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I

LA HISTORIA ANTES DE ROMA: LAS COMUNIDADES DE LA ITALIA PRIMITIVA

A priori, al hablar de pueblos, populi, pensamos en realidades concretas, sociedades estructuradas, cuyas relaciones interétnicas en la mayoría de los casos fueron conflictivas y en las que el territorio cristalizó sus ambiciones y reivindicaciones. No obstante, cuando contemplamos la Italia prerromana encontramos enormes problemas para definir y localizar sus principales comunidades. De hecho, no hay acuerdo historiográfico sobre la naturaleza, extensión o localización de muchas de ellas (que analizó con detalle S. Bourdin). Aquí expondremos los puntos esenciales sobre el mapa político peninsular previo a la formación de Roma, sin entrar en el fondo de la cuestión. En él distinguimos comunidades itálicas, etruscas y griegas.

LOS PUEBLOS ITÁLICOS

Suele resultar muy complejo desentrañar los orígenes de una cultura debido a la variedad de factores que entran en juego y, en este caso, además, ante la escasez de fuentes de información. Las dos vías que nos permiten reconstruir la Italia primitiva son la arqueología y la lingüística. Veamos cómo.

Los restos arqueológicos indican que el momento decisivo en la conformación de la Italia primitiva se situó en la transición de la Edad del Bronce a la del Hierro, aproximadamente entre los años 1200 y 900 a.C. Hasta el Bronce Final el panorama presentaba una región bastante uniforme, con yacimientos caracterizados por un horizonte material similar, con cerámica bruñida de decoración geométrica incisa y herramientas o armas de bronce, y la inhumación como ritual funerario. Estos depósitos se registran por toda la península itálica, pero en particular en la zona montañosa central, de ahí la denominación de cultura apenínica (1800-1200 a.C.). Señalemos ya que es, precisamente, en el ámbito funerario donde la arqueología realiza, con diferencia, el mayor número de hallazgos, hasta el punto de que conocemos mucho mejor el mundo de los muertos que el de los vivos en esta fase histórica.

La situación cambió de manera sustancial a partir de aquí, ya que los yacimientos de la Edad del Hierro ofrecen mayor diversidad y presentan diferencias notables frente a los asentamientos del Bronce. En primer lugar crece de manera significativa el número de materiales recogidos, lo que denota un incremento demográfico de las comunidades que ocupan ya núcleos de mayor tamaño. En segundo lugar, el ritual funerario predominante se basa en la incineración de los restos, depositados en urnas enterradas a su vez en fosas profundas. Esta práctica recuerda claramente la cultura de campos de urnas que se extendía por Europa en el Bronce, y de donde pudo proceder la influencia. El ritual funerario se acompaña, además, de nuevos materiales cerámicos que, por su semejanza con los propios de la cultura villanoviana de la Edad del Hierro, de la que hablaremos a continuación, se caracterizan como protovillanovianos. En la Edad del Hierro, por tanto, la península itálica presenta una ocupación más intensa y diversificada. Surgen entonces grandes asentamientos ex nihilo en las regiones de Etruria y Emilia-Romaña, mientras otros anteriores son abandonados.

Podemos clasificar estas comunidades a partir del ritual funerario practicado, ya sea incineración o inhumación. La incineración predomina en la región norte y en el litoral tirreno que baña Etruria, Lacio y Campania. En ese contexto cabe todavía distinguir otras culturas como Golasecca (Lombardía y Piamonte), la de Este o atestina (Padua), identificada por situlae o cubiletes de bronce, y la villanoviana (Emilia-Romaña). Esta última es, sin duda alguna, la más representativa porque se extiende por buena parte de la Italia peninsular, de manera que las culturas de urnas de incineración de este periodo se consideran variedades suyas. Villanova (identificada por vez primera en 1853, en el yacimiento del mismo nombre, cerca de Bolonia) se distingue por el empleo de urnas funerarias de tipología peculiar, de forma bicónica, con tapa (un cuenco invertido o incluso un casco), depositadas en una fosa profunda cubierta con una losa de piedra. En ocasiones, las cenizas eran recogidas en urnas con forma de pequeñas cabañas de terracota que representarían las viviendas de estos grupos.

