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II

EL PRINCIPIO DE LA HISTORIA: ENTRE EL MITO Y LA REALIDAD

Los romanos construyeron un relato mitológico complejo para explicar el origen de su Estado, tomando como punto de partida la fundación de su capital. De esta manera, la tradición traslada una narración que, a pesar de sus numerosas variantes, establece la fundación de Roma a manos de Rómulo, descendiente de la familia real de la ciudad de Alba Longa, en los montes Albanos. En este relato se funden dos tradiciones, la griega, que establece un origen troyano a partir de la figura de Eneas, y la local o romana, con los personajes de Rómulo y Remo convertidos en descendientes del héroe heleno. Es decir, la narración legendaria se teje combinando aportaciones de la historiografía helena con elementos del folclore itálico para explicar el origen de una ciudad extraordinaria. En los últimos años ha habido diversos intentos, apoyados sobre todo en ciertos descubrimientos arqueológicos, de encajar los hechos esenciales de esta leyenda o mito con la realidad histórica. Veamos hasta qué punto podemos, o debemos, conciliar ambos enfoques.

LA FUNDACIÓN DE ROMA

Los orígenes de Roma se pierden en la leyenda y diversas narraciones intentan explicar su fundación a partir de un personaje epónimo, Rómulo, que daría nombre a la ciudad. El conocimiento de las diferentes tradiciones conservadas sobre esta cuestión depende básicamente de dos historiadores de época de Augusto, Dionisio y Livio, junto con otros autores coetáneos como Plutarco, Virgilio u Ovidio. Estas fuentes defienden una idea común a los griegos, la existencia de un acto fundacional, como punto de partida de la ciudad de Roma, análogo al que tenía lugar en las colonias helenas y en las etruscas, y que sitúan en el año 753 a.C.

En esencia, la tradición establece que Eneas, tras la guerra de Troya, arribaría al Lacio para casarse con Lavinia, hija del rey Latino, y fundar Lavinium. Por su parte, el hijo de Eneas, Ascanio, fundaría, en la orilla derecha del Tíber, Alba Longa, ciudad sobre la cual reinaron numerosos descendientes suyos, hasta llegar a Numitor y su hermano, Amulio. Este último destronó a su hermano y, para evitar que tuviese descendencia que le disputase el trono, condenó a su hija, Rea Silvia, a permanecer virgen como vestal o sacerdotisa de la diosa Vesta. No obstante, la joven quedó embarazada del dios Marte y tuvo gemelos, Rómulo y Remo, razón por la cual el rey Amulio ordenó que los niños fuesen arrojados al Tíber. Así se hizo, pero las criaturas sobrevivieron, puesto que la cesta que las portaba se detuvo gracias a las raíces de una higuera (Ruminal). Fueron así recogidos y amamantados por una loba en una cueva cercana (Lupercal) y criados por un pastor (Fáustulo). Ya adultos, descubrieron su origen y depusieron a Amulio para restituir en el trono de Alba Longa a su abuelo, Numitor. A continuación, Rómulo fundó una ciudad en el Palatino y con un arado trazó sus límites (Roma quadrata), jurando matar a quien los traspasase. Su hermano, Remo, osó atravesarlos y Rómulo le dio muerte, quedando así como primer rey de Roma.

La narración, en sus puntos principales, es muy antigua y parece remontarse ya a finales del siglo VI a.C., aunque se iría enriqueciendo y complicando con el paso del tiempo, por transmisión oral, hasta alcanzar versiones más elaboradas. Por ejemplo, en alguna variante Rómulo y Remo no son hijos de Marte sino fruto de una chispa que salta del hogar; en otra lectura, que alcanza bastante desarrollo, se considera a la loba una prostituta (por el significado de ramera del término lupa). En cualquier caso, la leyenda de los gemelos era la versión más popular en el siglo III a.C., y en ella hallamos aspectos propios del cuento popular comunes a otras culturas, como concepciones milagrosas, niños abandonados, intervención de animales, etcétera.

En una elaboración ya posterior (siglos IV/III a.C.), el mito de Eneas queda integrado en la leyenda de la colonia fundada por Evandro, quien recibe al héroe troyano cuando este arriba a Italia. Evandro aparece aquí como un rey arcadio emigrado a Italia antes de la guerra de Troya, y responsable de la fundación de Palanteo (futura colina del Palatino). No obstante, aunque citemos nombres legendarios como Evandro o Eneas, el gran protagonista del relato es, sin duda, Rómulo, como primer rey romano, y a quien se convierte en personaje principal de hechos memorables. Como enseguida veremos, no solo le correspon­de fundar físicamente la ciudad, sino que a él se debe el sistema político del futuro Estado romano, al crear sus principales instituciones políticas.

En cuanto a la fecha de esta fundación, diversas fuentes tradicionales coinciden en señalar el 21 de abril, festividad de Pales, diosa de los pastores. No hay acuerdo en el año y se barajan varias opciones entre el 758 y el 728 a.C., aunque, finalmente, se impone la datación propuesta por Ático y Varrón del 753. Esta datación se establecería a partir de los fastos y como resultado de la estimación, desde el inicio de la República, de la duración del periodo monárquico (calculando un mandato aproximado de 35 años para cada uno de los siete reyes):

Cuadro 1. Reyes de Roma (753-509 a.C.).

Rómulo (753-716)
Numa Pompilio (716-673)
Tulo Hostilio (673-641)
Anco Marcio (641-616)
Tarquinio Prisco (616-578)
Servio Tulio (578-534)
Tarquinio el Soberbio (534-509)

Nada hay en realidad que haga verosímil la existencia de un personaje fundador y primer rey como Rómulo. Hoy en día existe un consenso general por parte de los estudiosos a la hora de negar la existencia de un acto fundacional para explicar el origen de Roma, que no sería más que el fruto de la reelaboración, a la manera griega, de los orígenes de la ciudad por parte de autores de los siglos IV-III a.C. En la actualidad se impone la idea de un proceso urbanizador paulatino, en el que se daría un fenómeno de sinecismo mediante el cual se irían in­corporando diversas comunidades, a lo largo de varios siglos. En este sentido Roma, en sus primeros pasos, no se distinguiría de manera sustancial de otras ciudades de la Italia central.

LA ROMA ARQUEOLÓGICA

Como veremos al estudiar la fase monárquica, la tradición narra el desarrollo de la ciudad de manera progresiva y armoniosa, como fruto de las contribuciones de cada uno de los siete reyes que reconoce. Cada monarca ampliaría el área urbana y se encargaría de embellecerla y dotarla de servicios y obras monumentales. Es decir, el acto fundacional a la manera griega (ktísis), atribuido a Rómulo, es compatible con un desarrollo excepcional de Roma. El primero, gracias a la «propaganda troyana», permite explicar los orígenes de la ciudad de manera gloriosa al vincularlos con la cultura de mayor prestigio, la helena. El segundo marca el carácter particular de los romanos, diferentes de los griegos y de todas la demás comunidades, y que justifica su grandeza y superioridad. Cómo si no entender, por ejemplo, la participación en la formación de Roma de diferentes grupos étnicos (latinos, sabinos o etruscos) que se van integrando en la futura nación; hecho inaudito desde el punto de vista de la cultura griega.

No hay duda de que estas informaciones nos ilustran sobre la propia imagen que los romanos querían tener, y querían dar, de su pasado. El debate surge alrededor de la validez que nosotros les damos a las mismas. Caben a priori dos opciones: o bien rechazar la tradición, o bien intentar encajarla a partir de otras fuentes históricas (en esencia, de tipo arqueológico y lingüístico). Se podría reducir la cuestión a qué creer y qué es lo que conocemos, pero corremos el riesgo de caer en el «todo es falso» de algunos o en el «todo es cierto si lo dice la tradición» que otros practican. Como reconoce A. Grandazzi, la histo­ria, en ocasiones, no es más que un conjunto de incertidumbres, y más si nos enfrentamos a los primordia Romana. Uno de los autores más significados por su rechazo al uso de la tradición como fuente histórica ha sido J. Poucet, quien ha llegado a ser tachado de hipercrítico por sus planteamientos. También T. J. Cornell se ha alineado en esta corriente, aunque de manera más matizada. En el bando contrario, y en posición extrema, podríamos citar a A. Carandini, quien ha intentado con sumo entusiasmo hallar, en los restos arqueológicos aparecidos en los últimos años, refrendo de las situaciones recogidas por los textos. En un punto intermedio, en el que nosotros también nos situamos, tendríamos la crítica temperata que practica C. Ampolo: se puede aceptar, con matices, la reconstrucción histórica de la tradición, siempre y cuando no contradiga otras fuentes como las arqueológicas. En esta misma línea se halla el trabajo de J. Martínez-Pinna (1999), quien no renuncia a ninguno de los testimonios (de la tradición, la arqueología o la lingüística) para componer los primeros tiempos de la historia de Roma.

