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1 Gobernanza y planificación territorial: elementos clave para el desarrollo sostenible de las áreas metropolitanas

1. Las áreas metropolitanas: un escenario complejo para la acción pública

1.1. Las áreas metropolitanas como manifestación principal de la nueva ciudad real contemporánea

Vivimos en un mundo cada vez más urbano. Según datos de la ONU y de la OECD, que se recogen en la Declaración de Montreal sobre Áreas Metropolitanas del 7 de octubre de 2015 (Communauté Métropolitaine de Montréal, 2015), por primera vez en la historia de la humanidad, más de la mitad de la población del mundo vive en ciudades. Se prevé que hasta el 2050 este porcentaje alcanzará casi el 70 % y para el año 2100, aproximadamente el 85 %. Mientras que en 1996 2.600 millones de personas vivían en ciudades, esta cantidad llegará en el 2016 a 4.000 millones.

A su vez, este mundo urbano tiene un carácter cada vez más metropolitano. Como consecuencia de la progresión del crecimiento urbano y periurbano, una gran parte de las ciudades del mundo está integrada en áreas metropolitanas extensas y densamente pobladas. Las áreas metropolitanas, en su acepción más básica (Feria, 2011a: 128), son áreas polinucleares que conforman un mercado unitario de vivienda y trabajo, y existe entre el (los) centro(s) metropolitano(s) y los municipios de su ámbito de influencia estrechas interrelaciones funcionales. El ejemplo más claro de estas interrelaciones son los flujos pendulares diarios de movilidad residencia-trabajo desde estos municipios hacia la(s) ciudad(es) que constituye(n) el(los) centro(s) metropolitano(s). La población, en este tipo de áreas, se encuentra en continuo crecimiento y la ONU estima que el 50 % de los residentes urbanos vive actualmente en aglomeraciones de más de 500 mil habitantes.

Son las áreas metropolitanas donde primordialmente se manifiesta la nueva realidad urbano-territorial, que suele denominarse la nueva ciudad real contemporánea, que se ha configurado en un contexto postindustrial que es muy distinto al contexto de las últimas décadas del siglo XX y de épocas pasadas en las que han surgido anteriores generaciones de áreas metropolitanas.

La ciudad real contemporánea, en cuanto a su escala, organización y configuración, es completamente diferente a la ciudad que históricamente ha caracterizado el territorio y que, en relación con su forma, se ha definido como la ciudad continua o compacta tradicional (Feria y Albertos, 2010: 15-17). La ciudad real contemporánea se caracteriza por una rápida e intensa expansión física del proceso de suburbanización que, impulsado desde una ciudad grande y dinámica (el centro metropolitano) –o desde varios centros metropolitanos, en el caso de aglomeraciones urbanas polinucleares–, afecta en el entorno de estas ciudades a un número cada vez mayor de municipios, que incrementan su población residencial y también atraen de manera creciente la localización de actividades productivas en ellas. Este proceso ya no se produce tanto en contigüidad con la ciudad existente, sino primordialmente con discontinuidad espacial (a saltos). Alcanza a municipios cada vez más alejados de los centros metropolitanos, que están ubicados en el espacio periurbano, rururbano o rural. Así, la nueva ciudad real representa un «espacio urbano sustancialmente más extenso, complejo y difuso que el que ha constituido históricamente la ciudad» (Feria, 2011a: 128).

La ciudad real contemporánea es el resultado de un rápido proceso de metropolización, que en Europa aconteció a partir de la década de los ochenta del siglo pasado y que los expertos han llegado a denominar, con una imagen sintética, la «explosión de la ciudad» (Indovina, 2004; Font, 2004a; Sorribes, 2010; Romero, 2012: 118). Este proceso de metropolización es un proceso altamente complejo. Engloba procesos intensos de suburbanización residencial y de descentralización hacia la periferia de las actividades productivas (usos industriales y terciarios) y de equipamientos, así como otros procesos (la gentrificación, la recentralización de servicios avanzados) que afectan a los centros de las ciudades.

Los factores determinantes y explicativos del proceso de metropolización (Indovina, 2004; Font, 2006 y 2007; Mella, 2008) son múltiples, habiendo diferenciado la Agencia Europea de Medio Ambiente un conjunto de veinticinco factores1. Están ligados a profundos cambios de naturaleza económica, tecnológica y también social. Entre los factores destacan el desarrollo y la mejora de las redes y servicios de transporte viario y ferroviario, la extensión en el territorio de servicios y equipamientos, las transformaciones de los procesos productivos y de las TIC, que propiciaron una creciente descentralización del empleo, y las preferencias de las clases medias y altas por la tipología de la casa unifamiliar con gran parcela.

Como una de las consecuencias más potentes e impactantes del proceso de metropolización, se ha producido la aparición generalizada de la ciudad dispersa como nueva forma urbana con la que las áreas metropolitanas se manifiestan físicamente en el territorio.

Esta ciudad dispersa, para la que se ha definido un número elevado de otros conceptos similares (ciudad sin confines, ciudad difusa, ciudad de baja densidad, ciudad de ciudades, urban sprawl, etc.), se puede definir, de manera sintética, como un proceso de expansión urbana dispersa, discontinua (crecimiento a saltos) y de baja densidad, con una alta dependencia del automóvil y polarizada sobre las infraestructuras viarias y los nodos de intercambio, que se está desplegando sobre espacios suburbanos, periurbanos o rururbanos. Desde la perspectiva morfológica, la ciudad dispersa tiene cinco características (Muñiz, Calatayud, García, 2007: 309): baja densidad, baja centralidad, baja proximidad, baja concentración y discontinuidad. Estas características se concretan en las siguientes pautas (Muñiz, Calatayud y García, 2007: 311): «una densidad de población decreciente acompañada de un mayor consumo de suelo; un peso creciente de las zonas periféricas respecto a las centrales; un mayor aislamiento (falta de proximidad) entre cada una de las partes de la ciudad; una menor concentración de la población en un número limitado de zonas densas y compactas, y una creciente fragmentación del territorio».

Por todas estas características, la ciudad dispersa tiene impactos ambientales, económico-financieros y sociales (Magrinyà y Herce, 2007; Gibelli, 2007) que, en su conjunto y efecto combinado, perfilan un patrón de crecimiento urbano insostenible en relación con todas las tres dimensiones de la sostenibilidad, la ambiental, la económica y la social. Ejemplos significativos de esta insostenibilidad, sobre la que se profundizará a continuación (capítulo 1.2.1), son el excesivo consumo de suelo, los elevados costes públicos de provisión de redes infraestructurales y de servicios y de mantenimiento y la segregación socio-espacial que representan las urbanizaciones cerradas y vigiladas (gated communities).

Además del problema de la insostenibilidad, la ciudad real contemporánea constituye un ámbito territorial que, en su extensión espacial, supera claramente los límites de los ámbitos territoriales administrativos tradicionales. Sobre todo no entiende de las delimitaciones de términos municipales, sino que tiene una estructura, una dinámica y un funcionamiento inequívocamente supramunicipal. Incluso se dan casos en los que se produce una superación de los límites de entes territoriales de escala comarcal o provincial, regional o hasta nacional, como ponen de manifiesto los casos de áreas metropolitanas de carácter transfronterizo.