En cuanto a la región del Lacio en particular, aquí los testimonios del Bronce son más escasos e impiden apreciar mejor la transición a la nueva época y los cambios que esta conlleva. La arqueología y la lingüística dibujan un territorio (Latium vetes) marcado por la uniformidad dada por la cultura lacial (ca. 1000-600 a.C.). La posición geográfica de la región, cruzada por vías terrestres que unían Etruria, Campania y las comunidades del interior apenínico, junto con su pro­ximidad al mar Tirreno, le ofrecían excelentes condiciones de desarrollo. En este territorio los asentamientos eran en origen pequeños y ocupaban las colinas. En una primera fase (1000-900 a.C.), final de la Edad del Bronce, se da una variante local de la cultura protovillanoviana. Los yacimientos funerarios muestran, como acabamos de ver en otras regiones itálicas, urnas con cenizas, pero aquí los ajuares son más complejos y contienen objetos cerámicos (copas, fuentes, etc.) y de bronce (armas) en miniatura, depositados en grandes ollas circulares (dolia), enterradas en un pozo. Las urnas, aquí también, adoptan con frecuencia la forma de una pequeña cabaña o casa en miniatura. Uno de los yacimientos más interesantes es el de Osteria dellʼOsa (lago de Castiglione), donde aparecieron numerosas tumbas de inhumación e incineración. De igual modo, esta cultura lacial apenas deja huellas de los lugares de habitación, que serían aldeas de dimensiones reducidas. A partir de los restos estudiados, que muestran escasos signos de riqueza, podemos deducir la presencia de comunidades simples con escasa diferenciación social, que practicarían una economía de subsistencia de carácter agropecuario. Desde el 800 a.C. en adelante, el modelo de asentamiento comienza a cambiar y las aldeas se fusionan para formar núcleos de mayor tamaño, aunque hasta bien entrado el siglo VIII a.C. no encontramos las primeras ciudades del Lacio: Praeneste y Tibur (Tívoli), mientras Alba Longa se conformaría como un conjunto de aldeas en los montes Albanos.

A partir de finales del siglo VIII a.C. se producen cambios relevantes que darían inicio a la fase cultural denominada orientalizante. Nuestra principal fuente de información para este periodo procede de la investigación arqueológica en ambientes funerarios. La riqueza que muestran algunas de sus tumbas indica el inicio de una clara estratificación social y la formación de sociedades aristocráticas; hallamos ejemplos de manera bastante regular por un amplio territorio: en Preneste (tumba Bernardini) y Decima, en el Lacio; Vetulonia, Tarquinia y Ceres (tumba Regolini-Galassi), en el área tirrénica; o Cumas (tumba de Fondo Artiaco), en la Campania. Las similitudes en estas estructuras funerarias se explicarían por la influencia griega, común a todas ellas. Señalemos, además, cómo la arqueología funeraria, tan fecunda hasta aquí, enmudece a partir de finales del siglo VI a.C. El relevo lo toma entonces la arquitectura religiosa, de la mano de los santuarios, sobre todo en la costa, que adquieren un desarrollo monumental.