Según la leyenda, Rómulo y Remo habrían sido recogidos en una cueva, el Lupercal, al pie del Palatino. Nos situamos en un área llana, denominada foro Boario, propicia para el asentamiento humano, entre la orilla izquierda del Tíber, el Palatino, el Aventino y el Capitolio. Además, la isla Tiberina era el lugar óptimo para atravesar el río mediante pasarelas o pequeños puentes. En 1946, en esta zona se hallaron restos de cabañas de la Edad del Hierro que testimoniarían una habitación relativamente antigua en el lugar. Recientemente se produjeron descubrimientos arqueológicos en este ambiente que han llevado a A. Carandini a plantear una hipótesis bastante atrevida. Aparecieron, en concreto en la ladera nororiental del Palatino, restos de un muro, cuya cronología se establece en el siglo VIII a.C., y que este autor identificó como «el muro de Rómulo». Es decir, estaríamos en el momento fundacional de la ciudad tal y como nos lo traslada la tradición. Además, se constatan elementos de un templo de Júpiter Stator (en la parte externa de esta construcción defensiva), así como una estructura interpretada como palacio real o Regia (que se quiere atribuir al primer rey romano) y restos de pavimentación en el foro; todos ellos encajan en la misma cronología, hacia mediados del siglo VIII a.C. Otro feliz hallazgo arqueológico (en 2007) parecía corroborar esta línea de tra­ba­jo, puesto que se descubrió una gruta recubierta de mosaicos, en el Palatino, identificada por algunos, de manera entusiasta, como la cueva Lupercal (de luperca, loba), en la que habrían sido recogidos los gemelos. No obstante, una lectura más sencilla, y plausible, de esta gruta la señala simplemente como el santuario o lugar de celebración de una serie de rituales de exaltación de la fertilidad, las Lupercales. En ellas se sacrificaban machos cabríos, y jóvenes desnudos, luperci, empleaban sus pieles como látigo para fustigar a las mujeres que hallaban en su camino y volverlas así fecundas.

Llegados a este punto, ¿qué nos ofrece la arqueología hoy en día sobre el origen de Roma? Ante todo, una cronología inicial, mediados del siglo VIII a.C., que coincide con la fecha dada por la tradición. También constata el papel destacado, debido a los materiales conservados, que debieron de tener en la época ciudades presentes en la tradición como Alba Longa o Lavinio. Pero podemos afinar aún más; conozcamos cuáles podrían ser las líneas básicas de la evolución formal de la primera Roma.

El origen de la ciudad habría que buscarlo en el área del Palatino, foro Boario y portus Tiberinus. A partir de ahí, entre finales del siglo VIII y principios del VII a.C., se irían sumando elementos: muro, Regia, pavimentación del foro y área sacra (en la que se registran cultos domésticos y a Vulcano). Respecto a este último, G. Boni descubría ya en 1899 los restos de un santuario bajo un pavimento de mármol negro, la Piedra Negra mencionada en las fuentes (niger Lapis in Comitio). Este santuario contenía un ara, la parte inferior de una columna y un bloque de piedra con inscripción en latín arcaico con el término recei o regi (rey). Hoy se identifica como el templo de Vulcano, que algunos autores vincularon con la figura de Rómulo, no como sitio de enterramiento (ya que en la leyenda su cuerpo desaparece) sino como cenotafio o lugar en el que se rendiría homenaje a su memoria. Esta sería, en buena medida, la Roma inicial, quadrata, que identifica Carandini a mediados del siglo VIII a.C.

Hacia finales del siglo VII e inicios del VI a.C. aparecen las edificaciones públicas que darían auténtico carácter urbano y definirían a Roma como una ciudad-Estado: el Comitium (asamblea ciudadana), la Curia (primera sede del Senado, que la tradición atribuye a Tulo Hostilio) y templos (el dedicado a la tríada capitolina en el Capitolio; los de Fortuna y Mater Matuta en el foro Boario, y el de Diana en el Aventino). Ya en pleno siglo VI a.C., en torno al foro, entre el Capitolio y el Palatino, se procede al saneamiento de la zona pantanosa mediante la construcción de una red de alcantarillado y desagües que luego conoceremos como cloaca maxima. La ciudad gana así una importante área para su desarrollo.

En cuanto al espacio que abarcaría Roma, resulta muy complejo precisar sus dimensiones. Los cálculos de C. Ampolo (a partir de las tribus urbanas de Servio) establecían 285 hectáreas. Esta cifra supondría una extensión considerable, la mayor en el ámbito latino (las ciudades del Lacio rondarían las 50 de media), mientras la rica Veyes no alcanzaría las 200 y solo grandes ciudades como Crotona, por ejemplo, se desmarcarían claramente por encima de las 600 hectáreas. Además del núcleo urbano, habría que tener en cuenta el territorio que Roma iba incorporando de manera progresiva, el ager Romanus: por ejemplo, las diversas comunidades latinas, los prisci Latini, Alba Longa, etc. En este sentido, F. Coarelli ha calculado, para finales del siglo VI a.C., una superficie superior a los 1.000 km2. Mayor reto supone aún estimar para la época la población que ocuparía esos espacios y, aunque las cifras oscilan bastante, la mayoría se ciñe a la horquilla de 25.000 a 40.000 habitantes; número nada desdeñable en su contexto para la primera Roma.

LA MONARQUÍA

Consideraciones previas

No hay duda en aceptar la tradición de que la forma política originaria de Roma fue la realeza. No obstante, a partir de aquí muchos son los interrogantes que surgen sobre este periodo: la validez de los reyes, su número, la cronología de sus mandatos, sus acciones, el origen de algunos, la influencia etrusca, en qué reinado situar el auge del periodo, etcétera.

Fabio Píctor, el primer analista, nos ofrece la lista de reyes, que con­tiene solo siete nombres: Rómulo, Numa Pompilio, Tulo Hostilio, Anco Marcio, Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio; podría añadirse Tito Tacio, corregente con Rómulo. A cada uno de ellos se le atribuyen funciones particulares con el objeto de armonizar un relato continuista y, del mismo modo, cada monarca sería responsable de ocupar alguna colina, participando así en la conformación física de la ciudad. La arqueología no nos permite en la actualidad corroborar este último aspecto y, además, las fuentes resultan contradictorias; por ejemplo, el monte Celio se atribuye a Tulo Hostilio (Dionisio) y a Anco Marcio (Cicerón). Por otra parte, para demostrar el sinecismo practicado por Roma, los reyes procederían de diferentes comunidades. De esta manera, habría monarcas sabinos, como Numa o Anco Marcio; latinos, como Tulo Hostilio, y etruscos. Esta capacidad de integración la encontraríamos ya en el episodio de las sabinas durante el reinado de Rómulo, puesto que su corregencia con el sabino Tito Tacio supondría la unión de latinos y sabinos.

No resulta extraño, pues, que algunos autores hayan puesto en entredicho nuestro conocimiento, sobre todo de los dos primeros siglos del periodo monárquico, dudando de la credibilidad de la tradición analística (recogida por Dionisio o Livio). No obstante, aunque no aceptemos la narración de los reinados tal y como nos la transmiten los textos, podemos intentar trazar los rasgos esenciales del periodo monárquico combinando la información textual con otros datos de tipo arqueológico y lingüístico (a partir, por ejemplo, de la onomástica o la toponimia). Con certeza cabe afirmar que hubo reyes desde mediados del VIII a.C., pero no necesariamente con esos nombres, en ese número y con los perfiles que narran los textos clásicos. Exceptuando Rómulo, figura legendaria, cuya existencia resulta inverosímil para casi todos los autores (a excepción de los intentos de Carandini a partir de los hallazgos del Palatino), la historicidad básica del resto de la información se puede defender con algún matiz. Por supuesto, cuanto más nos acercamos en el tiempo y las fuentes aumentan, las noticias adquieren mayor veracidad, de ahí que conozcamos mejor a los tres últimos monarcas.