Por tanto, en las áreas metropolitanas se plantea, como segundo gran problema, una enorme complejidad y dificultad para la acción pública por la fragmentación administrativa del espacio metropolitano, es decir, la incongruencia entre los límites del territorio que abarca el ámbito funcional metropolitano y el mapa de las delimitaciones político-administrativas tradicionales. Éstas son el referente espacial de la toma de decisiones de los actores públicos (municipios u otras administraciones públicas), cuyas competencias cohabitan en un ámbito metropolitano determinado. Pero los problemas y retos que hay que afrontar, por ejemplo, en la localización de equipamientos y prestación de servicios públicos (transporte, agua, residuos) y la coordinación y compatibilización del planeamiento urbanístico, no entienden de estas delimitaciones. Por su escala metropolitana, transcienden estas delimitaciones (sobre todo, los límites municipales) y, para asegurar una acción pública coherente y eficaz, se requieren nuevas fórmulas organizativas de planificación, gestión y toma de decisión que estén en consonancia con el ámbito funcional metropolitano. Con ello se plantea la relevancia del factor institucional en la problemática metropolitana, concretamente, la cuestión de instrumentar vías de gobernanza metropolitana adecuadas para asegurar la gobernabilidad del espacio metropolitano (capítulo 1.3).

Los problemas de la insostenibilidad de la ciudad dispersa y de la fragmentación administrativa del espacio metropolitano se sitúan dentro del contexto de las oportunidades, los problemas y retos que se suelen plantear en las áreas metropolitanas con carácter general. A continuación, esbozaremos un breve panorama de este contexto para dar una idea del escenario altamente complejo con el que se enfrenta la acción pública en las áreas metropolitanas.

1.2. Oportunidades, problemas y retos en las áreas metropolitanas

En este sentido, las áreas metropolitanas constituyen lugares llenos de oportunidades, pero también de problemas y retos que no solo son relevantes para el desarrollo futuro de la propia área metropolitana, sino también de las ciudades y regiones urbanas próximas y, en algunos casos, incluso tienen trascendencia a nivel nacional y están directamente vinculados con los desafíos de los cambios globales (Comité Económico y Social Europeo, 2004 y 2007; Serrano Rodríguez, 2015 y 2016).

En cuanto a las oportunidades, las áreas metropolitanas son los espacios de vida de la mayoría de los ciudadanos. En ellas se concentran la mayor parte de los recursos, el empleo, la producción industrial y los servicios de gran valor añadido y las actividades ligadas al conocimiento (I+D+i) y a la creatividad. Además aglutinan el poder de atracción para la acogida de las inversiones internacionales, son los grandes nodos de las redes de transporte y telecomunicaciones e importantes polos turísticos y de proyección cultural (museos, óperas, teatros, etc.) a nivel internacional. Por tanto, son los espacios en los que se encuentran, en gran medida, las oportunidades decisivas para el futuro económico de una región o de un país entero.

Asimismo, las áreas metropolitanas son habitualmente los lugares del cambio y progreso social y, por tanto, es en ellas donde se brindan las mayores oportunidades para ensayar innovaciones democráticas (Romero, 2012: 123). Como ponen de manifiesto determinadas ciudades europeas y norteamericanas (Smith, 2009), están surgiendo nuevas iniciativas y formas de información, participación y consulta pública, ancladas en el principio de la transparencia. Refuerzan la calidad de la democracia porque generan una legitimidad política adicional a la que, conforme al principio de la democracia representativa, emana de las elecciones.

Por lo que se refiere a los problemas económicos, es especialmente en las áreas metropolitanas donde la globalización, como condicionante del desarrollo territorial, genera fuertes efectos en cuanto a la localización o deslocalización de actividades productivas y del capital, el empleo y los niveles salariales, el acceso al crédito y el coste del dinero y la capacidad de exportar (Serrano Rodríguez, 2016). Tienen una elevada vulnerabilidad respecto a la globalización asociada a la integración de los mercados internacionales de bienes, servicios, capitales, conocimientos y mano de obra y, en consecuencia, no pocas áreas metropolitanas han presenciado rápidas y profundas transformaciones en sus tejidos industriales. Se desencadenaron procesos traumáticos, con lo que la práctica de la externalización de actividades tuvo impactos negativos (sobre todo destrucción de empleos) en determinados sectores productivos.

Por otra parte, son las áreas metropolitanas los espacios donde se concentra también la mayor parte de los problemas sociales: paro, pobreza, envejecimiento de la población, deficiente integración de los inmigrantes y refugiados, dificultades en la gestión de la diversidad multicultural, inseguridad en los espacios públicos, delincuencia y riesgos del terrorismo internacional, declive económico y arquitectónico de centros históricos, aparición de espacios de obsolescencia, etc. Se están registrando situaciones de desigualdad y de exclusión social que, a su vez, muestran un patrón de desequilibrio territorial y de segregación socio-espacial, tanto en la ciudad central como en determinadas zonas suburbanas.

Asimismo, existe un conjunto de problemas medioambientales que adquieren su mayor intensidad en las áreas metropolitanas: la contaminación del aire, la congestión, el incesante consumo de suelo, el consumo excesivo de energía y la producción de gases responsables del efecto de invernadero. En Europa las áreas metropolitanas concentran el 75 % de las emisiones de gases de efecto invernadero y otros contaminantes. Así, son precisamente las áreas metropolitanas los espacios donde se gana (o se pierde) la batalla respecto al cambio climático, ya que en ellas se concentra la mayor parte de la población y actividad económica del mundo2.

En suma, sin ánimo de ser exhaustivo, de forma muy sintética se revelan como principales problemas de las áreas metropolitanas: problemas económicos, problemas sociales y problemas medioambientales y, con carácter transversal, afectando a cada una de las tres categorías de problemas, el problema de la insostenibilidad de la ciudad dispersa y el problema de la fragmentación administrativa del espacio metropolitano.

A la vista de todos estos problemas, los retos principales que han de afrontarse por la acción pública en las áreas metropolitanas consisten, sobre todo, en:

– Promover el desarrollo económico del área metropolitana y posicionarla de forma competitiva en la economía global.

– Garantizar la cohesión social con un enfoque inclusivo.

– Asegurar la calidad de vida y la cohesión territorial.

– Preservar la calidad ambiental prestando atención a la conservación y valorización sostenibles de la biodiversidad, de los patrimonios natural, cultural y paisajístico y de ecosistemas resilientes.

– Dar respuestas adecuadas al desafío global del cambio climático, mediante estrategias de adaptación y mitigación, y a la problemática energética (crecimiento continuo de las demandas, costes crecientes de acceso a la energía) capaces de abrir el camino hacia una economía baja en carbono.

– Lograr un desarrollo urbano-territorial sostenible.

– Establecer la coherencia entre el espacio funcional y el espacio de la toma de decisión político-administrativa.

1.3. Las principales tareas de la acción pública en las áreas metropolitanas

En relación con los problemas y retos señalados, la acción pública en las áreas metropolitanas ha de desarrollar, entre otras, cinco grandes tareas de planificación y gestión. Por su inequívoca naturaleza metropolitana, estas tareas han de ser abordadas de forma unitaria, integrada y coherente y, por tanto, requieren un ámbito de intervención a escala metropolitana. Ni desde la visión fragmentada municipal ni desde la intervención subsidiaria por los entes político-administrativos superiores (estado, regiones) es posible resolver los problemas y afrontar adecuadamente los retos asociados a ellos.

