Читать книгу La persona del terapeuta - Ana María Daskal - Страница 11

Оглавление

2. DE PERSONAS Y PERSONAJES

Reflexionar sobre la persona del terapeuta nos enfrenta a ciertos sobreentendidos: ¿Acaso los terapeutas no son personas? ¿Cómo y hasta qué punto se puede trazar una línea divisoria nítida entre la persona del profesional y el ejercicio de su profesión, al tratarse de profesiones que tratan a personas en su salud mental? ¿Es posible que la salud mental del terapeuta no intervenga en su quehacer?

Los antiguos debates psicosociológicos sobre las personas y el rol parecen presentes en esta manera de nombrar. ¿Acaso se podrá buscar otra manera?

En psicología se usó el término “persona” para referirse a un individuo humano, tanto en sus aspectos psíquicos como físicos, que lo hacen un ser único y singular. Siguiendo esta definición, el desempeño de las funciones terapéuticas ¿no formaría parte de los aspectos psíquicos y físicos del ser humano que eligió esta profesión? ¿No lo hace acaso de una manera singular y única? Si así fuera, sería redundante hablar de la “persona” del terapeuta, porque una tendría implicada a la otra.

Pero el tema se torna más interesante si buscamos las raíces latinas de la palabra y nos encontramos con que su etimología se refiere a “personaje o máscara”. Efectivamente pareciera que cuando se habla de la “persona del terapeuta” nos estamos refiriendo a alguien que está “detrás de” una máscara o más allá de un personaje.

Cuando vamos en búsqueda de qué es un personaje, por otro lado, más que encontrarnos con representaciones de seres humanos, nos vemos enfrentados a construcciones mentales en las que intervienen las imágenes y el lenguaje. Cualquier cuento tradicional infantil, por ejemplo, nos deja en claro la variedad de personajes que han sido creados,a lo largo de los siglos, con ciertas características generalmente estáticas,y que cumplen funciones dentro de una determinada trama. Para ilustrar: “la bella durmiente del bosque” es un personaje que simboliza la pasividad femenina, mientras que su dependencia a un hombre (quien es el único que la puede sacar de su letargo) es la idealización del amor.

Considerando esta definición de personaje me atrevería a afirmar que, en nuestro espacio de trabajo, a los psicoterapeutas se nos enseñó y se nos enseña a ser más personajes que personas.

Desde hace más de 130 años hasta nuestros días, distintos profesionales de la salud mental –así como instituciones docentes y entidades creadas para la investigación y el tratamiento de las enfermedades mentales– fueron escribiendo nuestros libretos:nos fueron otorgando funciones, nos fueron dirigiendo para que sepamos qué decir, qué hacer, cómo y dentro de qué escenario tiempo-espacial podemos hacerlo.También, según las épocas, nos fueron dictando cómo debíamos presentarnos vestidos, qué reglas y normas debíamos cumplir, y a quiénes debíamos admirar, reverenciar y/o desestimar.

Dentro de estos dictados siempre hubo personajes “ganadores” y “perdedores”, y también aquellos que participan de los bailes en palacio y los que no tienen derecho a entrar.Hubo y hay “Cenicientas”a las que se les otorga un derecho de participación por un ratito, pero que saben que se les acaba rápido la pertenencia.

En los libretos aparecen también los personajes que hacen las tareas difíciles, tediosas, las que a nadie le gusta hacer; los que están entre bambalinas, subiendo y bajando telones, poniendo las luces, corriendo muebles, pasando frío en los inhóspitos pasillos o salas mal equipadas; los que, finalmente, tras mucho esfuerzo diario personal, logran que la escena luzca bonita y salga una buena crítica de los actores en el periódico.

Hay personajes complejos, difíciles de encasillar, intensos y con mucha personalidad, así como hay otros a quienes llamamos “anodinos”, porque sujetan la escena con su simpleza pero difícilmente van a ser recordados.

En esta dualidad entre personas y personajes hay quienes ven en la persona lo que se esconde más allá del personaje.

Tal vez quienes primero hablaron de la “persona del terapeuta” se apoyaron en esta última idea: lo que está más allá del personaje del terapeuta.

¿Qué características se le fueron prescribiendo a este personaje dentro del libreto para su desempeño en las consultas psicológicas?

Es alguien…

• Imparcial

• Autocontrolado

• paciente

• Empático 24 horas al día

• Respetuoso

• Contenedor

• Responsable

• Sensato

• Desinteresado económicamente

• Sincero

• Genuino

• Que sabe de la vida

• A quien no le pasan las cosas que le ocurren a sus consultantes

• Que tiene respuesta a todas las preguntas

• Éticamente irreprochable

• …casi inmortal.

Observando que en los currículos de las Escuelas de psicología tanto actuales como del pasado hay una ausencia de trabajo sobre la persona de los terapeutas, se hace evidente que el entrenamiento se dirige a capacitar personajes que encarnen gran parte de dichas características.Aunque es obvio, a simple vista, que es una tarea imposible e insalubre.

El problema radica en que los actores de cine o teatro siguen un entrenamiento específico para saber cómo adoptar un rol, cómo salir de él, cómo contactarse con las emociones que le producen su rol, cómo manejar su expresividad y cómo encarnar a alguien distinto a sí mismo. Pero en las universidades para psicoterapeutas, así como en la mayoría de las instituciones de postgrado,se enseña a mirar al público: si se lo ve cansado, triste, contento, satisfecho, dispuesto a volver a ver la función, si entró o no en contacto, si se retira antes de que termine la obra. Pero, mientras tanto, lo que les ocurre a los actores no es parte de la formación.

2.1 LO PERSONAL VS. LO PROFESIONAL

Se suele presentar el mismo tema bajo otra nomenclatura: es la que disocia entre lo “personal” y lo “profesional”. Esta división/disociación, proveniente predominantemente del modelo de formación médico, considera lo profesional como el rol y lo personal como “lo que está más allá”.Y desde esta mirada, se presentó como dicotómico lo subjetivo y lo objetivo. Citando a Cavagnis (2000: s/n):

El patriarcado, la cultura occidental y la modernidad han privilegiado la objetividad y la confrontaron con la subjetividad, constituyéndolas como pares antitéticos. El objetivismo fue el amo en el dominio de la ciencia, la racionalidad, la verdad y la imparcialidad y el subjetivismo dominó el ámbito de las emociones, la intuición y la imaginación.

¿Cómo se estimula esta disociación en el caso de los futuros psicoterapeutas? En general (y de manera abarcadora) enseñando a no incluir los propios sentimientos, las autopercepciones y las intuiciones dentro del espacio terapéutico: o sea, estimulando el estar pendiente del público-paciente, desconectándose de las propias vivencias de los actores.

Incluso la expresión “es alguien muy profesional” es usada muchas veces para referirse a alguien que actúa “como se debe”: que pone distancia afectiva, que solo se remite a la enfermedad y sus posibles abordajes, que no deja ver nada de sí mismo y que ejerce un prudente autocontrol.

Entre quienes se han dedicado a la formación de psicoterapeutas, ya Carl Rogers mostraba su preocupación por estos temas. Él veía a la psicoterapia como un espacio donde las personas, más allá de los temas que manifestasen traer a la consulta, estaban interesados en saber cómo son realmente, cómo pueden contactarse consigo mismos o cómo pueden convertirse en sí mismos:

Cuando una persona llega a mí, es sumamente útil crear una relación en la que se sienta segura y libre. Mi propósito es comprender cómo se siente en su propio mundo interno, aceptarlo tal como es y crear una atmósfera de libertad que le permita expresar sin traba alguna sus pensamientos, sus sentimientos y su manera de ser […]. En mi experiencia he observado que el cliente utiliza esta libertad para acercarse a sí mismo. Comienza a abandonar las falsas fachadas, máscaras o roles con que ha encarado la vida hasta ese momento. (1961: 104)

Y siguiendo esta propuesta de Rogers, podemos preguntarnos: ¿Y los terapeutas no necesitan sentirse libres para poder ayudar a otros a serlo? Los terapeutas ¿no necesitan convertirse en sí mismos,sin falsas fachadas ni roles que los alejan de su genuinidad? Los terapeutas ¿no usan mecanismos defensivos que los protegen de sentimientos temidos? Acaso en muchas ocasiones ¿la soledad del consultorio no sirve de trinchera-escondite para mirar solo lo que le ocurre a quien está con él/ella?

