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La ruta del abandono

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En Costa Rica, el porcentaje de hijos a los que el padre no reconoce legalmente aumentó del 21,1 al 30,4% durante la década de 1990.

A falta de datos oficiales, el cálculo señala que para 2015, el porcentaje ya podría superar el 35%.

Ese es el tema del que hablamos todos: de los hombres que se van.

“Pero ¿cuántas seremos las mujeres que nos vamos…?”

Eso era lo que estaba pensando mientras recogía unas cuantas blusas, un par de bloomers, dos enaguas y unas pantimedias y las metía en un maletín pequeño.

Así me preparaba para salir por la puerta, abandonar a mis tres hijos y no volver a ver atrás.

Era importantísimo que el maletín fuera chiquitico, que no levantara sospechas, porque en mi barrio las sospechas se levantaban solas: no importa que fueran las dos de la mañana, si de algo podía tener certeza yo, es que las chismosas de mis cuñadas estarían pegadas en las ventanas de sus casas, controlándolo todo.

Por eso fue que le quité a Nachito el medio destrozado bulto que llevó a la escuela el año pasado, lo remendé un poquito a como pude, cuando nadie me veía, y empecé a guardar en él lo necesario: documentos, los ahorrillos que había juntado durante los últimos meses y, ahora, alguito de ropa para el camino.

¿Que cuando fue que empecé a idearlo? La verdad, ya ni me acuerdo.

Sé que fue una idea que siempre estuvo ahí, que quizá arrancó la noche misma de bodas, cual más el Don Vasco y la Teresa.

En la Costa Rica de 1949, la escritora feminista Yolanda Oreamuno publicó “La Ruta de Su Evasión”, un texto increíble para la época con el que la costarricense trató, por primera vez en la historia de la literatura nacional, el tema del patriarcado y la violencia doméstica en las relaciones matrimoniales y en las familias.

La historia se sitúa entre las paredes de la casa de Vasco y Teresa, padres de 3 hijos a los que el machismo de su padre marca de una u otra manera.

Oreamuno desmenuza la historia a partir del lecho de muerte de Teresa cuando ésta, al rememorar su vida, cae en cuenta de lo que ha sido su paso por este mundo al lado de ese hombre y donde se cuestiona en qué momento empezó a odiarlo.

Y la respuesta es sencilla: fue en su noche de bodas.

Esa noche en que él le dijo “date la vuelta” y sin verla a los ojos, la desvirgó con una violencia solo propia de a quien los sentimientos de su ahora cónyuge, le importan un carajo.

Exactamente igual a como hizo Julio conmigo.

—Mamá ¡Julio es muy concho! Y violento. No me gusta… –recordaré siempre haberle dicho.

—Ay, mamita ¡no se me ponga usted en delicadezas! Eso es estar casada y así usted lo quiso.

Mis hijas dirán que posiblemente ahí fue donde empecé a endurecerme.

Damaris, que para esa noche de abril del ´65 no era más que un óvulo en mi vientre, va a decir con los años que “mamá era de hierro” que “¡qué mujer para ser dura!” ¿Que qué es lo que lo endurece a uno?

Yo nací en otra Costa Rica. En la de la preguerra, en la que las cosas eran otra cosa.

Crecí en la Heredia de mediados del siglo pasado, cuando la economía costarricense seguía basándose en el café, las niñas nos seguíamos casando a los 16 años y la mayoría de los hombres se bebían hasta el agua de las aceras.

¿Que dónde puede uno conseguir estadís… qué? ¿Datos del alcoholismo de esa época? ¡Ay, mi niña! ¿yo qué vo’a saber? Si en mis tiempos no había ni IAFA ¿qué iba a haber estadística de eso?

Esa noche, Irene dormía en su cama sin que el barullo que yo hacía cuando me movía de aquí para allá, la incomodara.

Cuando los años pasen, dirá que hay cosas que se graban en la mente y que uno no olvida y que la mañana en que se despertó y no me vio ni a mí ni a mis cosas, será la peor de todas ellas. La peor de su vida.

De su vida de, en ese momento, apenas 4 añitos.

Suspiré al salir del cuarto para recoger un par de menesteres de aseo en el baño.

La puertucha en que dormían Nachito y Ana Yancy seguía abierta.

Cuando el niño, de 3 años recién cumplidos, llegó de la casa de la abuela después de jugar con los primos, me contó que jugó bola toda la tarde y que estaba cansadísimo. Por eso cayó profundamente dormido no más poner la mejilla en la almohada y por eso me dio el chance a mí para moverme un poco más tranquila.

Para esa noche, Ana ya tenía 1 año y medio y ya habíamos descubierto que tiene síndrome de Down.