(1) La planificación y gestión de servicios públicos (transporte, residuos sólidos urbanos, ciclo del agua). Se tienen que tomar en cuenta economías de escala e indivisibilidades y, por ello, precisan una realización a escala metropolitana por razones de estricta eficiencia (Sorribes, 2012: 250).

(2) El desarrollo y la promoción económica del área metropolitana (planificación estratégica, oferta de suelos para actividades económicas, marketing o branding del espacio metropolitano, etc.). Se requiere un planteamiento a escala metropolitana para lograr un posicionamiento competitivo del área metropolitana en el entorno de la economía globalizada.

(3) La ordenación del territorio metropolitano, que consiste en cinco tareas específicas: en primer lugar, la racionalización del crecimiento urbanístico y el consumo de suelo en el área metropolitana; en segundo lugar, el trazado de las redes de transporte y de otras infraestructuras básicas; en cuarto lugar, la preservación y desarrollo del sistema de espacios libres (posteriormente, la localización de grandes equipamientos de nivel superior), y, por último, la dotación de espacios productivos.

(4) La mitigación de externalidades negativas y mecanismos de compensación. Existen externalidades positivas y negativas entre los centros urbanos (Camagni, 1999: 27; Sorribes, 2012). Estas externalidades exi-gen, por un lado, una planificación urbanística de escala metropolitana que, desde una perspectiva global y no localista, establezca una compatibilización mutua de los usos previstos. Por otro lado, es preciso crear «mecanismos financieros de compensación de las externalidades negativas gene-radas tanto en la ciudad central por las cargas de la ciudad central3, como en la corona metropolitana por la necesidad de ubicar equipamientos de ámbito metropolitano poco deseados por la población (por ejemplo, prisiones, depuradoras o plantas de residuos)», los cuales pueden tener efectos negativos para la localización de la actividad residencial o productiva (Sorribes, 2012: 250).

(5) Las políticas en materia de vivienda, mercado de trabajo y servicios sociales, eficaces y con un enfoque redistributivo, para defender «el derecho a la ciudad de quienes menor capacidad tienen para vivir en ella» (Nel·lo, 1995: 789-790).

El presente libro centra el foco de atención en los dos grandes problemas y retos de carácter transversal que se plantean en las áreas metropolitanas para la acción pública:

– El problema de la insostenibilidad de la ciudad dispersa.

– El problema de la fragmentación administrativa del espacio metropolitano.

El primer problema supone, para la acción pública, el reto de orientar el desarrollo de la ciudad real de escala metropolitana hacia la sostenibilidad, es decir, lograr un desarrollo urbano-territorial respetuoso con el medioambiente y, a su vez, en consonancia con los requerimientos del desarrollo económico y la com-petitividad económica y de la cohesión social. Es el reto del buen gobierno del territorio metropolitano, que conecta con la tercera de las cinco grandes tareas de planificación y gestión en las áreas metropolitanas: la ordenación del territorio metropolitano. Este reto y el papel central de la planificación territorial en él serán objeto del capítulo 1.4.

El segundo problema significa, para la acción pública, el reto de establecer la coherencia entre el espacio funcional y el espacio de la toma de decisión político-administrativa metropolitana. Es el reto de la buena gobernanza metropolitana. Este reto, que constituye quizás el mayor desafío dentro de la cuestión metropolitana, se tratará en el capítulo 1.3.

Entre ambos retos existe una interrelación. Un buen gobierno del territorio metropolitano (o su ausencia o inoperancia) es, sin duda, uno de los indicadores más claros para una buena (o, en su caso, defectuosa) gobernanza metropolitana. En este sentido, la existencia de un plan de ordenación del territorio de escala metropolitana es una herramienta clave e imprescindible de cualquier gobernanza metropolitana que se sienta comprometida con el principio de desarrollo sostenible. Y, a su vez, la existencia de una fórmula institucional potente de gobernanza metropolitana es un factor que propicia la eficacia de la implementación de un plan territorial metropolitano.

2. La ciudad dispersa como forma de la ciudad real en las áreas metropolitanas: los problemas de la insostenibilidad y de la fragmentación administrativa

2.1. La insostenibilidad de la ciudad dispersa: impactos ambientales, económicos y sociales

Por sus características ya señaladas (capítulo 1.1.1), la ciudad dispersa es una forma de ocupación del territorio que refleja un patrón de crecimiento urbano insostenible por su externalidades negativas en forma de numerosos y profundos impactos ambientales, económicos y sociales (Magrinyà y Herce, 2007; Gibelli, 2007). La insostenibilidad de la ciudad dispersa queda patente para cualquier observador atento de la nueva realidad urbano-territorial y ha sido tema de muchos estudios. Pueden destacarse aquí los trabajos de Garbiñe, Magrinyà y Herce y Gibelli en el libro de Indovina (2007) sobre La ciudad de baja densidad. Lógicas, gestión y contención, así como los trabajos realizados por Rueda (1998, 1999). Asimismo, desde la investigación sobre economía urbana (Camagni 1999, 2003; Sorribes, 2012) también se han analizado las repercusiones negativas de la ciudad dispersa con los conceptos de los efectos externos negativos o costes sociales.

También se tiene una visión crítica acerca de la insostenibilidad de la ciudad dispersa desde las organizaciones internacionales. En este contexto, puede destacarse la UE con el informe de la Comisión Europea (1996) sobre Ciudades europeas sostenibles y el informe Urban sprawl - the ignored challenge, publicado en 2006 por la Agencia Europea de Medio Ambiente de la UE (European Environment Agency –EEA–, 2006), y la OECD (2012) con el ya citado Informe sobre las políticas de la ciudad compacta.

2.1.1. Impactos ambientales de la ciudad dispersa

Uno de los impactos más graves es el consumo masivo de suelo en el medio rural y natural, con pérdida de suelo fértil derivada del crecimiento urbano e infraestructural extensivo. La difusión de la ciudad sobre el territorio origina un consumo de suelo excesivo. Por ejemplo, en la región metropolitana de Barcelona, se llegó a ocupar, entre 1975 y 1992, tanto suelo como en todas las épocas históricas anteriores (Serratosa, 1994: 43). El suelo es un recurso escaso y de importancia estratégica, y su consumo excesivo en la ciudad dispersa es un proceso irreversible ya que, como recuerda Esteban (2006: 269), «la reversión de las transformaciones motivadas por la dispersión urbana es muy improbable por su elevado coste».

Asimismo, la ciudad dispersa tiene un elevado coste desde la perspectiva ecológica (Rueda, 1998) y afecta a los ecosistemas naturales con la consiguiente pérdida de biodiversidad. Se producen la insularización y la fragmentación de los ecosistemas y hábitats naturales provocadas tanto por la disposición dispersa en el territorio de la población y actividades económicas, como por las fracturas y efectos barrera generados por las redes de transporte. Ambos factores incrementan las posibles interferencias sobre espacios naturales de valor ecológico y paisajístico. Otro de los problemas ambientales es el aumento de la impermeabilización del terreno por la urbanización, lo que reduce la capacidad de infiltración natural.