Considero que esta contradicción que muchas veces tenemos respecto a nuestra profesión (el ayudar a que otros se sientan cada vez más genuinos, cuando para hacerlo pareciera que nosotros necesitamos usar máscaras) es una de las razones que explica no solo muchos fracasos terapéuticos, sino también, muchas enfermedades de los terapeutas.

Creerse siempre al servicio de los demás; empoderarse falsamente con el mito de que por ser terapeutas no nos vamos a enfermar ni de depresión ni de cáncer ni nos vamos a querer suicidar; asumir que no nos vamos a divorciar; creer que no tendremos dificultades con nuestros hijos, conduce a que la sobreadaptación al rol crezca todos los días un poquito, hasta llegar finalmente a muchas ocasiones en que nos sintamos perdidos o sin saber quiénes somos.

2.2 UN POCO DE HISTORIA

Siempre, desde que fui estudiante, me interesaron mis profesores, tutores, supervisores y mis propios terapeutas tanto como muchos de los libros que estudiaba. Desde ese voyerismo tan descrito, siempre estaba pendiente de los datos que ellos emitían como personas, e incluso de detalles casi inconscientes, como los zapatos que llevaban puestos. Buscaba entender cómo se habían convertido en quienes eran, por qué tenían el poder que evidenciaban, cómo lo usaban y, también, cuál era la coherencia o incoherencia entre lo que enseñaban y lo que eran ellos en sus vidas personales.

Pero siempre me entretuvo ir en busca de las incoherencias.Y así fue como ellas me llevaron a admitir dolores profundos, como todos los provenientes de las desilusiones: muertes tempranas de psicoanalistas famosos, alcoholismo de un genio, cáncer o infarto en quienes tenían libros escritos sobre enfermedad psicosomática y suicidios de terapeutas que hablaban de la importancia del autocuidado fueron los primeros detonantes de preguntas que fui almacenando.

¿No era que nosotros éramos los sanos? ¿No era que por psicoanalizarnos tanto tiempo estábamos inmunizados contra enfermedades graves? Este cuento de hadas infantil, más allá de las variables personales que nos hacían creerlas, formaba parte de un metadiscurso que se emitió (y tal vez aún se emita) desde las cátedras de las universidades, los grupos de estudio, las supervisiones y las terapias personales del Buenos Aires de los años 60,70, y 80.Aún hoy, y no solo en Buenos Aires, estas estructuras de poder se replican.

Los efectos sobre los estudiantes de psicología y/o terapeutas jóvenes del “deber ser” (inoculado directa o indirectamente por la cultura predominantemente psicoanalítica de esos tiempos y considerada un sinónimo de psicoterapia) no fueron estudiados ni cuestionados. En nombre de las teorías y técnicas se deformaba a las personas que pretendíamos ser terapeutas. Muchas racionalizaciones y disociaciones se fueron instalando en nuestras personas bajo el convencimiento de que “esa” era la manera de ser buenos terapeutas. Siempre la mirada enseñada fue sobre “los otros”: su enfermedad, sus mecanismos de defensa, sus biografías, sus series complementarias, o sus lazos familiares.

Por esto es que los suicidios, las enfermedades, los divorcios, los abusos sexuales, o las orientaciones sexuales de los terapeutas quedaban como incongruencias inexplicables para quienes estábamos en formación. Formaban, además, parte del más estricto secreto, característico de aquellas instituciones sociales y políticas que detentan un poder dogmático.

Así fueron mis comienzos: como los de tantos y tantos psicoterapeutas que aprendimos a idealizar, a disociarnos, y a venerar figuras de autoridad; algunas de las cuales, lógicamente, abusaron de dicho poder durante mucho tiempo.

El siguiente trozo de un texto clásico de esos tiempos, de José Bleger (1971: 19), es un ejemplo claro de conceptualización de estos temas:

El entrevistador debe operar disociado: en parte actuando con una identificación proyectiva con el entrevistado y en parte permaneciendo fuera de esta identificación, observando y controlando lo que ocurre, de manera de graduar así el impacto emocional y la desorganización ansiosa1[…]. Esta disociación con la que tiene que operar el entrevistador es, a su vez, funcional o dinámica, en el sentido que tiene que actuar permanentemente la proyección e introyección y tiene que ser lo suficientemente plástica o porosa para que pueda permanecer en los límites de una actitud profesional.

Quiero remarcar aquí lo difícil que es para alguien que está empezando su carrera como psicoterapeuta entender esta definición de disociación y, más aún, aplicarla. “Observar” y “controlar” aluden a un lenguaje policial más que psicoterapéutico, y el tema aplicado al impacto emocional parece contradecir los objetivos de la psicoterapia. Cabe mencionar, además, que Bleger era médico psiquiatra y, como tal, fue moldeado en el modelo de la asepsia del campo de investigación y tratamiento característicos de esa formación.

Desde esta concepción teórica y técnica, los sucesos personales del terapeuta (desde su biografía hasta aquellos hechos que podían atravesarlo en simultáneo con el tratamiento de un paciente, pero absolutamente independientes de este último) solo pueden tener un espacio dentro del propio análisis personal.

Se instala así la noción de “neutralidad” como cualidad necesaria en todos los terapeutas. Con ella, llega la concepción de que el espacio terapéutico es del paciente y, por tanto, todo lo que pase allí debe ser entendido como producto de su neurosis. La metáfora del terapeuta como una tabla rasa sobre la que los pacientes proyectan su mundo psíquico se vuelve paradigma del rol.

Es entonces que, a partir de las sugerencias freudianas y de su interpretación, la neutralidad del analista-terapeuta se convirtió en una prescripción que se fue arraigando en la “cultura psi”: todo lo que tuviera que ver con la persona del analista/terapeuta debía quedar reservado para su intimidad; su análisis, a lo sumo, a la supervisión.

La prescripción de la “neutralidad terapéutica” atravesó durante casi 100 años a la teoría y la práctica de la psicoterapia con algunas consecuencias imaginables. Nos enfrentamos a terapeutas amarrados, limitados, poco creativos o autoperseguidos, con la necesidad de ser una página en blanco, confinados a no tener un espacio donde esconderse de sus propios fantasmas. por otro lado, encontramos pacientes que se vieron ubicados en este mundo carente de emocionalidad, y trataron de entenderse de una manera simplemente racional, sin considerar su interioridad y su cuerpo. En casos con esta antipersonalidad, y a pesar de poder haberse tratado por años, no es poco común que ni paciente ni analista recuerden el nombre del otro.

El poder de las instituciones no fue menor en este control riguroso que se ejerció sobre los psicoanalistas-psicoterapeutas. Daba la impresión de que solo muy pocos habían visitado los museo-consultorios de Freud (en Viena y Londres), viendo allí los distintos objetos personales que se exhibían; que eran escasos también quienes hubiesen leído la biografía o casos clínicos de este, al interesarse más en sus postulados teóricos que en su persona; o que no hubiese muchos que supieran de la Clínica Tavistock de Londres, donde famosos maestros atendían a sus pacientes vestidos a la manera de los hippies y no con traje y corbata.

En el Buenos Aires de aquel entonces, de las décadas del sesenta y setenta, el poder de la institución psicoanalítica también se expresó en el hecho de que solo los médicos podían ingresar a ella a formarse. Los psicólogos, si bien no podían tomar clases en psicoanálisis, sí podían ser pacientes cuatro veces por semana, supervisados por tales psicoanalistas o alumnos en los así llamados “grupos de estudio” (coordinados por quienes enseñaban privadamente, con honorarios mucho más altos), y aplicando los conocimientos que ellos mismos enseñaban en la Asociación psicoanalítica Argentina.

La reciente carrera de psicología además estaba formada por una mayoría de alumnas mujeres, con lo cual se reprodujo el circuito de poder socialmente circulante: menos derechos, costos más altos, mayor esfuerzo en el área laboral y sumisión a modelos masculinos de ejercicio profesional.

