Читать книгу Cuando la luna era nuestra - Anna-Marie McLemore - Страница 11

Bahía de la Armonía

Оглавление

El día después de que Miel se acostase con Sam, fue el día que volvió Chloe Bonner.

Esa mañana, Miel bajó las escaleras y encontró a Aracely en la cocina preparando café y bostezando en un día tan nuevo que aún era de plata.

Dejó en el fregadero tres tazas que había recogido de su habitación. Últimamente, Aracely estaba harta de que se dejara las tazas de té olvidadas en encimeras y mesas. Encontraba una y le decía: «¿Quieres hacer el favor de dejar eso en el fregadero? Me siento como si viviera en una cafetería».

Incluso en camisón y sin maquillaje, Aracely era una nota de color frente a la ventana. Tenía el pelo brillante como el fruto de una nectarina. El marrón de su piel recordaba al oro en bruto que se desprendía del cuarzo. Además, era lo bastante alta como para dar la sensación de que podría mirar al cielo a los ojos.

Las historias contaban que la mujer había aparecido un verano junto con cien mil mariposas. Las mariposas habían cubierto el pueblo como escamas de oro brillante, alas empolvadas que temblaban con la brisa. Cuando todas se marcharon a principios del otoño, allí estaba Aracely, una joven alta y extraña, con la piel como aquellas alas iridiscentes.

Por supuesto, eso había pasado años antes de que Miel se cayera de la torre de agua, antes de que el agua la devolviera. Así que nunca vio la nube de alas.

Aracely le entregó una cucharada de miel, espesa y profunda como el ámbar.

—Hierba de fuego —dijo mientras se recogía el pelo en un moño suelto. Sus uñas, pintadas del color de las semillas de achiote, resaltaban en el dorado pálido—. La conseguí en ese sitio a las afueras del pueblo.

Sabía cuánto le gustaba a Miel la miel, cómo se la comía directamente del tarro, daba igual el tipo que trajera a casa. La mujer, que actuaba al mismo tiempo como una especie de hermana y como madre, conocía a la perfección qué alimentos y especias le gustaban y cuales no. Sabía que las tormentas de viento le provocaban pesadillas y que la luz de las lunas de Sam la ayudaba a dormir.

Sin embargo, Miel no sabía cómo hablarle de lo que había pasado con él. De que había salido a escondidas de casa antes de que su madre volviera. Del dolor en el cuerpo que sentía como algo a lo que aferrarse y no algo que deseaba que se le pasara.

Por supuesto, había algunas cosas que Aracely no sabía. A veces, parecía a punto de preguntarle algo. Tal vez quién había sido antes de salir de la torre de agua, o si había pertenecido a alguien más antes que a ella. Sin embargo, siempre abría la boca, hacía una pausa, la cerraba de nuevo y se volvía hacia el fregadero o el horno. Sabía, sin que nadie se lo dijera, las cosas de las que Miel no quería hablar.

En ese momento, ni siquiera se atrevía a mirar a la mujer a los ojos. Su trabajo consistía en curar el mal de amores. Tenía el don de saber cuándo un corazón estaba desbordado por desear a alguien. En lo referente a Aracely, el pueblo se debatía entre la gratitud y la culpa. Por la noche, acudían a ella y le pedían ayuda para sus desgastados corazones. Durante el día, susurraban que era una bruja, la culpaban del tizón que blanqueaba la cosecha de un huerto o la responsabilizaban de la tormenta que había arruinado el encendido de los faroles de calabaza de ese año.

Le dedicaban la misma inconsistencia que a un amante, adoración por la noche y repudio por la mañana. Todo lo que le debían se traducía en desprecio o en respeto, según la hora del día y la cantidad de gente que observara.

Miel había aprendido a vivir con la incómoda sensación de que Aracely sentía el peso de su corazón. Esa mañana, estaba segura de que, si dejaba que la mirara durante demasiado tiempo, lo sabría. El hecho de que a Aracely le gustara el chico lo empeoraba. Se imaginó que los veía más como hermano y hermana, y que sentiría asco ante la idea de que clavara los dedos en la espalda de Sam.

