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INTRODUCCIÓN

UNA HISTORIA NECESARIA Y POPULAR

Pocas culturas despiertan en la actualidad tanta fascinación entre estudiosos o profanos. Si nos preguntasen por qué debemos conocer la historia de Roma, enseguida responderíamos que fue uno de los mayores imperios del mundo antiguo, y que ejerció, además, una in­fluencia transcendental sobre casi todas las naciones modernas de Occidente. Desde luego, los romanos fueron un pueblo conquistador que creó un imperio, pero, ante todo, consiguieron convertir los dominios que fueron ocupando (entre ellos las principales culturas de la Antigüedad occidental) en una comunidad, la civilización romana. Las gentes de estos territorios compartieron ideas, costumbres, institu­ciones, lengua o formas artísticas. Por tanto, los romanos hicieron mucho más que conquistar; no solo vencieron sino que convencieron a aquellos que fueron derrotando.

Pero, si Roma tuvo un papel protagonista en la Antigüedad, aún mayor es su relación con el mundo moderno. Cuando el Imperio se rompió en pedazos, algunos de estos «restos» dieron inicio a la formación de futuras naciones como Italia, España, Francia o Alemania. Y, así, no podemos obviar que la geografía política de la Europa occidental es deudora del mapa romano. Por otra parte, el estudio de Roma puede desvelar aspectos significativos de las raíces de instituciones actuales, como el derecho. El cristianismo fue adoptado como religión de masas en el Imperio. El latín es la base de las lenguas románicas. Muchos elementos de nuestra vida cotidiana tienen su origen en esta cultura, como los nombres de los días, meses o planetas, o hasta el propio calendario. Y podríamos seguir mencionando aportaciones imprescindibles de esta civilización.

Por otra parte, el mundo clásico, y en particular el romano, sigue siendo muy popular. Sus personajes han sido protagonistas de obras paradigmáticas de la literatura o del arte occidental, ya sea de la mano de Shakespeare o de J.-L. David. Quizá sea esta una de las etapas mejor conocidas por la población, ya que alimenta hoy en día películas, series de televisión, novelas, cómics o videojuegos. Si pensamos en un traidor, nos acordamos de Bruto; si buscamos un conspirador, aparece Catilina, y cuando ensalzamos a un orador, enseguida surge la figura de Cicerón.

Cierto es que esta popularidad en ocasiones desvirtúa la historia. Por ejemplo, uno de los elementos más intangibles de Roma que intriga y atrae a las sociedades modernas es el exceso. Hay, claro, algo de verdad en esta caracterización, como en otras, pero los romanos no fueron tan sorprendentes en este sentido como se cree. Por el contrario, por lo general, representan una sociedad conservadora y moderada, pero la imaginación popular ha creado una Roma de violencia brutal, actividad sexual desmedida, lujuria, gula, etcétera.

Es tal la atracción que ejerce esta civilización, que con frecuencia caemos en la trampa de pensar que sus gentes pueden contemplarse como una suerte de versión antigua de nosotros mismos. Como señala Mary Beard, resulta tentador comparar las oleadas bárbaras que el Imperio sufrió a partir del siglo IV con los actuales movimientos migratorios provocados por razones económicas o políticas, y en ambos casos frenados de manera inútil por muros. No obstante, estos paralelismos son anacrónicos y no cabe idealizar la antigua Roma como paradigma de civilización, riesgo acrecentado por nuestro acusado eurocentrismo. Si echamos la vista atrás, junto a grandes avances, a veces llamativos para una sociedad de su época, vemos también ciudades con graves problemas de higiene, una mortalidad altísima o una crueldad y desigualdad que hoy consideraríamos intolerables (por no hablar del esclavismo).

No obstante, hay que reconocer que Roma pasa a la historia como un exponente del multiculturalismo e incluso hay historiadores tan optimistas que reivindican su humanitas hasta vincularla con la moderna concepción de los derechos humanos. Así lo hace R. A. Bauman, quien encuentra precedentes de algunos de estos preceptos en textos de Séneca o Cicerón y en una serie de prácticas como el exilio voluntario para evitar castigos, la protección del no romano, la libertad de palabra o el bienestar social. De hecho, la protección de los no ciudadanos y la extensión de la ciudadanía le permitieron a Roma forjar un imperio duradero, donde la gran Grecia fracasó. Otros autores hasta buscan en el viejo Imperio inspiración para repensar el mundo actual e instrumentos para mejorar la educación cívica. Es el caso de J. Connolly, quien, asustada por la política de la administración Bush en 2001, inicia el estudio de la República romana con el objetivo de hallar herramientas que nos permitan conocer mejor nuestro mundo y responder de manera más inteligente y humana a los retos del presente.

Quizá le pidamos demasiado a los romanos. Es indudable que la Antigüedad romana, y el mundo clásico en general, es una referencia a la que acudimos con asiduidad desde el Renacimiento para situarnos en el mundo occidental. A partir de ella planteamos, o buscamos respuesta, a cuestiones capitales como guerra y conquista (e imperio), poder y política (y corrupción), dioses y religión, arte y belleza. Roma fue el fruto de una construcción política sin parangón en la historia. De ella nos atraen desde sus sorprendentes inicios hasta su estrepitoso final. Estamos, pues, ante una historia necesaria, atractiva y popular: aproximémonos una vez más al «milagro romano».