Comencemos por la cuestión de la cronología. Para establecer la fecha fundacional la tradición realizó un cálculo estimando 35 años por generación, desde el punto indicado en los fasti consulares por el inicio de la República (509 a.C., según Varrón), hasta llegar así al 753 a.C. A priori parecen muy pocos monarcas para un periodo que cubre 244 años, teniendo en cuenta, además, la corta esperanza de vida de la época y el carácter violento de la muerte de, al menos, cuatro de ellos (Tulo Hostilio y los tres últimos). Del mismo modo, ¿cómo podemos aceptar que Tarquinio el Soberbio sea hijo de Tarquinio Prisco, dado el lapso temporal que media entre ellos (el primero reina en el 616 y el segundo deja el trono en el 509 a.C.)? Por tanto, parece que la tradición altera, si no manipula, y adapta fechas para encajarlas en un relato continuo, homogéneo e interesado.

En este sentido se han propuesto soluciones alternativas. Por ejemplo, T. J. Cornell opta por una secuencia mucho más corta, comprimiendo las fechas, de manera que el periodo monárquico quedaría reducido solo al intervalo del 625 al 500 a.C. De este modo, los primeros cuatro monarcas conocidos reinarían entre los años 625 y 570 a.C., y coincidirían con la secuencia arqueológica de la formación urbana y con el arranque de la ciudad-Estado. Ellos pondrían los cimientos de Roma: a nivel político, Rómulo; a nivel religioso, Numa, y, a nivel territorial, Tulo Hostilio y Anco Marcio. Esta visión coincidiría con la interpretación del mapa arqueológico de Roma, que comienza a convertirse en civitas en torno al 600 a.C., dada también por C. Ampolo o el propio M. Pallotino. Siguiendo esta misma línea, otros autores reducen incluso más la etapa monárquica, como E. Gjerstad, quien sitúa a Numa a principios del siglo VI a.C. Por el contrario, otros insisten en mantener una cronología mayor, según la tradición, llevando a mediados del siglo VIII a.C. los orígenes de la ciudad, como vimos al seguir la propuesta de A. Carandini, y en la que tendrían cabida los primeros monarcas. Una forma de salvar la dificultad planteada por el marco temporal tan amplio que abarcan los dos Tarquinios sería incluir otros monarcas; por ejemplo, nombres de personajes significados en las fuentes, caso de Cneo Tarquinio, Aulo Vibenna o Porsena, a los que seguidamente conoceremos.

Quizá la tradición recoja solo los nombres de los reyes más señalados por sus obras y obvie mandatarios secundarios o periodos de anarquía, porque parece difícil también no pensar en enfrentamientos por el poder entre familias aristocráticas. En este sentido, J. Martínez-Pinna (2009) es partidario de suponer la existencia de periodos de interregnum, entendidos como ausencia de poder entre unos y otros reyes. En cualquier caso, existe consenso a la hora de entender que esta cronología, tal y como la tradición establece, resulta insostenible y el tema se mantiene hoy en día como un problema no resuelto. El debate deriva en otra cuestión, estrechamente relacionada, ¿cuál es el momento clave en el desarrollo de la monarquía romana, o dicho de otro modo, a qué monarca le correspondería el papel protagonista? De nuevo, aquí el interés se centra en intentar encajar en una secuencia temporal homogénea la información de la tradición literaria con los hallazgos arqueológicos. Para nuestras fuentes escritas no cabe duda de que la figura más trascendente es Rómulo, ya que, como fundador, se le hace responsable de la creación de los resortes del Estado. A partir de aquí, a la hora de adjudicar contribuciones o logros políticos, urbanísticos o militares, la tradición tampoco establece distinciones entre unos y otros mandatarios.

Por supuesto, la crítica actual desecha esta lectura, pero no existe acuerdo a la hora de determinar el punto culminante de la monarquía romana o de elevar a un rey por encima del resto. Ciertos autores han defendido con insistencia que el momento crucial tendría lugar hacia el año 600 a.C. (de acuerdo, como hemos visto, con los cambios físicos decisivos que experimenta Roma, cada vez más compacta y organizada como urbs, y con la formación inicial de la ciudad-Estado), coincidiendo con el reinado de Tarquinio Prisco. J. Martínez-Pinna (1996), por ejemplo, resalta que su mandato supone transformaciones relevantes y con él la monarquía adquiere un carácter más personal que institucional. No olvidemos que los dos últimos reyes alcanzan el poder de manera violenta, lo cual indicaría un giro acusado hacia la radicalización de la vida política. No obstante, no es el primer Tarquinio, sino el monarca que le sucede, Servio, quien aparece en las fuentes como responsable de innovaciones trascendentales en el sistema político –profundizaremos en este aspecto al abordar de manera individualizada cada reinado en el apartado siguiente–. Al mismo tiempo, señalar el año 600 a.C. permite afianzar la tesis de la influencia decisiva que habría ejercido la cultura etrusca sobre la monarquía romana.

Llegamos así al tercer interrogante, al hilo de esta última cuestión, que consiste en reconocer las influencias externas que han podido resultar determinantes en la evolución del sistema monárquico. Al respecto, la hipótesis más seguida ha subrayado el papel desempeñado por los etruscos e incluso se ha planteado la existencia de una monarquía etrusquizada o de una fase etrusca de los reyes romanos. En esencia, a principios del siglo XX la revalorización de la cultura y el arte etruscos llevó a muchos autores a destacar el dominio etrusco de Roma y del Lacio a partir de la ocupación de la Campania. Esta concepción alcanzó bastante eco y, de hecho, la historiografía suele presentar el periodo monárquico dividido en dos etapas: los cuatro primeros reyes y los etruscos. Entre los numerosos nombres que más han defendido una acusada y decisiva presencia etrusca en Roma cabría citar a R. M. Ogilvie. Pero, al margen del origen o no etrusco de algunos monarcas de Roma, ¿en qué aspectos se manifestaría esta etrusquización? Veamos qué dicen las fuentes al respecto.

Varios autores, como Livio, Dionisio, Diodoro o Estrabón, señalan con claridad una serie de préstamos etruscos. Entre ellos estarían vestimentas e insignias de reyes, ropajes y accesorios del triumphator, instrumentos musicales y su uso en la guerra y ceremonias públicas; prácticas rituales durante la fundación de la ciudad; el arte adivinatorio mediante la observación de las vísceras de animales sacrificados, o el diseño arquitectónico (el «estilo toscano» de Vitruvio) que habría dejado huella en la construcción de templos y tumbas. Aun aceptando estos elementos, los autores «antiestruscos» los minusvaloran por su carácter formal o simbólico, carente de trascendencia sobre la vida social o política romana. Por otro lado, esta misma tradición no marca el hiato que acabamos de indicar; no distingue fases. Recordemos que para los propios romanos su monarquía trascurre en progresión continua, y solo se rompe al final por la crueldad del último gobernante. Y estas fuentes tampoco presentan de manera explícita el dominio de Etruria. Tarquinio Prisco es descrito como inmigrante, hijo de un refugiado corintio, no como un conquistador etrusco. Sin embargo, esta dificultad sería salvada por los partidarios de la etrusquización de Roma, caso de A. Alföldi, recurriendo al interés de las fuentes por ocultar la verdad. Como vemos, pues, los textos pueden ser interpretados tanto para sostener la influencia etrusca como para limitarla, de manera que la tradición no resuelve la incógnita.

Por su parte, la arqueología no prueba una presencia dominante de elementos etruscos en Roma. Las inscripciones etruscas son escasas, los contactos entre Roma y Etruria son anteriores a la llegada de Tarquinio y sus sucesores, y tampoco parecen intensificarse de manera decisiva en esta fase avanzada de la monarquía. Además, elementos habitualmente atribuidos a la impronta etrusca pueden ser cuestionados. Por ejemplo, la sustitución de las cabañas por casas con cimientos de piedra y techos de teja parece probarse con mayor rotundidad en Roma y el Lacio que en la propia Etruria. Lo mismo cabría decir de obras de ingeniería hidráulica, como los canales de drenaje (cunicu­li) para sanear zonas pantanosas en ,áreas rurales del sur de Etruria, que, de igual modo, se constatan en el Lacio y son restos difíciles de datar.

Aparte de estas innovaciones materiales, atribuidas de manera casi sistemática por buena parte de la historiografía a la mano etrusca, habría que señalar otro aporte: la humanización de las divinidades ro­manas que, en origen, serían simples abstracciones impersonales. Con el tiempo, estas abstracciones tomarían forma de diosas y dioses por influencia exterior. No obstante, surgen de nuevo discrepancias, por cuanto hay quien considera que la inspiración determinante sería la helena, al derivar las representaciones etruscas y romanas de algunas deidades de la iconografía y del panteón griegos. Y esta influencia habría sido ejercida de modo directo, desde el periodo arcaico, sin la necesidad de intermediarios de ningún tipo, como serían los habitantes de Etruria. En este sentido, un hallazgo arqueológico parece atestiguar que la primitiva religión romana no fue necesariamente anicónica. En el santuario de Vulcano, ya citado e identificado por F. Coarelli en el niger Lapis del Comicio, apareció un depósito votivo con una copa ática decorada con un Hefesto. Ello vendría a señalar que los romanos de en torno al año 600 identificarían ya la imagen de Vulcano con Hefesto.

