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Lago del Odio

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Tenía que matarla. Ya había esperado demasiado por no querer podar la rosa que había llevado en el cuerpo la noche que se acostó con Sam. Si la seguía llevando, las Bonner lo sabrían. Verían los colores de su pelo. El cobrizo de Ivy en el centro, el naranja suave de Peyton, el rubio fresa de Chloe y el casi marrón de Lian en los bordes.

Si eran brujas, como decían los rumores, lo sabrían. Incluso si no lo eran, se preguntarían por qué la rosa de Miel era de los colores de sus cabellos; entonces la mirarían a ella y luego a Sam.

Se detuvo cuando encontró una forma inesperada en las siluetas familiares a lo largo del río.

Dos figuras se alzaban en la oscuridad, lo bastante cerca de Miel como para que se escondiera en la sombra de un árbol para que no la vieran. Sus ojos se adaptaron a la penumbra y le permitieron distinguir un rasgo cada vez. Una chica. Un chico. Ninguno lo bastante iluminado para reconocerlo.

Sí que diferenció sus posturas. La de la chica, inclinada hacia delante. Ansiosa y coqueta, agitaba las manos en el espacio que los separaba como si fueran pajarillos. Desde donde estaba, una rama le ocultaba el rostro, pero la luna le iluminaba el pelo lo suficiente como para mostrar el color. Un velo de un rojo intenso que solo podía pertenecer a una Bonner.

La postura del chico no coincidía con la de ella. No se inclinaba hacia delante. No intentaba tocarla. No daba la sensación de que hiciera ningún intento de persuadirla para que lo dejara besarla, para que sus hermanas salieran a escondidas con él y sus amigos, para nada.

Parecía aburrido, como si le siguiera la corriente en lugar de estar fascinado. La forma en que cuadraba los hombros y apartaba ligeramente la mirada daba a entender que se marcharía en cuanto se le ocurriera una forma de hacerlo sin resultar grosero.

Miel ya conocía la escena. La había presenciado cuando otras chicas habían intentado coquetear con Sam, que se había mostrado tan ajeno como indiferente. Había participado en ella, con otros chicos, para vengarse de Sam solo porque otra se hubiera interesado por él y, cuando más tarde lo comprendió, se sonrojó por ello.

Sin embargo, jamás había visto que le ocurriera a una Bonner. Las hermanas habían robado novios, engatusado a hijos de reverendos y atraído a chicos que antes nunca habían hecho nada sin que sus madres se lo dijeran.

Si una Bonner no era capaz de interesar a un chico que le gustaba, si no conseguía todo lo que quería, ¿cómo iba a conservar su propio apellido? Miel se alejó un poco más por el río e interpuso la protección de los árboles entre las dos figuras y ella. Se arrodilló en la orilla y bajó la mirada al agua oscura. Intentó distinguir alguna forma, cualquier señal de que había algo allí abajo. Peces. El brillo de las hojas de las algas. Las sirenas de río de las que Sam le contaba historias para que no tuviera miedo de bañarse.

No estaba preparada. Nunca lo estaba; incluso cuando esperaba impaciente que desapareciera el peso de la rosa, se encogía antes de deslizar las cuchillas por el tallo.

Los rumores sobre las rosas formaban parte de la red de cotilleos del pueblo. Algunos decían que tenían la capacidad de transformar los corazones de quienes carecían de deseo. Otros insistían en que su perfume o el suave roce de sus pétalos eran suficientes para encantar a los reticentes, a los temerosos, a los precavidos.

Alguien había dicho que Miel le había regalado una rosa de color rosa pálido, apenas florecida, a una de las amigas de Aracely. Un chico le había hecho algo tan malo que no soportaba ni pensar en separar los labios para que la besaran, ni siquiera años después, cuando otro chico con las manos suaves como las hojas de un tulipero quiso amarla. Otra persona había dicho que el año anterior le había regalado una rosa a un campesino que se había enamorado de la hija de un cultivador de manzanas, pero era incapaz de ver más allá de que sus ojos eran del mismo verde que los de su familia, una familia que nunca le había permitido olvidar que los suyos eran marrones.