Afortunadamente, los debates y crisis propios de esos años llegaron también a estas instituciones, generándose divisiones y subdivisiones que representaban diferentes posiciones más o menos democráticas.Y por supuesto que, dentro de estas entidades y de sus representantes,también existían quienes “daban permiso” para ser quien uno quisiera ser; para poder crear, cuestionar, preguntarse, e incorporar otras miradas.

Pero el debate raramente llegó a cuestionar la noción de neutralidad de los terapeutas, pues nunca se cuestionó que el hecho de que cada terapeuta elija cierta teoría y técnica para trabajar ya lo convierte en alguien que no es una tabla rasa. Que es un ser pensante, con valores, opiniones y experiencia en la tarea de ayudar a otro, y que ese ser está presente con todo su bagaje, se lo proponga o no en la escena terapéutica; de la misma manera que los padres influyen en sus hijos sin proponérselo.

La literatura de los años setenta da cuenta de una preocupación por el vínculo terapéutico y de contradicciones para encajar dentro de un modelo que ya muchos psicoanalistas percibían como imposible. La lógica desde la cual se miraba el vínculo no admitía preguntarse “¿qué pasa con el terapeuta?”.

Un ejemplo de las contradicciones se encuentra en los siguientes textos de José Bleger (1971: 2-10):

Debemos ya subrayar que la libertad del entrevistador, en el caso de la entrevista abierta, reside en una flexibilidad suficiente como para permitir en todo lo posible que el entrevistado configure el campo de la entrevista según su estructura psicológica particular, o dicho de otra manera, que el campo de la entrevista se configure al máximo posible por las variables que dependen de la personalidad del entrevistado. […] De otra manera se podría decir que el entrevistador controla la entrevista, pero que quien la dirige es el entrevistado. La relación entre ambos delimita y determina el campo de la entrevista y todo lo que en ella acontece, pero el entrevistador debe permitir que el campo de la relación interpersonal sea predominantemente establecido y configurado por el entrevistado. […] Me interesa en cambio, observar que en la entrevista el entrevistador forma parte del campo, es decir, que en cierta medida condiciona los fenómenos que él mismo va a registrar. Se plantea entonces el interrogante de la validez que pueden tener datos recogidos en esas condiciones.

Y continúa: “La máxima objetividad que podemos lograr, solo se alcanza cuando se incorpora al sujeto observador como una de las variables del campo”.

Observemos que expresiones como “al máximo posible”,“predominantemente” y “en cierta medida” dejan un espacio de ambigüedad característico de una falta de claridad respecto de lo que se está afirmando.Y que, si bien en el autor está presente la idea de que el terapeuta participa y crea un campo junto con el paciente, todavía está confuso y contradictorio cómo piensa ese lugar y esa interacción.

“Monitorear” y “dirigir” fueron términos que acompañaron el quehacer de las instituciones formativas y de las prácticas psicoanalíticas. Una de las herramientas para poder ejercer este tipo de poder fue la noción de encuadre,explicado por Bleger en la misma obra:

Debemos contar con un encuadre fijo, que consiste en una transformación de cierto conjunto de variables en constantes. Esto incluye no solo la actitud técnica y el rol del entrevistador, sino también los objetivos, el lugar y el tiempo de la entrevista. (7)

La disociación instrumental 2 fue utilizada para referirse a una actitud clínica que los psicoterapeutas tenían que tener permanentemente:por un lado identificándose con el paciente, y al mismo tiempo manteniendo una distancia que le permitiera no implicarse personalmente.

Aún en el hoy, reconozco los resabios que para muchos tuvo esa carrera de psicología del Buenos Aires de los 70: sometimiento, uniformidad, mucho dinero gastado en tres a cuatro sesiones semanales durante años, miedos a pensar de otra manera, a tener otras miradas, y baja autoestima si se elegía un camino distinto al psicoanalítico.

2.3 EVOLUCIÓN DEL TEMA

Concomitante a la evolución de las teorías sobre terapia se va produciendo una transformación de la mirada sobre los terapeutas hasta el hoy; y en el trayecto nos encontramos con una gran mezcla y confusión de conceptos que, en un sentido amplio, significan las expresiones emocionales, corporales, estéticas, personales y valóricas de los terapeutas: contratransferencia, confesiones contratransferenciales y autorrevelación.

Con el afán de contribuir a diferenciar tales conceptos, quisiera ahora hacer una breve síntesis de la historia de su aparición, pues considero que este tema es central para entender desde qué concepción epistemológica cada enfoque está ubicando al terapeuta.Y dentro de esta historia, poner la lupa en que las personas de los terapeutas corresponden a un período evolutivo de esta profesión.

Ya Freud (cf. 1910, 1912), al introducir el concepto de contratransferencia, estaba advirtiendo sobre la importancia de la figura del terapeuta y su propia “neurosis” en el proceso del psicoanálisis. Se debe tener en cuenta, eso sí, que él lo conceptualizó como un factor perturbador dentro de este proceso, y consideró la necesidad del propio análisis del terapeuta como una manera de contrarrestar posibles actings psicoterapéuticos que fuesen producto de la reacción contratransferencial a la transferencia del paciente.

Numerosas interpretaciones del concepto freudiano (a veces motivadas por la ignorancia de los textos y en otras por la vulgarización del término) condujeron a que muchos psicoterapeutas consideraran a la contratransferencia como un fantasma temido, como un defecto que a veces ocurre dentro del espacio clínico.Y si bien el concepto dentro de la teoría psicoanalítica fue cambiando y fue siendo enriquecido por diversos autores (cf. Ferenczi, 1981; Heimann, 1950; y Racker, 1986), el foco en el paciente se mantuvo.

No hay que olvidar que Freud,como señala Jürgen Kriz (2001:25),desarrolla su teoría en el contexto de una época “que se situaba en el extremo de una oscilación intelectual: de una fe (eclesiástica), ya superada, a una imagen del mundo en extremo determinista, mecanicista, materialista y somatogenética”. Freud (cf. 1914) consideró a la contratransferencia como el conjunto de reacciones inconscientes del analista respecto de su analizado y, más específicamente, a la transferencia de este, y no es sino en algunos pasajes de su obra que se refiere a ella.

Después de él hubo muchos debates y puntos de vista sobre la noción de contratransferencia: algunos la entienden como toda manifestación de la personalidad del analista (que puede servir a la cura), mientras que otros continúan viéndola como la serie de procesos inconscientes que la transferencia de los analizados induce en su analista.

Laplanche y pontalis (1968) distinguen tres orientaciones. La primera sostiene una necesidad de reducir lo mayor posible la manifestación de la contratransferencia a través del análisis personal del terapeuta, lo que permitiría que “la situación analítica quede estructurada como una pantalla proyectiva de la transferencia del paciente” (103). Una segunda orientación busca “utilizar, controlándolas, las manifestaciones contratransferenciales” (103), siguiendo la indicación de Freud sobre la atención flotante. La última, por su parte, plantea la interpretación de las emociones producidas en base a las reacciones contratransferenciales:“Esta actitud postula que la resonancia de inconsciente a inconsciente constituye la única comunicación psicoanalítica auténtica” (104).

Tanto en la visión de Freud como en la de algunos de sus continuadores, no se planteaba cómo podía afectar al quehacer del analista alguna circunstancia vital intensa enteramente suya, que dificultara su lugar de neutralidad y abstinencia. Pero fundamentalmente, la mirada de Freud sobre el tema no incluye una perspectiva en la que vea al analista como alguien que tiene su propia organización psíquica, su historia biográfica, sus valores, su adhesión a marcos conceptuales y sus creencias, y que todos esos cimientos le llevan a organizar los datos clínicos de una manera particular.

De ahí que las interpretaciones (como muchos críticos de la epistemología psicoanalítica sostienen) debieran ser vistas, en realidad, como sugestiones.

Orange, Stolorow y Atwood (cf. 1997) reseñaron cuatro concepciones de la neutralidad: la de Freud, como abstinencia del analista, en el sentido de no ofrecer al paciente ninguna satisfacción instintiva; sin embargo, desde la perspectiva del paciente, tal conjunto de conductas está lejos de ser vivida como “neutral”. Desde ahí que los autores sostienen que “la abstinencia consistente de parte del analista decididamente sesga el diálogo terapéutico provocando hostilidad y conflictos tempestuosos que son más un artefacto de la postura del analista que una genuina manifestación de la psicopatología primaria del paciente” (35).Y concluyen:“una actitud de abstinencia no solo puede fallar en facilitar el proceso analítico; puede ser un enemigo de ello”.

