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Capítulo 1

Aproximaciones conceptuales

El término ecología fue puesto en circulación en 1866 por el biólogo, filósofo y naturalista alemán Ernst Haeckel para designar la interdisciplina que se ocuparía de la biología y las ciencias de la Tierra.1 La expresión ecología está compuesta por los términos griegos oikos —con variadas acepciones como casa, vivienda, hogar— y el sufijo logos, identificado con estudio o conocimiento. De acuerdo con Raymond Williams, el término ecología (œcology) se refiere al estudio de la relación entre los seres vivos y su entorno o ecosistema.2 Esta palabra no será de uso común en inglés hasta mediados del siglo XX, cuando despierta masivamente la conciencia ecológica moderna con la publicación del libro Silent Spring, en 1962, de la bióloga norteamericana Rachel Carson. Una década después, la divulgación de la Hipótesis Gaia del científico inglés James Lovelock (1972)3 es un momento central de establecimiento de la agenda ecológica en la escena mundial. A partir de este contexto, las humanidades derivaron el concepto de “ecocrítica” como una forma de dar espacio a estos temas y su expresión en el ámbito no solo de la ciencia y las ciencias sociales, sino también de la literatura, la poesía, la historia y las artes. Tal como propone Cheryll Glotfelty, quien fuera una de las primeras autoras en divulgar esta área interdisciplinaria del saber, desde el ámbito anglosajón, a partir de 1996, la ecocrítica estudia “las interconexiones entre naturaleza y cultura” y trabaja con preguntas de investigación de diversas áreas, como la ecología, la sociología y la antropología, sin limitarse a un método específico.4

Desde una narrativa apocalíptica, a comienzos de los sesenta, Carson denunció los efectos tóxicos del DDT en los seres humanos y los animales, derivado de su uso en la agricultura intensiva en los Estados Unidos.5 Asimismo, Lovelock recupera el término griego Gaia, a partir del nombre de la primigenia diosa Tierra, para referirse a la hipótesis de un gran organismo vivo que se autorregula, pero que, por la acción humana, se enferma, limitando sus capacidades. A este momento de despertar de la conciencia ecológica contemporánea contribuye también el hecho de que, tras el primer viaje del ser humano a la Luna, en 1969, se haga popular la imagen de la Tierra mirada desde el espacio exterior. Quizás, derivado de este primer distanciamiento objetivo de la mirada humana del propio hábitat, la visión externa del planeta repercute en la comprensión de esta única casa. Como señala Ursula Heise, el planeta, flotando azul, diminuto y vulnerable en el espacio inmenso pareció un llamado de atención;6 así lo evidencian los epítetos que sirvieron para designarlo: Blue Planet, Gaia. Metáforas que cobran fuerza al momento de la divulgación de diagnósticos científicos y ecológicos, que, por esos años, intentan sensibilizar a la opinión pública con la urgencia de adoptar decisiones globales para resguardar la vida en el planeta. Si bien Carson y Lovelock provienen de un ámbito diferente al de las humanidades, junto a otros intelectuales y científicos a nivel mundial, constituyen el antecedente que sitúa la perspectiva ecológica como un puente hacia la interdisciplinariedad que se precisaba; la misma que permitirá el desarrollo de los estudios culturales y, particularmente, de las humanidades ambientales.

Entrado el siglo XXI, los estudios culturales y la misma ecocrítica se han fragmentado en diversos campos de trabajo, entre los que figuran el análisis ecocrítico en las artes escénicas, los estudios ambientales y de globalización, el ecofeminismo, y la justicia ambiental. Así como desde los estudios culturales se entiende que los discursos reflejan las condiciones políticas, sociales y económicas de su tiempo, la ecocrítica entiende los discursos, y las producciones culturales en general, como medios de representación del entorno geográfico, físico y material, como construcción de la valoración social del espacio en que se sitúa, y su relación en y con la Naturaleza. Como afirma Theresa J. May, esta intersección, la interfaz entre Naturaleza y cultura, es justamente el territorio de la ecocrítica y es el nicho y punto de partida de la discusión medioambiental en Occidente.7