¿DÓNDE Y CUÁNDO NACE ROMA?

Marco espacial

Debemos partir del conocimiento del marco físico, del escenario en el que se inicia la historia, que sobresale, ante todo, por su carácter favorable para el desarrollo de la actividad humana. Roma designa todo un Imperio, pero también, simplemente, una ciudad, cuya primera ocupación parece tener lugar a mediados de la Edad del Bronce, en un suelo altamente productivo, a veinte kilómetros de la costa y en una región de colinas dibujadas por los ríos tributarios del Tíber. Parte así de una ubicación estratégica, en el centro del Lacio, como punto crucial de las comunicaciones de la región. Con el tiempo, este tímido asentamiento inicial se convertirá en una de las mayores urbes del mundo, alcanzando entre tres y cinco km2 de extensión entre cualquiera de los puntos de su perímetro. A pesar de que los cálculos demográficos son muy cuestionados para estas etapas históricas, por su complejidad, se estima una población máxima de alrededor de un millón de habitantes en la etapa de mayor desarrollo del Imperio.

Pronto Roma iniciará su expansión por la península itálica, bañada por dos mares, el Tirreno, al oeste, y el Adriático, al este, y marcada por dos cadenas montañosas que definen su relieve: los Alpes, una im­ponente barrera al norte, y los Apeninos, que la recorren de norte a sur. Este territorio cuenta, además, con amplias llanuras fértiles, rega­das por las cuencas de los principales ríos: de norte a sur, el Po, el Arno y el Tíber, en la zona central. Así mismo, el clima de la región, de tipo mediterráneo, suave, resulta muy propicio para el asentamiento humano y el desarrollo de actividades agropecuarias.

De igual modo, esta península posee también una ubicación estratégica, al situarse en el centro del mar Mediterráneo, en las riberas del cual florecieron grandes culturas de la Antigüedad: Egipto, Carta­go, Fenicia, Judea, Grecia o Macedonia. Por tanto, conquistando Italia, los romanos obtendrán una posición dominante entre las naciones del mundo antiguo, contemplando un enorme horizonte de expansión. Esta cuenca mediterránea, que comprende el sur de Europa, el norte de África y Asia Menor, llegará a ser asumida como propia por los romanos con el término mare nostrum. De hecho, en el momento de máxima expansión del Imperio, Roma recorrerá cerca de 3.600 km, los que separan Gibraltar de las costas de Asia Menor, y podría aproximarse, según algunas estimaciones, a los 100 millones de habitantes.

Marco temporal

La historia de Roma en la Antigüedad abarca un prolongado periodo de tiempo, más de doce siglos de desarrollo, aunque en propiedad su historia no se agota ni antes ni después de los límites marcados. Dada esta amplitud temporal, para entender la civilización romana y poder estudiarla con mayor facilidad, se han establecido etapas, de acuerdo con su evolución política: Monarquía (753-509 a.C.), República (508-27 a.C.) e Imperio (Alto Imperio, siglos I-III, y Bajo Imperio, siglos IV-V, asumiendo como fecha final, para la pars Occidentis, el año 476). Esta periodización es una creación nuestra que los romanos no conocieron y que, en parte, utiliza fechas convencionales, fruto de la tradición impuesta por autores como Dionisio de Halicarnaso y Tito Livio.

¿QUIÉN NOS CUENTA LA HISTORIA DE ROMA?

En comparación con otros periodos, la historia de Roma está, a nivel general, bien documentada y cuenta con numerosas fuentes para su estudio. En realidad, la civilización romana no ha dejado de estar presente en la cultura occidental, de un modo u otro, y esta circunstancia ha permitido la conservación de una parte significativa de su legado, tanto textual como material.

Fuentes textuales

La historiografía romana es relativamente tardía y en origen se ciñe a una serie limitada de acontecimientos, en esencia de tipo político y militar, recogidos cada año siguiendo la tradición de pontífices y magistrados. De la primera analística, de finales del siglo III a.C., apenas se conservan fragmentos. El precursor de esta historia sería Quinto Fabio Píctor, quien, movido por el afán de glosar la victoria de Roma en las guerras púnicas, elaboró un relato desde los inicios de la ciudad, ab urbe condita, práctica que se acabaría imponiendo. De este senador poco conocemos y de su obra solo guardamos citas aisladas, pero sí sabemos que escribió en griego, de manera que aplicaría a Roma los cánones propios de la historiografía helena. Sin duda, el griego era la lengua de prestigio de la época, y vehículo idóneo para propagar el mensaje político de sus escritos. Otros analistas significativos serían L. Cincio Alimento, Valerio Antias o Cayo Acilio; todos ellos trataron de justificar ante el mundo helenístico la conquista expansiva de Roma por el Mediterráneo.

Siguiendo esta misma pauta de narrar la historia de Roma desde sus inicios, el primer texto escrito ya en latín llegó alrededor del año 200 a.C., Origines (en siete volúmenes apenas conservados), de la ma­no de Marco Porcio Catón, el Censor. Coetáneo suyo fue Quinto Ennio, autor de un poema narrativo sobre la historia del pueblo romano, comenzando con los viajes de Eneas tras la conquista de Troya hasta su propia época. Aunque conservamos nada más que una pequeña parte de los versos, estos nos permiten conocer una obra que ejerció una enorme influencia en la construcción de la epopeya nacional por parte de la literatura posterior.