Mi suegra se murió diciendo que su condición es un castigo y/o la voluntad de Dios. Yo me voy a morir diciendo que las palizas que me pegó Julio cada día durante los 9 meses que duró ese embarazo, tuvieron que haber tenido que ver.

Ahí, más o menos, creo yo que fue donde se condensó la decisión. Con ese embarazo a cuestas fue que empecé a ahorrar.

Porque sí, a diferencia de lo que van a decir todas las vecinas, antes de Luis la decisión ya estaba tomada.

Julio no era mala persona, pero por dentro llevaba el peor demonio que ha envenenado y que aún envenena a nuestro país y a nuestros hombres: el guaro.

Empezó a beber a los 13 años. Son 14 hermanos y los 6 hombres de la camada son alcohólicos. Julio será el único de los 6 al que, en unos años, mate el vicio.

Mis 5 cuñadas, por su parte, aguantarán medio siglo de golpes, borracheras, humillaciones y el hambre que deja que sus maridos no den un cinco a la casa por haberse tomado la plata de la comida en alcohol.

Yo seré la única que no pueda más. Y yo seré a la única que se mueran juzgando. A la única a la que señalen de por vida.

Entré al baño y recogí cepillo de dientes, algo de maquillaje, un peine y pasta dental. De vuelta al cuarto, al closet: 6 blusas, tres enaguas, un pantalón; ropilla vieja para pijama y un par de brassieres.

Me llevé un solo par de zapatos, no cabían más.

Detrás mío, la cama vacía.

Mis hijos estaban a solo horas de quedarse solos.

Era la madrugada del 27 de setiembre de 1965.

Para el 2017, cuando yo ya no camine por este mundo, 4 de cada 10 hogares en Costa Rica estarán encabezados por una mujer, según la Encuesta Nacional de Hogares del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC).

Que un hombre se vaya de casa ya será un tema común; 4 de cada diez padres abandonarán a sus hijos y eso entonces, y desgraciadamente, ya no será nada nuevo.

Ya no será la Costa Rica de la preguerra ni la del Estado Benefactor, para entonces será la de Yolanda Oreamuno y Laura Chinchilla; pero aunque sea otra, aunque se desarrolle todo lo que quiera y aunque sea “común” que los hombres se vayan, que una mujer lo haga seguirá siendo un tema tan escandalizador como lo fue esa maldita noche.

Durante los 6 años de matrimonio, cada vez que Julio había amenazado con irse y dejarnos, mi madre salía a gritarme y a decirme que el matrimonio era para siempre, que aguantara; que yo sabía que él era un borracho cuando me escapé para casarme con él, que ahora no me pusiera a hacerme la débil. Cada vez que había amenazado con dejarme, a mí más que miedo, me hacía fantasear con la felicidad de la idea.

Pero era “hasta que la muerte los separe”, como solía decir mi madre.

¿Y si el problema era que yo ya estaba muerta por dentro? ¿y que el que me había matado había sido él?

Vivíamos en una casa de madera con las paredes pintadas en un feo tono verde agua; la nuestra era de esas casas en las que uno camina y las tablas del piso chirrian sin vergüenza alguna. El comedor era minúsculo, teníamos tan poco dinero que solo había alcanzado para comprar un par de sillones y unas sillitas de comedor, de esas de madera que mis hijos asociarán con las que usarán mis nietas para jugar a la casita dentro de, para aquel entonces, 30 años, cuando el recuerdo los siga atormentando.

En una de esas sillas, pintadas de verde agua como la casa, fue donde me senté a las 2:17 de la mañana, a escribir sus cartas.

Lo hice con esmero: apunté cada hecho pequeño que me había llevado ahí, cada detalle chiquitico y hasta la hora que marcaba el reloj. Escribí con las faltas de ortografía típicas de una mujer que no había llegado más que al cuarto grado de la escuela y entonces, bajo la luz de una vela, les hablé de Luis.

Duré más o menos 25 minutos terminando las tres cartas. Una para cada uno de mis tres hijos.

25 minutos. Duré casi un minuto por cada año que tardaron esas cartas en llegar a sus manos, pues mi suegra se encargaría de esconderlas y no sería sino hasta entrada la década de los ‘90’s, después de su muerte y mientras Ire arregláse las cosas de la para entonces difunta, que encontrará los amarillentos papeles escondidos en un cajón.

Casi 25 años en leer que esa madrugada yo, desde lo más profundo del alma, lamentaba lo que estaba haciendo.

25 años en los que emergerían en mis hijos sentimientos y cicatrices de las que yo, desgraciadamente, ya empezaba a ser consciente en ese momento.

Aunque no fueran más grandes que las que su padre ya me había hecho a mí.