Si lo planteamos en términos antropológicos, siguiendo a Tim Ingold, los territorios determinan las culturas que en ellos florecen, tal como la cultura moldea y determina dichos territorios.8 Por cierto, no es simple decretar cuál de estos dos aspectos es el primero. Asimismo, el uso que hacemos de la Tierra afecta nuestro sentido de pertenencia, pero también ese proceso tiene un reflejo inverso en el contexto y determina las consecuencias de la interacción con el medio. Es decir, a modo de ejemplo, las culturas recolectoras y nómades se relacionan con el lugar de un modo diferente de como lo hacen las culturas sedentarias (extractivas, rurales, urbanas, o aquellas altamente tecnologizadas). Desde esta reflexión, podemos afirmar que una de las preguntas que surge es: cómo se ven reflejadas estas diferentes realidades en las producciones culturales del campo de las humanidades y las artes en su relación para con el medioambiente. Desde una mirada ecológica, entendemos que la utilización de tecnología sobre la Tierra no solo ha alterado la Naturaleza a un límite que muchas veces supera la capacidad de resiliencia de esta, sino que también ha determinado el modo en que percibimos el territorio, mercantilizando, por ejemplo, la Tierra y los recursos como un mero sostén para la actividad extractiva y la dependencia humana del crecimiento permanente.

Desde la “conciencia de especie… de la tribu”9 amenazada de desaparecer es que Nicanor Parra sostiene que

el error consistió

en creer que la Tierra era nuestra

Cuando la verdad de las cosas

Es que nosotros somos de la Tierra”.10

Contemporáneos —N. Parra y Luis Oyarzún— Oyarzún se manifiesta en Chile, a fines de los años sesenta, ante la cuestión ecológica con una retórica distinta a la de Parra, aunque igualmente visionaria. En el libro Defensa de la Tierra, una larga reflexión en la que Oyarzún advierte cómo “la tierra está enferma de nuestra alma”, el intelectual chileno agrega, “[e]l hombre es esencialmente depredador, destructor de su ambiente y, por ende, de sí mismo”.11 N. Parra se pregunta sobre el valor de las revoluciones políticas de la época: “¿De qué valdría una revolución triunfante sobre una tierra calcinada y destruida con fallas irrecuperables?”.12 Ambas reflexiones están en oposición consciente a la suposición de que la Tierra es un mero sostén productivo, destacando la sensibilidad de estos intelectuales en sintonía con su tiempo.

De tal modo, observamos que la ecocrítica, concebida a partir de los 90, como lo muestra Glotfelty, coinciden con las palabras de Rafael Elizalde Mac-Clure, Nicanor Parra y Luis Oyarzún, y hoy, desde otros campos del saber, convergen con el pensamiento de autores a nivel mundial. Bruno Latour, en su visita a Chile para el Festival Puerto de Ideas, Valparaíso 2014, plantea su visión desde el título de su conferencia “Estado de la Naturaleza”, argumentando que, en la época del Antropoceno, es preciso reconocer que esta Tierra es el único espacio que podemos habitar. El sufijo “ceno”, en Antropoceno, sigue las designaciones de la escala temporal geológica, como el Pleistoceno, que remite a pleistos en griego “lo más” y kainos, “nuevo, reciente”. Ante este panorama, Glotfelty afirma que la motivación común en el trabajo ecocrítico brota de:

la perturbadora conciencia de que hemos alcanzado la era de los límites ambientales, la era en que las consecuencias de la acción humana están dañando los sistemas básicos que sostienen la vida en el planeta.13

Para plasmarlo de otro modo, la presión de la acción humana sobre la Tierra es tal, que esta pierde su capacidad de resiliencia o autorregulación. Este punto de inflexión, para el académico británico Timothy Morton, es descrito como la transición de la época del Antropoceno a “la Era de la Asimetría”, extremando aún más la conciencia de lo que hemos hecho sobre nuestro planeta, sentenciando la idea de que el fin del mundo es algo que ya ocurrió. Morton se refiere a una relación asimétrica justamente dada la presión humana por los recursos naturales y el impacto de nuestra contaminación, que es mayor que la capacidad de autorregulación de la Tierra. Para él, el fin del mundo se puede datar en el siglo XVIII, con el proceso de industrialización, la máquina a vapor y el modelo de desarrollo posterior.14 Ya volveremos sobre esto.