En cualquier caso, la historiografía romana no se entiende sin la herencia griega. Entre los griegos, como estableció A. Momigliano, podemos distinguir dos paradigmas historiográficos principales. El que sigue a Heródoto, caracterizado por el relato etnográfico, y el que se inspira en Tucídides, dedicado a los sucesos políticos y militares. En Roma se impuso el segundo modelo, a partir de la tradición analística y de la influencia ejercida por ciertos autores helenos. A los griegos les interesaban, sobre todo, los orígenes de Roma y aquellos acontecimientos que tuviesen que ver directamente con ellos. En concreto, fue Timeo (siglos IV-III a.C.) quien introdujo a Roma en el marco general de los conocimientos de los griegos. Él fue el primero que abordó en serio la historia romana, registrando el enfrentamiento entre Roma y el Estado helenístico liderado por Pirro. Un siglo más tarde, Polibio (siglo II a.C.) firmó una historia en la que marcó una diferencia clara con autores anteriores, al no limitarse a enumerar simplemente los hechos y procurar ya comprender los factores que los desencadenan. De este modo, en los 40 volúmenes de sus Historias intentó explicar las claves de la hegemonía de Roma a partir de las guerras púnicas. Además, fue un político activo y en su obra se esmeró en documentarse para hallar las causas que provocan los acontecimientos. Su obra fue continuada por Posidonio de Apamea (135-51 a.C.), el último gran historiador griego. Él comenzó su obra en el momento en el que Polibio remataba la suya, la destrucción de Cartago y Corinto, en el año 146 a.C.

Volviendo a los autores latinos, Salustio (siglo I a.C.) en sus Historiae narraba importantes sucesos como las luchas de Pompeyo, los combates de Marco Antonio o la revuelta de los esclavos en Sicilia. La muerte parece que lo sorprendió antes de concluirlas. De hecho, ninguna de las obras escritas antes de la desaparición de César nos han llegado completas. Apenas han sobrevivido fragmentos y citas recogidos por autores posteriores, hasta una de las fuentes capitales. En época de Augusto, Tito Livio redactó un trabajo monumental en 142 tomos, Ab urbe condita, con la finalidad de glorificar la historia de Roma desde su fundación hasta la muerte de Druso, en el año 9 a.C. Conservamos 35 volúmenes (del 1 a 10, de los orígenes al 293 a.C., y del 21 a 45, del año 218 al 167 a.C.) y de los perdidos constan resúmenes y extractos. Livio recoge aquí con frecuencia viejas leyendas transmitidas por autores anteriores, mostrando escaso interés por contrastar sus fuentes. Su obra encaja a la perfección en el programa político del régimen de Augusto, que pretendía restaurar los antiguos valores morales del pueblo romano, virtus y mos maiorum.

La otra gran referencia literaria de la época corresponde al griego Dionisio de Halicarnaso. Su Historia antigua de Roma abarca desde la fundación al comienzo de la primera guerra púnica, año 264 a.C., en veinte libros, de los que solo conocemos completos los once primeros. Ambos autores coinciden en lo esencial en sus relatos, quizá por partir de las mismas fuentes.

A finales del siglo I a.C. situamos también al autor griego Diodoro Sículo, quien redacta una historia universal en la que se ocupa de Roma. En los libros conservados, que abarcan los siglos V y IV a.C., se incluyeron nombres de magistrados romanos por año, junto con ciertos acontecimientos.

A caballo ya entre los dos primeros siglos imperiales encontramos a un personaje excepcional, Tácito. Este historiador, preocupado por la eficacia política, nos lega una obra entendida como un tratado de las virtudes para uso de la aristocracia. Fue un escritor riguroso en el empleo de sus fuentes, que recogió información de historiadores anteriores, memorias de personajes, testimonios orales, así como los Acta diuturna populi Romani («Crónicas del pueblo romano»), una especie de diario oficial de Roma, y los archivos del Senado. Tácito cuidó extremadamente su estilo para no solo narrar, sino también para interpretar y comentar, de manera magistral, los sucesos. En De vita Iulii Agricolae («Sobre la vida de Julio Agrícola») asoció la biografía y la monografía histórica, relatando las campañas militares y el gobierno de Agrícola en Britania, junto con la descripción etnográfica y geográfica del territorio. No obstante, las obras mayores que lo han consagrado son Annales e Historiae. En ellas rompía el esquema tradicional de la historia anual narrada desde los orígenes, o a partir de un acontecimiento bélico, y comenzaba su relato a la muerte de Nerón (Historiae), para continuar en su segundo libro volviendo la mirada atrás en el tiempo (Annales, desde la muerte de Augusto).

En los últimos siglos del Imperio no hallamos más que historiadores «menores», así considerados en contraste con los grandes nombres de épocas anteriores. Dión Casio (siglos II-III) relató en 10 libros, en su mayoría perdidos, las guerras púnicas, aportando detalles desconocidos por autores anteriores, caso de Livio o Dionisio. Algunos escritores se dedicaron a completar la obra de otros; son los epitomistas, como Floro (siglo II), quien retomó el magno empeño de Livio, o Eutropio y Amiano Marcelino (siglo IV). Por último, la historiografía cristiana aportó un trabajo de interés de la mano de Paulo Orosio, autor hispano del siglo V, quien firmó las Historiae adversum paganos.

