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Introducción

En una carta del 26 de octubre de 1973, Andrés Caicedo escribió a su destinatario: “No vayas a creer, cielos, que Cali es una especie de Macondo. En primer lugar mi ciudad queda hacia la costa occidental, y el tal Macondo es la costa norte: el mar de allá es azul, el mío es negro”.1 La salsa, al enclavarse en una ciudad que no pertenece al Caribe, lo enrarece y desplaza la imagen límpida que buscó caracterizar García Márquez en sus trabajos ficcionales; el gris del Pacífico prolonga la sombra de lo citadino y, más exactamente, de una ciudad que crece como un tumor al compás del percutir de los taladros y las grúas que levantan nuevos edificios.

La autoconciencia de Caicedo sobre la posición de su escritura en el panorama literario de Colombia se consolidó a través de las lecturas críticas que se ocuparon de su obra. Estas lo ubicaron como un escritor a contracorriente de la atmósfera que por aquel entonces se escribió, luego del éxito que tuvo Cien años de soledad en ámbitos comerciales y críticos.

La relación que Andrés entabló con el cine también fue diferente a la de los escritores que ya publicaban en grandes proyectos editoriales;2 fue un cinéfilo que escribió una novela después de haber sido el director de Ojo al cine y escribir tanto artículos como crónicas en diferentes periódicos de Cali, además de en la revista peruana Hablemos de cine.

En lo que se puede llamar “carrera literaria”, Caicedo publicó el relato El atravesado, con el apoyo económico de su madre, luego de que una editorial mexicana incumpliera el contrato que suscribió con él. Esto ocurrió en 1975, dos años antes de su muerte.

¡Que viva la música!, la novela que nació poco después de fracasar la venta de sus guiones en Estados Unidos en 1973, fue editada por Colcultura, con lo que se concluye que si bien no quería ser el heredero de García Márquez, tampoco buscaba erigirse como un escritor marginal que publicaba con pequeñas editoriales, sino más bien matizar el escenario establecido en las letras colombianas.

Después de su muerte, Sandro Romero Rey y Luis Ospina se encargaron del cuidado y la selección de textos que se incorporaron a los diferentes volúmenes publicados. Poco a poco se consolidó un grupo de entusiastas lectores, e incluso los libros firmados por Caicedo formaron parte de los programas de estudio de distintas instituciones educativas a nivel secundario.

Esto condujo a un contagio final de lectores formados en las aulas de universidades colombianas; habían crecido con la diseminación de la obra y esto se materializó en un aparato crítico más apegado a las preceptivas académicas y andamiajes conceptuales propios de los estudios literarios hasta el punto de que, al cumplirse treinta años del suicidio del escritor caleño, apareció un volumen dedicado a su trabajo editado por la Universidad de Pittsburgh, con intervenciones de académicos de, entre otras, las universidades Carnegie Mellon y la Wisconsin-Milwaukee.3

La visibilización del impacto de ¡Que viva la música! llegó a su clímax a finales de la primera década de este siglo. En Argentina, en 2009, durante el festival de cine de Buenos Aires, se exhibió el documental de Luis Ospina Andrés Caicedo: algunos pocos buenos amigos. Asimismo, tuvo lugar el lanzamiento de un libro con la correspondencia de Caicedo, firmado por el chileno Alberto Fuguet: Mi cuerpo es una celda, publicado por editorial Norma en 2008. En este movimiento editorial también estuvo presente la edición de Norma Argentina de la novela, prologada por Fabián Casas, quien afirmó que “la obra de Andrés Caicedo se metabolizó en el primer libro de relatos de Washington Cucurto Cosa de negros” (2008: 11), con lo que comenzaron a establecerse vasos comunicantes de una tradición a la que el autor de ¡Que viva la música! fue afiliado.

El trigésimo aniversario en 2007 del suicidio de Caicedo representó un hito debido a que la familia decidió donar el archivo con sus escritos inéditos a la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. A partir de esta entrega, Fuguet trabajó al personaje Andrés Caicedo y posicionó al joven escritor caleño en las páginas de los suplementos culturales de más amplia circulación en Colombia y Sudamérica.

La donación del archivo de Caicedo a la biblioteca me hizo pensar en la posibilidad de un trabajo con sus documentos redaccionales del autor. En un comienzo, esa inquietud fue el esbozo de una idea presentada con ocasión del seminario de crítica genética organizado e impartido en 2008 por la profesora Graciela Goldchluk en la Universidad de Buenos Aires y, después de su retroalimentación, se consolidó en el propósito de realizar mi tesis de maestría.