Aracely sirvió el café en unas tazas pesadas; Miel se sonrojó y agachó la vista. Nunca se había dado cuenta de que el color de las tazas, un azul verdoso con el del eucalipto, se parecía mucho al de las paredes de la habitación de Sam.

—Ha vuelto —dijo Aracely. Medio cantó las palabras y alargó cada sílaba hasta ser casi un trino.

Miel lamió la miel de la cuchara. Sabía un poco a té, a los tallos de las flores rosas que salpicaban la tierra marcada después de un incendio.

—¿Quién? —preguntó.

La última bruja.

Soltó una carcajada. Era una de las mil razones por las que la quería. A Aracely la llamaban bruja constantemente y aun así no se inmutaba por llamárselo a otra persona.

La sonrisa se desvaneció en cuanto se dio cuenta de a quién se refería.

La mujer había intentado que sonase a broma mientras sorbía el café, como si se tratara del típico chisme matutino. Una fachada de encanto y seguridad. Por eso era tan buena en curar el mal de amores. Las curanderas menos hábiles dejaban a sus pacientes afectados por el susto, un miedo profundo que los llevaba a vagar por el bosque temerosos y ciegos. Aracely nunca dejaba a un hombre ni a una mujer enfermos de amor sollozando sobre la mesa de madera. Les ponía las manos en los hombros y les susurraba para que apenas notaran cómo el mal de amores abandonaba sus cuerpos.

Miel conocía la voz de Aracely mejor que esos hombres y mujeres. Había escuchado cada cadencia y cada elevación. No era que les tuviera miedo a las Bonner. Aracely no le temía a nada; se compadecía del miedo de Miel al agua, pero tenía poca paciencia con su miedo a las calabazas. Cada otoño, en la noche en que medio pueblo salía a colocar calabazas talladas y brillantes en el río, Miel se escondía en su habitación y la mujer le decía, desde el otro lado de la puerta:

—Por el amor de Dios, son frutas, no avispones. Sal de ahí.

Sin embargo, incluso Aracely desconfiaba de las chicas del pelo de fuego. Siempre había creído que sus inquietos padres las habían sacado del instituto no por lo que había pasado con Chloe, sino porque, si las educaban en casa, sería menos evidente que no tenían más amigos que ellas mismas. Que nunca invitaban a nadie a casa. Que coqueteaban con chicos en las calles concurridas, pero ni siquiera esos chicos eran sus amigos y no les durarían hasta la siguiente helada o hasta el florecimiento que marcaba una nueva estación.

Miel dejó la cuchara en la encimera y subió al piso de arriba.

—No lo hagas —gritó Aracely.

La chica notó la sonrisa en su voz, pero también una advertencia.

—Lo digo en serio. No lo hagas. Solo vas a torturarte.

Le hizo caso.

Le hizo caso hasta cerca de las cuatro de la tarde, cuando llegó al límite de la granja de los Bonner mientras intentaba espantar el eco de las palabras de Aracely.

Si el señor o la señora Bonner la veían, les diría que había venido a ver a Sam. Les contaría que iba a enseñarle cómo usaba los cepillos de polinización.

No. Mejor otra cosa. No quería usar los cepillos.

Se mantuvo alejada de las vides. A pesar de las explicaciones de Aracely de que solo eran frutas, seguía temiendo a las calabazas como otras niñas temían a las arañas o las culebras.

Entonces, distinguió la cortina de pelo de Chloe, teñida del color del melocotón a la tenue luz.

La herida de la rosa de Miel creció con una punzada y se calentó.