Otro género histórico de gran relevancia, marcado en ocasiones por la clara intencionalidad política de sus autores, es el de la monografía dedicada a un acontecimiento particular, el commentarius. Luciano lo define como un relato en el cual el autor narra hechos de actualidad desde su propio punto de vista, aunque tratando de alcanzar una visión sinóptica del conjunto. Apiano (siglo II) ya había dividido su trabajo, centrado en los acontecimientos bélicos de la historia romana, a partir de las contiendas más significativas: guerras samnitas, guerra púnicas, guerras civiles, etc. De esta manera, al tratar los conflictos militares, tanto exteriores como domésticos, acabó redactando, en griego, una historia continua del último siglo republicano, desde el 133 al 35 a.C. En latín las principales aportaciones al género llegaron de la mano de César y Salustio.

Salustio firmó dos grandes monografías. En la primera describió el intento frustrado de Catilina, un noble ambicioso y sin escrúpulos, de hacerse con el poder mediante un golpe de Estado durante el consulado de Cicerón (De Catilinae coniuratione). Y en la segunda narró la guerra contra Yugurta, rey de Numidia (Bellum Iugurthinum), en la que destacó el triunfo de Mario frente a la inoperante nobilitas tradicional. No podemos olvidar que Salustio, político y militar que participó activamente en la guerra civil, en el bando cesariano, es considerado el primer gran historiador romano. Fue, ante todo, un maestro en la caracterización psicológica y dramática de los personajes gracias a sus pormenorizadas descripciones y a los discursos ficticios que les atribuyó. Sus escritos plasmaron con amargura la decadencia política y moral de la República y la corrupción y arrogancia de la aristocracia. Por su parte, César, como protagonista principal de los hechos, relató sus campañas militares para conquistar las Galias, entre los años 58 y 52 a.C. (Comentarii de bello Gallico) y la guerra civil que lo enfrentó a Pompeyo (Comentarii de bello civili). Gracias a su habilidad, supo darle una aparente objetividad a sus textos mediante el uso casi exclusivo del estilo indirecto y la escasez de adornos retóricos.

De igual modo, resulta muy valiosa la descripción que de los pueblos de la Germania (geografía física, instituciones, vida cotidiana, aspectos militares) realizó Tácito en su monografía De origine et situ germanorum («Sobre el origen y territorio de los germanos»). Como fuentes literarias, Tácito solo mencionó a César, pero habría que añadir a Plinio el Viejo y a otros historiadores y geógrafos, así como las narraciones orales que recopiló de soldados, mercaderes y viajeros que regresaban del otro lado del Rin.

También el género biográfico nos aporta información de interés. Con una concepción ejemplarizante de la historia, encontramos, a finales de la República, la obra de Cornelio Nepote, quien elaboró biografías de grandes hombres de Grecia y Roma en De viris illustribus, título del que solo conocemos una pequeña parte, con las vidas de Amí­lcar, Aníbal, Catón o Ático. Sus trabajos reúnen colecciones de anécdotas triviales, más o menos verosímiles, junto con noticias curiosas sobre fuentes e instituciones. Ya en el Imperio, Suetonio (siglos I-II) nos ofrece doce biografías de emperadores, desde César a Domiciano, en De duodecim Caesarum vita (Vida de los doce Césares), donde combina detalles irrelevantes y anecdóticos con una descripción efectiva de la época. Todavía en la misma época, el griego Plutarco firma otro trabajo singular, Vidas paralelas, en el que confronta las biografías de grandes personajes griegos y romanos, como Alejandro y Julio César. El interés de su obra reside en el hecho de que aporta información adicional que no aparece en otros autores (por ejemplo, en sus relatos de la vida de Rómulo, Numa o Pirro). Podríamos añadir un título colectivo del siglo IV, bastante enigmático, en el que se recogen relatos biográficos de diversos mandatarios romanos, de Adriano a Carino, la «Historia Augusta» (Scriptores Historiae Augustae).

Como hemos visto, buena parte de los datos recogidos en las obras citadas se circunscriben al ámbito de la política y de la guerra, pero poco espacio queda para cuestiones relativas a la sociedad o a la economía, por ejemplo. No obstante, no solo los historiadores propiamente dichos se afanaron por acercarse a la Antigüedad, sino que otros eruditos se dedicaron a investigar numerosos aspectos del pasado de Roma. Así, además de estas fuentes consideradas propiamente históricas, contamos con textos de otros géneros que ofrecen información de muy distinta naturaleza.

Las comedias de Plauto (siglos III-II a.C.), así como la literatura satírica de Lucilio (siglo II a.C.), Petronio, Marcial y Juvenal (siglo I), nos ilustran sobre ciertos ambientes sociales; diversos tratados De re rustica (de Catón, Varrón y Columela, entre los siglos II a.C. y I) nos permiten acercanos a la economía agraria; ciertos aspectos sobre las instituciones políticas son conocidos gracias a léxicos de Terencio Varrón (siglo I a.C.), De lingua latina, o P. Festo (siglo II), De verborum significatu. También a Varrón corresponde la fijación del sistema cronológico romano que se convirtió en convencional, situando la fundación de la ciudad en el año correspondiente a nuestro 753 a.C., los primeros cónsules en el 509 a.C. y el saqueo de los galos en el 390 a.C. En su Geografía, magna obra en 27 tomos, Estrabón (siglos I a.C. y I) describió todo el mundo conocido, dando detalles curiosos, en un compendio de información geográfica de la época. Del mismo modo, una obra singular por su carácter enciclopédico, la Naturalis historia de Plinio el Viejo (siglo I), aportó informaciones muy valiosas sobre geografía, administración, economía, etcétera.