La segunda concepción, también recomendación de Freud (1912: 330), postula que el analista debe permanecer como un espejo para el paciente, devolviéndole solo lo que le es mostrado a él; significa desconocer la naturaleza interactiva del proceso analítico. Desde una mirada crítica de esta concepción:

Todo lo que el analista hace o dice –incluyendo especialmente las interpretaciones que ofrece– es producto de su organización psicológica y revela al paciente aspectos centrales de la personalidad del analista. […]

La creencia errónea de que pueden mantener sus propias personalidades fuera del diálogo analítico, por sí misma produce artefactos transferenciales que pueden ser contraterapéuticos. (Orange, Stolorow y Atwood, 1997: 36)

Una tercera concepción de la neutralidad (vinculada a postulados de Anna Freud) establece que el analista se ubica en un punto equidistante del ello, del yo y del superyó, lo cual le permitiría una clara objetividad y una ausencia de sesgo. Los autores mencionados (cf. Orange et al., 1997) sostienen que este concepto de la neutralidad, así como el principio de abstinencia, se originan en un sistema de creencias teóricamente cargado de valor (el modelo tripartito de la mente) y,por tanto, no está a salvo del sesgo ni es neutral. por el contrario: Proponen que estimula a los pacientes a adoptar las creencias del analista acerca del funcionamiento mental y, por lo tanto, deben ser consideradas sugerencias.

Por último, la concepción de la psicología del Yo, pese a proponer otra mirada sobre la neutralidad freudiana,define la neutralidad como lo hace Kohut (Orange et al., 1997: 36):“como la responsabilidad que se espera, en promedio, de personas que han dedicado sus vidas a ayudar a otros, con la ayuda de insights obtenidos a través de la inmersión empática en su propio mundo interno”. El mismo Kohut, sin embargo, plantea que tal persona, seguramente, no es percibida por el paciente como teniendo una postura neutral.

Orange y su equipo plantean su propia visión al decir que:

Esperar que un analista sea neutral u objetivo en relación a la subjetividad del paciente, y por lo tanto entender y mirar la experiencia del paciente con ojos puros e inocentes, es equivalente a requerir al analista que proscriba su propia organización psicológica del sistema analítico. (1997: 36)

Lo cierto es que, al decir de Kottler “hay pocas profesiones en las que los límites entre el trabajo y el juego, entre la vida profesional y la personal, sean tan permeables” (Orange et al., 1997: 36).

Los supuestos epistemológicos que dan origen a estas creencias son variados. Por un lado, la cultura occidental de los siglos XIX y XX privilegió la racionalidad y la objetividad por sobre la subjetividad, viéndolas no solo como pares antitéticos, sino que otorgándoles la implícita cualidad valorativa de mejor-peor. La objetividad, racionalidad e imparcialidad dominan el desarrollo de la ciencia y eso es “mejor”, y la subjetividad que domina el campo de las emociones, la intuición y los sentimientos, es “peor”. Aún hoy, asistimos a esta manera de oponer, por ejemplo, las intervenciones alopáticas a otras concepciones de la salud como son la homeopatía o la antroposofía.

Hay además una concepción objetivista, la cual concibe a la mente como aislada, separada de la “realidad externa”. Externo-interno son conceptos que se usan para dar sustento a concepciones de psicoterapeutas supuestamente “objetivos”, cuya organización psicológica propia no se implica en lo que observan y buscan tratar.Tal concepción del conocimiento como “objetivo” requiere dar por sentado que entre el observador y lo observado hay una separación radical. De esta manera, solo si el observador se desconecta de sus emociones, sensaciones, impresiones, o de cualquier otro estado subjetivo, puede alcanzar la “pureza” de lo observado. No es posible desde esta concepción considerar que el observador y lo observado son indivisibles.

Al concebir al psicoanalista como “neutral”, se da por supuesto que la transferencia tiene que ver solamente con lo que el paciente deposita en el analista, de su historia biográfica y de su neurosis. Por lo tanto, lo que ocurre entre ambos no es co-determinado por paciente y analista, sino solo por el paciente y su subjetividad.

Un contemporáneo y colaborador estrecho de Freud, Sándor Ferenczi (2008: 41), fue uno de los primeros en discrepar con esta visión del Maestro al sostener que:

Un saludo con maneras, una exhortación formal a “decirlo todo”, una atención que se dice bien temperada pero que en definitiva no es tal […] hacen que 1) el paciente se lastime por la falta o insuficiencia de interés; 2) como no quiere pensar nada malo ni deprecatorio de nosotros busque la causa de la no-reacción en sí mismo […] y 3) al fin, dude de la realidad del contenido que su sensibilidad tocó momentos antes. […] La reacción a esta inculpación (que el paciente nunca produce de manera espontánea y el médico tiene que adivinar) solo puede consistir en mirar críticamente nuestro propio comportamiento y nuestra postura afectiva; en admitir la posibilidad y aún la realidad de nuestra fatiga, monotonía y aún aburrimiento.

Fue Ferenczi uno de los primeros en impulsar la idea de que la contratransferencia es una herramienta importante en la relación analista-paciente, y dio lugar a nuevos desarrollos cuestionadores de la supuesta neutralidad terapéutica.

La teoría intersubjetiva, que recupera y enriquece esta mirada inicial de Ferenczi, plantea la consideración por parte del psicoanálisis de un campo psicológico específico constituido por la intersección de dos subjetividades: la del paciente y la del analista.

El proceso psicoanalítico entonces se propone, a través de un diálogo entre dos personas, comprender las vivencias emocionales de una de ellas, dentro del marco de una experiencia que se configura intersubjetivamente.Ya en esta concepción se consideran dos subjetividades que se interrelacionan, y la biografía del analista es participante del proceso tanto para conocer sus capacidades como sus limitaciones para empatizar, acompañar, sostener, no juzgar, etc.

Así, y si bien el psicoanálisis intersubjetivo considera que no solo es la neurosis del paciente la presente en la relación transferencial, se sigue considerando la relación analítica como asimétrica y el foco de la mirada es el paciente.

Es después de la Segunda Guerra Mundial que comienza a consolidarse un pensamiento más totalizador y menos fragmentado en distintos campos científicos. La teoría de los juegos, la de los conjuntos, la de la gestalt, la de los sistemas, la de la comunicación, la cibernética, y junto con los desarrollos científicos de Albert Einstein, Max planck, Niels Bohr e Ilya prigogine junto a Gregory Bateson y Ludwig von Bertalanffy van generando la pregunta que da lugar a una nueva epistemología: cómo se conoce lo que se conoce, en lugar del énfasis depositado en las propiedades del objeto de conocimiento.

La afirmación del científico polaco Alfred Korzybski (1958: 58) de que “un mapa no es el territorio que representa, pero, de ser correcto, tiene una estructura similar al territorio, lo que explica su utilidad” ilumina la idea de que los intentos que se han hecho por explicar la realidad son construcciones o representaciones, dado que surgen de observaciones condicionadas por nuestra propia estructura: es a partir de tomar conciencia de una observación que hicimos que generamos ideas, palabras y acciones. Entonces, lo percibido es una construcción humana, un mapa de la realidad: no la realidad misma.

Bertalanffy (1976: 32-35) define a los sistemas como “complejos de elementos en interacción”. Introduce la noción de sistemas abiertos y cerrados, incorpora la noción de homeostasis, de entropía, de retroalimentación y sus mecanismos de control.Y postula que “los sistemas vivientes, en tanto abiertos, no pueden ser explicados en términos de causalidad”. Para él,“la relación entre lenguaje y visión del mundo no es unidireccional sino recíproca”.