De este modo, hay quien rebaja de manera considerable la impronta que Etruria habría dejado sobre la Roma monárquica. En particular sobresale T. J. Cornell, declaradamente «antiestrusco» y «filogriego», quien prefiere señalar elementos helenos como catalizadores directos del desarrollo romano sin necesidad de buscar intermediarios. Este autor reivindica la helenización directa de Roma y, para superar el posible papel desempeñado por los etruscos, propone la existencia de una koiné cultural entre Etruria, Roma, el Lacio y la Campania, que implicaría intercambio de bienes, ideas y personas, y en la que resultaría imposible identificar qué influencias son anteriores o determinantes. También A. Duplá resalta las similitudes materiales registradas en el desarrollo de las ciudades de Italia central (Lacio, Etruria, Campania) tanto latinas como etruscas o griegas.

En cuanto a la presencia griega, es cierto que en la tradición literaria hallamos de manera recurrente elementos helenos, por ejemplo personajes como Demarato (aristócrata corintio, padre del primer Tarquinio); el mismo Pitágoras se presenta como maestro de Numa (aunque este sea dos siglos anterior) y el propio Rómulo no es más que un descendiente de Eneas, con el interludio de la dinastía de reyes albanos. En este sentido, los intelectuales griegos buscarían explicar el extraordinario desarrollo romano a partir de sus relaciones con el mundo heleno (sobre todo, de la Magna Grecia). Pero T. J. Cor­nell va más allá y califica a los tres últimos monarcas de tiranos, a la manera griega, por el carácter popular y antiaristocrático de sus gobiernos. Por su puesto, su opinión ha sido convenientemente contestada. Por ejemplo, J. Martínez-Pinna (2009) estima que esta última interpretación equivaldría a convertir Roma en una «provincia política» de Grecia, al plantear su evolución en paralelo al arcaísmo griego, cuando habría más diferencias que similitudes entre reyes romanos y tiranos griegos. Es decir, al negar el influjo etrusco algunos proyectan una sombra helena demasiado alargada y, a nuestro entender, innecesaria.

En suma, tenemos partidarios de la influencia decisiva de la cultura etrusca sobre Roma, otros que la matizan e, incluso, algunos que la minimizan recurriendo al influjo directo ejercido por las comunidades griegas. En nuestra opinión, la existencia de diversos elementos sociales y culturales de tradición helena es indudable, pero resulta complejo desentrañar la vía de llegada de estas influencias. En cualquier caso, la impronta «orientalizante» es rotunda y el resultado, más que las vías para alcanzar este, nos parece prioritario. Los etruscos serían los mejor situados sobre el terreno por su proximidad física y los intensos contactos mantenidos. Además, sus comunidades disfrutaron en el centro de Italia, en las fases clave de desarrollo de la Roma monárquica, de una posición privilegiada a nivel político, económico o cultural.

Los reyes romanos

El primero es Rómulo (753-717 a.C.), quien aparece como rey fundador, el gran hacedor u oikistés. Por esa condición, a él corresponde fijar los límites sagrados de la ciudad en el Palatino, la Roma quadrata, y crear las bases de la constitución política del nuevo Estado: las tres primeras tribus, las curias y el Senado, integrado por 100 patres, de quienes descenderían los patricios. Según las fuentes antiguas, en un principio la población romana estaba dividida en tres tribus: Ramnes, Ticies y Lúceres. Debido a la falta de información, esta división tripartita del cuerpo cívico ha propiciado múltiples interpretaciones para explicar su origen y alcance. Hay quien ha visto en los nombres de las tribus estirpes o líneas familiares: Ramnes derivaría de Rómulo; Ticies, de Tito Tacio; y Lúceres podría derivarse de Lucumón, guerrero etrusco afín a Rómulo. Esta lectura incluso serviría para identificar tres grupos étnicos distintos: romanos, sabinos y etruscos, respectivamente. No obstante, los textos, Varrón en concreto, identifican las tribus con distritos territoriales. En cualquier caso, estas tendrían un papel esencial para formar los órganos de gobierno y los cuerpos militares. Cada tribu se subdividía en diez curias (para un total de treinta) y, de esta división inicial, dependería la organización militar, puesto que cada tribu aportaría 100 jinetes y 1.000 hombres, hasta componer un ejército de 300 soldados de caballería y 3.000 de infantería.

Rómulo tendría tiempo aún de incrementar la población de Roma con la apertura de un asilo en el Capitolio para atraer emigrantes y mediante el rapto de las sabinas. Este episodio se relaciona con el problema de los primeros colonos, que veían cómo los hombres afluían a la nueva ciudad, pero no las mujeres. Según la leyenda, el fundador congregaría a todos los pastores de los pueblos vecinos en una gran fiesta y los romanos aprovecharon la ocasión para raptar a las sabinas. Los sabinos clamaron venganza, pero fueron vencidos por los romanos; luego tuvo lugar una batalla que llegó ante las puertas de la propia Roma, pero las mujeres evitaron la guerra, logrando así el establecimiento de muchos sabinos en la ciudad. Finalmente, se alcanzaría incluso una alianza que supondría la regencia conjunta de Rómulo y el rey de los sabinos, Tito Tacio. Más allá de la leyenda, podemos pensar que el relato esconde algún tipo de acuerdo entre las dos comunidades para salvar la crisis demográfica de una Roma mayoritariamente compuesta por varones, a cambio de alguna contraprestación, como podría ser la del socorro militar en caso de peligro.

Por último, el primer monarca lidera, como será habitual en sus sucesores, algunos enfrentamientos militares señalados con las ciudades de Cenina, Fidenas y Veyes. Su muerte, al igual que su nacimiento, adquiere connotaciones legendarias, ya que, según una de las versiones, desapareció en una tormenta y ascendió al cielo para convertirse en el dios de la guerra, Quirino. Rómulo, pues, es el más enigmático e inverosímil de los siete reyes conocidos. Debe contemplarse como un personaje epónimo que justifica el nombre de la ciudad, que podría derivar incluso de Rumon, antigua denominación etrusca del Tíber. Era el héroe que la tradición necesitaba para iniciar la historia gloriosa de la gran Roma.

A continuación, el sabino Numa Pompilio (716-674 a.C.) es presentado como hombre devoto y pacífico, y, como tal, se le hace responsable de instaurar la religión de Estado. A él correspondería la fundación del templo de Jano, el dios de las puertas, junto con la instauración de la celebración religiosa que unía a las primitivas siete colinas (Aven­tino, Capitolio, Celio, Esquilino, Palatino, Quirinal y Viminal), en un ritual procesional o Septimontium, aunque dicha festividad podría ser anterior. La figura de este monarca tampoco escapa a la leyenda, ya que aparece como discípulo de Pitágoras, como anteriormente anotamos, en un claro anacronismo, o pidiendo consejo a la ninfa Egeria.

En contraposición a Numa, Tulo Hostilio (673-642 a.C.) emerge como un gran militar, que se enfrenta a la poderosa Veyes y a los sabinos, y lidera la victoria sobre Alba Longa. Esta hazaña se nos traslada mediante la leyenda que recoge el duelo entre dos parejas de hermanos, los Horacios y los Curiacios, en representación, respectivamente, de los habitantes de Roma y de Alba Longa. Solo sobrevive uno de los Horacios, quien simboliza el triunfo romano. Los trabajos arqueológicos permiten confirmar la decadencia de Alba Longa y su incorporación a la órbita romana en esta época.

Por su parte, Anco Marcio (641-617 a.C.), de origen sabino, es retratado como un mandatario popular y magnánimo. A él le debe la ciudad alcanzar la costa y la construcción de su puerto de Ostia. Estas obras repercutirían de manera beneficiosa en las actividades comerciales, en particular en las vinculadas con la explotación de sal. Además, levantaría el primer puente estable sobre el Tíber, el Sublicius, cuyo guardián (el pontifex maximus) acabaría adquiriendo funciones sacerdotales hasta convertirse en dirigente del collegium pontificum y principal autoridad en materia religiosa.