La dinámica del transporte en la ciudad dispersa es insostenible (Ihobe y Gobierno Vasco, 2005). La relación entre dispersión edificatoria y necesidad de transporte de personas, materiales y energía implica un uso masivo de medios de locomoción, sobre todo el coche particular. Se generan un proceso de saturación y, en consecuencia, un círculo de causación mutua del incremento de la red viaria que a su vez propician un incremento de la dispersión con un nuevo incremento de la movilidad y, al final, una nueva saturación que da lugar a que los ciudadanos demanden de nuevo inversiones para la ampliación de la red viaria. Este modelo, que origina flujos de transporte de movilidad obligada (por la separación entre el lugar de residencia y el lugar de trabajo) cada vez más intensos en sentido centrífugo, centrípeto y tangencial, supone una proliferación de los viarios que se traduce en el sellado de cada vez más suelo y en la fragmentación del territorio4.

A su vez, este modelo de transporte significa un despilfarro energético y un consumo de recursos: la demanda creciente de movilidad que se basa en el vehículo privado, derivada de la separación física de las diferentes funciones urbanas y de los servicios, hace que el transporte mecanizado sea la actividad que mayor energía consume en las ciudades actuales. Asimismo, la congestión del tráfico que provoca este modelo de transporte en las entradas de los flujos de los commuters al centro de las ciudades supone, además de pérdidas de tiempo de los ciudadanos (de forma habitual y especialmente en casos de grandes atascos), más emisiones a la atmósfera y, por tanto, una mayor contaminación del aire. Esta contaminación, además del impacto ambiental, también perjudica a la salud pública debido al aumento de enfermedades causadas por la contaminación.

Asimismo, las tipologías edificatorias de baja densidad significan una mayor superficie edificada por habitante y consumen más materiales, energía y agua (jardín, piscina, etc.). La extensión de las carreteras y de las redes de servicio (gas, agua, alcantarillado, teléfono, electricidad, fibra óptica, etc.) contribuye a un mayor consumo de suelo, energía y materiales (Ihobe y Gobierno Vasco, 2005).

Por otra parte, la dispersión urbana tiene impactos paisajísticos con alteraciones visuales considerables (Arias, 2003). Además, se registra una alteración y banalización del paisaje por la implantación de urbanizaciones e hileras de adosados en lugares de fragilidad visual y la utilización de tipologías arquitectónicas estandarizadas y repetitivas. Para esta tendencia creciente de uniformización y banalización del paisaje, Muñoz (2008) ha acuñado el término urbanalización. Este término se refiere a la producción de un tipo de paisaje urbano estandarizado, común y repetido en ciudades distintas, con características históricas, culturales y poblacionales diversas, de extensión nada comparables y ubicadas en diferentes continentes. Además de otras manifestaciones de ello en el interior de los centros urbanos u otros lugares, uno de los ejemplos más claros de este tipo de urbanización banal de las ciudades y el territorio (en el sentido de que se puede repetir y replicar en lugares diferentes con relativa independencia del locus concreto) es el que aportan las urbanizaciones residenciales de casas en hilera, que se multiplican de forma clónica en las periferias de los centros urbanos.

En definitiva, la ciudad dispersa, caracterizada por la urbanización de baja densidad, genera unos costes ambientales elevados por su propia existencia, «principalmente por la ocupación de territorio que representan y por el consumo energético que representa el modelo de movilidad asociado al vehículo privado» (Magrinyà y Herce, 2007: 262).

2.1.2. Impactos económicos de la ciudad dispersa

Uno de los impactos económicos consiste en la pérdida de tiempo de los ciudadanos por la congestión del tráfico, lo cual se traduce en costes para las empresas por horas de trabajo perdidas.

La ciudad dispersa imposibilita, en gran parte, la opción del transporte público, ya que no se alcanzan las densidades mínimas necesarias para generar economías de escala y, por tanto, hacer económicamente rentables la construcción de ejes ferroviarios de transporte público.

Las tipologías edificatorias de baja densidad tienen mayores costes de mantenimiento y, en cuanto a las repercusiones de la dispersión sobre los núcleos urbanos existentes, el abandono de centros origina el declive de muchas actividades del sector de servicios (por ejemplo, el pequeño comercio).

En la ciudad dispersa, caracterizada por la dominancia de las viviendas unifamiliares aisladas o adosadas, los costes públicos de provisión de redes infraestructurales y de servicios y de mantenimiento son mayores que en un entorno urbano compacto (ECOPLAN, 2000; Muñiz, Calatayud y García, 2007). Concretamente, los costes de agua y saneamiento, alumbrado público, urbanización pública, limpieza pública y transporte público podrían llegar a ser hasta siete veces mayores en la ciudad dispersa, y los costes privados de mantenimiento (calefacción, consumo de agua, electricidad, seguridad, limpieza), del orden de dos veces mayores (Garbiñe, 2007: 212).

2.1.3. Impactos sociales de la ciudad dispersa

En la ciudad dispersa los ciudadanos sufren una pérdida de calidad de vida por la dependencia del vehículo privado. La ausencia de alternativas obliga a una dependencia absoluta del vehículo privado que, con frecuencia, se traduce en una pérdida de tiempo por la creciente congestión.

Pero, sobre todo, la urbanización dispersa provoca una creciente segregación socio-espacial en las periferias y dentro de la ciudad central. Tanto en la ciudad densa como en las coronas metropolitanas, aparecen bolsas de pobreza, exclusión social e inseguridad ciudadana (delincuencia) que se contraponen a islas de riqueza que funcionan de forma autista y perfectamente protegidas y separadas del resto de las zonas, y que alcanzan su máxima expresión en la gated community (‘comunidad fortificada’), un producto inmobiliario norteamericano que está avanzando en los últimos años en los países europeos.

Asimismo, la urbanización difusa se ha traducido en un mosaico de lugares carentes de identidad, desfigurados por una arquitectura residencial de calidad modesta y mayoritariamente unifamiliar y la presencia de no lugares (grandes centros comerciales, factory outlets, multisalas, discotecas, parques temáticos, etc.). En estos nuevos entornos sin urbanidad, se registran crecientes déficits de visibilidad y sociabilidad, con vínculos débiles y relaciones de vecindad poco amigables (Gibelli, 2007: 279).

Otro de los impactos sociales importantes de la ciudad dispersa consiste en que el modo de vida en ella debilita también el sentido de comunidad y la interacción social entre los habitantes, porque los desplazamientos diarios consumen un tiempo cada vez mayor. En cuanto a este problema, el politólogo Robert Putman (2000), uno de los expertos más reconocidos a nivel internacional en materia de capital social, en un artículo publicado en El País en noviembre del 2000 titulado «¿Por qué no son felices los estadounidenses?», destaca: «La expansión urbana ha llevado a la gente a que pase más tiempo en coche (sola, por lo general) y ha reducido la participación en la vida cívica y política», y por ello, entre las medidas que cabe adoptar para reconstituir las reservas de capital social ha de incluirse «detener las políticas de ocupación de suelos y de transporte que han contribuido a la proliferación de ciudades tentaculares en los Estados Unidos».