Como señalaba Oyarzún, “[n]os habituamos a pensar que la tierra todo lo da, que lo dará siempre todo, que siempre habrá tierra”, y agrega, “[s]olo clama justicia tanta tierra descuidada, perdida, estrujada”.15 Esta apelación puntual, Oyarzún la recoge del texto que dos décadas antes, Rafael Elizalde Mac-Clure había publicado: La sobrevivencia de la tierra. Esta obra visionaria tuvo una reedición en 1970 y señala la coincidencia del tema a nivel local, respecto a la discusión internacional. Ante el panorama actual, cuarenta años después, cuando se hacen perceptibles cotidianamente los efectos del calentamiento global a pesar de que algunas autoridades políticas pretendan ignorarlo, ambos trabajos cobran nuevo énfasis. Morton, tal como nuestros autores antes citados, advierte que el mayor riesgo es la indolencia, dada la magnitud del impacto tecnológico y sus consecuencias para la sustentabilidad de la vida humana en la Tierra, y, por ende, la magnitud de las acciones que es preciso iniciar si se pretende alcanzar la reparación. No obstante, como un mecanismo defensivo, obviamos el problema o asumimos la solución como un gesto mágico.

Respecto a la percepción del riesgo y peligro, Sabucedo y Rodríguez explican que cuando una persona percibe que puede hacer algo para evitar o prevenir un peligro que la amenaza, esta persona intentará manejar la situación enfrentando el problema. Contrariamente, cuando una persona percibe un riesgo latente ante el cual no hay nada que pueda hacer, bloquea este mensaje y hace como si no existiera el peligro, pues, de lo contrario, la situación se haría insoportable.16 Esta actitud defensiva es lo que Morton llamará el “sueño” del que es preciso y urgente despertar,17 pues el “umbral del apocalipsis”, como lo llama N. Parra, nos paraliza. La necesidad de generar conciencia sobre el problema, para así conformar un compromiso ético con “la tribu”, se tensiona con la tendencia defensiva a ignorar un problema ineludible.18 En este sentido, las promociones de una reflexión interdisciplinaria permiten representar escenarios posibles, donde no solo se visualice la amenaza, sino también se imaginen acciones tendientes a la superación de la crisis por medio de una convivencia sustentable, así como concreta y material.

En otras palabras, la situación que destaca Morton es análoga a estar “durmiendo con el enemigo”. Porque, tal como ocurre con las comunidades más pobres que viven en asentamientos en el lecho de un río u otras zonas inundables, áreas contaminadas o antiguos vertederos, no pueden pensar en el peligro inminente. Si esas personas pudieran optar por mejores condiciones, no elegirían vivir en esos lugares. Su única opción es actuar como si el riesgo no existiera. En una escala mayor, siguiendo a Morton, el riesgo del fin del mundo, o al menos la amenaza sobre las condiciones adecuadas para la vida humana sobre la Tierra, es una realidad tan abrumante que actuamos como si el cambio global no estuviese ocurriendo y no tuviese relación con la acción humana. Quizás existen soluciones hacia la reversión de dichos efectos, pero implica desplazarse de la zona de confort y los hábitos; de lo contrario, cualquier matriz de cambio, parece imposible.

Paradójicamente, la misma tecnología que transforma la Tierra al punto de la asimetría irreversible, nos ofrece nuevas formas de percibir entre las cuales hay algunas que facilitan la empatía con la sostenibilidad del planeta. En Sense of Place and Sense of Planet: The Environmental Imagination of the Global, Ursula Heise argumenta que: “la capacidad infinita de aumento que permite una herramienta como Google Earth, marca un cambio formal y conceptual, con implicancias relevantes para las representaciones de lo global a través de variadas formas de arte y pensamiento ambiental”.19 Heise valora positivamente la perspectiva que facilita la tecnología como una forma de propiacepción planetaria. Es decir, una auto imagen que permite experimentar la residencia en la Tierra de manera amplia y renovada, casi como si se tratara de un acto particular de comprensión de la fragilidad de aquella única dimensión real que consiente la vida, el planeta y sus condiciones de habitabilidad.

