Читать книгу Piel de mujer - Andrea Mora Zamora - Страница 8

Conscientemente dependiente

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Entré al baño. Me miré en el espejo y sobereé la superioridad deliciosa que da la perspectiva.

Es como si un friíto me recorriera la espalda, saliendo de la bolsita escondida que sabía en mi pantalón, y se extendiera hasta la punta de mis dedos.

Saludé a la señora que hacía fila frente a mí y, tres minutos después, me pregunté, empezando a impacientarme, por qué la gente dura tanto en el baño.

Dos minutos más y tamborileé con los dedos la mesa del lavatorio pensando, harta de esperar, que si duran otro minuto iba a sacar la maldita bolsa y ¡me iba a oler la puta raya ahí mismo!

Es más, ya mis dedos estaban buscándola, cuando la puerta de la señora se abrió y casi empujándola para sacarla, me metí al cubículo.

El corazón me latía tan fuerte que es como si en lugar de en el pecho, lo tuviera localizado en los oídos.

La emoción previa es de los sentimientos más fuertes que logro recordar y que hace que todo lo demás se me olvide.

Pero ese viernes fue en vano.

“No, Paula, no. La bolsa no está”.

La bolsita del pantalón estaba vacía.

No estaba la cocaína.

La respiración se me aceleró. Las manos me empezaron a temblar.

¡¡¡NO ESTABA LA COCAÍNA!!!

Yo desesperada, busqué en todos los rincones de mi pantalón y tiré el bulto sobre la taza del baño y lo revolqué todo, tratando desesperadamente de localizar la bolsita.

Me tocaron la puerta. Llevaba ya un buen tiempo ahí dentro. Por el murmullo, supuse que había mucha gente esperando por el único baño bueno de todo el segundo piso del Mall San Pedro.

Pero ¡a mí me valía una puta mierda!

¡La desesperación no me dejaba pensar! y por eso los ignoré cuando me senté en la taza a preguntarme ¡¿a dónde demonios pude dejar botada esa estúpida bolsa?!

Ni idea.

Volvieron a tocar, me harté y salí reventando la puerta. Una señora regordeta, de tacones y cara de santulona, me miró con reproche. La empujé para que se quitara del lavatorio y me arrojé sobre él como quien se acuesta sobre una mesa, para buscar en cada rincón la mentada bolsa ¡que tampoco estaba!

¡La desesperación me consumía, carajo!

Es insoportable lo que la cocaína le hace a mi cuerpo cuando este cuerpo solo 10 minutos antes estaba preparado para disfrutar de las dos rayas que me iba a inhalar.


“Mother do you think they’ll try to break my balls?”


—sonaba en el Spotify cuando salí del baño en medio de una crisis, con la cabeza gacha y concentrada en el piso y en cualquier mancha blanca que se me aparezca en el camino.

¡Pero ni mierda! ¡La estúpida cocaína no aparece! –me gritó la voz de mi cabeza desde dentro, mientras por fuera yo trataba de controlar las náuseas de absténue que ya me caían encima.

Temblando como una estúpida, me senté en una de las bancas del segundo piso para tratar de calmarme, mientras la carajilla de vestido rosado que estaba a la par mía empezaba a pegar alaridos y yo me preguntaba por qué la vida se empeñaba con tanto esmero en cargarme las pelotas en un momento como este.

Recuento de acciones.

Cuando era niña y dejaba la Barbie tirada en algún lado y luego no recordaba dónde, mi nana siempre me decía:

—Palala, volvé sobre tus pasos ¿por dónde estuviste cuando andabas con la muñeca?

Así que hice eso.

“A ver Palala, a ver, recordá…”


“Ooooh aah, is it just a waste of time?”


Solía matizar con Pink Floyd o con Nirvana y ese viernes escogí The Wall como soundtrack cuando se la compré a Esteban.

Siempre me había parecido increíble la capacidad que tengo para conocer dealers en prácticamente cualquier lugar al que voy, así que de nuevo, me sorprendió un poco cuando meses atrás ese limonense flacucho me dijo “mae yo le dejo la de buena calidad a 5 el gramo y un rojo por traérsela desde allá”.

Y no lo pensé dos veces para decir que sí y desde entonces el Teban se volvió mi mejor amigo.

En Limón la que se conseguía era buenísima. En aquel tiempo, antes de que hace un par de años la desterrara Desamparados del puesto, Limón era la segunda provincia más violenta del país y tenía un puerto al que los traficantes llegaban como palomas. Por eso, di, ni dudé de la calidad del producto.

¿Que incito a la violencia, al narcotráfico y a los muertos del sicariato? Bueno pues no, con un pase adentro cualquiera ignora eso.

Ese viernes Teban me la dio saliendo de Micro 1. Era una bolsita de esas que apestaban a perico con solo cogerla y tenía quemada la punta.

¡Calidad!

No la había tocado cuando me fui para el Mall San Pedro a hacerle los pagos a los viejos. Era súper molesto que me usaran de mandadera, pero si no hubiera tenido que ir a pagar la deuda del carro, no habría tenido con qué sacarles algo para saciar el ansia.


“Mother don’t think she’s good enough for me?

Mother do think she’s dangerous to me?”


Llegué al mall y fui directo al BCR. La fila era insoportable pero me gustaba esa cuestión de dejar que la ansiedad creciera… hasta un punto donde aún pudiera controlarla. Hice los pagos en la caja 3 y me fui.

Pasé a pagar el internet de mi casa en la pequeña oficina del ICE y me compré una hamburguesa con queso y unas papas para llevar en el Mc Donald’s del segundo piso.

Luego, fui al baño.

Listo. Recuento de pasos finalizado.