Por último, la ciudad dispersa también ha llevado consigo repercusiones negativas para la calidad de vida de los ciudadanos, que están relacionadas con las formas de ocupación y la degradación del espacio público. Entre las diversas funciones del espacio público figura su función social, es decir, su papel como un lugar de contacto y encuentro entre personas y entre diferentes grupos de edad, étnicos o económicos. A este respecto, la ciudad dispersa ha originado empobrecimiento, especialización y privatización del espacio público. Monclús (1998: 172) resalta, en relación con esta cuestión, la existencia de tres procesos divergentes y a la vez estrechamente interrelacionados:

– «La redundancia de extensas secciones del espacio público tradicional, vaciado progresivamente de densidad, actividad, frecuentación peatonal, comercio a pie de calle, lo cual genera con facilidad deterioro e inseguridad».

– La extrema especialización de partes significativas del espacio público (calles colectoras, carreteras, autovías urbanas o suburbanas) en una función única y prácticamente excluyente: «el tráfico rodado».

– «La privatización del espacio público realmente frecuentado: el de los grandes centros comerciales y de ocio, suburbanos o urbanos». Con ello, «se está debilitando notablemente el antiguo lazo que relacionaba la vida cívica y participativa, la sociabilidad difusa y la actividad comercial, que no es otro sino la calle como espacio efectivamente público y completamente accesible».

En suma, para la acción pública se plantea el reto de orientar el desarrollo de la ciudad real de escala metropolitana hacia la sostenibilidad, es decir, lograr un desarrollo urbano-territorial respetuoso con el medioambiente y, a su vez, en consonancia con los requerimientos del desarrollo económico y la competitividad económica y de la cohesión social. Para ello, resulta imprescindible, entre otras políticas públicas, una política de ordenación del territorio a través de planes territoriales metropolitanos.

Como modelo alternativo a la ciudad dispersa, se plantea –mayoritariamente pero no libre de controversias– la ciudad razonablemente compacta y policéntrica, a la que se le atribuyen mayores niveles de sostenibilidad y, por tanto, mejores posibilidades para lograr un buen gobierno del territorio metropolitano. Este modelo, como consideran la mayoría de los expertos y las organizaciones internacionales (especialmente la OECD en su informe Compact City Policies: A Comparative Assessment, publicado en 2012), ha de ser el paradigma de referencia en el que deban inspirarse estos planes y otros instrumentos (por ejemplo, planes de transporte metropolitanos). En el capítulo 1.4.3., se expondrán los rasgos esenciales de este modelo y se resaltará el papel central de la planificación territorial para su implementación efectiva.

2.2. La fragmentación administrativa del espacio metropolitano

Como ya se ha señalado (capítulo 1.1.1), la incongruencia entre los límites del territorio que abarca el ámbito funcional metropolitano y el mapa político-administrativo existente se traduce en una fragmentación administrativa del espacio metropolitano, que supone una enorme complejidad y dificultad para la acción pública.

Los problemas y retos que hay que afrontar y las tareas que hay que cumplir tienen una clara naturaleza supramunicipal, como lo ponen de manifiesto la localización de equipamientos y prestación de servicios públicos (transporte, agua, residuos) y la necesidad de coordinar y compatibilizar el planeamiento urbanístico. Por tanto, se requiere una acción pública a escala metropolitana para abordarlos de manera unitaria e integrada. Se precisan nuevas fórmulas organizativas de planificación, gestión y toma de decisión que estén en consonancia con el ámbito funcional metropolitano para asegurar una acción pública coherente y eficaz.

Asimismo, en la economía globalizada los agentes económicos suelen pensar en clave metropolitano. Fijan su atención no en una ciudad, sino en la oferta y el atractivo existentes en áreas metropolitanas y grandes regiones urbanas a la hora de su toma de decisión sobre la localización de inversiones productivas. En este sentido, también desde la perspectiva del desarrollo económico del territorio y de la competitividad de las áreas metropolitanas en la economía global, la acción pública tiene que guiarse por un enfoque metropolitano.

El problema que se plantea es que la escala metropolitana, por regla general, no suele ser el referente de la toma de decisión político-administrativa. Son las divisiones político-administrativas tradicionales a escala local y regional (para el caso de España: municipios, provincias, comunidades autónomas) con los que se sienten comprometidos y responsables los políticos. Conforman los espacios electorales y los territorios a los que están atribuidas las competencias legislativas y/o administrativas en las materias objeto de políticas públicas. Asimismo, son estas delimitaciones tradicionales, especialmente los municipios, las que constituyen el referente habitual de la identificación o del sentido de pertenencia de los ciudadanos con su territorio. En suma, «la fragmentación institucional y la existencia de varias instituciones representativas dificultan la apropiación ciudadana del espacio metropolitano y la prestación eficiente de los servicios» (Tomàs, 2010: 143).

El resultado es que las cuestiones metropolitanas, que precisan la capacidad de pensar y actuar en clave metropolitana, quedan, con frecuencia, en un segundo plano o desatendidas o solo se abordan de forma insuficiente e incompleta. El desencuentro entre el ámbito funcional metropolitano y el espacio político-administrativo significa costes para la acción pública en términos de eficiencia, eficacia, equidad y sostenibilidad. Un ejemplo claro de esto lo aportan la descoordinación e incompatibilidades que con frecuencia caracterizan el desarrollo urbanístico de los municipios en espacios metropolitanos. Si desde la perspectiva de su crecimiento urbanístico y ordenación territorial se quiere lograr un desarrollo integrado y coherente del respectivo espacio metropolitano en su conjunto, resulta claramente insuficiente el planeamiento urbanístico, que se realiza individualmente por cada uno de los municipios que forman parte de un determinado espacio metropolitano. La mera suma de varios PGOU no aporta la coherencia del desarrollo territorial. Sin perjuicio de algunas excepciones, la práctica imperante es que estos planes se guían por una lógica de los intereses propios de cada municipio, abordando de forma autista el correspondiente término municipal, desvinculado de las interrelaciones de su territorio con el de los municipios de su entorno y con una atención insuficiente a los intereses generales que hay que considerar.

Por todo ello, para asegurar la gobernabilidad del espacio metropolitano y resolver lo que constituye su problema estructural más grave, la incongruencia entre el ámbito funcional metropolitano y las divisiones territoriales de la decisión político-administrativa, se plantea la necesidad de dar una respuesta adecuada a nivel institucional. Concretamente, se requiere el establecimiento de fórmulas específicas para instrumentar la gobernanza a escala metropolitana.

Estas fórmulas han de ser capaces de impulsar y organizar la cooperación entre todos los actores relevantes para el desarrollo del espacio metropolitano. En este sentido, la gobernanza metropolitana es, en la acepción más básica de este concepto, el arte de pensar y actuar juntos en clave metropolitana.

Se trata de construir, por medio de la coordinación y cooperación entre los actores públicos involucrados y entre éstos y los agentes privados, la sociedad civil y la ciudadanía, una visión colectiva y democrática que enfoque, de manera unitaria e integrada, los problemas, oportunidades y retos del área metropolitana. Sobre la base de esta visión de conjunto compartida a escala metropolitana, se ha de consensuar entre todos un proyecto para el futuro del área metropolitana que se encuentre en consonancia con los requerimientos del desarrollo sostenible. Este proyecto se realizará a través de un esfuerzo colectivo de formulación y puesta en práctica de políticas, estrategias y proyectos coherentes entre sí y al servicio del bien común del área metropolitana en todas las cuestiones que son relevantes para su desarrollo: la ordenación del territorio, el desarrollo económico, el transporte, la prestación de servicios, la vivienda, etc.