Tal como señala Heise, la experiencia directa y de contacto con la Naturaleza, a la usanza de los primeros autores cuya escritura puede relacionarse con la Naturaleza (nature writing), en un sentido amplio, y de los primeros académicos que hicieron análisis ecocrítico, no es la única manera de producir un compromiso ambiental en las personas, las comunidades y, por cierto, en los Estados. Heise sostiene que la percepción virtual puede, efectivamente, suscitar compromisos, virtuales o concretos, intelectuales, prácticos o estéticos, que a la vez contribuyen a la modelación cultural y ética. Y aunque esto sea un proceso lento, esta ética repercutiría, finalmente, en aspectos políticos concretos que pueden detener el avance del deterioro del ecosistema.20

Si bien la ecocrítica es la respuesta desde la academia a la preocupación que vive la sociedad contemporánea por el medioambiente, como ya señalamos, la Naturaleza ha estado presente, desde siempre, en las principales manifestaciones culturales. En Del campo a la ciudad (1973), Raymond Williams rastrea la representación nostálgica de la Naturaleza que siempre añora aquel tiempo en que aparentemente se vivía mejor; Williams lo identifica como “un problema de perspectiva”. Así, desde el paisaje bucólico que muestran autores como Hesíodo (c700 a.C.) y luego Virgilio (c40 a.C.), a la situación de crisis ambiental presente, es posible afirmar que cada época ha mirado hacia atrás con añoranza, extrañando aquel tiempo anterior que se evoca como un estado mejor que el presente y que se configura como mito originario.21 No obstante, no por este sesgo tan humano, la situación actual es una construcción ficticia instalada por narradores y poetas nostálgicos de un tiempo anterior, sino que tiene implicancias concretas innegables.

En la conferencia “From Critique to Composition” (2012), Bruno Latour argumenta que existen datos duros —los llamados matter of fact— y evidencia innegable que dan cuenta de la capacidad transformadora y depredadora de la humanidad sobre la Tierra. Latour ofrece como ejemplos el cambio climático que experimentamos y la extinción del atún en las costas del Mediterráneo. No obstante, dice Latour, ante los diversos intereses en conflicto, incluso la comunidad de científicos tiende a poner en duda dicha evidencia. Curiosamente, sostiene, para generar consensos al respecto, los propios científicos deben apelar a la confianza e incluso al voto, en vez de la evidencia científica, esa que nuestra cultura racional e ilustrada ha considerado por siglos, objetiva e indudable. Paradójicamente, su argumentación racional y su evidencia demostrable estarían en tela de juicio, en pos de suscitar consenso y movilización. Latour propone como solución viable lo que él llama “composition”; donde argumenta que necesitamos componer un relato que vincule las representaciones de la ciencia con otras representaciones, como las del arte y la crítica, y que será esta convergencia la que nos movilizará hacia el cuidado y protección de nuestro oikos.22

Esta propuesta de “composición” de Latour, por cierto, está en sintonía con lo que otros autores recientes proponen, como Jonathan Bate en The Song of the Earth; y Morton en Ecology without Nature. Para Bate, la poesía podrá crear, componer, un espacio habitable que nos permitirá imaginar una manera armónica de habitar.23 Para Morton, la misma ecocrítica y los estudios ambientales deben tender a hacer ecopoiesis, y así alcanzar el nivel de ecocritique24, llevándonos a una experiencia estética y no solo intelectual.

Y es justamente la posibilidad de la composición el factor de cambio que, motivado por la educación estética, podría contrarrestar el imaginario distópico y apocalíptico, y asegurar una apertura que impulse el compromiso desde una base positiva que permita aspirar al bienestar común y a la superación de un modelo de Estado que sustenta los principios y los paradigmas de desarrollo que, probadamente, son parte de los propulsores del cambio climático.

Entre estos drivers del cambio global —como se les suele llamar—, hay algunos que, por cierto, están asociados radicalmente a la vida humana y al desarrollo. Otros no. Quizás, el más complejo de asumir y del que se habla poco pese a su relevancia en el modelo, es la sobrepoblación del mundo. En este sentido, es importante subrayar el aporte de William Vogt, científico contemporáneo de Rachel Carson, quien ya en sus publicaciones de 1940, mencionaba este como un factor central del incierto futuro del planeta.