Ahora la pregunta era ¿¿dónde demonios en ese camino dejé tirada la mierda esa??

Voy a llorar ¡era un bolsa intacta!

Sabía que no era mayor problema, que podía salir a la entrada principal del mall y ahí alguno de los taxistas me vendería otro gramo solo que un toque más caro, como habían hecho siempre, así que en ese sentido todo estaba bien.

Lo que me tenía tan molesta era que ¡era una bolsa intacta! ¡Mi bolsa perfectamente intacta, traída desde el paraíso de la cocaína!

La que vendían abajo, en la entrada del Mall, tras de más cara, era la que venía de la León o de los Cuadros y ya tenía la suficiente experiencia en esta vara como para saber que el perico de allá siempre estaba adulteradísimo.

Cuando estaba en el cole y empecé a drogarme, me vendieron una tiamina mezclada con coca, me acuerdo bien de eso. Y a Daniela, la quinceañera que empezó conmigo, le habían vendido una mezcla de coca y veneno para ratas que le despedazó las fosas nasales y casi la mata.

Por eso prefiero la de Limón, esa era buena, bonita y deliciosa y… ¡Suave!

En algún momento de la reflexión de los pasos, empecé a hablar sola.

Los ojos espantados de la mamá de la chiquita de vestido, que ya no gritaba porque su madre la cargaba en brazos para alejarla de mí, me lo demostraron.

—¿Cómo me debo ver? –me pregunté. –Como una loca drogadicta –me respondí sola.


“Mother, did it need to be so high”


Drogadicta. ¡Oh, palabra más fea!

El Instituto sobre Alcoholismo y Farmacodependencia (IAFA) aseguró que hay más de 40 mil adictos en el país y ha señalado además que la cocaína es la droga con más consumo en el mundo, al ser una de las más adictivas porque aparte de adicción psicológica provoca adicción física.

Esa migraña del carajo que ya me había empezado era la mejor prueba de ello.

Además, recuerdo que antes el gramo me aguantaba más: a los 16 me compraba una bolsa y me duraba hasta una semana. Ahora, a los 19, no me pasa de una noche.

Y esa noche me la quería pegar increíble porque era el cumpleaños de mi amigo… ¡y sin coca no iba a poder! ¡¿Cómo iba a manejar luego hasta mi casa?!

Lo que más me gusta de la coca es que nadie tiene por qué notarla y que me baja la borrachera. El efecto estimulante de la cocaína mata el exceso de alcohol y lo puedo hacer en cualquier baño sin que ninguno de mis amigos se entere.

En tres años consumiendo no me han encontrado ni una sola vez.

“Porque los adictos son astutos y saben cómo consumir sin que los agarren…”

¡Mierda, sí soy una adicta!

El pensamiento me bloqueó. Me bajoneó horrible.


“Mother will she tear your little boy apart?”


El tiempo a mi alrededor se puso lento. Me pesaba el cuerpo y me sentía como una basura.

Quería llorar. Quería dejarla. Quería parar como he querido desde que empecé y ya no sabía si era por mí o porque la gente me decía que parase, pero quería dejarla de una vez.

Puede que nunca me hayan descubierto drogada, pero sabía que mis amigos más íntimos sabían del consumo, porque habían visto en mi bolso los removedores de café partidos a la mitad que uso como pajillitas para las rayas y porque más de una vez los encontré mirándome con reproche cuando iba al baño con la billetera en la que guardo la cocaína.

Ellos me veían como una adicta y en el fondo, creo que yo también.

Me desmoralicé y me quise morir.

Y no pude controlar el llanto.

La señora y la chiquita con el vestido, ya se habían ido.

Ahora solo quedaba yo, sentada en esa gran banca y los adolescentes molestos vestidos con el uniforme del Tacho que estaban del otro lado.

Hablaban de querer fumar y trataban de meterle valor a uno de ellos para que bajara a donde los taxis a comprar mota.

No tienen más de 15 años, pero el IAFA ha señalado desde años atrás que los carajillos están consumiendo marihuana desde los 12, es decir, sin siquiera haber salido de la escuela, así que no me extrañó.

Solo lamenté profundamente que alguien no me haya parado cuando empecé con la mota a los 14, en aquel inicio del camino que me llevó al agujero en el que me sentía atrapada en ese momento.

El tiempo pasaba lentísimo.

Caminé arrastrando los pies por el brillante piso del mall y evalué mis opciones: contarle a mis padres, a mis amigos, a la gente de la Oficina de Psicológica de la U…

Y entonces, pasó.

Pasó que cuando pasé frente al enorme ventanal del BCR, en el tercer piso del Mall San Pedro, la vi: en el suelo de la caja 3, a la par de los zapatos negros del señor de traje entero que está haciendo un trámite bancario ¡¡MI BOLSAAAA!!

La euforia volvió y dejé de pensar. Me sudaban las manos mientras estaba golpeando la puerta del banco y casi le gritaba al guarda para que me abriera.

¡¡MI BOLSA!!

—Dejé algo olvidado –le dije al de Seguridad, al que ni siquiera dejé que me revisase, cuando pasé como una flecha junto a él y frente a sus ojos, los del cliente, la dependiente bancaria y toda la abarrotada fila del banco, me agaché frente a la caja 3 y recogí mi cocaína.

5 minutos después saldría del baño del segundo piso con dos rayas adentro y me prepararía para tomar hasta que amaneciera, en la fiesta del amigo de la noche.

Devolví la canción de mi iPhone y salí otra vez del baño.

Pink Floyd me triplicaba la euforia.


“Mama’s gonna keep you right here, under her wing”.

Piel de mujer

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