En este contexto, el proceso de Roma parece más lento y, a pesar de que se recogen evidencias de ocupación desde el Bronce Medio (cerámicas de la cultura apenínica), estas solo señalan una habitación estable desde la fase final de este periodo e inicios del Hierro. De hecho, las primeras chozas se constatan a partir del siglo VIII a.C. En este sentido, las investigaciones de las últimas décadas, en particular las excavaciones practicadas en el foro Boario, Palatino y Quirinal (desde los años setenta del siglo pasado), modificaron profundamente los conocimientos sobre la Roma primitiva. Dentro del marco espacial propicio para el desarrollo de asentamientos humanos que supone el Latium Vetes, Roma destaca por su ubicación privilegiada en un punto estratégico desde el que se controlan las principales vías de comunicación; bien hacia el centro de Italia, desde el interior del territorio a la desembocadura del río, bien por la ruta costera de Etruria a Campania, salvando el Tíber por su punto más bajo, al pie de las colinas del Capitolio, Palatino y Aventino. Junto a este puerto fluvial se situaba el mercado de ganado (foro Boario). En sus inicios, la Roma primitiva sería, en esencia, una comunidad de pastores, cuyos habitantes levantaban sus cabañas en lo alto de las colinas. A partir del siglo VIII a.C. se observa un incremento significativo de materiales, en concreto en el área del Palatino. La zona ocupada crecería entonces desde esta colina hasta el Capitolio y el foro. En este proceso ganarían terreno los asentamientos de la llanura, en contraste con la decadencia que experimenta la región de los montes Albanos.

Por su parte, la lingüística nos presenta, al igual que la arqueología, una península itálica marcada por la diversidad, en la que, según los testimonios recogidos, se pueden establecer alrededor de cuarenta lenguas. La primera distinción para clasificarlas es su pertenencia o no a las lenguas indoeuropeas, entendiendo estas como aquellas habladas en Europa y áreas del sur y oeste de Asia, que se consideran derivadas de un tronco común por presentar similitudes notables en morfología, vocabulario o sintaxis. De la riquísima familia de lenguas indoeuropeas nacen varias ramas, una de las cuales es la itálica; de ella se derivarían: el latín (Lacio), con su dialecto el falisco (norte de Veyes), y un grupo de lenguas muy próximas a él, como el véneto (región nororiental) y el sículo (Sicilia); el umbro (Umbría); el osco, hablado en la zona sur de los Apeninos (habitada por samnitas, lucanos y brucios) y en la Campania; así como en la parte central de los Apeninos (Abruzos), donde se asientan sabinos, picenos, ecuos y volscos, entre otros; el griego (Magna Grecia) y el celta (Valle del Po y litoral adriático desde Rávena a Rímini).

Aunque una de las principales vías para reconocer la presencia de grupos indoeuropeos es la lengua, no siempre la existencia de lenguas de este tipo implica necesariamente la ocupación masiva del territorio por parte de comunidades de su cultura. Es decir, no podemos unir de manera indisoluble lengua y comunidad indoeuropeas. Hoy en día se admite de manera bastante generalizada que los indoeuropeos entrarían en la península itálica en diferentes momentos, en olas o migraciones de distinta intensidad, para acabar mezclándose con las comunidades locales. Como lenguas no indoeuropeas tendríamos el etrusco, del que hablaremos a continuación, y el rético y el ligur, apenas conocidas.

LOS ETRUSCOS

La cultura de mayor desarrollo en la península itálica fue la etrusca, que floreció entre los años 800 y 500 a.C. Los etruscos (tyrrhenoi para los griegos o tusci para los latinos) se situaban al noroeste del Lacio, en la Italia central, entre los ríos Tíber y Arno, con límites interiores en los Apeninos y, por el oeste, en el mar Tirreno. La actual Toscana ocupa una gran parte de este territorio. Desde esta región se fueron extendiendo por el sur hacia el Lacio, y hacia el norte por el valle del río Po (Lombardía).

Durante mucho tiempo, los etruscos fueron vistos por los estudiosos como un grupo atractivo y enigmático debido, por una parte, a la riqueza de sus restos materiales (frescos y relieves de tumbas), y, por otra, a las numerosas inscripciones conservadas (unas 8.000, en su mayoría funerarias) escritas en una lengua no indoeuropea (en un alfabeto derivado del griego pero que no alcanzamos a comprender por completo). La principal incógnita ha sido esclarecer su origen, tema intensamente debatido por los especialistas. En esencia, se defendieron dos hipótesis principales: un origen exterior (oriental, posiblemente de Asia Menor, del área egeo-anatólica) o la procedencia autóctona.