En suma, el reto consiste en lograr la buena gobernanza metropolitana. Este reto, que constituye quizá el mayor desafío dentro de la cuestión metropolitana, se tratará con más detalle a continuación. Partiendo de una definición del concepto de la gobernanza, se enunciarán las características de una buena gobernanza metropolitana y, sobre todo, se expondrán las posibles soluciones que existen para lograr, mediante la gobernanza metropolitana, la coherencia entre el espacio funcional metropolitano y el espacio de la decisión política.

3. El reto de la buena gobernanza metropolitana: establecer la coherencia entre el espacio funcional y el espacio de la decisión político-administrativa

3.1. La gobernanza: definición de un concepto complejo

El concepto de gobernanza es un término que desde la década de los noventa del siglo pasado ha tenido una amplia difusión5. Se emplea cada vez más en los discursos políticos, medios de comunicación y estudios científicos promovidos por diferentes disciplinas. Igualmente, la gobernanza es un concepto omnipresente en los documentos de las organizaciones internacionales. No hay unanimidad sobre el uso del término de gobernanza, que constituye un concepto polisémico de alta complejidad, y es frecuente su confusión con otros conceptos afines pero distintos (gobierno, gobernabilidad).

Gobernanza es la traducción al castellano del término anglosajón governance. La Real Academia Española de la Lengua define gobernanza como el «arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía». Así, en consonancia con esta definición, uno de los ingredientes definitorios de la gobernanza es el estilo (el arte o manera) de gobernar.

Gobernar va mucho más allá de lo que es la acción desde los gobiernos y las administraciones públicas y a la que corresponde, en la terminología anglosajona, el concepto de government (Selle, 2005: 115). El concepto gobernanza (governance) no se restringe a la esfera de la acción pública, percibiendo al Gobierno y a la Administración como protagonistas del proceso de decisión política y a los demás actores (privados y públicos), principalmente, como destinatarios de las políticas públicas (Braun y Giraud, 2003). Es un concepto más amplio que comprende el complejo proceso de decisión sobre los asuntos de interés para la sociedad, en el que intervienen múltiples actores, tanto públicos como privados, y en el que el Gobierno y la Administración no siempre son los protagonistas en la generación del producto final de la decisión política. El concepto gobernanza se refiere al proceso continuo de la toma de decisiones por parte de los actores públicos y privados sobre asuntos comunes, con el que se procura llegar a un consenso sobre cuestiones en las que existen intereses divergentes, e iniciar una acción conjunta mediante la cooperación. La gobernabilidad es el resultado del funcionamiento del Gobierno y de la gobernanza, es decir, la gobernabilidad de un país entero o de una región metropolitana depende en gran medida de la calidad y del rendimiento del Gobierno y de la gobernanza.

La gobernanza puede definirse como un sistema de reglas formales e informales (normas, procedimientos, costumbres, etc.) que configura un marco institucional para la interacción entre diferentes actores, tanto públicos como privados (el amplio espectro de agentes económicos y sociales), en el proceso de toma de decisión. Así, la gobernanza, en claro contraste con posiciones que sostienen que las decisiones sobre los asuntos públicos pueden adoptarse de forma unilateral y jerárquica, significa sobre todo otro estilo de gobierno que se centra en la acción colectiva y en el que la participación y la cooperación (incluida la público-privada) desempeñan un papel importante.

La Unión Europea, en su Libro Blanco sobre la Gobernanza Europea presentado por la Comisión Europea en 20016, formuló para su aplicación, en todos los niveles de gobierno, los siguientes principios rectores de la gobernanza: apertura, participación, responsabilidad, eficacia y coherencia. En cuanto a la necesidad de la coherencia de las políticas públicas que se destaca en el Libro Blanco, es especialmente la ordenación del territorio la política pública que vela por la coherencia territorial de la acción pública, y son, como con acierto señala Esteban (2003: 79), los planes territoriales los instrumentos proveedores de la coherencia territorial. El significado concreto de la coherencia territorial –concepto estrechamente relacionado con el uso inteligente del territorio– en el contexto de la planificación territorial se tratará en el capítulo 1.4.1.

Dentro de la gobernanza como nuevo paradigma de las políticas públicas, ha emergido la expresión gobernanza territorial. Tanto las administraciones públicas como los expertos universitarios o profesionales libres vinculados a la planificación territorial la consideran como una herramienta imprescindible para una implementación más efectiva de la política de ordenación del territorio y de las políticas sectoriales de incidencia territorial, y en definitiva para lograr un desarrollo urbano-territorial en consonancia con el objetivo del desarrollo sostenible (Farinós, 2005, 2006 y 2008; Farinós y Romero, 2008; Davoudi, Evans y otros, 2008). A su vez, la gobernanza territorial es un enfoque por el que apuesta la Unión Europea para fortalecer la dimensión territorial en las políticas comunitarias y en las políticas públicas de sus estados miembro. Entiende que la gobernanza es un instrumento necesario para promover el desarrollo territorial y la consecución de los objetivos de cohesión territorial y de cooperación territorial7. Claros ejemplos de ello son el Libro Blanco sobre la Gobernanza Europea presentado por la Comisión Europea en julio de 20018 y las estrategias de la Unión Europea para el desarrollo territorial del espacio comunitario en su conjunto, la Estrategia Territorial Europea (ETE) de 1999, la Agenda Territorial de la Unión Europea (ATE) de 2007 y la Agenda Territorial de la Unión Europea 2020 (ATE, 2020 de 2011, aprobadas todas en el marco de la cooperación intergubernamental a nivel europeo por los consejos informales de los ministros responsables en materia de ordenación del territorio9.

Al conectar la gobernanza con el principio de desarrollo sostenible, se han identificado (Institut Internacional de la Governabilitat de Catalunya –IIG–, 2002) ocho requisitos institucionales de la gobernanza para el desarrollo sostenible:

– La coordinación, cooperación y concertación intergubernamental, tanto en sentido vertical como horizontal.

– La fortaleza del capital social: relaciones de confianza mutua y de reciprocidad, sentimiento de pertenencia a una comunidad o territorio determinado.

– La cultura política participativa: estímulo de la participación mediante la capacitación, partenariados y cooperación pública-privada.

– Coordinación entre políticas sectoriales (integración horizontal).

– La aplicación de instrumentos políticos innovadores: sustitución de la regulación directa del tipo de arriba-abajo y de cariz controlador por la aplicación de instrumentos motivadores de información, de educación, económicos, etc.).

– La disponibilidad de información de calidad y de conocimientos adecuados.

– El cambio en la cultura administrativa y en la calidad burocrática de la acción política.

– La cultura de sostenibilidad: implantación y consolidación de los valores del desarrollo sostenible como reglas permanentes de estilo de vida (actitudes y comportamientos) y decisiones para el conjunto de actores de la sociedad.

Entre estos ocho requisitos institucionales de una gobernanza para el desarrollo sostenible del territorio, tienen un papel central la coordinación, cooperación y concertación intergubernamental y la fortaleza del capital social.

La coordinación, cooperación y concertación intergubernamental son de máxima relevancia. En primer lugar, conectan directamente con la ordenación del territorio, que tiene el carácter de una política horizontal-plurisectorial y en la que se incardina la planificación territorial metropolitana objeto del presente libro. Por tanto, esta política requiere, más que las políticas públicas sectoriales, un especial esfuerzo de coordinación, cooperación y concertación (diálogo para generar consensos y pactos).