A Anco Marcio lo sucede el primero de los monarcas considerados etruscos, Tarquinio Prisco (616-578 a.C.). Parece clara su procedencia de Etruria –su propio nombre supone una latinización del etrusco Tarchunies–, aunque no podamos establecer ni su ciudad de origen ni las razones precisas que lo traen a Roma. Por otra parte, que sea un rey etrusco no implica necesariamente que su gobierno signifique un predominio etrusco sobre Roma. En este sentido, como vimos al comentar la cuestión de la «etrusquización» de la monarquía, no hay acuerdo por parte de la historiografía: como usurpador e invasor lo presenta, por ejemplo, M. Pallotino; mientras otros, como J. Martínez-Pinna (1996), apuntan que cuando asciende al poder ya sería un romano a todos los efectos. En cualquier caso, su elección como monarca parece que no cumplió fielmente los cánones establecidos y quizá no contase con el apoyo unánime de los patres. Livio y Dionisio destacan, ante todo, su actuación en el campo militar. Así, Prisco se significa por expandir Roma hacia los prisci Latini y también sería el responsable de victorias en el campo de batalla ante sabinos o etruscos.

Aunque se le relaciona con el inicio de la construcción de la Cloaca Máxima, este dato parece más bien una confusión entre los dos Tarquinios, siendo el último de ellos su ejecutor. Aun así, dejó su huella en el terreno de la edificación. Construyó el templo de Júpiter en el Capitolio (anterior a la gran edificación atribuida a Tarquinio el Soberbio) y el Circo Máximo, gran recinto ovalado donde se realizaban carreras de carros. Este último era el escenario que necesitaban los juegos (ludi magni) que introdujo y por los que se granjeó fama de benefactor ante el pueblo. También incorporaría la práctica ceremonial del triunfo, por la cual el general victorioso entraba en la ciudad con gran pompa, seguido por su ejército y los prisioneros capturados; en el Capitolio se realizaban servicios religiosos y el día rema­taba con una gran fiesta. El triunfo era el mayor honor que Roma podía otorgarle a un general.

Ciertos autores, entre otros M. Pallotino o J. Martínez-Pinna (1996), atribuyen un papel relevante a Prisco en la formación de la civitas que tendría lugar en las primeras décadas del siglo VI a.C. Por entonces, la capacidad de influencia política estaba en manos de la aristocracia tradicional, y en este ámbito actuaría el monarca debilitando su posición. De esta manera, incrementaría la composición del Senado (incorporando los patres minorum gentium), de la caballería (duplicando las centurias, que pasaron de tres a seis) y del colegio sacerdotal de las vestales (hay quien extiende el incremento de miembros a otros colegios como el de pontífices y augures). La ampliación del número de senadores hallaría su refrendo arqueológico en la curia Senatus, y quizá el número de miembros se estableciese entonces ya en 300. La reforma de la caballería le permitiría al monarca incorporar a esta elevada categoría social a individuos afines a su persona. De igual modo, se puede suponer la actuación de Prisco en la organización militar. La tradición establece que el ejército antes de la reforma de Servio corresponde a la obra de Rómulo, pero cabría pensar en un ejército preserviano ciudadano y armado, aunque manteniendo tropas privadas (presentes hasta los albores de la República).

Además, como fruto de la tradición etrusca este monarca incorporaría símbolos claros de poder, tales como las insignias portadas en el triunfo y guardadas en el Capitolio. Estos elementos son interpretados como parte de un sistema ideológico para afianzar el poder de la realeza mediante su vinculación al ceremonial y a la religión a través de Júpiter. Recordemos que toda civitas precisa una divinidad, por lo que el templo de Júpiter Capitolino encajaría en este esquema y reforzaría la posición del rey. Por el contrario, otras voces (caso de T. J. Cornell) rechazan situar en el reinado de Prisco cambios capitales en la evolución del Estado romano, que atribuyen a su sucesor, Servio. En cualquier caso, según las fuentes Prisco practicó una política bastante continuista respecto a sus predecesores y solo alteró el perfil del monarca tradicional al morir de manera violenta. En el año 578 a.C. cayó asesinado a manos de hombres pagados por los hijos del rey Anco Marcio, quienes pretendían el trono. Aquí entró en escena el yerno de Prisco, Servio Tulio, para asumir un papel decisivo.

Servio Tulio (578-534 a.C.) es un personaje enigmático por cuanto su origen, ascenso al poder y reformas admiten versiones encontradas. Podemos admitir que fue un usurpador, pues no alcanzó el trono de la manera acostumbrada; se significó como gran impulsor de la Roma monumental y realizó reformas políticas primordiales para la evolución del Estado. Su reinado se señala como una época de esplendor para Roma, en la que esta consiguió que los latinos reconociesen su hegemonía, materializada en el templo de Diana en el Aventino, símbolo de la unidad latina. Según la tradición, este monarca era de origen servil, como indicaría su propio nombre, y como esclavo sería criado en el palacio real. Se ha cuestionado esta interpretación, aunque poco sentido tendría que las fuentes antiguas enturbiasen de manera intencionada la condición de uno de los monarcas más señalados por sus obras (mas lógico habría sido que ocultasen esta circunstancia). El relato establece que su madre, Ocresia, era originaria de Corniculum y fue hecha prisionera de guerra. Un hecho fantástico determinaría el futuro de Servio: siendo niño, mientras dormía su cabeza se cubrió de llamas pero no sufrió daño alguno. Este episodio le valió la protección de la familia real, en particular de la mujer del rey, Tanaquil, por considerarlo un presagio del futuro brillante que aguardaba a aquel muchacho. Con el tiempo se convirtió en un personaje clave en la corte de Tarquinio Prisco, asumiendo tareas políticas y militares de relevancia. A la muerte de este, desterró a sus asesinos y se hizo con el poder.

Más allá de la analística, para conocer su procedencia contamos con un testimonio epigráfico recogido en las pinturas murales de la tumba François de Vulci. Allí aparecen los nombres de varios personajes: Mastarna, quien lucha junto a los hermanos Vibenna frente a su víctima, Cneve Tarchunies Rumach (Cneo Tarquinio de Roma). Este epígrafe llamó la atención del emperador Claudio, para quien Servio Tulio sería en realidad el nombre latino del etrusco Mastarna. El sufijo -na significa pertenencia, por lo que Mastarna podríamos leerlo como hombre del Mastar/magister o jefe, y de ahí derivaría la forma latina Servius. No obstante, esta identificación de Mastarna con Servio Tulio no encajaría con el relato cronológico de la tradición romana; quizá fuesen dos personajes distintos o, como apunta T. J. Cornell, Mastarna sucediese a Prisco y Claudio lo identificase de forma errónea con Servio... Volvemos aquí a lo ya expresado al inicio de este apartado: puede haber monarcas cuyos nombres, sencillamen­te, desconocemos.

No obstante, el nombre de Servio no tiene que implicar por necesidad la condición de esclavo. Como praenomen es característico en época arcaica de una región del norte del Lacio, entre los ríos Aniene y Tíber. Y el gentilicio Tullius, derivado de Tullus, acabamos de verlo en el tercer monarca romano. Incluso el nombre de su madre, Ocrisia, es itálico (raíz ocr-), y podría llevarnos a considerarla una itálica más desplazada al Lacio. Por lo tanto, no estaríamos obligados a ver un origen servil y extraño en la figura de este monarca, ni siquiera una procedencia etrusca, tal y como apunta J. Martínez-Pinna (2009). Para este autor estaríamos ante un latino de origen noble. El nombre de Mastarna, dado en Etruria, confirmaría esta hipótesis: como magister en Roma, su presencia en Etruria, combatiendo del lado de Vibenna, podría responder a un exilio por su oposición a Tarquinio. En este contexto, el ascenso de Servio podría ser fruto de una crisis interna, de una conspiración aristocrática. Su llegada al trono también resulta confusa, y las versiones dadas por las fuentes son contradictorias. Livio (1, 41, 6) señala que asumió el poder primus iniussu populi, voluntate patrum regnavi; es decir, engañando al pueblo con el consentimiento del Senado. Por el contrario, Dionisio indica que fue aclamado por las curias. En cualquiera de los dos casos, Servio estaría rompiendo la ortodoxia del procedimiento electivo, razón por la que T. J. Cornell entiende que marcaría el declive del sistema monárquico, aupándose más ya como un magistrado protorrepublicano que como un rey al uso.