Hoy en día, gracias a las evidencias arqueológicas sobre el periodo de formación, parece imponerse con claridad la segunda hipótesis. Por una parte, en la fase del Bronce Final e inicios de la Edad del Hierro la población de Etruria presenta analogías significativas con otras comunidades de Italia en los tipos de asentamiento y en los usos funerarios. Por otra parte, desde el Bronce tardío el área del Tirreno estuvo sometida a diversas influencias de grupos orientales (griegos y fenicios) que llegaban atraídos por las riquezas mineras de Cerdeña. Y, desde inicios del siglo VIII a.C., con la fundación de Pitecusa (Isquia) y Cumas, los griegos iniciaron un periodo de relaciones continuas con el área etrusca.

Por lo tanto, en la actualidad se defiende un origen local para la cultura etrusca, a partir de un sustrato villanoviano, desde el siglo IX a.C. Sobre este sustrato actuarían, de manera decisiva, los contactos con los viajeros fenicios y griegos, cuyas influencias explicarían su enorme desarrollo. En este contexto, pues, no habría que recurrir a invasiones masivas de otros grupos para justificar el esplendor etrusco, sino que bastaría con la capacidad de una comunidad indígena para adaptarse a las corrientes culturales del Mediterráneo. Curiosamente, esta hipótesis coincide en esencia con los postulados defendidos ya en 1947 por M. Pallottino, quien hablaba de una formación gradual en la propia Italia de la civilización etrusca.

Una vez aclarado el origen, ¿qué elementos distinguen a los etruscos de otros grupos de su entorno itálico? Ante todo, los etruscos poseen una cultura urbana que les lleva a levantar sus ciudades en lugares elevados del interior, en zonas de fácil defensa. Entre sus poleis podemos citar: Tarquinia, Veyes, Ceres y Vulci, al sur; Volterra, Populonia, Vetulonia y Rusellae, al norte; y Arezzo, Cortona, Perusa, Clusio y Volsini, en el interior. Como en otras culturas mediterráneas, los etruscos se organizaron a nivel político en ciudades-Estado, gobernadas por reyes (lucumones), luego sustituidos por magistrados elegidos anualmente, cuyo poder ejecutivo era controlado por un senado de aristócratas. Cada ciudad era autónoma y, aunque los etruscos eran conscientes de la comunidad cultural que compartían, nunca establecieron una vinculación política. Solo se evidencia una unión de tipo religioso, bajo la forma de una liga o confederación de doce ciudades.

Los recursos a su alcance eran importantes, e hicieron un buen uso de los mismos. Desarrollaron una rica agricultura, favorecida por las fértiles tierras volcánicas y por el empleo de técnicas de irrigación y drenaje; explotaron con intensidad minas de hierro y cobre; mantuvieron activos talleres de artesanía, sobre todo de cerámica, armas y joyas. Su actividad productiva les permitió disfrutar de intensos intercambios comerciales en el ámbito mediterráneo con mercaderes griegos y fenicios, sobresaliendo el papel comercial protagonizado por Veyes (intermediaria entre Etruria y el Lacio). Esta intensa actividad económica condujo a la formación de un nuevo tipo de sociedad aristocrática, estratificada, cuya riqueza podemos reconocer en los ajuares funerarios hallados en sus tumbas.

Los etruscos fueron grandes navegantes y comerciantes que llegaron a situarse como potencia marítima en el Mediterráneo occidental. No obstante, su poder comenzó a deteriorarse poco a poco al tener que defenderse ante varios enemigos. Primero debieron afrontar las invasiones de los galos cisalpinos llegados del norte, quienes les arrebataron el valle del Po, así como los ataques de los samnitas en la Campania. Además, frente a griegos y cartagineses lucharon por el dominio del mar Tirreno. En estas circunstancias surgió una competidora inesperada e imbatible, la nueva ciudad de Roma, que creció de manera acelerada hasta imponer su dominio sobre Etruria. Esta conservó mal que bien su independencia hasta principios del siglo III a.C., cuando se incorporó de forma definitiva a la órbita romana.