En segundo lugar, estos tres requisitos son una conditio sine qua non para garantizar la eficacia de las políticas públicas en el contexto de Estados que, como Alemania y España, se caracterizan por un alto grado de descentralización política y, a su vez, están integrados en la Unión Europea. La existencia de un contexto de gobierno multinivel (multilevel governance), compuesto por cuatro diferentes niveles de decisión política (Unión Europea, Estado, CC. AA. Länder/regiones/Kantone y corporaciones locales), requiere para la formulación e implementación de las políticas públicas eficientes mecanismos de coordinación y cooperación vertical (intergubernamental) y horizontal (interdepartamental). El reparto competencial establecido por el marco jurídico supone que en la mayoría de las materias ni el Estado ni las instituciones regionales ni los entes locales pueden abordar con sus políticas propias, de una manera completa o exclusiva, los problemas que se plantean en cada materia. Además, las problemáticas para tratar las políticas públicas tienen un carácter cada vez más transversal, es decir, no encajan bien en las divisiones clásicas sectoriales de la organización administrativa de un determinado nivel de gobierno, y también cortan los esquemas del reparto de las competencias entre diferentes niveles de gobierno. Por tanto, más y más se hacen necesarios planteamientos integrados y de coordinación y cooperación anclados en la gobernanza como nuevo paradigma de las políticas públicas.

Por otra parte, el capital social constituye, según el politólogo americano Putnam (1993a y 1993b), uno de los expertos más reconocidos en esta materia, un bien intangible que engloba las redes de interacción o cooperación entre actores públicos y privados sobre la base de una relación de confianza mutua. El papel del capital social es fundamental para que estas redes nazcan, funcionen y permanezcan. Además, los expertos en desarrollo regional y también instituciones como la Comisión Europea y el Banco Mundial señalan que el capital social es, junto con la calidad del capital territorial (capítulo 1.4.1) y el capital humano, uno de los factores decisivos para la competitividad y la iniciación y consolidación de procesos exitosos de desarrollo económico y social a nivel nacional, regional o local.

3.2. Características de una buena gobernanza metropolitana

Todos los elementos centrales de la gobernanza señalados anteriormente en la reflexión conceptual-descriptiva sobre la gobernanza en general constituyen, desde la perspectiva normativafortalecimiento de la cultura de cooperación, consecución de un desarrollo sostenible, mejora de la coherencia territorial e incremento del capital social como principios rectores u objetivos que hay que lograr–, características de una buena gobernanza a cualquier escala y, por tanto, también a nivel metropolitano.

Así lo pone de manifiesto el entendimiento del concepto de gobernanza metropolitana de Christian Lefèvre (2010: 138), uno de los mayores expertos a nivel mundial en el estudio comparado de la gobernanza metropolitana.

La noción de gobernanza que surgió a principios de los años noventa en Europa (Legalès, 1995) ilustra bien esta nueva forma de hacer política y de producir políticas públicas que consiste en la articulación de formas no jerárquicas de relaciones de poder, y se interesa también por los instrumentos y dispositivos de producción de una acción colectiva compartida, consensuada. Por lo que aquí interesa, estas nuevas formas de acción, por un lado, implican a los actores políticos mismos y ante todo a los Gobiernos locales que conforman la metrópolis y tratan de alcanzar el consenso político entre las instituciones locales; y, por otro, la acción se apoya en las relaciones entre los actores políticos y la sociedad civil, esto es, en los marcos cognitivos y las modalidades necesarias para forjar alianzas entre estas dos esferas a fin de producir la acción colectiva que permita el gobierno de las metrópolis.

En su aproximación al concepto de la gobernanza, hace referencia a varios de los elementos comentados y añade, como elemento importante, que una buena gobernanza metropolitana ha de contar con la sociedad civil.

Una definición explícitamente referida a la buena gobernanza y centrada en el desarrollo de las áreas urbanas la ofrece el Centro de las Naciones Unidas para Asentamientos Humanos (UBHCS. Define la buena gobernanza (good governance) como «la respuesta eficiente y efectiva a los problemas urbanos por Gobiernos locales que rinden cuentas y trabajan en cooperación (partnership) con la sociedad civil». Como principios clave de la buena gobernanza urbana se destacan: la sostenibilidad; la subsidiariedad; la equidad; la eficiencia; la transparencia y la evaluación (rendir cuentas, accountability); el compromiso cívico y la ciudadanía, y la seguridad (ESPON, 2004: 13-14).

Por su parte, pueden entenderse como características de una buena gobernanza metropolitana los doce principios rectores que recomendó la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OECD, 2000) para la gobernanza metropolitana, que se recogen en el cuadro 1.

3.3. Tipos de gobernanza metropolitana y posibles modelos para su organización

¿Qué posibles soluciones ofrece la gobernanza metropolitana para resolver lo que constituye el problema estructural más grave de la gobernabilidad metropolitana: la incongruencia entre el ámbito funcional metropolitano y el espacio configurado por el mapa de las delimitaciones político-administrativos tradicionales? ¿Cómo se puede lograr, por medio de la gobernanza metropolitana, la coherencia entre el espacio funcional metropolitano y el espacio de la decisión político-administrativa?

La respuesta no es única, pues las prácticas de la gobernanza metropolitana existentes en el mundo reflejan la existencia de varias respuestas diferentes. Está estrechamente relacionada con los tipos de gobernanza y los posibles modelos para su organización que se quieren aplicar, con lo que la decisión a este respecto depende de las posiciones teóricas e ideológicas que se adopten y defiendan para resolver la problemática institucional de la cuestión metropolitana.

En cuanto a los tipos de gobernanza metropolitana, se suele diferenciar entre estructuras duras (hard governance) y estructuras blandas (soft governance) de la gobernanza (Hesse, 2005). En el mismo sentido, otros expertos (Lowndes, 2005) distinguen los elementos estructurales (institutional hardware) de los relativos a prácticas y actitudes de los actores (institutional software). Mediante ambos tipos de gobernanza metropolitana, se busca aproximar lo más posible el espacio de la decisión política, de la gestión administrativa de determinados servicios o de la cooperación intermunicipal al ámbito funcional metropolitano.

Las estructuras duras se refieren a la institución responsable de la gobernanza metropolitana. Esta institución se concibe como una institución estable, dotada de competencias y recursos financieros propios y con capacidad de aprobar decisiones jurídicamente vinculantes en un conjunto de tareas con naturaleza de continuidad (planificación territorial, transporte público, por ejemplo), que son de su responsabilidad y que precisan una ejecución efectiva. Las estructuras duras de la gobernanza se rigen por el derecho público, de manera que los entes metropolitanos nacen por ley y la cooperación intermunicipal, mediante estos entes, es de carácter obligatorio.

Las estructuras duras de la gobernanza se refieren al núcleo esencial institucional de las áreas metropolitanas, es decir, sus órganos y su aparato administrativo, que se rigen por el derecho público y que tienen como una de sus características clave su estabilidad en el tiempo. En la órbita de estas estructuras duras, se encuentran los instrumentos de acción (agencias, organismos, consorcios y empresas con participación del ente metropolitano), que usan las instituciones responsables de la gobernanza metropolitana para el cumplimiento de sus tareas y que se suelen regir por el derecho mercantil y el derecho de sociedades o, en el caso de los consorcios, el derecho público, con lo que éstos constituyen una cooperación de entidades públicas con sujetos de derecho privado.