En cuanto a sus logros, a Servio se le atribuyen reformas de hondo calado y trascendencia como la reorganización del cuerpo ciudadano. Además, como reyes anteriores, impulsaría la construcción de templos, edificios públicos o fortificaciones y también desempeñaría un papel relevante en la expansión romana. Este monarca mantendría los resortes del poder de su predecesor; es decir, no rompería el marco establecido, aunque precisaría nuevos pilares sobre los que afianzar su posición y singularidad. En este sentido, parece que dos podrían ser los fundamentos simbólicos de su gobierno, a juicio de J. Martínez-Pinna (2009): las figuras de Fortuna y Diana, con los santuarios a ellas dedicados; a la primera divinidad, en el foro Boario, y a la segunda, en el Aventino. El templo de Diana se presenta en la tradición como centro confederal del pueblo latino, que además Servio instaura por la vía diplomática sin recurrir a las armas.

Pero, sin duda, este rey se distingue por la trascendencia que se concede a su política interna. A pesar de las dificultades existentes para conocer con detalle sus reformas, como seguidamente comentaremos, podemos establecer que dividió al pueblo romano en nuevas tribus, superando la vieja distribución original, y efectuó el primer censo, institución por la cual los ciudadanos eran contabilizados y, además, divididos en grupos en función de su riqueza. Las fuentes que nos informan de estas reformas son, en esencia, Livio, Dionisio y Cicerón, pero ellos describen la situación del sistema vigente en plena época republicana, por lo que hay que reconstruir y suponer cuál sería la contribución real de Servio.

Respecto a las tribus, existe un debate abierto sobre el alcance de la reforma serviana, y se cuestiona su número y origen. Hay quien considera que este monarca solo creó las cuatro tribus urbanas (Palatina, Esquilina, Colina y Suburana), que incluirían artesanos, comerciantes y proletarios. Esta división cuatripartita de la ciudad completaría los cambios físicos y organizativos que experimenta Roma en el siglo VI a.C. Por el contrario, otros autores le atribuyen, además de esas, las rústicas, aunque no hay acuerdo tampoco sobre su número. Estas rústicas estarían integradas por ciudadanos propietarios de tierras, adsidui, y las que se conocen (posiblemente de época posterior) responderían a nombres gentilicios. Resulta atractivo atribuir las nuevas tribus rústicas (al margen de su número) a Servio para asentar a los nuevos grupos de ciudadanos con el objeto de facilitar la integración de la población. A nivel político supondría una mayor cohesión interna de la comunidad, una fase clave en la afirmación de la civitas, ya que todos los ciudadanos se hallarían unidos bajo un mismo criterio, la pertenencia a la tribu, que define la condición de ciudadanía. Sin embargo, hay autores, como T. J. Cornell, que consideran excesivo atribuir a Servio una reforma tan compleja y entienden que únicamente organizó las zonas rurales en regiones o pagi; y solo más tarde se habría producido su distribución en tribus.

En suma, la opinión mayoritaria considera que la reforma global de las tribus sería obra de este rey, como marco organizativo del cuerpo cívico que determina el censo y el reclutamiento. Y dos datos se dan por seguros: a Servio le corresponden las cuatro tribus urbanas, y en el año 495 a.C. se testimonia la existencia de veintiuna tribus (dos de ellas republicanas, Claudia y Clustumina). De esta manera quedaría por fijar el origen de otras quince que aparecerían de forma progresiva: Camilia, Cornelia, Emilia, Fabia, Galeria, Horacia, Lemonia, Me­nenia, Papiria, Polia, Pupinia, Romilia, Sergia, Voltinia y Voturia.

Al margen del número de tribus existentes en cada momento, la reforma de Servio estableció las bases que unían al ciudadano romano con su comunidad e implicó una completa reorganización del cuerpo cívico en función del censo. Según la tradición, este monarca realizó el primer censo, dividiendo la población en clases y centurias para facilitar el reclutamiento del ejército a partir de un criterio timocrático. Así se establecerían cinco clases, según su riqueza: la primera, hombres en posesión de 100.000 ases; la segunda, de 75.000; la tercera, de 50.000; la cuarta, de 25.000, y la quinta clase, de 11.000 ases. Los ciudadanos estarían divididos, así mismo, en grupos de edad consistentes en un número igual de centurias de iuniores (hombres entre los 17 y los 45 años) y seniores (hombres entre 46 y 60 años). Esta distribución determinaría el lugar que cada ciudadano ocupaba en el ejército (los iuniores prestaban servicio como soldados de primera línea y los seniores defendían la ciudad), con la obligación de portar el armamento propio de su clase, y en la asamblea popular creada, los comitia centuriata.

Al censo serían convocados todos los propietarios de tierra, adsidui, con sus hijos y dependientes en plenitud de derechos cívicos. Ellos conformarían la infantería (en dos categorías, classis e infra classem) en función del armamento que portasen. En la primera clase de centuria los individuos estaban completamente armados con escudo redondo, casco, grebas, coraza, lanza y espada; en la segunda, con casco, escudo alargado, grebas, lanza y espada; en la tercera, con casco, escudo alargado, lanza y espada; en la cuarta, con escudo alargado, lanza y venablo; y, en la última clase, solo con hondas y piedras. Al margen se situarían aquellos que no poseían tierras, los proletarios (artesanos o comerciantes en la ciudad, y asalariados en el campo). Además, un grupo aparte estaría conformado por los caballeros, ya que los equites tendrían su propio sistema de reclutamiento (derivado de las tres primeras tribus). Tendríamos, por tanto, tres categorías: equitates, classis e infra classem, y proletarios. En este sentido, T. J. Cornell plantea la hipótesis de que en origen habría solo una classis (la primera clase) de cuarenta centurias, lo que encajaría con la adscripción a Servio únicamente de las cuatro tribus urbanas.

Sin embargo, los datos ofrecidos parecen anacrónicos por lo que respecta a las cifras del censo (de unas 80.000 personas para Roma y su territorio, una cifra claramente excesiva), al número total de centurias (193), etc., que corresponderían a tiempos más recientes. De hecho, en la época serviana la riqueza se medía en fanegas (iugera) y cabezas de ganado (pecunia), no en ases. Por estas razones, hoy se piensa que a Servio le correspondería solo la división original del cuerpo de ciudadanos en adsidui (aquellos que podían equiparse para la guerra y que, en consecuencia, formaban el cuerpo legionario) y proletarii. Quizá llegase a definir o fijar en una cantidad de dinero esta condición, pero la división en clases a partir de distintos niveles de riqueza sería posterior.

Aunque desconozcamos los detalles de esta organización y dudemos de algunos datos, este modelo de reclutamiento permite adaptar las nuevas tribus y asegura la leva al ejercer un mayor control sobre la población. El objetivo último del censo sería registrar a todos los hombres a disposición del ejército romano, aptos por su condición física y capaces de equiparse por su cuenta. De esta reforma nacería el primer ejército ciudadano que sustituiría al anterior de las curias y las tres tribus, aunque, como ya señalamos, quizá existiese otro intermedio (que ya conociese el combate en formación hoplítica), con lo que la transformación de Servio no sería tan radical. Por otra parte, cómo si no podríamos explicar las conquistas realizadas por monarcas anteriores, como Tulo Hostilio y Anco Marcio, de no existir tales tropas.

La reforma serviana tendría, según las fuentes, otra consecuencia, una asamblea popular: los comicios centuriados o comitia centuriata. Aquí el debate es aun mayor dada la falta de datos fiables; hay opiniones a favor y en contra de su existencia y desconocemos cuáles serían sus funciones, en todo caso escasas y de poca trascendencia en este momento. Cada centuria tendría un representante en la nueva asamblea. En apariencia podría verse como un sistema democrático, pero se trataba, en realidad, de una organización oligárquica, en la que se imponían los intereses de los más ricos y conservadores. Las centurias se distribuían de manera que se aseguraba el mayor peso del voto de los seniores frente a los iuniores, y de los ricos sobre el de los pobres. Los más acaudalados poseían la mayoría de las centurias: la primera clase y los equites comprendían 98 centurias, y todas las demás juntas solo 95.

¿Cómo valorar la política serviana? Las fuentes resultan contradictorias en este punto. Dionisio describe a un Servio popular, partidario de la plebe y que buscaba su apoyo, mientras Livio presenta a un monarca aristocrático. Si analizamos sus reformas, no parece que practicase una política favorable al pueblo, ya que impuso un esquema sociopolítico y militar regido por la riqueza. En él sigue predominando la nobleza, que es la propietaria de la tierra. Además, el sistema censitario incrementaba las obligaciones militares de la población, implicando en mayor grado a los estamentos inferiores. Y, en último término, el control que se ejercía sobre ellos era mayor. Quizá, a cambio, estos grupos recibiesen algún derecho de tipo político a través de los nuevos comicios. En el año 534 a.C. Servio fue asesinado por una trama criminal urdida por una de sus hijas, la menor de las Tulias, casada en segundas nupcias con Lucio Tarquinio, quien será su sucesor.