Otros grandes nombres de las letras latinas merecen ser citados aquí. Cicerón (siglo I a.C.) defendió ya la importancia de conocer el pasado; ciertamente, lo juzgaba esencial tanto para el orador como para el estadista. Parece que proyectó escribir una historia de Roma, pero no cumplió su plan. Al valorar los trabajos de Catón, Nevio y Ennio, o la inmensa literatura analística, Cicerón no hallaba en ninguno de ellos la auténtica cualidad de la historia. En su opinión resultaban ilegibles las interminables obras que abarcaban la historia romana desde los orígenes, y él prefería el relato de los sucesos de su época. A los analistas les reprochaba escribir sin gracia y falsificar la verdad. Cicerón reclamaba entrar en la escuela de Grecia, cuyos modelos eran Heródoto o Tucídides por la adecuación de su método. Él mismo nos legó información muy valiosa a través de sus obras, en particular en De republica sobre teoría política, además de tratados filosóficos o discursos. Nuestro conocimiento de la etapa final de la República no sería el mismo sin sus textos, a pesar de su parcialidad como político y protagonista de muchos de los acontecimientos que describe.

Todas estas fuentes, con sus particularidades, buscaron trasladar, en general, una imagen de continuidad y grandeza de la historia romana. Desde los primeros analistas al último autor emana la idea de una Roma predestinada a alcanzar la mayor gloria que una nación pueda esperar, por lo que habitualmente se ensalza el presente para justificar un glorioso futuro. Por otra parte, tengamos bien presente que solo contamos con la historia que los propios romanos nos legaron, y que ignoramos toda la tradición no romana que otras comunidades (de Etruria, Campania, Cartago, etc.) pudieron desarrollar.

Conocemos ya las principales plumas y títulos que nos permiten reconstruir la historia romana, pero ¿cuáles fueron sus fuentes, de qué información partieron? La investigación sobre las fuentes, Quellenforschung, de amplia tradición en la escuela alemana, pretende determinar su validez y adquiere en el campo de la historia antigua romana, en particular en sus primeras fases, un gran desarrollo. En general, ninguno de los autores que acabamos de mencionar pudo partir de la observación directa de los acontecimientos que describió. La mayoría de ellos, movidos por un afán retórico, moral o político, tomaron los datos de obras de sus predecesores. A partir de los analistas, muchos intentaron recoger la historia de la ciudad desde su fundación. La crónica de los pontífices, los Annales maximi, anotaba los magistrados junto con los hechos más reseñables de cada año. Esta crónica sería redactada por el pontífice máximo desde comienzos de la República y hasta su compilación en 80 libros por parte del pontifex Mucio Escévola, aproximadamente en el año 120 a.C. Cicerón señaló que era costumbre exponer al público el documento, en unas tablillas pintadas de blanco, en la propia casa del pontífice. Posiblemente, estos anales fuesen conteniendo cada vez más información y mayores detalles de los hechos anotados, noticias sobre desastres naturales, escaseces, edificaciones, fundación de colonias, creación de nuevas tribus, etcétera.

Además de los analistas y de las obras de historiadores griegos, los autores romanos podían emplear la información recogida en ámbitos diversos como archivos familiares (las grandes familias guardaban registro de sus acciones más memorables, cuadros genealógicos o retratos de sus antepasados), tradición oral o documentos (tratados, leyes). Hasta el siglo I no existió un archivo central público, el Tabularium, pero sí otros como los registros de los colegios sacerdotales o del templo de Ceres, el Aerarium del templo de Saturno, el Tesoro de los ediles en el Capitolio, etc. Por otro lado, los cónsules eran epónimos (daban nombre al año), con lo que conformaban también un sistema de datación, y la mayoría de los especialistas admite la autenticidad de las listas de cónsules, o fasti consulares, que se remontan al inicio de la República.

En suma, debemos admitir nuestras limitaciones para valorar los hechos narrados en las fuentes textuales. En muchos casos, nunca sabremos hasta qué punto los autores que las firmaron conocían los acontecimientos descritos. Mientras cuestionamos nuestra información literaria en un debate sin fin, crece sin parar, afortunadamente, la información material.

Fuentes materiales

Las fuentes literarias, en muchos casos parciales e interesadas, han de ser completadas con otro tipo de recursos, muy abundantes, que nos permiten, además, adentrarnos en ámbitos que los textos ignoran: grupos sociales al margen del poder, actividad económica, vida cotidiana, etc. Se trata de la fuentes arqueológicas, epigráficas o numismáticas. La arqueología nos posibilita ver y tocar restos tangibles de los antiguos romanos e introducirnos en su existencia diaria. Buena parte de los restos, sobre todo para las épocas más antiguas, tienen que ver con contextos funerarios (necrópolis, tumbas, ajuares) y religiosos (edificios sagrados, depósitos votivos), pero, a medida que avanza la cronología, se diversifican y multiplican los registros de materiales.

