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Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad

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Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad. Cuando lo digo en alto siempre hay quien pone cara de extrañeza y me responde cosas como que a mi edad mis padres habían viajado la mitad que yo o que a ellos envidia ninguna, que tienen que hacer muchas cosas «antes de asentarse». Que ahora somos más libres y que nuestros padres no pudieron estudiar dos carreras y un máster en inglés ni se pegaron un año comiendo Doritos y copulando desordenadamente en Bruselas gracias a eso que llaman Erasmus y que no es sino una estrategia de unión dinástica del siglo XXI, una subvención para que las clases medias europeas se crucen entre ellas y pillen ETS europeas y celebren que eso era Europa y eso era la europeidad y que para eso hemos quedado los nietos de Homero y Platón.

El caso es que con mi edad mis padres tenían una cría de siete años y un adosado en Ontígola, provincia de Toledo. La Ana Mari acababa de dejar de fumar y con el dinero que se ahorró en tabaco se compró la Thermomix y eso a mí me da envidia, y cuando lo digo la gente piensa con frecuencia que soy gilipollas y en respuesta lo que pienso yo es «tienes treinta y dos, cobras mil euros al mes, compartes piso y las muchas cosas que tienes que hacer “antes de asentarte” son ahorrar durante un año para irte a Tailandia diez días aunque en la vida te hayas interesado por qué pasa o qué hay en Tailandia, comerte una pastilla y hacerle arrumacos a tus colegas en festivales en los que no conoces ni a medio cartel pero tienes que fingir que sí y creer que las series que eliges ver y los libros de Blackie que eliges leer forman parte de tu identidad como individuo». Esto no lo digo, claro, esto me lo callo.

Lo que sí digo es que nuestros padres parecían mayores de lo que eran en las fotos y mayores que nosotros a su edad. Hay mucho treintañero convencido de que es lícito llevar gorra en interior, de que es lícito, incluso, llevar gorra con treinta, poniéndome ya rigorista. También digo que seguramente nuestros padres se casaron y tuvieron hijos y se metieron en hipotecas por eso que se ha convenido en llamar «imperativo social», porque «era lo que había que hacer», pero que creer que sobre nuestras cabezas no sobrevuelan otros imperativos igual es la mayor prueba de que lo hacen y de que quizá nos hemos creído lo de la libre elección y lo del progreso y lo de la democracia liberal como única arcadia posible. Y menuda arcadia.

Nos lo llevan diciendo diez años y nos negamos a creerlo. Somos la primera generación que vive peor que sus padres, somos los que se comieron 2008 saliendo de o entrando a la universidad o al grado o al instituto y lo del coronavirus cuando empezábamos a plantearnos que igual en unos años podríamos incluso alquilar un piso para nosotros solos.

Nuestros imperativos existen y son materiales y a menudo hablo con mi amiga Cynthia de que para mí o para ella o para nuestra amiga Tamara era sencillo lo del ascensor social, era fácil superar el estilo de vida de nuestros padres carteros y camareros y limpiadoras y barrenderos y de nuestros abuelos obreros industriales o campesinos o feriantes, pero no es así para el resto de nuestros amigos, para los de clase media, para los hijos de profesores y médicos y abogados y empresarios. Y, aun así, aunque nuestros padres tenían menos papeles académicos que un galgo, sí que tenían, con nuestra edad, hijos e hipotecas y pisos en propiedad. Porque era lo que había que hacer, seguramente. Pero también porque podían hacerlo.

Nosotros, sin embargo, ni tenemos hijos ni casa ni coche. En propiedad no tenemos nada más que un iPhone y una estantería del Ikea de treinta euros porque no podemos tener más y ese es nuestro imperativo y es ma­­terial. Pero nos autoconvencemos pensando que la li­­ber­­tad era prescindir de críos y casa y coche porque «quién sabe dónde estaré mañana». Nos han hecho creer que saber dónde estaremos mañana es una imposición con la que menos mal que hemos roto, que la emigración y la inmigración son oportunidades para aprender nuevas culturas y para convertir el mundo en un crisol de lenguas y colores en lugar de una putada, y que compartir piso es una experiencia de vida en lugar de, llegada una edad, un detalle denigrante que da vergüenza confesar.