Bateson (1985), antropólogo y marido de Margaret Mead (llamado por algunos como “el profeta de una ciencia posmoderna”), propone como un concepto fundamental el de la pauta que conecta a todas las criaturas vivientes. Es quien introduce la noción de contexto al considerar que todo fenómeno humano tiene sentido y significado dentro del contexto en el que se produce: noción fundamental también en el terreno de la antropología. Dice:

En algún lugar entre una objetividad pasiva […] y una subjetividad creativa […] hay una región donde uno es en parte llevado por los vientos de la realidad y en parte un artista creando un compuesto de los acontecimientos internos y externos. (429-431)

La teoría de la comunicación viene a sumarse a estas nuevas propuestas. El foco en el “quién le dice qué a quién y con qué efecto” surge y se instala en matemáticos, ingenieros electrónicos, físicos, sociólogos y psicólogos interesados en los modos y procesos de la comunicación.

En 1950, Bateson se propone introducir la cibernética en las ciencias sociales. A él se unen Don Jackson, paul Watslawick, John Weakland, Jay Haley,Virginia Satir, Jules Riskin y William Fry, interesados en la integración de conceptos como homestasis, familia y comunicación. Su visión se basa en que los seres vivos no pueden ser explicados desde la física newtoniana, desde una causalidad lineal que implica fuerzas que actúan unidireccionalmente. Hacía falta la creación de otro lenguaje que permitiera describir la recursividad de los elementos que se mueven conjuntamente en un proceso.

Se organiza el grupo de Palo Alto, formado por Weakland, Haley, Satir, Riskin, Fry,Watzlawick y Jackson, quienes fundan el Mental Research Institute en 1959, convirtiéndose este en un referente fundamental de la formación, investigación y asistencia en el campo de la terapia familiar. En artículos que siguen siendo clásicos en la terapia sistémica, los autores (cf. Watzlawick et al., 1971) plantean que la comunicación es un comportamiento o conducta que afecta a todas las personas en su interacción.Algunos conceptos fundamentales y fundantes de su postura son:

a) Es imposible no comunicarse.

b) Información e instrucción son conceptos diferentes.

c) Hay dos niveles componentes de la comunicación: el contenido del mensaje y la definición de la relación.

d) La organización de los hechos se hace de acuerdo a la secuencia que organiza cada participante.

e) Existe una diferenciación entre comunicación digital y analógica, verbal y no verbal.

f) La relación debe ser simétrica y complementaria entre los participantes.

g) Hay distintas lecturas de una situación de acuerdo a las distinciones que traza cada participante.

h) La comunicación es un ballet bailado según papeles complementarios o paralelos en función de una partitura invisible.

Estos conceptos, en la bullente creatividad de este grupo, les permiten desarrollar la noción de comunicación patológica que incluye también la lectura de la corporalidad dentro de la comunicación.

Los desarrollos teóricos en este período se intensifican.Es la etapa de la cibernética de primer orden. En 1932, el biólogo Bernard desarrolla la idea de que es imposible pensar un organismo vivo con partes separadas unas de las otras, ya que todas son interdependientes en una dinámica que no es causa-efecto. Se suma a esta idea la noción de homeostasis (introducido por Walter Cannon), descrita como “una red de interacciones recíprocas en las que los distintos componentes del medio interior están en equilibrio dinámico” (Jutoran, 1994: 10).

Durante el período de la primera cibernética, el concepto de neutralidad fue privilegiado. Y tal neutralidad traía implícita, para los psicoterapeutas, una cierta noción de la distancia que debía existir entre terapeuta y paciente. Los estudios sobre la proxemia existían solo entre animales, pero poco a poco fueron incorporados por la antropología y otras disciplinas como una manera de entender las formas de delimitación y de uso de un espacio propio.Así, resulta claro que no es lo mismo nacer, por ejemplo, en Japón que en un país latino, ya que en cada región las prácticas interaccionales en términos de tocar, sostener, abrazar o besar son muy distintas. ¿Cómo podríamos entonces generalizar una distancia “adecuada” entre pacientes y terapeutas?

¿No habría que pensar más bien que, en función de los contextos, de las subjetividades involucradas y de las emocionalidades presentes, se establecen distancias que facilitan la interacción?

Wiener utiliza el concepto de retroalimentación o feedback para referirse al mecanismo que reintroduce en el sistema los resultados de su desempeño:“la información sobre los efectos retroactúa sobre las causas convirtiendo el proceso de lineal en circular”(Jutoran, 1994: 10).Y la homeostasis fue vista como un proceso autocorrectivo que impedía el caos,la desorganización y destrucción del sistema.

Más adelante, los aportes de la física cuántica, de Prigogine, de Foerster, Maturana y Varela, entre otros, sientan las bases de la cibernética de segundo orden. Mientras que la epistemología que reinaba hasta ese entonces consideraba a la realidad independiente de quien la observa y que las propiedades del observador no deben estar incluidas en la descripción de lo observado, Foerster plantea que “la reintroducción del observador, la pérdida de la neutralidad y de la objetividad, son requisitos fundamentales para una epistemología de los sistemas vivientes” (Jutoran, 1994: 11).

La cibernética de segundo orden postula la observación del observador: el objeto de estudio pasa a constituirse en el observador observando su propia observación: “la reintroducción del observador, la pérdida de la neutralidad y de la objetividad, son requisitos fundamentales para una epistemología de los sistemas vivientes” (Jutoran, 1994: 12).

Hay un continuo proceso circular y repetitivo en el que la epistemología determina lo que vemos; esto establece lo que hacemos; a la vez nuestras acciones organizan lo que sucede en nuestro mundo, que luego determina nuestra epistemología. […] La cibernética de segundo orden abre un espacio para la reflexión sobre el propio comportamiento y entra directamente en el territorio de la responsabilidad y la ética. Dado que se fundamenta en la premisa de que no somos descubridores de un mundo exterior a nosotros, sino inventores o constructores de la propia realidad, todos y cada uno de nosotros, somos fundamentalmente responsables de nuestras propias invenciones. (Jutoran, 1994: 12-13)

Fue este nuevo paradigma el que abrió un espacio inmenso de cuestionamiento, reflexión y producción de nuevas conceptualizaciones, y gracias a eso los terapeutas pudieron empezar a sentirse menos presionados a ser distantes y neutrales sabelotodos para transformarse en seres que van descubriendo junto a sus pacientes en qué consiste su malestar y cómo poder abordarlo.

En 1993, se realizó en Buenos Aires un encuentro que se llamó “Nuevos paradigmas en Cultura y Subjetividad” durante dos días. Organizado por la Fundación Interfaz, nucleó a invitados sobresalientes: Ilya prigogine, Edgar Morin, Ernst von Glasersfeld, Evelyn Fox Keller, Mario Castagnino, Felix Guattari y otros. Era increíble verlos a todos juntos. No solamente hicieron exposiciones individuales de sus posturas personales, sino que además cada uno tuvo un interlocutor con el cual después dialogó. El libro que reproduce estos intercambios (cf. Fried Schnitman, 1994) es una síntesis imperdible del pensamiento de grandes creadores de esos tiempos, en una etapa en la que nadie se proponía ser categórico.

Recuerdo el impacto que sentí al escuchar a Evelyn Fox Keller, científica “dura”, pedir perdón en nombre de la ciencia por la cantidad de errores cometidos al excluir una visión “femenina” en lo científico, por haber creído durante tanto tiempo que solo la racionalidad aportaba conocimiento.

Este momento de cambios conceptuales tan potente sentó las bases de lo que vendría después. El terapeuta y el paciente comenzaron a ser vistos como protagonistas de un proceso que co-construyen. Al decir de Duncan y Miller (Norcross, Levant y Beutler, 2005: 14), muchos años después:

La psicoterapia no es un terreno deshabitado de procedimientos técnicos. No es el esterilizado proceso gradual de la cirugía, ni la trayectoria previsible de diagnóstico, prescripción y cura. No se puede describir sin el cliente y el terapeuta, compañeros aventureros en un viaje a través de un territorio en gran parte desconocido. El paisaje de la psicoterapia es intensamente interpersonal y en última instancia, ideográfico.

La terapia humanista también marcó un rumbo distinto al del psicoanálisis en lo que a la relación terapeuta-paciente se refiere.Ya a principios de los 60, Rogers (1961: 40) plantea que había “descubierto que cuanto más auténtico puedo ser en la relación, tanto más útil resultará esta última”. Concibe la terapia como un espacio para ser lo que uno es, libre de máscaras, y formula que el logro del cambio personal del paciente se ve facilitado cuando el terapeuta es lo que es:“solo mostrándome tal cual soy, puedo lograr que la otra persona busque exitosamente su propia autenticidad” (42).