Se cuentan por millares los epígrafes conservados en diferentes soportes como piedra, metal, cerámica o madera, en los que encontramos textos legales (como leyes, tratados, decretos y edictos), calendarios, listados de precios, dedicatorias votivas y funerarias, miliarios, etc. A partir de estos múltiples testimonios podemos conocer mejor la sociedad, la actividad económica, las creencias religiosas, el ámbito funerario o la vida militar. También contamos con la información que contienen los papiros, la mayor parte escritos en griego y recogidos en Egipto, cuyo clima permitió su excepcional conservación. En estos documentos la información suele ser breve y directa, referida a la vida doméstica: cartas privadas, registros contables, listas de suministros, etcétera.

Otra disciplina que amplía y diversifica nuestra información es la numismática. En Roma se acuñan monedas desde el año 300 a.C., primero en bronce y enseguida en plata y oro. Su uso fue esporádico y vinculado con necesidades excepcionales como la guerra, y no será hasta tiempos de Augusto cuando la acuñación se realice de forma regular. El estudio de las monedas no solo nos permite conocer cuestiones de relevancia económica (como cecas de acuñación, rutas mercantiles, devaluaciones o crisis), sino que las imágenes y leyendas que contienen nos ilustran sobre dignatarios, dioses, acontecimientos políticos y militares, edificaciones, etcétera.

Innumerables son los yacimientos que la arqueología ha excavado, o estudia en la actualidad, y que suministran una riquísima información histórica. Destacaremos la propia Roma, cuya topografía se descubre como un mapa del tesoro para reconstruir sus orígenes; la ciudad de Pompeya, por la peculiaridad de su registro; o el campamento británico de Vindolanda, por sus excepcionales materiales. En este campamento, situado al sur del Muro de Adriano, se han descubierto alrededor de mil tablillas de madera del tamaño de una tarjeta postal en las excavaciones practicadas desde la década de 1970. En ellas podemos seguir todo tipo de asuntos militares propios de la unidad allí establecida (inventarios, órdenes), así como mensajes personales de y para miembros de la guarnición, sus familias y esclavos, como felicitaciones de cumpleaños o de año nuevo. Un solo yacimiento, por tanto, ha ampliado de manera notable nuestro conocimiento sobre este ámbito, acercándonos a la vida en un destacamento militar.

Pero ¿cómo ha llegado este patrimonio textual y material hasta nosotros?

A partir del siglo V la ciudad de Roma cedió su papel prominente ante el ascenso de Constantinopla y Rávena, las nuevas capitales tras la caída del Imperio. Perdió población, se redujo su extensión, algunos de sus tesoros fueron trasladados a otras localizaciones y los viejos templos se abandonaron (ante el avance del cristianismo). Roma comenzaba a ser parte del pasado..., pero un pasado que nunca dejó de estar presente.

En el periodo medieval la civilización islámica se convirtió en un importante centro intelectual de aprendizaje y estudio. Muchos de los textos clásicos fueron conservados y estudiados por sus eruditos. De igual modo, la posición privilegiada de Roma en la historia de la cristiandad hizo de ella un destino natural para los peregrinos en Europa. Para estos resultaban esenciales las guías o los itinerarios que recogían monumentos e inscripciones, muchos de los cuales no se conservan en la actualidad. Curiosamente, la antigua Roma se convirtió también en un símbolo político cuando perdió, de manera temporal, la capitalidad cristiana y la autoridad papal se trasladó a Avignon (siglo XIV), bajo la influencia francesa. Los italianos entonces llenaron este vacío buscando sus raíces en tiempos anteriores a la cristiandad para recuperar el prestigio perdido.

Durante el Renacimiento, Roma recobró su condición de capital cristiana y la Iglesia llevó a cabo una importante tarea de restauración de la ciudad y de recuperación de antiguos monumentos y documentos. Al mismo tiempo, una nueva sensibilidad surgía ya hacia el aprendizaje y la educación de la cultura clásica. En este periodo se elaboraron recopilaciones fundamentales de documentos e inscripciones, junto con ediciones, traducciones y comentarios de textos clásicos. En este tiempo, la Biblioteca Vaticana atesoró fondos extraordinarios. También la aparición de materiales exigió la creación de instituciones donde recogerlos; de este modo, los museos se transformaron en centros destacados para el estudio de la Antigüedad. Por otra parte, en este periodo se creyó oportuno organizar todos los acontecimientos del pasado dentro de una clasificación única para todo el mundo conocido (Europa). Nació, así, una periodización: todo hecho anterior a la aparición del cristianismo se etiquetó como «Historia Antigua». Como los historiadores renacentistas partían de una deformación de origen (el Renacimiento pretendía ser la continuación del esplendor de la decadente Roma), calificaron el periodo comprendido entre la caída de Roma y su momento presente como «edad media».

Posteriormente, la Ilustración contribuyó de manera decisiva a la popularización de los museos, al tiempo que se llevaron a cabo en este periodo excavaciones arqueológicas en busca de hermosas piezas artísticas. En este contexto, aunque pueda resultar paradójico, la conquista de Italia por parte de Napoleón aceleró el desarrollo de los estudios clásicos, ya que el general se apoderó de muchas piezas romanas consideradas ya valiosas (la mayoría de las cuales serían luego reclamadas y devueltas; el resto permaneció en el Museo del Louvre). También este personaje propició el estudio de la Antigüedad a nivel metodológico, porque durante sus campañas de Egipto estableció un equipo de investigadores para estudiar los lugares y recoger los materiales de manera cuidadosa.