Por ahora regresaremos a la noción de composición que propone Latour, y que nos interesa especialmente porque la retomaremos más adelante, considerando la analogía con la creación poética como una “composición”. Este es el término, coincidentemente, que utilizamos para nombrar las creaciones musicales y los primeros textos que en la escuela nos forman en la cultura de la prosa. Por otra parte, la palabra “composición” posee la misma raíz de una palabra que es cada vez más usada en la cotidianidad de quienes buscan aportar a las 3R como es la noción de “compostaje” o compost. Ambos términos están asociados al acto de componer, del latín componere, con el significado de formar de varias cosas una, juntándolas y colocándolas con un cierto modo y orden. Asimismo, del latín compŏsitus deriva componado y el francés componé, y de este: componer, compositor y composta. Justamente la composición se instala como una práctica de reutilización, pero además como camino viable para consensuar la acción en pro del bienestar común, no solo en un sentido material —asociado a lo que hacemos con los restos orgánicos de lo que sirve para la alimentación humana y animal— sino, además, como desplazamiento metafórico. Como propone Latour, esto se relaciona con los acuerdos potenciales que la cultura facilita para integrar una noción de bienestar superior que permita un porvenir común, un porvenir posible.

De esta manera, tal como profundizaremos más adelante, el concepto “composición” y el de “compostaje cultural” permiten imaginar la generación de un espacio donde es posible vincular diversas formas de representación que son significativas para un destino sostenible. Siguiendo a Latour, se trataría de una composición que facilitaría la identificación cultural, en un sentido más amplio que simplemente referido a lo humano y, a la vez, suscitaría el impulso hacia la movilización política ambiental basada en el principio, antes mencionado, de una dependencia radical de la Naturaleza.

1 Ernst Haeckel (1834-1919): de acuerdo con Egerton en “History of Ecological Sciences, Part 47: Ernst Haeckel’s Ecology”, la primera aparición del término “Oecologie” figura en Generelle Morphologie der Organismen. Escrito por Haeckel y publicado en Berlín en 1866.

2 Williams, R. Palabras clave: un vocabulario de la cultura y la sociedad. Ediciones Nueva Visión, 2003, 112-113.

3 Lovelock presenta esta hipótesis en artículos académicos en 1972 y 1974 y en un libro de difusión en 1979.

4 Glotfelty, C. “Introduction”. The Ecocriticism Reader; Landmarks in Literary Criticism. C. Glotfelty & H. Fromm, eds. U of Georgia Press, 1996, xix (la traducción es nuestra).

5 El DDT (dicloro difenil tricloroetano) es un compuesto químico utilizado masiva e intensamente como insecticida desde mediados del siglo XX. En 1972 fue prohibida su aplicación y producción en Estados Unidos

6 Heise, U. Sense of Place and Sense of Planet: The Environmental Imagination of the Global. Oxford UP, 2008.

7 May, T. J. “Beyond Bambi: Toward a Dangerous Ecocriticism in Theatre Studies”. Theatre Topics Vol.17, n.°2 (Sept. 2007), 95.

8 Ver: Ingold, T. Perception of the Environment: Essays on Livelihood, Dwelling and Skill. Routledge, 2000.

9 Parra, N. Así habló Parra en Cárdenas, comp. El Mercurio-Aguilar, 2011, 178-9.

10 N. Parra, Op. cit., 2011, 1023.

11 Oyarzún, L. Defensa de la Tierra. Ediciones Biblioteca Nacional, 2015, 26 y 65 respectivamente.

12 N. Parra en Cárdenas. Op. cit.

13 Glotfelty. Op. cit., xx (la traducción es nuestra).

14 Morton, T. Ecology Without Nature. Harvard UP, 2007, 4 (la traducción es nuestra).

15 Oyarzún. Op. cit., 28 y 29 respectivamente.

16 Sabucedo, J. M. & Rodríguez, M. Medios de comunicación de masas y conducta política. Biblioteca Nueva, 1997.

17 Morton, T. Hyperobjects Philosophy and Ecology after the End of the World. University of Minnesota Press, 2013, 7.

18 N. Parra en Cárdenas. Op. cit., 179.

19 Heise. Op. cit., 21 (la traducción es nuestra).

20 Heise desarrolla este mismo argumento en el Capítulo I: “From the Blue Planet to Google Earth”, del libro antes citado.

21 Williams, R. “Un problema de perspectiva”. Del campo a la ciudad. Alcira Bixio, trad. Paidós, 2001, 33-37.

22 Latour, B. “From Critique to Composition: a Seminar with Prof. Bruno Latour” en Dublin City University. Publicado en línea en marzo de 2012 a través de Youtube.

23 Bate, J. The Song of the Earth. Harvard UP, 2002, 199-200.

24 Morton, Op. cit., 2007. La noción de ecocritique es desarrollada por Morton a lo largo del texto para referirse a una crítica que es autorreflexiva.

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