Rogers llama a esto congruencia, lo cual significa que los sentimientos que el terapeuta experimenta son accesibles a él, que los puede asumir, integrar y comunicar. En otras palabras, cuando el terapeuta logra SER sin temores, transmite una coherencia que generalmente lleva a lograr una psicoterapia exitosa.

Ningún enfoque basado en el conocimiento, el entrenamiento o la aceptación incondicional de algo que se enseña tiene utilidad alguna [ ya que] el cambio solo puede surgir de la experiencia adquirida en una relación […]. Esto significa que debo tener en cuenta mis propios sentimientos y no ofrecer una fachada externa. […]. Si puedo crear un cierto tipo de relación, la otra persona descubrirá en sí mismo su capacidad de utilizarla para su propia maduración y de esa manera se producirán el cambio y el desarrollo individual. (40-42)

En los 90, el terapeuta belga Elkaïm (cf. 1998) introdujo el concepto de resonancia como una serie de voces internas, vivencias y sentimientos del terapeuta detonados isomórficamente en relación con su historia.Y estas implicaciones, consideró,debían ser corregidas en los espacios de supervisión y de terapia personal.

El feminismo de los años 70 y su impulso para revisar cómo la variable género está incluida y sesga mucha de la teoría y de la práctica psicológica, significó un aporte ineludible a la revisión de una mirada que, lejos de ser neutral, representaba mucho de la mirada masculina sobre la salud, la enfermedad, los vínculos y la sexualidad. Puso luz al hecho de comprender que los opuestos racionalidademocionalidad reproducía la dicotomía masculino-femenino: la concepción de ciencia circulante desde una mirada que pretendió ignorar la importancia del observador en lo observado fue coherente con el papel invisibilizado de las mujeres y su trascendente importancia en la vida cotidiana de las personas. Concebir lo racional “por sobre” lo emocional no solo significó años de una dicotomía falsa, sino que además dio fruto a una complicidad teórica y técnica con el prejuicio que sostiene que las mujeres son emocionales y, por lo tanto, menos creíbles, y los hombres son los racionales y confiables:

La variable género no es un detalle más a ser tenido en cuenta por los terapeutas, sino que su inclusión o exclusión va a producir efectos diferentes en los procesos terapéuticos. […] Desde esta perspectiva no hay terapia que no incluya la variable género: la diferencia radica en el grado de conciencia que como terapeutas tengamos acerca de cómo ella está interviniendo en la problemática por la que nos consultan y en la relación que se crea entre terapeuta y paciente. (Daskal, 1993: 18)

Las investigaciones que pusieron el foco en este tema (cf. Broverman et al., 1972; Hamerman y Josefowitz., 1985; Bernstein,A. y Marmar, G., 1984; Rieker y Carmen, 1984; Reale y Sardelli., 1986;Walters et al., 1991) pudieron encontrar entre los terapeutas hombres y las terapeutas mujeres diferencias de interacción entre cada uno de ellos con sus pacientes hombres y sus pacientes mujeres.Además, estos estudios revelaron:

• diferentes formas de manejo de la hostilidad por parte de terapeutas varones o mujeres;

• diferentes formas de preguntar a las mujeres y a los varones por su trabajo;

• diferentes maneras de manejar las emociones con pacientes mujeres u hombres;

• diferentes concepciones de salud y enfermedad presentes en los terapeutas, según los pacientes fueran varones o mujeres;

• el entender que la propia historia genérica del terapeuta va a estar presente en su manera de entender la problemática de sus pacientes;

• el descubrimiento de sintomatologías más características de las mujeres o de los varones y su interrelación con la socialización de género;

• que los psiquiatras medican más a las mujeres que a los varones;

• mayor proporción de abuso sexual por parte de terapeutas varones que de terapeutas mujeres;

• evidencia de que las terapeutas mujeres tienen más dificultades de cobranza que los terapeutas hombres…

…y muchos otros temas que invitaron a la reflexión sobre viejos paradigmas en salud mental, teorías y abordajes.

Jean Baker Miller y un grupo de terapeutas del Stone Center (cf. 2000) enfatizaron la importancia de la autenticidad terapéutica en el ejercicio de la psicoterapia, entendiéndola como una calidad de la presencia emocional de los terapeutas. Esto permite que el paciente cuente con una fuente de información acerca de quién es su terapeuta, además de ser relevante para el progreso y los logros de la psicoterapia. Desarrollan en profundidad una concepción de la autenticidad vinculada al respeto, la sensibilidad, el establecimiento (no imposición) de límites, la conexión en lugar de la desconexión como manera de fortalecer la propia identidad y también la idea de los terapeutas como personas que se puedan expresar plenos en sus relaciones. Otros temas abordados proponen que los terapeutas deberían sentirse cómodos (no a la defensiva) y que tampoco debiesen sentir que lo tienen queentregar todo, o que laprofesión es unconstante sacrificio.

Y dentro de los terapeutas familiares, algunas terapeutas mujeres empezaron a incluir la mirada sobre las emociones de los terapeutas, produciendo aportes muy significativos a las terapias de pareja y de familia (cf. Walters et al., 1991 y Goodrich et al., 1989).

Si bien este es un terreno en el que todavía resta mucho por hacer, la presencia de terapeutas mujeres cuestionando el paradigma racional de la terapia en Congresos, Seminarios, cursos, supervisiones, etc.,y dándole valor a la emocionalidad del terapeuta como forma de trabajar también la emocionalidad de los pacientes, constituye un hito en el camino hacia el logro de un espacio terapéutico, en el que pacientes y terapeutas se sientan verdaderos compañeros de viaje, al decir de Yalom (cf. 2002).

Algunos terapeutas sistémicos, imbuidos de la segunda cibernética, comenzaron a instalar el concepto de la persona del terapeuta. Entre ellos está Harry Aponte (1985: 9), quien acentúa además la importancia del sistema de valores del terapeuta en sus intervenciones, el cual define como:

El complejo internalizado de normas que derivan de las estructuras culturales,raciales,étnicas,políticas,filosóficas,religiosas,etc.,de la sociedad.Esta estructura internalizada determina los patrones que definen bueno-malo, útil o inútil, deseable o indeseable, hermoso o feo y las otras perspectivas de valor a través de las cuales nosotros visualizamos y juzgamos a nosotros mismos y a los demás.

Dado que este sistema valórico es constituyente de nuestras personas, es necesario que los terapeutas sean conscientes de estos aspectos de sí mismos y no traten de evitarlos, ocultarlos o controlarlos, sino de incluirlos como parte de la relativización de su mirada y del rechazo a la idea de una única concepción del problema:“mucho de lo que el terapeuta llega a conocer debe ser deducido de aquello que experimenta a medida que interactúa con sus pacientes” (Aponte, 1985: 8).

Esta manera de plantear el tema se deriva, sin duda, de la mirada de Rogers, de las terapeutas feministas, de Yalom, y de los constructivistas, pues son todos sostenedores de la importancia de que los terapeutas sean congruentes, auténticos y coherentes consigo mismos en su accionar.

Los cambios que introdujo la segunda cibernética permitieron que,al decir de Cavagnis (2000: s/n):“El terapeuta se [preguntara] sobre su quehacer, [abandonara] el lugar de experto, [dejara] de pensarse neutral, [empezara] a tomar en cuenta sus resonancias, apareciendo los modelos conversacionales, las terapias narrativas, las colaborativas y otras”.

Sin embargo, las exigencias, prescripciones y demás deberes seres para los terapeutas (en términos del silenciamiento de su emocionalidad en el contexto de las psicoterapias) perduran. Sigue existiendo el pensar las emociones como algo del mundo privado de cada persona y no como sucediendo dentro del espacio de la relación., y que aquellas que sientan los terapeutas son obstáculos que deben ser trabajados en los espacios de supervisión, terapia personal, y en el equipo.

