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2. Por qué a Pulga le dicen "Pulga"

Cuando en la clínica le preguntaron a la mamá qué nombre le iba a poner a su bebito recién nacido, ella no contestó “Pulga”. No. La pregunta existió, pero la respuesta fue: “Eduardo”.

Sin embargo, unos meses después pasó algo que provocó que ese nombre quedara en el olvido. La mamá se tuvo que ir a trabajar a otro país (al que él siempre llamó así, “Otro país”, hasta que cumplió cuatro y se enteró de que el nombre era Dinamarca); entonces, Eduardo se quedó a vivir en el pueblo con su abuela Berta y su tía Marta.

El tema fue que la abuela Berta miraba crecer a ese bebé tierno, de risa nerviosa y pelito de seda, y no podía evitar la pena que le causaba llamarlo Eduardo. Lo miraba y lo miraba y decía que no con la cabeza. No, señor. Ni siquiera podía decirle Edu o Eduardito, nada de eso. Lo llamaba “bebé”, “corazoncito”, “bonito de la abuela”, y algunas veces le decía “terremoto”, en especial cuando corría por todos lados a la hora de la siesta.

Para ella, no podía llamarse Eduardo ese nene que crecía de cara al sol, que disfrutaba al comer el choclo tibio y enmantecado con la mano, que andaba descalzo en el jardín para sentir las cosquillas del pasto y chapoteaba a gusto en el río. No. Era el típico caso de un nombre mal puesto. Y quizás por eso empezó a decirle “Pulga” cuando se largó a caminar por todos lados. “Por chiquito y saltarín”, según sus propias palabras. Al principio a la tía Marta no le gustaba el apodo, pero con el tiempo ella también empezó a llamarlo así, porque realmente Pulga no se quedaba quieto ni dormido.

Cuando Pulga creció lo suficiente como para empezar la escuela, las maestras repetían que tenía problemas de atención. Pero la abuela Berta no estaba de acuerdo, porque para ella su Pulga era de lo más atento. La tía Marta, en cambio, se enojaba bastante cuando volvía de un largo día de trabajo y leía en el cuaderno de comunicaciones que no se había quedado quieto en la silla, o en la hora de música, o en el comedor, o en un acto, o en la fila. Es decir, nunca.

Su sobrenombre se volvió tan común en el pueblo que ya nadie se acordaba cómo se llamaba, aunque la directora del colegio era la única que le decía Eduardo cuando conversaba con él, seriamente y sin que se le escapara una sonrisa, sobre la importancia de prestar atención para aprender cosas nuevas.


Ojo. Pulga no estaba en contra de aprender cosas nuevas; el problema era que sus ganas de moverse y su imaginación siempre se las ingeniaban para interrumpir en cualquier momento. Si la maestra hablaba de los océanos, por ejemplo, él enseguida empezaba a saltar entre los bancos y se veía nadando por un mar de chocolate derretido, con pececitos de gelatina, y en el horizonte anaranjado aparecía un barco de papel tripulado por un marinero de bigotes puntiagudos, con la ropa blanca planchada y el pelo despeinado por el viento. Así de poderosa era su imaginación.

Pulga tiene un perro

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