Una noche estábamos en casa, en nuestro piso com­­partido en el centro de Madrid, y Jaime, que es mi amigo desde los trece y que vivió conmigo unos meses antes de conocer a su novia Patricia e irse a vivir con ella, me lo rebatió y me dijo que no, que nuestro imperativo no es material, o no del todo. Me decía, mientras enchufaba la Play para echarse unos Fortnites, que sus padres a nuestra edad ya los tenían a él y a su hermano Guillermo, sí, pero que tenían también menos dinero y aun así se la jugaron y lo que decía Jaime era verdad. Es uno de los amigos con los que más me gusta hablar porque lo hace desde la experiencia, no le hacen falta conocimientos librescos ni grandes teorías ni autores a los que referenciar y suele tener, la mayoría de las veces, más razón que quien echa mano de ellos, porque solo habla de lo que ve y lo que vive.

Y aquella noche, la noche en que me dijo que no, que nuestro imperativo no era solo material, que no teníamos hijos porque no queríamos, tenía razón. Jaime gana más de lo que ganaban sus padres a su edad. Yo tengo más di­­nero del que tenían mis padres con mi edad y más del que tienen mis padres ahora. Y, sin embargo, ahí estaba, a mis veintiocho y con una camiseta de propaganda de Camel que le robé a mi padre y mi pantalón de pijama que en realidad es el chándal de educación física de primero de bachillerato, sin casa y sin hijos, bebiendo agua en un bote de rosca en vez de en un vaso en un piso compartido del centro de Madrid. Ahí estaba, criticando ese vil ju­­venilismo que no podía encarnar ni más ni mejor.

Pocos días después le pregunté a mi padre por Whats­­App si consideraba que yo vivía peor que ellos a mi edad y me respondió que no dijera gilipolleces. Después de leerlo le llamé y hablamos de la inseguridad laboral y de la creencia en el progreso y del capitalismo tardío y de que al final las cosas importantes son muy pocas hasta que me dijo que le dolía la oreja, que se la estaba poniendo a la plancha y colgamos.

Cada vez que abrimos el melón de si se vivía mejor antes o se vive mejor ahora, que no son pocas, se pone nervioso y me cuenta que él con diez años ya estaba vendimiando y me pasa como cuando me dice que cómo va­­mos a re­­significar la bandera si a él le hacía cantar el Cara al Sol don Leonidio en el cole en nombre de ese trapo y le decía que su abuelo había elegido irse con los malos españoles: que eso no hay quien lo rebata. Pero tampoco puede él reba­­tirme cuando le digo que en el horizonte su gene­­ración atisbó que los críos no tuvieran que trabajar desde los diez años y la mía tiene lo de no ir a firmar en la vida un contrato indefinido y que por eso no tenemos críos, así que no po­­demos ponerlos siquiera a vendimiar.

Lo que no le digo es que hay quien sí tiene niños, hay quien sigue teniendo niños, y que lo sé porque no lo veo en mi barrio ni en mi entorno pero sí en Facebook. Hace poco vi que Armando, uno de mis compañeros del colegio, iba a tener su primer crío. Lo había anunciado con la foto de un casco muy pequeñito de Valentino Rossi porque le gustan mucho las motos desde niño y me puse muy contenta porque será un buen padre. No conozco a su novia y solo sé de su vida lo que veo en mi muro cuando me meto cada dos o tres meses, pero me imagino que llevan muchos años juntos.

Cuando íbamos al Vicente Aleixandre Armando lleva­­ba gafas de culo de vaso y se pasaba las horas muertas dibujando dinosaurios en clase y los dibujaba muy bien. Era el niño más bueno del B junto con Pablo Sierra, que acabó estudiando Historia porque le gustaba mucho la historia. Armando, sin embargo, creo que hizo un grado medio y que siempre ha vivido en Aranjuez, o eso parece por su Facebook. Y seguramente a él no le dé envidia la vida que tenían sus padres con su edad porque la suya sea parecida.