El interés internacional por Roma continuó y varias instituciones nacionales se establecieron en Italia con el objetivo de estudiar sus monumentos, como, por ejemplo, el Deutsches Archäologisches Institut o la École Française de Rome. En cuanto a la propia Italia, a mediados del siglo XIX afrontó su unificación en una época de enfrentamientos internos que supusieron la destrucción de muchos de sus monumentos. Tras la unificación, Víctor Manuel II se propuso, de acuerdo con el espíritu del Risorgimento, la preservación del patrimonio mediante una serie de instituciones como el Museo Nacional de Roma. También en otros países se utilizó la historia romana dentro de la coyuntura política coetánea, caso de Inglaterra o Francia, estados que ganaban poder en el mundo y que veían en el estudio de Roma un modelo de imperio exitoso digno de imitar.

Al mismo tiempo, algunos autores marcaron el camino para que la Historia Antigua abandonase el anticuarismo, el mero coleccionismo, y se convirtiese en una disciplina erudita, como, por ejemplo, E. Gibbon con una obra trascendental en la que analizó la decadencia romana, The Decline and Fall of the Roman Empire (1788), para en­contrar en el cristianismo su principal explicación. Sin embargo, hasta el siglo XIX solamente podemos hablar de recopilación de fuentes, ya que carecemos de una disciplina rigurosa, dotada de herramientas propias para analizar en profundidad la información recogida. En Alemania se dieron los pasos decisivos para asumir los criterios científicos propios de la materia, primero de la mano de B. G. Niebuhr y su Römische Geschichte (1811), y, a continuación, gracias a la Escuela filológica alemana, integrada por nombres como F. Wolf, A. Böckh o U. Wilamowitz, quienes, a través de la filología o la epigrafía, practi­ca­ban una historia antigua más ambiciosa. Fue esta también la época de los grandes trabajos de compilación, esenciales para cimentar el co­nocimiento de la historia de la Antigüedad: como el diccionario enciclopédico de A. Pauly y G. Wissowa (Realencyclopädie der Clas­sischen Altertumswissenschaft, editado a partir de 1839) y los catálogos de inscripciones, Corpus Inscriptionum Latinarum (desde 1863, impulsado por T. Mommsen).

Los inicios del siglo XX vivieron el desarrollo de la arqueología como disciplina académica, junto con otras ciencias sociales. La Segunda Guerra Mundial irrumpió con fuerza en el campo de acción de la arqueología al provocar una gran destrucción. También, al igual que en el siglo XIX los nacionalistas románticos emplearon las tradiciones de la vieja Roma para excitar la sensibilidad italiana, el partido fascista de Mussolini adoptó el símbolo romano del águila y defendió revitalizar la lengua latina como vía para restaurar la gloria pasada. Por otra parte, la destrucción generalizada provocada por la guerra permitió contemplar a cielo abierto muchos restos arqueológicos.

La ciencia arqueológica se fue especializando por áreas culturales de estudio, aunque hasta mediado el siglo no entró plenamente en la historia romana, de la mano de E. Gjerstad (Early Rome, 1953-1963). Esta disciplina asumió plenamente la metodología científica a partir de los años sesenta y setenta, y sus numerosos y continuos hallazgos de las últimas décadas resultaron decisivos para actualizar y completar el conocimiento de este periodo histórico. Y, en algunos casos, como el yacimiento de Vindolanda ya citado, nos siguen maravillando sus descubrimientos. De una manera u otra, en consecuencia, la cultura romana siempre se ha hecho visible y ha podido conservar una parte significativa de su legado.

¿QUÉ SE ESTUDIA HOY? TENDENCIAS ACTUALES DE LA INVESTIGACIÓN

No es nuestro objetivo realizar un repaso exhaustivo por la historiografía de la materia, sino que solo pretendemos señalar algunas obras de referencia que han marcado el camino de la investigación sobre la historia romana hasta hoy en día. Podríamos partir de T. Mom­msen en tanto que uno de los grandes padres de la disciplina gracias, entre otros títulos, a su Römische Geschichte (1854-1885). Este autor renunció ya a que los mitos lo guiasen para conocer los orígenes de Roma, si bien aplicó a su estudio los conceptos propios de su época, la Europa decimonónica, y, así, entendió la política romana como la disputa entre partidos políticos de signo liberal y conservador (que él asimiló con populares y optimates, respectivamente). Comenzó a partir de aquí una corriente que determinó como protagonistas principales de la historia antigua romana a las elites gobernantes, caso de M. Gelzer (Die Nobilität der römischen Republik, 1912) o de F. Münzer (Römische Adelsparteien und Adelsfamilien, 1920). La vía de análisis empleada por estos autores fue la prosopografía, mediante la cual reconstruyeron, de manera minuciosa, las carreras políticas de la aristocracia romana. Siguiendo esta pauta, R. Syme firmó una de las obras de mayor trascendencia en la historia romana, The Roman Revolution (1939); extraordinario trabajo de erudición en el que consideró la transición de la República al Imperio como una revolución protagonizada por la elite gobernante.

