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Bahía de la Verdad

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Aracely había intentado inmunizar a Miel. A menudo, traía a casa calabazas Jarrahdale de corteza azul y Rouge Vif d’Etampes de naranja intenso, y la chica se escondía en el armario del pasillo. Después, Aracely le narraba lo que hacía desde la cocina. «La he abierto. Ahora voy a vaciarla. La he puesto en la olla». Aun así, Miel se quedaba en el armario, preocupada ante la posibilidad de que brotaran nuevas enredaderas del tallo cortado de la calabaza.

Era otra cosa por la que Aracely casi le había preguntado una decena de veces; abría la boca y luego dudaba. Por qué para Miel una calabaza no era solo una calabaza. Una pregunta que la mujer sabía que no debía pronunciar en voz alta. Esa vacilación siempre le indicaba a la chica que las palabras que iba a pronunciar eran más profundas que si les quedaban huevos azules o si había visto su jersey amarillo. Miel se preguntaba si algo que había cruzado su rostro le había mostrado a Aracely el hilo de miedo que llevaba dentro. «Por favor. Por favor, no hagas preguntas. Por favor, no lo arruines, no destruyas la vida que tengo contigo al obligarme a decírtelo».

Ahora, en el límite de la granja de los Bonner, se rodeaba con los brazos y se clavaba los dedos. La luz de la casa se derramaba sobre los campos y calentaba el suave gris de las calabazas Lumina. La visión de las cortezas envolvió a Miel en la sensación de que iban a aplastarla, de que les crecerían lianas con las que la atravesarían. Le robarían la vida para hacerse más grandes, mientras ella se volvería lo bastante pequeña para tragársela.

Había sido una estupidez ir allí y lo sabía. Era más de medianoche, una hora demasiado tardía para fingir que había ido a buscar a Sam, e incluso para mentir y pretender que quería ver a Lian o a Peyton.

Sin embargo, necesitaba ver las calabazas.

No había sido un delirio causado porque Ivy le cortase la rosa. Más calabazas se habían convertido en cristal. Constelaciones de ellas destellaban, pesadas y brillantes. La carne viva de unas pocas se había convertido, como flores congeladas en hielo.

La pequeña tormenta que se había desatado entre las hermanas Bonner se había desbordado al exterior de la casa de su familia. Querían desplazarse para tratar de devolverle a Chloe el espacio que había ocupado, pero no eran capaces de asentarse en el lugar en el que habían estado antes de que se fuera. Todavía mantenían el poder compartido de ser las Bonner. Todavía era fuerte. Sin embargo, empezaba a convertirse en algo titubeante y dentado, y los campos lo reflejaban.

El aire de la noche la acarició. El frío la atravesó y en la voz hueca del viento escuchó el triste murmullo de su madre. Para los demás, sonaría como el aviso de una tormenta. Sin embargo, cuando Miel escuchaba, cuando cerraba los ojos y encontraba ese zumbido en el viento, oía a su madre, atrapada entre esa vida y marcharse.

Nunca oía a su padre. Ni siquiera recordaba si había muerto o si los había abandonado. Aunque ¿cómo iba a haberlos abandonado? Se aferró al pensamiento de cómo le envolvía la muñeca con una venda. Le decía que le dolía cuando se la apretaba demasiado y la voz tranquila de él le explicaba que tenía que estar apretada para que se curase. La leve consternación que mostraba cuando le miraba la herida y descubría que volvían a salirle hojas nuevas. «No te preocupes, mija, lo conseguiremos la próxima vez», le decía con seguridad, como si fuera posible hacer desaparecer las rosas.

Esos recuerdos representaban para Miel la certeza de que su padre no los había dejado, a pesar de estar mezclados con la sensación de no ser reales y pertenecer a alguna otra persona.

Eso la llevaba a la horrible posibilidad de que lo hubieran perdido. Dejaba a Miel con la tarea de adivinar cómo, de preguntarse si había sido culpa suya.

Con cada guiño de cristal que encontraba la luna, el canto de su madre sonaba un poco más agudo y más parecido a un débil sollozo.

El señor y la señora Bonner se darían cuenta. Si les preguntaban, sus hijas culparían a Miel. Chloe e Ivy les dirían a su madre y a su padre que no era solo una chica que había estado hecha de agua, sino que su madre había intentado matarla. Las hermanas que la mitad del pueblo tachaba de brujas la acusarían de lo mismo a ella, una chica malvada que el río había conservado y después soltado, que ahora había convertido sus campos en cristal.

Las mentiras en manos de las Bonner cortaban como mil pares de tijeras, de latón y oxidadas. Si difundían la historia, el alma de su madre nunca se libraría de ese peso. La perseguiría, se le clavaría y la arrastraría. Su madre ya estaba demasiado cerca; la vigilaba y buscaba al hermano que Miel nunca volvería a ver.

Tenía que hacer lo que Ivy le había dicho. Tenía que esperar a que la próxima rosa creciera y floreciera, para luego dejar que las Bonner se la llevaran.