En el futuro, el psicólogo Nicolás Moreno, tratará este tema cuando estos temas ya sean tratables; hablará de consecuencias en las que yo trataba de no pensar esa noche.

Dirá que el abandono materno provocará una fuerte inseguridad en mis hijos; que vendrá de la mano de un posible horror desmedido por parte de mis, ahora niños, sobre abandonos de parte de sus parejas; que eso los hará más propensos a que soporten maltratos a fin de no quedarse solos; que de esta noche traerá consigo que desarrollen conductas posesivas y excesivamente dependientes hacia quienes les rodean. Que los marcará de por vida.

Esa Navidad, cuando Ire le pida “al Niño” una madre y llore con desesperación en el cafetal del fondo de la casa de mi suegra por ser ella y sus hermanos los únicos de los primos que no recibirán regalos, porque la que se los compraba era yo, empezarán a salir a la luz esas conductas.

¿Que si pensé en llevármelos? ¡Claramente! Pero devuélvase, mamita, a la Costa Rica de hace 50 años: allá JAMÁS una mujer se iba a llevar a sus hijos, sin importar qué tan borracho o agresor fuese su padre. Mucho menos en un barrio como el mío, lleno de cuñadas chismosas, pegadas a las ventanas.

“Pero yo no me voy a justificar, si algún día es voluntad de Dios que ustedes entiendan, entenderán, pero que sea lo que él?(sic.)?quiera”.

Ese es el único fragmento de texto en el que coincidirán las 3 cartas.

Nachito va a cortar relaciones con toda la familia, se alejará de sus hermanas y el día del entierro de Julio será la última vez que ponga un pie en la calle familiar, llena aún para entonces, de tías chismosas.

Anita, por su parte, se hará fuerte aprendiendo a cargar con su discapacidad, pero gracias a la Virgen no lo hará sola, pues a pesar de que su padre que, demasiado borracho para entenderme a mí, jamás lo logrará con ella, nunca le faltará quién. “Ya, ya ¡ya! Todo va a estar bien, todo va a estar bien, todo va estar bien…”, me susurraba a mí misma, mientras me mecía sobre la sillita y me trataba de convencer de que nadie se iba a morir con esa decisión.

Eso había dicho Luis.

Lo conocí en el hospital, la noche en que nació Ana Yancy. Con los años recordará que me encontró llorando en silencio con la mirada puesta en el techo del San Vicente de Paúl y con la niña en mis brazos, moviendo la boquita de manera algo rara, tratando de llorar de hambre.

—La niña tiene hambre, señora –dirá que me dijo.

Luis era enfermero en el hospital, de los primeros de la época, en una Costa Rica en la que esa labor era solo de mujeres.

Dirá que no le respondí, mientras mi niña abría su boca con desesperación, tratando de sacarse del pecho los gritos de hambre que llevaba adentro.

—Señora… ¿Señora? –Luis se acercará a mí, me quitará a la bebé de los brazos para alimentarla y me verá el cuello, los hombros y el pecho forrado de moretones recién hechos.– ¡Señora!

Los moretones que me adelantaron el parto.

¿Saben ustedes lo difícil que era en 1964 que una bebé prematura sobreviviera?

Mi hija no es un castigo de Dios, es una bendición que sobrevivió a haber nacido sietemesina, producto de los golpes de su padre.

La Asociación Panamericana de la Salud incluso escribirá un libro sobre casos como el mío, “El Brindis Infeliz”, que señalará, bajo la tinta de Julio Bejarano para Costa Rica, que para la década del 2000 un 60% de las mujeres costarricenses será víctima de violencia intrafamiliar por parte de su pareja y que en el 30% de estos casos, dicha pareja llegará completamente ebria a la casa, decidida a cerrarlas a golpes.

Y la noche antes del nacimiento prematuro de Ana, fue exactamente eso lo que pasó: Julio llegó hasta el rabo a las 3 de la mañana, entró a casa y me cerró a patadas y a puñetazos, provocando que se me rompiera la fuente.

—¿Quién la está esperando afuera, señora? –preguntaba Luis mientras le daba de comer a la bebé en uno de esos biberones grandes y de metal que usaban los enfermeros en los '60, bajo las luces grandes de Maternidad.

—Nadie, vine sola –dirá que respondió mi voz pastosa, sin que mis ojos, ya duros y curtidos, quitasen la mirada de las lámparas.

—¿Cómo sola? ¡Usted no se pudo haber venido sin nadie, su estado de salud es grave! –exclamaría mi enfermero.

—Sí, sí pude.

Y claro que pude: cuando no iban a ser ni las 4 de la mañana, no me quedó más que salir a la calle con la fuente rota, a pedirle al cielo que algún carro pasara por la calle con campo, disposición y piedad para llevarme al hospital a parir, ante la borrachera de un padre que no me oyó ni siquiera salir.