El primer encuentro con el archivo significó el hallazgo de unas hojas manuscritas y encuadernadas que constituyen la primera versión de ¡Que viva la música!, fechado en septiembre de 1973. Un primer vistazo me permitió advertir una serie de diferencias con respecto a la novela editada. De la misma forma, y en la medida en que fue el último libro que el propio autor pudo ver impreso, decidí tomar este material, desconocido hasta el momento, como corpus del presente estudio e investigar la génesis de escritura de la novela a partir de él. Lo anterior representa un “nuevo comienzo” de un proyecto truncado desde el cual es posible leer la obra de Caicedo. A lo largo de la lectura crítico-genética del cuaderno manuscrito de ¡Que viva la música! se hizo evidente la tensión entre novela y crónica. Vale la pena resaltar que el diálogo con la Dra. Añón, mi codirectora de tesis, fue decisivo para definir y fundamentar el planteamiento de la tesis.

Esta investigación consiste en un estudio de la novela con las variantes presentadas en las diferentes campañas de escritura. Para ello consulté cuatro manuscritos de la novela, facilitados por la familia de Caicedo. Del material, tuve en cuenta los tres documentos mecanografiados, pues el hológrafo (la primera versión y la que se analiza aquí) era, a efectos de su perspectiva teórica, igual al primer documento escrito a máquina. También realicé un cotejo entre las once ediciones editadas. Sin embargo, mi tesis se centra en la obra édita, es decir, me ocupo de un texto que ha alcanzado una forma definitiva. En ese marco, la lectura de los manuscritos se destina a comprobar cuál es la mejor edición, y las diferentes instancias de escritura constituyen peldaños en la construcción del edificio textual. Para este enfoque, todas las reflexiones críticas toman como punto de partida (y de llegada) a la novela édita, como si las opciones descartadas hubieran desaparecido. Por el contrario, este libro incluye un capítulo que contiene la transcripción del cuaderno manuscrito de ¡Que viva la música!, con el objeto de facilitar el acceso para múltiples lecturas, con la diferencia de que las hipótesis críticas no apuntan ni al cuaderno como verdad revelada ni al texto como punto de llegada, sino a las transformaciones que generan un espacio de sentido en el mismo movimiento, y es en ese espacio que el cuaderno deja de ser idéntico a la primera copia mecanografiada.

Cabe aclarar aquí que la crítica genética está poco desarrollada en las universidades colombianas y es la primera vez que se utiliza para abordar la novela de Caicedo, por lo que se ha construido un capítulo que contiene una introducción teóricometodológica. Una vez establecido este marco, se presenta un segundo capítulo que analiza las principales hipótesis críticas que se han formulado a partir de la publicación de la novela en 1977, mientras que el tercero se destina a la descripción del material analizado, su transcripción y la exposición de una lectura crítica.

Elvira Narvaja de Arnoux afirma que lo crucial en el análisis del discurso es la construcción de interpretaciones. Esto no implica que el analista pretenda hacer una hipótesis que devenga ley de interpretación y se autoerija como dominador de los sentidos de los textos a la manera de un inquisidor. En cambio, debe exponer “a la mirada lectora niveles opacos a la acción estratégica de un sujeto” (Narvaja 2006, 19), de modo que el sujeto tampoco es un dueño absoluto de lo que dice.

Ni los papeles de Caicedo ni lo que está escrito en esta investigación tiene efectos previsibles. Siempre habrá lugares opacos y recovecos insospechados en un discurso que escapa al control absoluto del enunciador. A partir de dicha imposibilidad, la crítica genética se afilia a una construcción del conocimiento que avizora un vasto horizonte de lecturas de una novela como ¡Que viva la música!; en donde lo acá dicho es una hipótesis de lectura y no la proclamación de una ley interpretativa; surgen así perspectivas que advierten aspectos desechados o tomados como marginales y meras curiosidades para coleccionistas convirtiéndolos en puertas para otras lecturas de la novela.

Notas

1 Todas las citas de cartas se han tomado del archivo personal de Andrés Caicedo, que se encuentra en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá.

2 Para un análisis teórico de esta diferencia, remito a la tesis “La presencia del cine en las literaturas hispánicas de comienzos del siglo XX. Tres escritores pioneros: Ramón Gómez de la Serna, Francisco Ayala y Horacio Quiroga”, escrita por Lea Hafter (2012), especialmente a las pp. 4-65.

3 Juan Duchesne Winter y Felipe Gómez Gutiérrez, eds. La estela de Caicedo. Miradas críticas (Pittsburgh: Universidad de Pittsburgh, 2009).

El cuaderno de Andrés Caicedo

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