De esta forma, y pese a estar usando otro paradigma, se continuó proponiendo la disociación afectiva y emocional como la única forma de interacción deseable por parte de los terapeutas con sus pacientes:

La posición que asuma el terapeuta en el campo determina qué acciones están permitidas o prohibidas, cuál es el ámbito de conversaciones posibles, cómo se estructuran las relaciones de poder en las que se darán esos intercambios; en suma, generan distintas configuraciones del emocionar que caracterizan modos de convivencialidad diferentes. (Cavagnis, 2000: s/n)

Los cambios en teorías y técnicas en los últimos 50 años son muchos. Los referidos al cambio de lugar del terapeuta, especialmente, han sufrido los movimientos de una montaña rusa: son oscilaciones a veces bruscas, que a veces nos permiten tener una visión de conjunto más amplia, y otras nos hacen sentir que descendemos sin retorno… pero es uno de los temas de discusión actuales y creo que lo seguirá siendo, mientras los contextos sigan cambiando de la manera en que lo hacen.

2.4 COMPARTIENDO REFLEXIONES

En las páginas anteriores he intentado hacer algo imposible: resumir la evolución que, a mi juicio, ha ido teniendo la figura del terapeuta desde finales del siglo XIX hasta la actualidad, enfatizando el hecho de que cada enfoque psicoterapéutico propone una visión –no siempre explícita– en relación a la persona de los terapeutas, sintónica con sus concepciones de cambio, de salud y enfermedad, y a los objetivos y métodos psicoterapéuticos que derivan a su vez en formaciones, capacitaciones y currículos académicos completamente diferentes unos de los otros.

En la mayoría de las universidades actuales, la formación académica de los psicoterapeutas se centra en el conocimiento de teorías y técnicas que explican etiologías de las enfermedades mentales y sus posibles abordajes para ayudar a las personas a curarlas, y/o al menos, sentirse mejor.A ello se agrega, en algunos casos, la formación en técnicas de investigación cualitativa y cuantitativa para la capacitación de los estudiantes en la investigación empírica, tan requerida en nuestros días.

Llama la atención, sin embargo, la ausencia total en el currículo de programas que proporcionen a los estudiantes con fuentes de información acerca de la importancia de sus personas en el quehacer terapéutico, a pesar de la existencia de distintas investigaciones y propuestas que apuntan a este tema.

Uno de los primeros en rescatar la importancia de la persona del terapeuta fue Freud (cf. 1910), quien ya decía que ninguno de sus colegas se atrevía a ir más allá de sus propias limitaciones, complejos y resistencias internas.Así, consideraba de suma importancia que al inicio de sus actividades como terapeutas se analizasen, y profundizasen en su propia terapia personal mientras observaban a sus pacientes.

También Lambert y otros colegas (cf. Lambert et al., 2001) han planteado la importancia del terapeuta en los procesos y resultados de la terapia, y sostienen que aún en las investigaciones donde se había puesto especial atención en homogeneizar la muestra lo máximo posible (en términos de elegir terapeutas entrenados para hacer mínimas sus diferencias), el terapeuta siguió encontrándose como un factor central en los resultados terapéuticos.

Las investigaciones de Beutler et al. (cf. 1997), por su parte, fueron capaces de determinar que la magnitud del beneficio en psicoterapia está asociada más estrechamente con la identidad del terapeuta que con el tipo de psicoterapia que este emplea.Así, en todos los enfoques, algunos terapeutas producen más efectos positivos que otros, mientras que algunos de ellos producen consistentemente efectos negativos.

Minuchin, y Fishman (cf. 1984), por su parte, plantearon (en el caso de los terapeutas de familias) que no es posible que los analistas observen “desde afuera”, ya que parte de su trabajo es el integrarse en un sistema de personas interdependientes.

A estos postulados se les deben agregar todos los aportes de la segunda cibernética, del construccionismo y de los nuevos paradigmas en las ciencias, donde se fue pasando de una mirada unidireccional, determinista y biologicista a una mirada circular, puesta en los vínculos entre personas y en los contextos en los que se encuentran.

Sin embargo, y a pesar de todo ello, la formación de los psicoterapeutas continúa sin prestar atención o incluir espacios centrados en las personas de los terapeutas. Ignora las necesidades individuales, las posibilidades económicas de los estudiantes, los momentos de urgencia que tengan y los espacios de supervisión y/o terapia personal: es decir, omite el enfrentar los temas que complican el quehacer psicoterapéutico.

Aún quienes le hacen un espacio al tema de la persona del terapeuta, como las escuelas de formación en terapia sistémica, siguen haciéndolo desde un sesgo invisibilizado, al poner el foco en la familia y los patterns de interacción asociados a la historia del terapeuta más que a la figura de este como persona. Si bien rescatables en su trabajo, estos intentos dejan sin trabajar muchísimos temas que van a participar del vínculo con los pacientes.

En cierto sentido, las prescripciones acerca de la distancia, la abstinencia y la neutralidad (usuales de las teorías psicodinámicas) se deslizan invisiblemente en la formación de terapeutas que no tienen esas características.

Ahora bien: ¿por qué es importante tener en cuenta a la persona en el caso de los terapeutas y no, por ejemplo, en el caso de contadores, ingenieros comerciales, arquitectos, odontólogos, abogados o economistas? ¿No está también en ellos presente la persona? ¿Qué es lo que diferencia el quehacer en la psicoterapia?

Mi opinión es que en todas las profesiones se haría necesaria una capacitación que incluyera la intervención de las emociones y la importancia del vínculo con los clientes,ya que son factores intervinientes fundamentales se trate del área que se trate.

Pero en el caso de los psicoterapeutas, su trabajo implica un contacto permanente con las emociones de sus pacientes; es parte de los objetivos psicoterapéuticos, desde distintos enfoques, contribuir a que las personas se conecten con lo que sienten, sepan cómo nombrarlo, aprendan a expresarlo, no transformen sus emociones en síntomas, y aprendan a significar sus emociones, a ubicarlas donde realmente están. Y ¿cómo se puede ayudar a alguien a hacer eso, si uno mismo no lo hace? ¿Cómo psicólogos recién egresados van a poder sostener un trabajo en una organización donde tienen que atender varias horas seguidas a pacientes drogadictos, casos de violencia intrafamiliar, abusos sexuales, o intentos de suicidio, si no es desarrollando exitosas maniobras sobreadaptativas? ¿Y cuáles son los efectos de dichos procesos sobre sus personas y sus pacientes?

No deja de sorprenderme cada vez que, en grupos de supervisión o en cursos de formación, frente a role playings en torno a casos clínicos, los terapeutas no saben contestar a la pregunta “¿qué sientes cuando…?”. Recibo excelentes hipótesis acerca del diagnóstico de los pacientes y muy buenas estrategias terapéuticas, pero cuando se trata de identificar en ellos mismos qué les pasa con esa situación familiar, con ese paciente asustado o rabioso, con alguien que les está manifestando su falta de deseo de vivir, no pueden contestar salvo con un “no sé”.

Este es uno de los efectos del entrenamiento en la disociación mal entendida: desempeñan roles sin que la persona esté incluida en estos. Y con eso se pierde un recurso insustituible, porque lo que sienten los terapeutas en su trabajo no es algo desconectado de lo que está sucediendo en esa relación, en ese momento.

Recuerdo, por ejemplo, haber visto en una supervisión clínica a un terapeuta que en una sesión con un paciente le comenzó un fuerte dolor de cabeza y que eso hizo que estuviera un poco “ausente”, esperando el momento en que terminase la sesión para tomarse una aspirina. Luego, relatando el material del paciente, se pone en evidencia lo que hace esta persona con sus dolores; cuán contenida y autocontrolada está; cómo queda dominado por el portarse adecuadamente y cómo esa conducta lo hace sentir “distante”, ausente de sus relaciones. Para el terapeuta se hizo evidente que él estaba en una postura parecida a la de su paciente y que eso había tenido que ver con el dolor de cabeza que le apareció.

Pudimos trabajar, entonces, cómo hubiera sido incluir su dolor de cabeza en la sesión sin hacer el esfuerzo por que llegue el final para tomarse una aspirina. Fue interesante comprobar qué emociones contenidas se expresaban a través del dolor de cabeza y enriquecer de esta manera el abanico de recursos del terapeuta para que pudiese trabajar no disociadamente.