Llegamos así al último monarca, Tarquinio, conocido como el Soberbio (534-509 a.C.), presentado por las fuentes como un déspota, un tyrannos griego, un gobernante cruel que no cosechaba más que enemistades entre la aristocracia, y como un demagogo que buscaba el favor popular promoviendo grandes obras públicas. Su figura se contrapone a los logros de Servio y, de hecho, la analística minusvalora sus obras, como señaló P. M. Martin (1982): el programa urbanístico supondría esclavizar a la plebe, la adquisición de los libros sibilinos reflejaría su ceguera y la política exterior se basaría en el engaño. En palabras de J. Martínez-Pinna (2009), en el último rey de Roma se volcaría el odium regni republicano.

Este monarca rompe, con mayor claridad aún que su predecesor, el procedimiento de ascenso al trono. Lo usurpó de manera violenta mediante la conspiración urdida con su esposa Tulia, la propia hija de Servio, y en la que murieron varios miembros de la familia real. En su caso, el rechazo suscitado habría sido unánime, puesto que ni patres ni pueblo sancionarían su poder: neque populi iussu neque auctoribus patribus, en palabras de Livio (1, 49, 3). Y otra diferencia respecto a reyes anteriores es su carácter «dinástico», al presentarse como hijo de Prisco, al margen de las comentadas dificultades cronológicas que ello implique. Aun así, no hay ruptura alguna respecto a la política practicada por sus predecesores, y prosiguió con el desarrollo monumental de Roma. Además de construcciones que las fuentes le atribuyen y que citaremos a continuación, los trabajos arqueológicos parecen adjudicarle obras de ingeniería hidráulica en el Palatino, para drenar terrenos, y una cuarta fase de la Regia. Del mismo modo, afianzó el papel dominante de la ciudad en la Italia central.

Al igual que Servio, Tarquinio intentó legitimar su poder y para ello utilizó representaciones escultóricas de Hércules, que situó en puntos clave de la ciudad y, sobre todo, su vinculación con la figura de Prisco, para presentarse como continuador de su obra. Así se explicaría el ambicioso programa urbanístico aplicado a Roma. Según las fuentes, el último monarca sería el responsable de la construcción del templo de Júpiter Capitolino (el segundo como ya hemos visto), que precisó de enormes recursos, o las gradas cubiertas que se le atribuyen en el circo (quizá en una versión en madera, porque la pétrea sería posterior, aunque, en todo caso, mantendría la tradición de los ludi Romani impuesta por Prisco).

En cuanto a su relación con los dioses, se le atribuye la erección de dos templos, pero las fuentes parecen privarle del reconocimiento pleno de su compromiso con las divinidades. Así, levantó el templo Dius Fidius, dios de juramentos y pactos, con lo que Tarquinio estaría manifestando su respeto por las normas del derecho divino, pero no lo consagró (no se hizo hasta el año 466 a.C.). Del mismo modo, el gran templo de Júpiter en el Capitolio, que representa, como divinidad cívica de Roma, una extraordinaria manifestación de poder del rey y, al tiempo, de afirmación de hegemonía de la ciudad sobre el Lacio, fue dedicado por el magistrado republicano M. Horacio en el primer año de la República. En este mismo sentido se sitúa la introducción de los libros sibilinos, no exenta tampoco de una interpretación negativa por parte de la tradición. Según se nos narra, una anciana le ofreció los libros al rey, quien los rechazó por considerar elevado su precio. Ante la negativa regia, la mujer los fue quemando hasta que solo quedaron tres y entonces el monarca aceptó abonar el precio inicial por consejo de los augures. Estos libros contenían recomendaciones y preceptos para conjurar aquellos prodigios que supusiesen una amenaza para la ciudad. Por esta razón constituyen una garantía para la seguridad romana y merecen ser guardados en el santuario Capitolino. Así mismo cabe en la tradición el relato de una consulta que el Soberbio realiza a Delfos (confusa en cuanto a su motivación, bien el temor que provocó en el rey la visión de una serpiente en palacio, o bien la ofrenda de parte de un botín) y que sostiene la imagen de prodigios negativos que envuelven la figura de este monarca, en contraste con sus antecesores.

El capítulo más tratado por los autores clásicos es su política exterior, en la que Tarquinio sí sale bien parado. Tanto Livio como Dionisio insisten en el papel que este desempeñó a la hora de imponer, por primera vez, la hegemonía romana en el Lacio, plasmada, además, de manera formal mediante la reunión de representantes latinos en el lucus Ferentinae, bosque sagrado dedicado a Ferentina, en Aricia. En este sentido, hay que anotar que las comunidades itálicas formaron ligas, basadas en alianzas defensivas, cuyos representantes solían reunirse en un santuario o cerca de él, caso del lucus Ferentinae, los latinos, o del fanum Voltumnae, los etruscos (S. Bourdin analiza con detalle esta cuestión). Las fuentes hablan de un nomen Latinum, al que Plinio el Viejo atribuía 30 populi albenses, y Roma, tras la destrucción de Alba Longa, reclamó la hegemonía sobre esta liga. En cualquier caso, la posición hegemónica de Roma quedó luego sancionada por el tratado que esta firmó con Cartago en el 507 a.C. Polibio cita este acuerdo como el primero de los diversos pactos romano-cartagineses conservados en unas tablas de bronce en el templo de Júpiter Capitolino. En él ambos estados acordaron mantener relaciones amistosas y no emprender acciones contra sus mutuos intereses. En concreto, los cartagineses aceptaron no actuar contra varias comunidades del Lacio, entre ellas Terracina, situada a unos 100 km al sur de Roma. Quedaba así reconocida la hegemonía romana sobre la región.

Respecto a la política interior, las fuentes ofrecen poca información. De ella obtenemos la imagen de un monarca cruel y despótico que provocó el rechazo tanto de la aristocracia como de la plebe. De esta manera, persiguió a sus oponentes, que sufrieron todo tipo de castigos (pena capital, exilio o confiscación de bienes), redujo la composición del Senado, al que ninguneaba, y se rodeó solamente de familiares y amigos. Y de forma similar actuaría con la plebe, a la que sometería a duras levas. La arrogancia de Tarquinio acabó por convertir en enemigos suyos a todos los poderosos de Roma. Estos esperaron la oportunidad para rebelarse, que se presentó en mitad de una guerra, en el año 509 a.C. Según la tradición, el monarca había abandonado la pacífica política de alianza con las otras ciudades latinas practicada por Servio. Por el contrario, obligó a someterse a las más próximas y les hizo la guerra a los volscos, pueblo que habitaba la región suroriental del Lacio. Mientras seguía la guerra, su hijo, Sexto, abusó brutalmente de Lucrecia, esposa de un primo del rey, Tarquinio Colatino. Lucrecia se suicidó y el escándalo provocado por el suceso suscitó una rebelión, liderada por Colatino y Lucio Junio Bruto, sobrino del monarca. También intervino el padre de la joven, Espurio Lucrecio, y un amigo de este muy influyente, P. Valerio Publícola. Bruto tenía buenas razones para ser enemigo de los Tarquinios, pues estos habían dado muerte a su padre y a su hermano mayor. El rey, que estaba luchando contra Árdea, intentó regresar a la ciudad, pero no pudo franquear las puertas y hubo de marchar al exilio. En estas circunstancias, Bruto y Colatino serían elegidos cónsules, con lo que la caída de la monarquía habría dado paso de manera inmediata a las primeras magistraturas de elección anual. El monarca huiría a Etruria para pedir ayuda en varias ciudades, logrando que Porsena, rey de Clusio, marchase contra Roma, para sitiarla sin éxito (508 a.C.). Tarquinio no desistiría en su empeño de recuperar el trono y, por medio de su yerno, Octavio Mamilio de Túsculo, movilizaría a la Liga Latina contra Roma para acabar siendo derrotado.

Así, pues, se relata el fin de la monarquía mediante una narración compleja y con tintes legendarios, por la cual Tarquinio es expulsado de la ciudad por un grupo de aristócratas airados ante la tropelía cometida por su hijo. La tradición presenta el final del último rey como un golpe de Estado incruento provocado por razones internas. No obstante, parece que los estudios arqueológicos del periodo contradicen esta visión y proyectan una imagen de destrucción y, por tanto, de mayor violencia. Quizá el papel de Porsena fuese distinto; podríamos considerarlo, tras su conquista de Roma, el verdadero responsable de la expulsión de Tarquinio. Una vez que Porsena fue derrotado en Aricia (504 a.C.), quedaba ya abierto el escenario para el enfrentamiento entre Roma y las demás comunidades latinas.