Chloe se había graduado el año pasado a los diecinueve y había cumplido los veinte mientras estaba fuera, un número que Miel siempre había considerado que, de alguna manera, convertía a una persona en adulta. Paseaba por el patio lateral de la granja familiar con unos vaqueros pitillo que habrían parecido anticuados en cualquier otra persona y un jersey muy fino que revelaba el tono rosado de su piel. Le había crecido el pelo. Cuando se marchó el invierno pasado, le llegaba hasta los hombros en rizos desiguales. Entonces, le caía hasta la cadera y el peso lo estiraba, tan claro que era casi rubio.

Debía de llevar unos vaqueros tan ajustados para enseñar la barriga y mostrar que lo que todo el mundo sabía no había sucedido.

Cuando Chloe se marchó, las hermanas Bonner perdieron la cantidad justa de poder para dejar respirar a todas las demás chicas del pueblo. Sus padres, tan temerosos de sus propias hijas como preocupados por ellas, sacaron a Lian, Ivy y Peyton del instituto, convencidos de que acabarían igual que Chloe. Así que las chicas se quedaban en casa, se sentaban en la mesa de la cocina con los planes de estudios de su madre y se asomaban a las ventanas de bordes blancos que resaltaban en la pintura azul marino de la fachada. Paseaban por los campos de su padre, descalzas o con zapatillas finas y desgastadas que su madre les prestaba porque eran demasiado vanidosas para tener las suyas propias.

Chloe no llevaba zapatos. Sus pies y sus tobillos, desnudos bajo el dobladillo de los vaqueros, eran pálidos como las calabazas Lumina.

Miel apartó la mirada de la esquina de la granja donde estaba, segura de que, si la miraba demasiado tiempo, lo sabría y la pillaría. Recorrió de un vistazo los campos y encontró a Sam. Primero, su pelo, como una cinta negra rizada con tijeras. La temporada de cosecha le había oscurecido más la piel y tenía los antebrazos del marrón de un huevo de gallina Welsummer. Lucía ese color con el orgullo de saber que lo había heredado de su abuela, una mujer a la que Miel solo conocía por los pocos detalles que él recordaba con suficiente claridad como para contárselos.

El metal de las tijeras de podar destelló en sus manos. Buscaba vides que empezaran a marchitarse —«a irse», decía que lo llamaban— y cáscaras que empezaran a endurecerse.

En ese momento, podría haber sido cualquier chico. Podría haber sido Roman Brantley, que en algún momento tuvo una mirada tan temeraria que los profesores no se atrevían a enfrentarse a ella. Sin embargo, había perdido esa mirada en favor de Lian Bonner, de su pelo de un rojo tan oscuro que casi era castaño y de las pecas que se abrían como un abanico en sus sienes como si fueran alas. Todavía tenía la chaqueta de caza de su abuelo, que Lian juró que le devolvería si se la pedía. Por supuesto, no era capaz de mirarla a los ojos el tiempo suficiente para hacerlo.

Podría haber sido Wynn Yarrow, que rompió con la que era su novia desde hacía dos años por Peyton, la más bajita y la más joven de las hermanas Bonner, con el pelo de color calabaza que su madre le rizaba todas las mañanas. Todo el mundo, excepto él, sabía que nunca iba a estar interesada. Wynn perdió no solo a su novia, sino a todos los amigos que se pusieron de parte de ella.

Miel se alejó del borde del campo de calabazas e intentó desaparecer en las sombras antes de que Sam la viera. Las Bonner, como todo el mundo en el pueblo, la habían visto con Sam tantas veces que no les sorprendía más que verla sola. Sin embargo, si se le acercaba entonces, era muy posible que se pusiera nerviosa y se sonrojase de una manera que trazaría una cinta de aire frío en el calor polvoriento. Cuando lo hiciera, la sonrisa de Miel reluciría como una moneda.

Las Bonner lo verían y las atraería.