El debate sobre quiénes protagonizaron la vida política romana se fue enriqueciendo al incorporar nuevos actores: las clientelas, de la mano de P. A. Brunt (Italian Manpower 225 B.C. – A.D. 14, 1971); la plebe, con Z. Yavetz (Plebs and Princeps, 1969); y se abrió aún más con F. Millar, quien reclamó el papel de las masas en el debate político, a través de su presencia en el foro o en las calles (The Crowd in Rome in the Late Republic, 1998). De este modo, de los individuos poderosos, y sus familias, con sus relaciones clientelares, llegamos a considerar a la plebe como parte activa, en ocasiones decisiva, en el juego político, con lo que las posibilidades de estudio se complicaron y enriquecieron. Rebasamos con claridad, pues, los límites de la prosopografía para entrar de lleno en el complejo terreno de las relaciones sociales y la estructura del poder.

En el ámbito de la economía, un nombre singular que debemos tener presente en este repaso por la historia de la disciplina es el de M. Rostovtzeff, cuya obra Historia social y económica del Imperio romano (Oxford, 1926) aún se reedita en nuestros días. Su mayor mérito fue la introducción, de manera global, de la arqueología en el relato histórico, sin renunciar al empleo sistemático de ninguna fuente a su alcance. Este autor, de origen ruso y exiliado en Reino Unido, fijó en la edad imperial el máximo desarrollo económico de Roma, gracias a un capitalismo urbano que atribuyó a una «burguesía» que, en el siglo III, provocaría la revuelta de los campesinos soldados. Su­peradas ya las aproximaciones marxistas, y con la perspectiva dada por la conceptualización de M. Weber (en la que la economía se ligaba a instituciones y sociedad), hallamos la obra de M. Finley (The Ancient Economy, 1973). En opinión de este autor, el estatus y la ideología gobernarían la economía en la Antigüedad más que las motivaciones racionales de tipo económico. Hoy en día no se contempla explicar la grandeza y decadencia de Roma sin atender a su desarrollo económico y social, en buena medida estructurado alrededor de su principal fuente de riqueza, la tierra. Y hay, incluso, quien la ha situado en el centro del relato, como G. Alföldy, para quien la historia romana estuvo gobernada, de principio a fin, por una nobleza terrateniente. También desde otras disciplinas, por ejemplo la sociología y sus clasificaciones estadísticas, se realizaron aproximaciones significativas, como, por ejemplo, la contribución de K. Hopkins (Conquerors and Slaves, 1978) sobre la esclavitud.

Los campos de estudio se fueron abriendo y, sobre todo, a finales del siglo XX se incorporaron aspectos propios de la vida privada o de la intrahistoria, antes descuidados o simplemente olvidados. Fue en Francia donde antes cobró relevancia esta manera de escribir la historia. Como precursor podríamos anotar la figura de Fustel de Coulanges con La Cité antique, de 1864, aunque también en la Alemania decimonónica podríamos rastrear precedentes (K. J. Marquardt firma Das Privatleben der Römer ya en 1879). Una obra de referencia ineludible fue el trabajo de J. Carcopino, La Vie quotidienne en Rome à lʼapogée de lʼEmpire, de 1939, limitado ya a un periodo concreto para evitar generalizaciones. Otro hito en la historiografía lo constituyó la particular aportación que supuso el caso de Pompeya (descubierta prácticamente intacta tras la erupción del Vesubio del año 79 y poco después de su reconstrucción a raíz del seísmo del 62), de la mano de R. Étienne en La Vie quotidienne à Pompei, de 1966 (hoy actualizado y popularizado por M. Beard con su Pompeii: The Life of a Roman Town, 2008). Poco a poco se fueron incorporando nuevos aspectos, como: el trabajo, Lavoro e lavoratori nel mondo romano (F. De Robertis, 1963); la caridad, Charities and Social Aid in Greece and Rome (A. R. Hands, 1968); el evergetismo, Le Pain et le cirque (P. Veyne, 1976); las mentalidades, Le Métier de citoyen dans la Rome républicaine (C. Nicolet, 1976); el individuo, Die Rolle des Einzelnen in der Gesellschaft des römischen Kaiserreiches: Erwartungen und Wertmasstäbe (G. Alföldy, 1980); la alimentación, LʼAli­mentation et la cuisine à Rome (J.-M. André, 1981); el placer, Les Loisirs en Grèce et à Rome (J.-M. André, 1984); la infancia, Être enfant à Rome (J.-P. Neraudau, 1984), o la mujer, Le donne e la città (E. Cantarella, 1985).

Además de estos nombres, cabría citar a historiadores cuya obra ha resultado capital en las últimas décadas a la hora de abordar cuestiones clave de la Roma antigua; como T. J. Cornell, para la etapa mo­nárquica y la primera República, o M. Crawford, para la crisis republicana. Hoy en día, algunos de los debates historiográficos más intensos permanecen vivos, como el origen y fundación de Roma (entre la leyenda y la historia), el imperialismo (como política premeditada de Roma o medida defensiva), la crisis de la República (con o sin alternativa), el concepto de romanización y las complejas relaciones entabladas por Roma con las comunidades conquistadas (aculturación, asimilación, identidad, etc.), o los factores, siempre discutidos, de la decadencia del Imperio. De igual manera, como en otros ámbitos históricos, se propone ya una visión global, entendiendo la globalidad como la búsqueda de una historia conectada, en la que el Imperio sería un espacio en circulación, un ámbito relacional, donde los auténticos actores serían los intermediarios, las gentes de los distintos territorios integrados. A estas cuestiones nos acercaremos en estas páginas con el ánimo de entender un poco mejor una civilización lejana en el tiempo, pero nunca ajena.


Mapa 1. Poblaciones prerromanas de la península itálica.

Roma antigua

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