Sin embargo, había sido Aracely quien los había curado, no las rosas de Miel. La mujer había convencido a la chica para amar al chico con las manos como hojas de tulipero. El campesino había venido a verla, igual que la hija del cultivador de manzanas, para pedirle que librase a su corazón del amor por un chico demasiado tímido para corresponderla. Los dos querían una cura para el mal de amores y Aracely los citó a la misma hora. Cuando se encontraron en el salón de color índigo y se dieron cuenta de que tenían el corazón tan roto como para desear que les arrancasen el amor del pecho, se tocaron con las manos y los labios y se olvidaron del deseo de curarse.

Aracely era pura magia y habilidad. Miel no era más que un cuerpecito inquieto de cuya piel brotaban pétalos. Aracely representaba la belleza y la bondad en la casa violeta. Miel era una niña manchada de agua sucia y de la sangre de dos personas cuyos nombres no se atrevía a pronunciar.

Las tijeras plateadas, el regalo más extraño y más útil que la mujer le había hecho, chirriaron cuando separó las hojas. Las colocó hacia abajo, cerca de la piel, y cerró las cuchillas con un chasquido. El dolor le recorrió las venas. Le llegó al corazón, al estómago y a todo lo que tenía vivo dentro.

La sangre brotó en la abertura. El dolor provocó que sintiera los dedos pesados y la hizo caer al suelo. Le dolía como si la hoja de un cuchillo le presionara la muñeca con tanta fuerza que la notaba en las costillas.

Dejó que la rosa se deslizara en el agua, una ofrenda a la madre que ahora vivía en el viento, pero que había muerto en esa agua. Cuando llegaban las tormentas, Miel oía el murmullo de su voz oculta en el chillido de los vientos, como si tratara de susurrarle para que volviera a dormirse. Era el único regalo que podría ofrecerle a su madre, la obediencia de destruir las rosas que había temido. Quisiera darle más, su valentía frente al agua. Sin embargo, dentro de Miel todavía resonaba la pequeña voz de la niña que Sam había encontrado, una niña que le susurraba que no debía confiar en el agua de la que no veía el fondo.

No recordaba a su padre tan bien como a su madre. Sabía que era un curandero, de los que curan las heridas, con un talento para recolocar huesos que le consiguió trabajo como huesero. Recordaba sus manos, la suavidad con la que le cortaba las rosas y luego le cubría la herida con una venda. A veces, intentaba instalarse en ese recuerdo, pero era tan efímero que no le pertenecía de verdad.

Los pétalos se desvanecieron bajo la superficie y el agua se onduló como el dobladillo de un vestido. La luna se refractó en una docena de hoces.

A pesar de los pocos recuerdos que tenía, se acordaba de los susurros sobre que los niños a los que les crecían rosas de la piel envenenaban a sus hermanos y robaban los anillos y rosarios de las tumbas de sus familias. Daba igual si las rosas les crecían en las muñecas, como las de Miel, en los tobillos o en la espalda. Decían que todos los hijos o hijas de su familia cuyo cuerpo creaba rosas se volvían amargados e ingratos.

Antes, su familia hacía pasteles con agua de rosas y cardamomo, pero eso había sido antes de que las rosas se vieran manchadas por el miedo de las nuevas madres. Las mujeres jóvenes se preocupaban por sus hijos e hijas y buscaban los primeros signos de verde en su piel.

El río retomó su lenta corriente y el suave correr del agua le trajo el sonido de unos sollozos amortiguados que se rompieron en un llanto quedo.