Los posibles modelos de organización de las estructuras duras de la gobernanza metropolitana pueden ser siete, siguiendo (con algunas adaptaciones propias) las clasificaciones del Institut d’Estudis Regionals i Metropolitans de Barcelona (IERMB, revista PAPERS, 50, 2009) y otros autores (Ruiz i Almar, 2010: 145; Toscano, 2010: 76-79):

1) Gobiernos locales con competencias metropolitanas.

2) Entidades específicas y agencias o empresas sectoriales (entes metropolitanos monofuncionales).

En este caso ocurre con frecuencia que el establecimiento de la coherencia entre el espacio funcional metropolitano y el espacio de la gestión administrativa se traduce, de hecho, en una coherencia respecto a ámbitos funcionales de extensión geográfica distinta, en función de la materia (transporte, agua, residuos, por ejemplo) atendida por el ente metropolitano competente.

3) Consorcios.

4) Mancomunidades.

5) Provincias o comunidades autónomas uniprovinciales con competencias metropolitanas (el caso de la Comunidad Autónoma de Madrid).

6) Convenios interadministrativos o tratados entre los estados miembros de un estado federal (el caso de la cooperación entre varios Länder alemanes vecinos para cumplir la función de la gobernanza metropolitana en espacios metropolitanos de carácter transfronterizo: Hamburgo y Berlín-Brandenburgo; capítulo 3.2.5).

7) Gobiernos específicamente metropolitanos, creados por disposición legislativa de los parlamentos a niveles regional (España, Alemania) y nacional (Francia, Italia), que constituyen una entidad local formada por la agrupación de municipios.

Este último modelo de organización representa la modalidad de estructura dura de gobernanza metropolitana con la que, de la manera más clara, se busca la coherencia entre el ámbito funcional metropolitano y el espacio de la decisión político-administrativa. No obstante, existe el problema de que el dinamismo socioeconómico de las áreas metropolitanas es frecuentemente tan intenso que los ámbitos funcionales se encuentran en continua expansión. En consecuencia, los ámbitos territoriales en los que los gobiernos metropolitanos ejercen sus competencias quedan, más rápido de lo previsto, obsoletos y obligan a acometer constantemente reformas de estos ámbitos.

Los gobiernos metropolitanos configuran entes metropolitanos plurifuncionales por disponer de competencias en varias materias, cuyo catálogo puede tener un carácter más amplio o más reducido. En esta modalidad de estructura dura de gobernanza metropolitana, los municipios que forman parte del ámbito territorial del ente metropolitano suelen guardar su autonomía.

En el pasado se siguió también la práctica de la anexión y fusión de municipios con la ciudad central para formar un nuevo centro metropolitano (como ocurrió en Berlín, Boston y Toronto). No obstante, hoy es poco frecuente por la elevada conflictividad política que lleva consigo esta modalidad más potente de institucionalización de un gobierno metropolitano.

Ejemplos para gobiernos específicamente metropolitanos aportan, en España, las áreas metropolitanas de Barcelona y Vigo, que solo tienen una legitimación política indirecta, y en Alemania, con determinadas peculiaridades, los tres casos que se analizan en el marco del presente libro (capítulos 4, 5 y 6): en primer lugar, Hannover (la Region Hannover, un nuevo ente territorial de ámbito subregional con legitimación política directa); en segundo lugar, Stuttgart (el Verband Region Stuttgart, una mancomunidad plurifuncional de carácter obligatorio con legitimación política directa), y por último, Frankfurt (el Regionalverband Frankfurt Rhein-Main, una mancomunidad plurifuncional de carácter obligatorio con legitimación política indirecta).

Por estructuras blandas se entienden las redes de cooperación entre actores públicos y privados, existentes en un área metropolitana, que tienen un carácter informal. Significa que su creación, organización y funcionamiento no se encuentran regladas por el derecho público, sino que la cooperación en el seno de estas estructuras es de carácter voluntario y tiene un alto grado de flexibilidad. Se caracterizan por la obtención de decisiones y la resolución de conflictos, no por la vía jerárquica y desde arriba, sino por la vía de la negociación buscando acuerdos basados en la unanimidad.

CUADRO 1. Los doce principios de la OECD para la gobernanza metropolitana

1) Coherencia: la gobernanza tiene que ser inteligible para el electorado.

2) Competitividad: la gobernanza tiene que estar asociada a la competitividad, ya que las regiones urbanas son las unidades principales de la economía mundial. Para atraer inversiones tienen que poner énfasis, a escala metropolitana, en inversiones para el desarrollo social y humano y para infraestructuras (duras y blandas).

3) Coordinación: dada la fragmentación administrativa de las regiones metropolitanas, la coordinación entre todos los actores relevantes ha de ser una prioridad, especialmente para garantizar una base para la planificación estratégica.

4) Equidad: los acuerdos institucionales y financieros en las regiones metropolitanas deben diseñarse para alcanzar, en lo posible, un alto nivel de equidad e igualdad de oportunidades entre los municipios y entre los diferentes grupos sociales existentes en el área metropolitana.

5) Probidad fiscal: cualquier sistema debe ser creado con el reconocimiento explícito de que los costes de gobernar la mayoría de las regiones urbanas deben reflejarse en el beneficio recibido.

6) Flexibilidad: las instituciones deben adaptarse cuanto sea necesario para asimilar con rapidez cambios como el crecimiento urbano y los operados en las condiciones económicas debido a la globalización.

7) Holismo: cualquier sistema debe reflejar el potencial y las necesidades de toda región urbana, porque ésta es el área amplia que define los retos económicos y medioambientales, y todas las partes del núcleo urbano han de ser valoradas en el análisis sin restricciones artificiales.

8) Particularidades: sin perjuicio de la necesidad de políticas homogéneas basadas en la existencia de derechos humanos y estándares inmutables, las políticas e instituciones deben ser diseñadas para adaptarse a las circunstancias particulares de las distintas partes del país.

8) Participación: el Gobierno debe tener en cuenta, y apoyar totalmente, la participación de representantes de grupos de la comunidad, jóvenes y mayores, del sector empresarial, de socios privados y de todos los niveles de la Administración involucrados en el área metropolitana.

10) Social, no sectorial: los objetivos y el marco institucional del Gobierno metropolitano deben responder a las necesidades de la población, lo cual requiere un enfoque transversal-plurisectorial que supere los límites del clásico enfoque sectorialista de carácter burocrático y funcionalista.

11) Subsidiariedad: para que la calidad del Gobierno sea la mejor y al menor coste, los servicios deben ser prestados de manera descentralizada por el nivel local que tenga el tamaño suficiente para prestarlo razonablemente (este principio rechaza las duplicidades funcionales y los solapamientos).

12) Sostenibilidad: los objetivos económicos, sociales y medioambientales han de estar integrados y reconciliados en las políticas de desarrollo de las áreas urbanas, aplicando consideraciones de corto, medio y largo plazo y con los objetivos de preservar los valores ambientales para generaciones futuras y de mantener y reforzar la cohesión social.

OECD (2010)

Gobernanza y planificación territorial en las áreas metropolitanas

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