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3. Cómo Pulga conoció al perro

Una mañana como cualquier otra, Pulga se lavó los dientes, se tapó la cabeza con la toalla para asustar a la tía Marta que recién se levantaba, corrió a la cocina, dejó la toalla en una silla, tomó un sorbo de leche tibia, le dio un beso cariñoso a su abuela y manoteó un churro relleno con crema pastelera. Mientras atravesaba el comedor dando saltitos en una rayuela imaginaria, el uniforme de la escuela se iba cubriendo de gotas de crema y la abuela lo perseguía con un trapito húmedo para limpiar las manchas antes de que la tela se arruinara para siempre.

Cuando salió al jardín, la escarcha de la mañana y el olor a pasto fresco frenaron sus ganas de saltar. Era el momento del día que más le gustaba, así que aspiró una bocanada de aire, infló el pecho y después lo largó de a poco. Así le había enseñado a respirar la tía Marta cuando necesitaba calmarse.

—¡Me voy, abue! –gritó.

—Que aprendas mucho, Pulguita mía –respondió la abuela desde adentro.

Pero cuando estaba por abrir el portón de la entrada, algo lo detuvo: había un perro en el jardín, al lado del limonero, quietito como un peluche sin pilas.

Pulga no le tenía miedo a los perros, pero si la abuela o la tía veían que uno se había metido en el jardín sin permiso, iban a salir con una escoba a espantarlo, así que prefirió echarlo él mismo antes de que fuera demasiado tarde.

—Shush, shush, fuera perrito –murmuró señalando el portón entreabierto.

Pero al perro no se le movió ni uno de los pelos de su hermoso, aunque un poco sucio, pelaje color miel. Lo único que se le movía era la cola, y miraba a Pulga con ojos abiertos y la lengua afuera, como si estuviera esperando que le tirara un palito para jugar.

Y eso fue lo que hizo Pulga, porque era distraído pero ingenioso: le mostró una ramita del limonero y la tiró a la calle. El perro corrió detrás de la rama voladora y Pulga aprovechó para cerrar el portón y empezar a caminar hacia la escuela. Cuando estaba por llegar, se dio cuenta de que el perro lo había seguido sin hacer ni un ruido durante todo el camino, y que ahora estaba ahí, a su lado, como si esperara otro palito o algo de comer.

Esta vez, Pulga sacó unas galletitas de la mochila y se las ofreció.

—Chau, tengo que entrar a la escuela –le explicó mientras el perro masticaba con ganas.

Durante varias horas, Pulga no se acordó del perro, porque para prestar atención en la hora de Matemáticas y después en la de Ciencias naturales necesitaba toda su concentración. Por eso, cuando salió de la escuela, no entendía por qué tres de los chicos más grandes se reían a carcajadas mientras rodeaban a un perro que movía la cola.

—¿De qué se ríen? –les preguntó Pulga, que les tenía un poco de miedo pero la curiosidad era algo que no podía aguantar.

—Mirá a ese perro –dijo uno–. Abre la boca como si estuviera ladrando pero no se escucha nada. ¡Es mudo!

Pulga reconoció al perro que lo había seguido esa mañana. Recién entonces se dio cuenta de que no lo había escuchado ladrar ni en su casa ni el camino a la escuela. Sintió un poco de pena por él y bronca por los grandotes que se burlaban.

—A lo mejor está afónico –dijo otro, que se reía pero sin ganas, porque en realidad los perros le gustaban mucho.

—Para mí que está enfermo y contagia –dijo Pulga, que era de los más petisos y flaquitos pero sabía cómo espantar a los grandotes para que dejaran de molestar.

Aunque los chicos se burlaron de Pulga para hacerse los valientes, a los pocos minutos decidieron que un perro que no ladraba no valía la pena y se fueron a jugar al pica pared. Pulga empezó a caminar hacia su casa y el animalito, enseguida, dio unos pasos detrás de él. Si se paraba, el perro se paraba. Si cruzaba la calle, el perro cruzaba la calle. Si retrocedía, el perro retrocedía. Definitivamente, ese perro había decidido adoptarlo.

Después de pensar un momento, Pulga supo qué hacer. Se desvió del camino a su casa y fue derecho a la veterinaria a hablar con Pedro, el novio de su tía Marta. Ni hace falta decir que el perro fue con él, sin perderlo de vista.

—Pero mirá vos lo que trajo el viento –dijo Pedro cuando sonaron las campanitas de la entrada de la veterinaria y aparecieron Pulga y el perro.

—No me empujó el viento, vine caminando.

—Es una manera de decir, Pulguita. ¿Quién es tu amigo?

—Apareció en casa esta mañana y me sigue por todas partes. Es un poco raro.

—A mí me parece un perro común y corriente –dijo Pedro.

—No ladra, no hace ningún ruido con la boca. ¿Es mudo?

Pedro, veterinario de vocación y bichero de toda la vida, se acercó a ese animal peculiar y lo miró con atención. En el pueblo no pasaban cosas muy emocionantes, así que la posibilidad de examinar a un perro mudo le pareció lo más interesante del día.

Con ayuda de Pulga, lo subieron a la camilla. Pedro dijo que había que tener cuidado porque no lo conocían, pero el perro se mostró de lo más amigable, como si él también quisiera saber cuál era su problema.

—Lo voy a revisar –decidió Pedro–, vos quedate en el mostrador y avisale a tu abuela que estás acá, porque se va a preocupar.

Pulga pensó que Pedro tenía razón. Aunque el pueblo era chico y se conocían todos, si él no aparecía enseguida, la abuela salía a buscarlo para averiguar en qué lío se había metido.

Pulga tiene un perro

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