Miel se sobresaltó, miró hacia el cielo y escuchó el viento. Cuando llegó, buscó la voz de su madre y deseó que no la oyera llorar. Lo único que deseaba más que a Sam era que su madre supiera que la había perdonado. Que entendía por qué había hecho lo que había hecho. Que sabía que la quería.

Sin embargo, el sonido no venía del viento. Ni de debajo del agua. Atrajo la mirada de Miel hacia la orilla.

La oscura silueta de una joven con los brazos cruzados y el pelo ondeando al viento.

Una hermana Bonner, aunque no sabía cuál.

Miel se levantó y sintió una punzada de dolor en el brazo.

—¿Estás bien? —preguntó e intentó imitar la voz calmada de Aracely, clara y limpia como un reguero de agua sobre las piedras.

Aun así, la chica se sobresaltó. La miró de sopetón y la luna igualó el color de su rostro al de su propia superficie.

Ivy Bonner. Los lazos de luz que se desprendían del río mostraron sus rasgos. Tenía las mejillas mojadas y unas pinceladas cobrizas le calentaban los bordes del pelo incluso en la oscuridad. Tenía la nariz a medio camino entre la de Chloe, que era larga, recta y altiva como la de su padre, y la de Peyton, más bien chata y respingona como la de su madre.

Ivy asintió y se secó las mejillas con los dedos. Miel no era lo bastante importante como para que fingiera que no había llorado.

El asentimiento hizo que se sintiera una intrusa, como si la hubiesen convocado y expulsado inmediatamente después. Se aferró a las tijeras plateadas y le dio la espalda al río.

Sin embargo, Ivy dio unos pasos en su dirección. No con prisa, pero sí lo bastante rápidos para que Miel se detuviera.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, al mismo tiempo que bajaba la vista hacia la muñeca desnuda de la chica y las tijeras que tenía en la mano—. Ah.

Volvió a mirarla a los ojos. A esa distancia, la sal y el agua que le perlaban las mejillas parecían una finísima capa de escarcha.

—¿Duele? —preguntó.

—¿El qué? —respondió Miel y se encogió avergonzada por la falta de seguridad en su voz.

—Cortarlas —dijo.

Decir que no sería como lanzar un desafío que jamás se atrevería a cumplir ni con Ivy ni con sus hermanas. Decir que sí sería reconocer demasiado de sí misma.

Se limitó a asentir.

No había estado tan cerca de Ivy desde que las Bonner habían dejado el instituto. En ese momento, a una distancia en la que llegaba a percibir el acuoso aroma a camelia de su jabón, lo único en lo que pensaba era en Clark Anderson, otro de los chicos que habían perdido el norte por culpa de las hermanas. Clark se había convencido de que una chica como Ivy, con un pelo que poseía el color y el brillo de los centavos nuevos, lo curaría de querer besar a John Sweden bajo la nueva torre de agua. Se acostó con ella en su habitación a plena luz del día, mientras Sam y los demás trabajadores de la granja pasaban bajo la ventana. Menos de doce horas después, volvía a besar a John, esa vez en la escalera de la torre de agua a medianoche, donde la gente solo distinguiría sus siluetas recortadas por la luz de las estrellas.

Desapareció del pueblo la semana siguiente. Sin embargo, al contrario que en el caso de Chloe y el chico que era el padre de su bebé, nadie sabía a dónde había ido.

La manera en que Ivy parpadeaba para aliviar el picor que le causaba la sal de sus propias lágrimas provocó en Miel una oleada de lástima que tuvo que expresar con palabras.

—No importa —dijo.

Ivy retrocedió.

—¿Qué?

Miel sabía que debería callarse, pero quería suavizar lo que había dicho, como quien alisa la capa de crema de un pastel de tres leches.

—Solo es un chico —dijo—. ¿A quién le importa?

La mirada de Ivy se endureció y entrecerró los ojos.

Cuando las pestañas se rozaron, Miel supo que había cometido un error. Ivy sabría que la había visto. Le guardaría rencor por haber sido testigo de una señal de que las Bonner empezaban a perder su poder con los chicos del pueblo.