No obstante, algunos estudiosos prefieren no recurrir a este episodio y optan por explicar la transición de la Monarquía a la República como un proceso largo que no precisaría un acontecimiento revolucionario como este. En realidad, poco importa que los hechos sean del todo ciertos; lo significativo es conocer cómo se produce la evolución al nuevo sistema político. Tampoco el año en sí tendría mayor trascendencia, y podemos asumirlo como una fecha convencional más, al igual que la de la fundación. Lo relevante es el periodo, y no hay duda de que el proceso tiene lugar a finales del siglo VI a.C., quizás en los años 509 o 507.

Parece deducirse con bastante claridad que el final de Tarquinio fue provocado por la actuación de grandes familias opuestas al rey. En este episodio no habría pesado el origen etrusco del monarca, sino el carácter tiránico y populista de su poder. Por otra parte, las ciudades etruscas y del Lacio abandonaban por estas fechas el régimen monárquico; mientras, las griegas promovían la creación de órganos democráticos, de ahí la generalización de ejércitos de hoplitas. Roma se encontraba en un contexto similar, con familias patricias tradicionales que se enfrentaban con otras nuevas que aspiraban a disponer de análoga representación política. Además, en la ciudad etrusca de Clusio, el rey Porsena emprendió el proyecto de adueñarse del Lacio. Ante la presión tributaria impuesta por este, las comunidades de la Liga Latina se sublevaron y lo expulsaron. Porsena, pues, no buscaría restablecer a Tarquinio en el poder y con su intervención, simplemente, habría acelerado el proceso. El final de Tarquinio escribe también el epílogo del sistema monárquico que había dado ya antes, sin duda alguna, muestras evidentes de agotamiento.

PODER E INSTITUCIONES: REY, SENADO, COMICIOS Y COLEGIOS SACERDOTALES

El poder público se fue consolidando e instituyendo, en paralelo a la conformación de la civitas. Disponemos de poca información sobre este ámbito para los primeros tiempos de la Monarquía, aunque parece claro que la fase decisiva tendría lugar a partir del 600 a.C. Fue entonces cuando se crearon los espacios públicos del poder, Comitium y Curia, y se manifiestó de manera más ostensible el poder regio: insignias, escolta de lictores provistos de hacha con un haz de varillas (fasces), manto púrpura, trono de marfil o cetro con águila (elementos de clara influencia etrusca).

A nivel cívico el punto de inflexión vino dado por la elaboración del censo, por cuanto este implicó la existencia de una autoridad central ante la cual la ciudadanía rendía cuentas. Este censo, realizado de manera periódica y sancionado por un ritual sacro (lustrum), establecía una estructuración del cuerpo social, que ya no era de tipo gentilicio, y encuadraba a los ciudadanos varones en las dos clases que probablemente formaban el primer ordenamiento centuriado, la classis y la infra classem. La primera correspondía a aquellos que podían ser llamados al ejército al sufragar su propio equipamiento. La centralidad del censo, junto a la división territorial determinada por las tribus, rompían la estructura de poder de las gentes.

En la cumbre del poder se situaba el rey, acompañado por la Cámara Alta o Senado; completaban el cuadro las asambleas populares de los comicios por curias y por centurias. La monarquía no era heredi­taria, tal y como sugiere la tradición de manera uniforme, por lo que, curiosamente, contravendría la leyenda que establecía la descendencia por vía dinástica de la saga de reyes albanos hasta el primer romano, Rómulo. El proceso de designación del monarca era electivo. Al morir el rey, los cabezas de familia patricios (los patres) se turnaban en el cargo de interrex, que cumplía de manera interina las funciones del monarca, durante cinco días, hasta que procedían a la elección del sucesor. La decisión quedaba sancionada por la lex curiata de imperio y los patres ratificaban la medida (auctoritas patrum). Es decir, los patricios autorizaban la decisión adoptada por el pueblo (auctoritas patrum, iussu populi), fórmula que se utilizará en el periodo republicano durante la vacante del consulado. El procedimiento contaba, además, con el consentimiento divino dado por los augures mediante la ceremonia de la inauguratio. El rey (rex) tenía el mando absoluto o imperium y, en una sociedad, en origen, sin estructuras políticas y administrativas, ello implicaba concentrar el poder civil y militar, inseparable también del religioso. No hay duda de su vinculación con la esfera religiosa, ya que representaba a la comunidad ante los dioses, era su interlocutor; poseía los auspicia (facultad de consultar a los dioses), como summus augur, y custodiaba la pax deorum, por la cual se determinaba la prosperidad y el éxito militar de la comunidad.

Por su parte, el Senado estaba integrado por los más viejos, senes, de los diversos clanes o gentes de la ciudad. Su función era asesorar al monarca, quien seleccionaba a sus miembros. El Senado estaba, respecto al resto de los romanos, en la misma posición que un padre ante su familia y, como un pater, era más viejo y sabio. Por esa razón sus miembros eran patricios y esperaban que sus órdenes fuesen respetadas. En origen, esta institución estaría formada por un número reducido de miembros (según la tradición, 100, que aumentarían a 300 con la incorporación de nuevas gentes, llamadas minori; cambio que las fuentes atribuyen a Prisco).

Dos serían las asambleas populares existentes en el periodo monárquico, cuya composición venía determinada por la unidad de participación: comicios por curias y comicios por centurias. La información disponible para conocer la composición y las funciones de ambas es muy escasa e imprecisa. Según la tradición, la curia (coviria, reunión de hombres o asamblea) fue creada por Rómulo al dividir cada una de las tres primigenias tribus en 10 unidades, para un total de 30. Se trata de una entidad muy mal conocida ya que, en verdad, ninguna fuente antigua aporta información segura sobre su composición y funciones originarias. Apenas sabemos que tomaba parte en celebraciones sagradas muy antiguas como las Fornacalia (en honor de la diosa Fornace, para dar gracias por el uso de los hornos) y Forcidicia (en honor a Tellus). Además, las curiae integraban la asamblea de Quirites que velaba por las relaciones sociales de tipo familiar. La reunión de estas entidades daría como resultado los comitia curiata, cuyas funciones se limitarían al ámbito más privado que público, como la adopción y la cooptatio (agregación por elección) en el seno familiar, testamentos, etc. Las fuentes también indican que esta asamblea confería el poder al rey mediante la lex curiata de imperio. No obstante, no habría que ver aquí tanto la expresión de la voluntad popular cuanto, más bien, un acto de ratificación del nombramiento y, sobre todo, el compromiso público de obediencia a la figura regia. Con el paso del tiempo, y la aparición de nuevas tribus y de nuevas agrupaciones sociales como las centurias, estos comicios fueron perdiendo presencia en la vida pública romana hasta desempeñar solo un papel meramente simbólico y ceremonial.

A partir de otra entidad, la centuria, derivada de la reforma política realizada por Servio, se desarrolló una nueva asamblea política, los comitia centuriata. Estas unidades integraban a todos los ciudadanos aptos para el combate, de entre 17 y 60 años de edad, clasificados en función de una determinada renta. Sabemos que en el siglo III a.C. existían 193 centurias, pero desconocemos el número que habría en época monárquica; quizá alrededor de 60, como sugiere T. J. Cornell. Esta asamblea asumió cada vez más protagonismo, pero sus competencias no están claras para el periodo de su formación durante la Monarquía.

Para completar el cuadro del poder público hay que tener en cuenta los colegios sacerdotales, responsables de la organización de las actividades de carácter religioso. Ya hemos indicado que el rey, además de jefe político y militar, también desempeñaba las máximas prerrogativas en este ámbito. No obstante, de manera progresiva, y dada la complejidad de sus obligaciones, perdió parte de sus atribuciones, que fueron desempeñadas por los colegios sacerdotales; entre otros, el de pontífices, el de vestales, el de augures o el de feciales.

A los pontífices, cargos vitalicios seleccionados por cooptación y dirigidos por un pontífice máximo, les competía el conocimiento del derecho (ius pontificale) y eran los responsables de vigilar e interpretar mores y iura, las normas privadas y públicas que regulaban la conducta de la comunidad. Este colegio, según la tradición creado por Numa, velaba por la conservación del calendario y los ritos, así como de las fórmulas religiosas y jurídicas, y redactaba los Annales. Es decir, al mismo tiempo atesoraba el conocimiento del derecho (ius pontificale) y registraba los eventos más memorables, sellando así el vínculo entre religión y derecho, divinidad y poder, y estableciendo el ritual como precepto y vía de legitimación.

Roma antigua

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