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ATRIO

Asquerosa, 1906

El Lucero cojea por la calle de la Iglesia, en Asquerosa, Granada, caminito de casa de tía Aurelia. El Lucero es algo cojo. Los luceros tienen defectos, como todas las cosas que dan luz. Se le quedó, de nacimiento, una pierna más corta que otra, y por eso alabea los brazos como un funambulista para no perder el equilibrio.

Al llegar ante la puerta de tía Aurelia, casa baja enjalbegada y con exceso de macetas balconeras, el Lucero se queda quieto. Firme como un soldado de plomo. Casi ridículo con el pantalón corto de paño negro, la blusa de lino blanco y la pajarita gris de niño rico. El polvo que levanta el viento de la Vega granadina enturbia los aires de Asquerosa, de Pinos Puente, de Pulianas y de Viznar, y se pelea con los ojos oscuros del niño.

La tía Aurelia canta como habla, envuelta en notas bemoles, como si de pequeña se hubiera tragado un pájaro de risa.

—¿Pero qué haces, Lucerito? No te quedes quieto ahí. Que el viento se te va a llevar por el aire arriba.

—El peligro –dice el niño.

—¿No ves que no pasa nada? –responde tía Aurelia saltando el peligro de atrás adelante con el halda arremangada.

—Ya. Y, entonces, ¿por qué lo llaman el peligro?

Se cuenta que el Lucero siempre le tuvo pavor al peligro. Así se llamaba al escalón que protege del polvo los umbrales de las puertas de las casas de pueblo: el peligro. El Lucero necesitó siempre, o eso se cuenta, una mano adulta para superar el peligro. Lo relatan incluso los historiadores, que casi nunca se fijan en estas naderías. Y, si lo relatan algunos historiadores, es porque el peligro debe de tener algo de importancia en esta historia.

***

Fue por el año 1906. Mi tierra, tierra de agricultores, había sido arada por los viejos arados de madera, que apenas arañaban la superficie. Y, en aquel año, algunos labradores adquirieron los nuevos arados Brabant –el nombre me ha quedado para siempre en el recuerdo–, que habían sido premiados por su eficacia en la Exposición de París del año 1900. Yo, niño curioso, seguía por todo el campo al vigoroso arado de mi casa. Me gustaba ver cómo la enorme púa de acero abría un tajo en la tierra, tajo del que brotaban raíces en lugar de sangre. Una vez el arado se detuvo. Había tropezado con algo consistente. Un segundo más tarde, la hoja brillante de acero sacaba de la tierra un mosaico romano. Tenía una inscripción que ahora no recuerdo, aunque no sé por qué acude a mi memoria el nombre de los pastores Dafnis y Cloe. Ese mi primer asombro artístico está unido a la tierra. Los nombres de Dafnis y Cloe tienen también sabor a tierra y a amor.

FGL

Lucero

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