La chica ladeó la cabeza y observó la muñeca de Miel.

—¿Por qué las matas? —preguntó, sin mostrarse horrorizada ni preocupada. Era pura curiosidad. Como si pensara que ahogar los pétalos era un desperdicio.

Miel sintió una oleada de alivio por el cambio de tema, hasta que comprendió que le apetecía todavía menos hablar de eso. Sabía cómo la miraba todo el mundo, a ella y a sus rosas. El rumor que corría de que, si una chica deslizaba una bajo la almohada de un chico y él respiraba el aroma mientras dormía, se enamoraría de ella. O, para lograr un efecto aún mayor, los pétalos podían azucararse y usarse para hornear un pastel de vainilla o alfajores de lavanda, pero solo con las recetas secretas que poseían las mujeres de la casa violeta.

En ese segundo, el nerviosismo que sentía cerca de Ivy y la sensación de ser una criada a la espera de que le diera permiso para irse se suavizó. Era muy posible que la viese tan extraña como ella veía a las hermanas Bonner. Vivía en una casa violeta como la crema de arándanos. De su muñeca crecían rosas y Aracely, la mujer con la que vivía, invitaba a hombres y mujeres enfermos de amor a tumbarse en su mesa de madera para curarles los corazones rotos.

Si Aracely hubiera estado allí, le habría dicho que se fuera, que dejase de esperar a que la bruja le diera instrucciones.

Inclinó la cabeza, un saludo y una despedida a la vez.

Entonces se le encogió el corazón. Las Bonner rara vez hablaban con nadie más que entre ellas y los chicos a los que amaban y destrozaban. Lian se había mostrado callada pero bastante simpática cuando Sam y ella tuvieron que hacer una presentación en grupo sobre el efecto orográfico; Sam escribió el informe mientras Lian dibujaba y coloreaba los dibujos. Cuando a Miel se le adelantó la menstruación una semana, Chloe, sin hacer ningún comentario, le había deslizado un tampón bajo la puerta del baño. No eran ni maleducadas ni agradables, simplemente preferían la compañía de sus propias hermanas por encima de la de cualquier otra persona.

En ese momento, quizás Ivy se sintiera lo bastante sola como para hablar con cualquiera. Chloe había estado fuera meses. Se había perdido cómo Lian cumplía los dieciocho y Peyton los quince; el cumpleaños de Ivy, que tenía dieciséis, no llegaría hasta diciembre. Desde que había vuelto, Miel se imaginaba cómo todo el mundo actuaba con pies de plomo a su alrededor y la avasallaban de atenciones hasta asfixiarla, mientras el resto de las hermanas se sentían al mismo tiempo celosas y agradecidas de no ser ella. Lian, Ivy y Peyton se habrían apiñado para no echarla de menos y para que fuera menos evidente su ausencia. Ahora tendrían que separarse un poco para hacerle sitio.

A Chloe la habían mandado lejos la misma semana en que empezó a notársele el embarazo. Su bebé se había quedado con la tía con la que había vivido los últimos seis meses y, del mismo modo, al chico con el que salía lo habían enviado a vivir con unos parientes en una ciudad tan lejana que Miel nunca había oído hablar de ella.

Sus hermanas debían echarla de menos y, a la vez, considerarla una extraña. Una joven alta que de pronto era madre, con los brazos y la nariz afilados, pero las caderas y los pechos suaves.

—Ivy —llamó.

Se dio la vuelta.

Miel era una de las cien chicas que dormiría mejor si las Bonner perdieran su peculiar poder, pero le era imposible no sentir un poco de pena por Ivy.

—Si alguna vez necesitas a alguien con quien hablar…

La chica se detuvo un segundo y luego asintió, lo que le ahorró a Miel tener que terminar la frase y a ella misma tener que oírla.

Cuando la luna era nuestra

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