La pregunta de por qué las querían la atormentaba. Dudaba que fuera tan simple como hacer que los chicos se enamoraran de ellas. Ya sabían cómo hacer eso. Ni siquiera Chloe, con los meses transcurridos y los rumores que se le prendían al pelo como cintas, había perdido el resplandor en la piel.

No saber era lo peor. Si querían las rosas por un chico en particular o por todos. Si significaba que Ivy estaba empeñada en el chico que no había mostrado interés en el río o si una de sus hermanas se había decidido por uno de otro pueblo que nunca había oído hablar de las Bonner y no estaría preparado para su fuerza.

O Sam. Esa posibilidad también le susurraba. Trabajaba en la granja familiar. Ningún otro chico se había acercado tanto a ellas sin desearlas.

Miel se llevó la palma de la mano a la muñeca; el músculo todavía le dolía. Las palabras que no había encontrado cuando Ivy abrió aquellas tijeras le llenaron la boca.

—No —susurró a los campos—. No te llevarás esa parte de mí.

Si intentaban llevarse a Sam, haría todo lo posible para detenerlas, pero esa elección era de él. Esta era suya.

—No soy vuestro jardín —dijo, las palabras no más fuertes que el hilo de la voz de su madre que transportaba el viento—. No soy una de las vides de calabaza de vuestro padre. No sois dueñas de lo que cultivo.

El viento y el crepitar de las hojas y las vides le respondieron.

Los destellos del cristal se veían más apagados. En lugar de brillo, distinguió el gris crema de las calabazas Estrella y el verde azulado profundo de las Alas de otoño.

El viento y el hilo de voz de su madre se calmaron.

Era la primera vez que la visión de las calabazas, frescas y vivas, la reconfortaba. Se irguió frente a los campos en lugar de encogerse. Era una señal tan importante como la que le había dado su madre. Entre ellas, las calabazas eran un lenguaje tan claro como desconocido para el resto. Escuchar el lejano rumor de la voz de su madre era como recibir su bendición.

No lo haría. La próxima vez que tuviera una rosa completa en la muñeca, se mantendría lejos de las Bonner.

Una sensación de cansancio la invadió, agotamiento y alivio a partes iguales. Quería sumergirse en ella y desplomarse en la cama con la ropa puesta. No importaba que las hermanas pensaran amenazarla, no cedería. La decisión la había dejado agotada y lista para deslizarse bajo el brillo de las lunas de Sam.

Regresó a la casa violeta y encontró la luz encendida en la cocina.

Aracely estaba frente al calendario de pared, con el cinturón de la bata atado en un nudo medio desecho.

La miró y se fijó en su jersey y sus vaqueros, en que no llevaba camisón.

—¿Qué hacías fuera?

—¿Qué haces tú levantada? —preguntó Miel.

—Trato de recordar la última vez que vino Emma. —Estudió el calendario—. Creo que ya le toca.

Emma Owens, la mujer rubia y menuda que dirigía la secretaría de la escuela, se las arreglaba para que le rompieran el corazón al menos una vez cada dos meses. Se enamoraba de hombres que no llamaban, o de hombres que llamaban y ella espantaba con su gratitud y sus prisas. Con treinta y pocos años y empeñada en casarse antes de los treinta y cinco, acababa sollozando en la mesa de Aracely al menos una vez por estación.

Cada vez que le ponía las manos en la caja torácica, Aracely le decía a la señora Owens que tenía que ir con más calma, que el corazón adecuado encontraría el suyo, pero solo cuando ambos estuvieran preparados. Sin embargo, después de curarla y liberarla del amor no correspondido hacia algún comerciante de productos regionales o un contable, al poco de levantarse de la mesa ya tenía otra cita con otro hombre que oscilaba entre el interés y la indiferencia. Incluso con sus remilgadas chaquetas de punto abotonadas con perlas, era lo bastante guapa y lo bastante rubia como para pasar muy pocos viernes por la noche sola.

Miel se colocó al lado de Aracely.

—¿No te preocupa la frecuencia con la que viene?

—La primera regla de un negocio es no cuestionar nunca a un cliente habitual. Además, sé lo que hago.

—Un día le vas a arrancar todo el corazón.

—Me encantaría tener que explicar eso.

Miel extendió una mano como si resaltase un titular.

—«Curandera mata por accidente a una mujer local».

—Quita lo de «por accidente» —dijo Aracely—. Jamás se lo creerían.

—Una corrección de la portada del lunes. «La bruja lo hizo a propósito».

La mujer chasqueó la lengua y negó con la cabeza, como las señoras que chismorrean en el mercado.

—«Le arrancó el corazón del cuerpo a esa pobre mujer».

Miel la miró.

—Sabes que mis antepasados sabían hacerlo en menos de quince segundos, ¿verdad?

Aracely le enseñó las manos.

—No con esta manicura.

Miel sintió que el aire se asentaba entre las dos y la mujer se liberó de la irritación por tener que llamar a Sam.

—Lo siento —dijo—. Lo de antes. No volverá a ocurrir.

Aracely asintió, tanto por el calendario como por Miel.

—Lo sé.

Cuando la luna era nuestra

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