El problema es mío, pensaba aquella noche con Jaime enchufando la Play y con mi camiseta de propaganda de Camel y mi pantalón de pijama que en realidad es el chán­­dal de educación física de primero de bachiller. El problema es mío por haber elegido el pasaporte con unos cuantos sellos y la cuenta en Netflix y en Filmin y en HBO; el problema es mío por haber elegido la universidad antes que nada en el mundo y el centro de Madrid y las exposiciones de La Casa Encendida y las noches en el Dos de Mayo con todo lo que eso excluye, y todo lo que eso excluye es lo que realmente soy: un adosado en Ontígola, donde aún hay viejas que viven en cuevas y desde el que poder ir a comulgar haciéndole la trece catorce a don Gumersindo, los domingos en el corral subiéndonos al remolque del tractor cuando no había mayores vigilando, mi abuela María Solo amenazándome con que si no me ponía el escapulario a es­­condidas de mi padre me iban a aojar.

El gráfico de Nolan, ese que está tan de moda en Twit­­ter y que te dice cuál es tu ideología según dos vectores, la opinión económica y la personal, tiene también dos vertientes, la teórica y la antropológica, pero no parecemos darnos cuenta y ese es uno de los logros del liberalismo: que sus lógicas nos han calado hasta los huesos sin que reparemos mucho en ellas. Su mayor logro, además de ha­­berse hecho pasar por la neutralidad, por la ausencia de ideología, por lo normal y lo aséptico, ha sido hacernos olvidar que en paralelo a su modelo económico corren también unos valores. Y que parece compatible decir que uno rechaza lo primero y celebrar y vivir de acuerdo a lo segundo y que de hecho en esas estamos muchos.

El día que vi el post de Armando en Facebook y la noche en que Jaime me dijo que no teníamos hijos porque no queríamos pensé que si lo que más me gustaba era escribir sobre la familia y la costumbre quizá es que lo que me gustaba no era escribir, sino la familia y la costumbre. También que llevaba muchos años en el error y que no podía echarle la culpa a los demás, o no toda. No podía decir que me habían dado gato por liebre porque para que a uno le den gato por liebre antes tiene que querer comprarlo.

Durante la adolescencia había escrito mucho sobre Madrid como escribimos sobre Madrid los chavales que vivimos en la periferia, como si Madrid fuera una especie de Macondo en el que no llueven ranas pero qué bien se está en Comendadoras cuando atardece. Durante la adolescencia y la primera juventud me había imaginado con treinta y pico, ya con alguna cana y un par de bebés en un piso en el centro con una terraza y costillas de Adán y troncos de Brasil y muchos libros de Taschen en el salón. Durante la adolescencia y la primera juventud había desdeñado a los que se quedaban en Aranjuez porque menudos paletos, quedarse en un sitio tan pequeño y con tan poco que ofrecer. Pero la paleta y la que tenía poco que ofrecer era yo, y pequeñas mi alma y mis miras.

Yo que había decidido vivir en un parque temático, yo que había creído que trabajar de lo mío desde los veintipocos aunque fuera por mil euros y mucha incertidumbre era un triunfo, yo que siempre había pensado que tener hijos joven era de pobres porque mis padres lo eran y que no plantearse siquiera hacerlo con menos de treinta era sinónimo de que algo había evolucionado cuando es justo al revés. Yo, que tenía que hacer no muchas pero sí algunas cosas «antes de asentarme» y que ahora cuando me dicen eso respondo que a mí ya no me quedan cosas y que, es más, esas cosas nunca existieron. Que eran vacío y polvo y nada y que no muerto sino asesinado Dios, es el ocio el que es el opio del pueblo y que lo que me pasa es que me da envidia la vida que tenían mis padres con mi edad y me da envidia porque cuando la Ana Mari tenía mi edad tenía un trabajo fijo, el mismo que tiene a día de hoy, más de veinte años después, y eso que le daba la mitad de importancia que yo al trabajo o se la daba de otra forma.

La Ana Mari con mi edad tenía una hija de siete años (yo), una Thermomix que se había comprado con los ahorros de dejar de fumar y una hipoteca. Y seguramente tenía también una idea muy clara y una confianza casi ciega en eso a lo que ella misma se refiere ahora como engañoso, e igual ahí está la clave. Igual me da envidia la vida que tenían mis padres con mi edad porque a veces, sin casa y sin hijos en nombre de no sé muy bien qué pero también como consecuencia de no tener en el horizonte mucho más que incertidumbre, daría mi minúsculo reino, mi estantería del Ikea y mi móvil, por una definición concisa, concreta y realista de eso que llamaban, de eso que llaman progreso.

Feria

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