cogerlo.

No le convence su propio ejemplo. Antes de oírlo en voz alta, le parecía que tenía más coherencia. La camarera tuerce desde la calle Ponte do Sar a la izquierda y sube la carretera que pasa por delante del Multiusos.

—Ya sé por dónde vas, eso implica más desplazamientos por carretera. Pero seamos razonables, hay determinados servicios que no se le pueden dar a toda la población, eso sería insostenible, es necesario centralizar, priorizar los núcleos con más habitantes o mejor situados geográficamente, no queda otro remedio.

Pasan por delante de las piscinas. Atrás queda la silueta iluminada del Museo del Gaiás, emergiendo de la falda del monte como la concha deforme de un caracol gigante. Mona mira por la ventanilla hacia el camino asfaltado que lleva a O Viso. Observa la hilera de falsos plátanos a medio desplumar en el frío de la noche. Le parecen hermosos de un modo poco convencional, dignos en su soledad, estoicos. Siguen rodando hacia Área Central.

—La verdad, hablo un poco por hablar, a saber con qué me encuentro cuando me ponga a investigar. En el fondo, tengo la sensación de que el tema de las infraestructuras en Galicia es una batalla perdida, que siempre seremos periferia para todo, que iremos siempre con retraso.

Las Ramonas

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