Gracias a sus contactos comerciales, los etruscos asumieron desde muy pronto influencias griegas en diversos ámbitos de la cultura, la política, la religión o el arte. Buena parte de estos elementos fueron luego absorbidos por Roma, de manera que los etruscos podrían haber actuado como intermediarios entre las civilizaciones griega y romana. No obstante, también la región del Lacio y los propios romanos mantuvieron contactos desde fecha bien temprana con poblaciones helenas (asentadas en la península), razón por la que resulta muy difícil diferenciar qué aspectos o influencias tomó Roma directamente de los griegos y cuáles le llegaron por mediación etrusca. En cualquier caso, el resultado es el mismo. Los etruscos copiaron el alfabeto griego; adaptaron técnicas arquitectónicas helenas a las posibilidades de los materiales locales como la terracota; asumieron la práctica del banquete o el combate al modo hoplita, y adoptaron el panteón antropomorfo de tradición griega. La huella etrusca sobre la cultura romana fue, de igual modo, profunda: el poder monárquico, la costumbre del triunfo militar; las grandes obras públicas y, sobre todo, algunas prácticas reli­giosas como la organización de dioses en tríadas; paralelos rituales, como el de la fundación de la ciudad tras la consulta augural y la delimitación del área sagrada (pomerium), los libros sagrados y las prácticas mánticas (mediante la observación del vuelo de las aves por los augu­res o de las vísceras de animales sacrificados por parte de los arúspices).

LOS GRIEGOS

Los griegos arribaron a las costas itálicas, siguiendo los movimientos de colonización hacia el Mediterráneo occidental que protagonizaron desde el siglo VIII a.C., en busca de tierras y de oportunidades de intercambio comercial. Las condiciones geográficas con estrechas penínsulas y vías de comunicación terrestre entre uno y otro golfo facilitaron el asentamiento de pequeños enclaves o factorías a lo largo de la costa sur de Italia, desde Tarento a Campania, y Sicilia. La presencia helena fue tan relevante que esta región fue conocida por los autores antiguos, a partir del siglo V a.C., con el nombre de Magna Grecia; de ella destacaban su prosperidad, en particular de Síbaris, famosa por su riqueza extraordinaria. Las fundaciones más tempranas fueron obra de los calcidios de Eubea, que llegaban en busca de metales; la primera de todas, Isquia (Pitecusa), en el golfo de Nápoles, en el año 770 a.C., y, aproximadamente una generación más tarde, Cumas. Los dorios de Corinto y Megara fundaron colonias en la isla siciliana: Naxos, Zancle, Siracusa, Selinonte o Agrigento. Otras fundaciones griegas de interés en la península, amén de la mencionada Síbaris, son Crotona o Tarento.

Como ya indicamos, estos grupos dejaron una huella profunda sobre las comunidades locales y sus usos ayudaron a transformar la sociedad itálica. Así, la ostentación o pompa funeraria, tan bien reflejada en las tumbas descubiertas, podría señalar prácticas helenas, propias de una aristocracia competitiva (dominada por el ethos), como el intercambio de regalos entre los nobles o la celebración de banquetes y simposios. Estos cambios tendrían lugar en la segunda mitad del siglo VII a.C., al tiempo que se iba conformando la ciudad-Estado. Los itálicos, además, asumieron las representaciones antropomorfas de sus dioses, la técnica constructiva de los edificios de culto y, en ocasio­nes, hasta el nombre de las divinidades. Buena parte de estas influencias serían transmitidas, como acabamos de sugerir, de igual manera a través de las comunidades etruscas, en particular desde la Campania, que actuaría como tierra media de contacto entre etruscos y griegos. Aunque el debate permanece abierto, hoy tiende a reconocerse una influencia helénica temprana y directa sobre el Lacio, a partir, ante todo, de los hallazgos arqueológicos de Lavinio, circunstancia que relativizaría la mediación etrusca.

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