“¿Pueden imaginarse la escena?”, será lo que les escriba a los niños en las cartas que leerán de adultos: en una calle de lastre, en medio de los cafetales rafaeleños de mediados de los ‘60, una moreteada mujer con una panza enorme pega gritos, mientras llora pidiéndole a Dios que un carro pase y que su conductor esté dispuesto a irla a tirar al Hospital de Heredia, entonces tan lejano, para poder ir a dar a luz en condiciones medianamente salubres.

Mi suegra, que era partera, dirá que si yo le hubiese tocado la puerta a ella para que me ayudara a parir, en lugar de tirarme a la calle, yo no habría conocido a Luis...

Pero ese es otro tema, porque así, en media calle, fue como me encontró el finado Juaneje, quien pasará toda su vida diciendo que esa noche creyó que era la Tulevieja la que se le apareció en medio del lastre, mientras iba para San Pablo a traer el pan con el que surtiría su puestito panadero en el Mercado Central.

Pero ese martes el puesto tuvo que permanecer cerrado, porque el buen hombre no halló como dejar sola a esta entonces pobre parturienta, a las puertas del hospital y se quedó conmigo hasta que di a luz, y luego con Ana Yancy cada día del resto de su vida.

“A veces los hijos le caen a uno del cielo”, dirá cagado de risa con los años.

Le aplaudiré que por lo menos él sí se pueda reír de esto...

En cama duré 2 ó 3 días y en todo ese tiempo, Luis no me dejó sola ni un minuto ni me permitió irme hasta que los moretes empezaron a curarse.

Ahí fue donde vería al padre de, para entonces, 3 hijos, llegar a conocer a su bebé cayéndose de borracho; donde lo vería tratar de golpearme de nuevo y a pesar de ese estado, “por haber salido de la casa sin permiso” y donde vería, con sus propios ojos, en qué se estaba metiendo.

Y yo nunca sabré si fue por lástima o qué, pero a partir de esa semana Luis sería el enfermero de cada día restante de mi vida.

El reloj marcó las 3:20 de la mañana y Julio todavía no llegaba.

Yo ya sabía que desde hacía 20 minutos que Luis me esperaba afuera, pero había que esperar al marido, no iba a ser que me lo encontrara fuera…

Me recosté en la cama, de nuevo, y miré al techo echa un manojo de nervios.

Las cobijas me cubrían hasta las orejas para que mi marido no notara la ropa de salir, de irme.

El frío me calaba hasta los huesos.

Había un relojito con termómetro sobre la mesita de noche.

Me tiritaban los dientes.

El termómetro marcaba los 24 grados.

Llevaba 9 años durmiendo en esa cama y la dureza del colchón se había ido triplicando día con día hasta que es noche era un bloque duro de cemento.

Se había endurecido cada día que salí al mercado. A la pulpería. Cada día que visité el bazar y me hice amiga de las vecinas, que me metí en clases de bordado con la costurera de la esquina, que llené los armarios de los chiquillos a falta de dinero con el que vestirles.

Que hice cualquier cosa que tuviera a mano para evadir la violencia. Para alejarme de las noches en que llegaba borracho a reventarme el cuerpo. A matarme por dentro.

Cada día que dejé a mis hijos solos. Que me endurecí.

Con los años, Damaris dirá que yo era una mujer muy dura; que “mamá era de hierro”.

Julio llegó a la casa, borracho como una cuba, a las 3:36 am.

Entró a la cama y de la borrachera, ni vio la ropa de salir que llevaba puesta; me bajó las faldas y me violó hasta que se regó dentro de mí, sin ninguna consideración y sin fijarse ni en mi rostro. Y así, sin mirarme a la cara, como si yo no existiera, se dio la vuelta y se quedó dormido.

Con los años, mi suegra, que era partera, dirá que si yo le hubiese tocado la puerta a ella para que me ayudara a parir, en lugar de tirarme a la calle, yo no habría conocido a Luis… pero Dios escribe en renglones torcidos.

A las 4:03 de la madrugada, me levanté, me puse otros bloomers y otra enagua con la frialdad de un desalmado, para que Luis no tuviera que aguantar el olor del semen de otro en mis piernas.

Salí del cuarto, recogí las cosas y de la conmoción de la última violación, no me percaté del ruido que estaba haciendo.

Abrí la puerta y dos pasos antes de salir de la casa, la manita de Nacho me empujó para adentro y con su pijama vieja, su carita sucia y su cuerpito marcado por la anemia, me dijo con ojitos de sueño:

—Mami, ¿ya se va?

Con los años, yo aseguraré que sin Luis, después de esa noche yo misma me hubiera matado.

Piel de mujer

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