Desde la óptica que me acompaña hoy, la persona del terapeuta es un recipiente donde confluyen:

• la propia biografía;

• las similitudes con las vicisitudes de la vida de sus pacientes;

• los sentimientos y vivencias en el trabajo;

• los valores, ideas, y creencias que pueden colisionar con las de sus pacientes;

• los mandatos recibidos en su formación;

• las contradicciones entre su capacitación específica y las posibilidades de aplicación del conocimiento;

• las características de su personalidad y de su estilo de trabajo;

• los conocimientos teórico-técnicos;

• la ética personal;

• las presiones de las instituciones a las que pertenece;

• sus necesidades versus las de sus pacientes;

• el ritmo de trabajo y/o la carga laboral;

• la espiritualidad.

Tomando en cuenta estas y otras variables, considero de suma importancia el formar a las nuevas generaciones de terapeutas dejándoles en claro, y en palabras de Michael Mahoney (2005: 285), que:

La psicoterapia es un reto difícil y complejo tanto para el terapeuta como para el cliente. El terapeuta cambia, al menos en la misma medida que el cliente, durante el proceso psicoterapéutico.

Muchos terapeutas soportan el peso de unas expectativas que dicen que deben/debemos ser extraordinariamente felices, iluminados o sabios para ser profesionales legítimos.

El cuidado propio, la compasión por uno mismo, [son esenciales] para el bienestar personal y para las responsabilidades profesionales de los psicoterapeutas. La terapia personal y la práctica espiritual pueden ser recursos inestimables para nuestra evolución.

A lo que yo agregaría: que los psicólogos probablemente van a tener que enfrentar la directa o indirecta desvalorización de su profesión, por considerársela por debajo de la Medicina, no solamente en las instituciones, sino en el imaginario social circulante que afecta su autoestima. Que van a tener que pasar por exclusiones o discriminaciones en instituciones o pagos de derechos de piso mayores que las de los profesionales médicos. Que, con frecuencia, van a tener que aprender a aclarar que su trabajo se diferencia de “conversaciones de amigos”. Que en reuniones sociales van a tener que aprender a decir con humor “solo trabajo en mi consultorio” frente a pedidos de consejos inadecuados. Que sus personas son la herramienta por excelencia de su trabajo y que, por lo tanto, escucharse, saber interpretar señales que sienten durante las sesiones y poder incluir datos de su propia experiencia de vida o del momento de la sesión, lejos de ser una peligrosa “confesión contratransferencial”, son recursos altamente útiles para el proceso psicoterapéutico, cuando se aprende a usarlos. Que pueden aprender con qué tipo de pacientes van a estar más cómodos, o más expuestos, o más asustados, y con qué manera o estilo de intervención se sienten más a gusto, menos disfrazados. Que ojalá puedan tener una organización horaria que respete los momentos del día en que se sienten más lúcidos o más cansados, o que sepan distribuir de una manera equilibrada en su horario a aquellos pacientes más demandantes con otros que lo sean menos.Y, finalmente, que el lugar en el que trabajen (en la medida en que puedan elegirlo) se acerque lo más posible a lo que cada uno considere de su gusto y confort, ya que pasarán allí muchas horas de su vida.

Prepararse teniendo en cuenta estas proposiciones los va a encontrar mejor capacitados para la zambullida en este mundo fascinante, estimulante, creativo, misterioso y al mismo tiempo amenazante, frustrante y exigente como lo es la relación entre seres humanos en funciones distintas, circunstancialmente hablando.

2.5 DIFICULTADES ADICIONALES DE LOS TIEMPOS PRESENTES

La misma óptica que hace prevalecer la racionalidad y la palabra por sobre la emocionalidad y los afectos es la que comenzó a enfatizar la importancia de las técnicas en psicoterapia. Manuales y más manuales, escritos y difundidos durante la formación de muchísimos terapeutas jóvenes, fueron presentando a la psicoterapia como si fuese un servicio de “reparaciones de vehículos”: chapa y pintura.

El contexto en que se empezó a desarrollar la atención médica y psicológica, a través de las instituciones de salud previsional, significa un golpe de timón fundamental para el retroceso tanto en la atención de las personas como para el autocuidado de los profesionales. La humanidad presente en toda relación terapéutica se fue invisibilizando y dejó de ser priorizada en medio de atenciones de 25 minutos para “resolver” problemas específicos y breves, que hicieran rentable, además, el negocio de las instituciones de salud.Así, los resultados actuales sobre los factores intervinientes en los buenos resultados de una psicoterapia, paradójicamente, son ignorados por aquellos que subvencionan muchas de estas investigaciones.

El micro contexto del terapeuta, como plantea Whitaker (cf. 1992), se caracterizó y se caracteriza por:

• el aislamiento durante gran parte de su jornada laboral,

• no ser el destinatario principal del afecto de sus pacientes,

• un trabajo en que su participación afectiva y emocional exigen un alto grado de control,

• acompañar a sus pacientes en situaciones extremas como orfandad, intentos de suicidio, desesperación, divorcios, pérdidas significativas, dolores intensos, enfermedades graves, muerte…

A esto podemos agregar que el nuevo siglo encuentra a muchos terapeutas de América Latina con un macro contexto caracterizado por Galfré y Frascino (cf. 2007) de la siguiente manera:

• consultantes que se presentan con problemáticas cada vez más graves, con posibilidades de pago decrecientes;

• lugares de trabajo institucional que atienden patologías graves y pagan honorarios bajos o inexistentes;

• falta de medios personales e institucionales para obtener contención, supervisión y entrenamiento;

• competencia/competitividad con distintas terapias alternativas;

• un Estado que no satisface plenamente la provisión de medios y políticas para el desarrollo de la salud mental y la atención psicológica, tanto en el aspecto de las prestaciones como en el académico y de investigación;

• sus propias problemáticas personales, familiares y sociales;

• los problemas de sus instituciones de pertenencia que, a menudo, no aciertan a adaptar sus paradigmas y sus prácticas a un mundo cambiante e impiadoso.

Así, podemos comprender lo difícil que se hace hoy en día la tarea del terapeuta.

Temáticas complejas como el divorcio, la infidelidad, las adicciones, el aborto, los abusos sexuales en distintos ámbitos, la violencia doméstica, la adopción de hijos por parte de parejas homosexuales, las familias ensambladas, la inseminación artificial o in vitro, la donación de óvulos y/o esperma, matrimonios interraciales o interreligiosos, etc.,requieren de terapeutas con conciencia de sus concepciones valóricas, con capacidades para saber cómo incluirlas en su quehacer y no abusar así del poder que la sociedad les otorga como “conocedores” acerca del bien y el mal.

Dentro de esta nueva diversidad, los terapeutas están desafiados a pensar y concientizar qué sienten acerca de estos temas, qué creen que es mejor o peor y por qué, qué puede funcionar más saludablemente que qué y qué es apropiado y qué no desde su propia cosmovisión, ojalá sin escudarse en una supuesta neutralidad que solo pone en evidencia el tamaño de su coraza defensiva. Solo así los vínculos terapéuticos serán genuinos, aportando no solo al crecimiento y salud de los consultantes sino también al de los terapeutas.

La formación y capacitación de los psicoterapeutas debe necesariamente incluir estos desafíos para contribuir a que los futuros (y actuales) profesionales cuenten con las herramientas necesarias para trabajar en estos contextos, proveyéndoles además de la información necesaria en herramientas de autocuidado como la supervisión, la terapia personal, los trabajos corporales o la meditación.

En esta época de cambios paradigmáticos que nos atraviesan no es sencillo ir encontrando la coherencia entre aquello que pensamos y lo que hacemos. Sobre todo, lo que tiene que cambiar en relación a la ética y la emocionalidad del terapeuta requiere de un trabajo con la propia persona que no todos los terapeutas están dispuestos a hacer y/o tienen los recursos para hacerlo. Implica aceptar pérdidas, ilusiones, cambiar marcos referenciales, ceder espacios de poder, reparar heridas narcisistas…

Pero creo que quien elige el camino de la práctica clínica no puede soslayar este trabajo si pretende que sus pacientes lo hagan.

La persona del terapeuta

Подняться наверх