Verían que Sam a veces se subía a los árboles para colocar las lunas donde las ramas se encontraban y se entrelazaban, con la misma frecuencia con la que lanzaba una fina cuerda y alzaba la luna desde abajo. Se fijarían en cómo, cuando tenía que subirse a los árboles para poner velas nuevas o volver a encender las que se habían apagado, lo hacía sin prisa. Cómo, si una luna era frágil, llevaba una escalera de madera del cobertizo de su madre y la apoyaba en el tronco, para no arrugarla al subir.

Se darían cuenta de lo hermoso que era el extraño muchacho, de cómo las lunas que colgaba en los árboles por la noche brillaban como un cuenco de estrellas. Verían cómo los mares lunares que pintaba desprendían diferentes matices de luz.

Ningún chico les interesaba hasta que otra persona se interesaba por él.

Chloe se dio la vuelta. La trenza le recorría la longitud de la columna vertebral y la goma elástica le rebotaba en la parte baja de la espalda mientras recorría el camino de ladrillos. Subió las escaleras hasta el porche y las plantas de los pies, cubiertas de polvo, le brillaron un poco más oscuras que los tobillos. No obstante, ni siquiera el desafío del gesto con el que agitó la trenza en el aire sirvió para ocultar que se movía un poco diferente. Tenía el estómago plano, pero se le habían ensanchado las caderas. Se cruzó de brazos, aún más delgada que cuando se marchó, como si tuviera frío. Parecía tan intrépida y joven como cualquiera de las demás Bonner, pero la postura de sus hombros le daba el aspecto orgulloso y cauteloso a la vez que se consigue al ser la madre de alguien.

Tal vez fuera solo porque Miel lo sabía. Todo el mundo lo sabía. Lo que Chloe había tratado de mantener en secreto había cobrado vida propia y había crecido tanto que se negaba a pasar desapercibido.

Daba igual lo ajustados que fueran los vaqueros que se ponía, la gente le miraría la barriga y se preguntaría si se le volvía a notar. Tal vez fuera una figura de porcelana, reparada por las manos más hábiles, pero seguía agrietada y rota. Cuando alguien la ponía a contraluz, se distinguían los hilos lechosos donde la habían recompuesto.

No volvería a liderar a las Bonner. El reinado había pasado a Ivy. No a Lian, aunque era la segunda en edad. Si alguien llamara a Lian débil, las hermanas lo arañarían hasta hacerle sangrar con sus uñas brillantes y esmaltadas, pero eso no significaba que no estuvieran de acuerdo.

Ahora que las Bonner volvían a estar juntas, eran una fuerza tan potente como el viento que arranca las hojas de los arces y los sicomoros. Representaban todos los tonos de naranja y oro de un bosque en octubre. La vida volvía a ellas y todas las chicas enamoradas de algún chico del pueblo tardarían un poco más en conciliar el sueño esa noche.

Si las hermanas Bonner supieran que Miel quería a Sam, que no era solo una chica rara amiga de un chico raro, comprenderían de pronto lo divertido que sería llevárselo. Esa era la razón por la que nunca habían tenido más amigas en el instituto que ellas mismas. Siempre que una chica se interesaba por un chico, lo querían para ellas. En el momento en que percibieran que a Miel le importaba, decidirían que Sam sería el próximo al que le romperían el corazón. No es que pretendieran romper nada. Nunca buscaban hacer daño a nadie. Eran niñas que acariciaban a un gato con demasiada fuerza solo porque les gustaba el tacto de su pelaje.

Juntas, eran lo bastante parecidas como para deslumbrar a la mitad de los chicos del pueblo y lo bastante diferentes para intrigar a Sam. Si alguna vez confiaba en ellas tanto como en Miel, lo destruirían. Se lo arrebatarían todo sin proponérselo.

Le picó la muñeca y se miró la rosa. El color rosado de su pintalabios favorito se escurría de los pétalos y daba paso al rojo y luego al naranja, hasta convertirlos en cobre, ámbar u óxido.

Las gringas bonitas, las cuatro chicas que habían hecho desaparecer la luna, habían vuelto.


Cuando la luna era nuestra

Подняться наверх