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Capítulo Uno

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No fueron los truenos de la tormenta que se avecinaba lo que despertó a Lissa Sanderson poco después de medianoche. Ni el sofocante calor tropical de Mooloolaba, que la había obligado a dejar abiertas las ventanas de la casa flotante para aprovechar la mínima brisa que soplara del río. Ni siquiera la preocupante situación económica que llevaba varias semanas padeciendo.

Fueron las pisadas que se acercaban por el muelle.

No eran las pisadas de su hermano –Jared estaba en el extranjero–, y ninguno de sus conocidos iría a visitarla a aquellas horas. Eran las pisadas de un desconocido, pensó con un escalofrío.

Levantó la cabeza de la almohada y prestó atención. El lento pero firme sonido de las pisadas se oía claramente por encima del crujido de las hojas de palma y de la campanilla que colgada encima de la puerta trasera.

Sus pensamientos se remontaron nueve meses atrás… y la sangre se le heló en las venas al pensar en Todd. El Sapo no se atrevería a dejarse ver en aquella parte del mundo… ¿O quizá sí?

No, de ninguna manera. No lo haría.

Apoyó los pies en el suelo y escudriñó la familiar penumbra en busca de la linterna, hasta que recordó que la había dejado en la cocina cuando fue a examinar una nueva gotera en el techo.

El embarcadero pertenecía a los mismos dueños de la lujosa mansión que alquilaban a acaudalados veraneantes. Lissa tenía alquilada la casa flotante y el contrato de arrendamiento no vencería hasta dentro de dos años. Febrero era temporada baja y la mansión llevaba dos semanas desocupada. ¿Podría ser que hubieran llegado nuevos inquilinos y no supieran que el embarcadero estaba alquilado por otra persona?

Rezó porque así fuera.

El garaje por el que se accedía al patio trasero y de ahí a la casa flotante solo se podía abrir con un código de seguridad. ¿Quién podía ser sino un habitante de la casa? Intentó tranquilizarse y no ceder a la inquietud que llevaba meses agobiándola. Las puertas tenían un seguro; al igual que las ventanas, aunque estuviesen abiertas; tenía el móvil junto a ella y bastaba con pulsar un botón para llamar a sus hermanos: Jared y Crystal.

Las pisadas se detuvieron. Un objeto pesado cayó al suelo de madera, haciéndolo vibrar unos segundos. El golpeteo del agua contra el casco le puso los pelos de punta.

Había alguien en su muelle… Justo al otro lado de la puerta.

Agarró el móvil y marcó frenética un número, pero la pantalla permaneció apagada. No tenía batería.

Con el corazón desbocado se dirigió a la puerta del dormitorio. Desde allí se podía ver todo el barco hasta la puerta de cristal. Una ligera llovizna caía sobre la cubierta… y sobre una figura alta y masculina.

Era demasiado ancho de hombros para ser Todd, gracias a Dios, pero podría haber sido el jorobado de Notre Dame, con su perfil iluminado por un relámpago.

Lissa sintió un escalofrío por toda la piel.

Entonces la joroba desapareció y Lissa se dio cuenta de que era una bolsa de viaje. El bulto cayó al suelo con un ruido sordo y la figura se irguió en toda su estatura, tan imponente que Lissa dio un paso atrás y tragó saliva para sofocar el grito de pánico que le subía por la garganta. Se puso rápidamente la bata y se metió el móvil en el bolsillo. Podría salir por la puerta trasera, junto a la cama, pero para abandonar el barco tendría que pasar por el estrecho embarcadero, a pocos pasos del hombre, llegar hasta la cochera y esperar a que se elevara la puerta… No, era más seguro permanecer donde estaba.

Y si aquel hombre no fuese un nuevo inquilino…

Se obligó a avanzar y, sin hacer ruido, descalza, fue sorteando bolsas y cajas hasta que resbaló en un charco que no había estado allí dos horas antes. Se agarró a la diminuta mesa de la minúscula cocina y miró de nuevo al hombre. Un relámpago reveló ropa negra, antebrazos desnudos, pelo corto y negro mojado por la lluvia, recio mentón oscurecido por una barba incipiente… Demasiado atractivo para ser un ladrón. Y le resultaba vagamente familiar.

Se palpó el pecho con unas manos grandes y fuertes y se las llevó a los muslos, como si hubiera perdido algo. La imagen de aquellas manos palpándose los pechos hizo estremecer a Lissa, y un recuerdo de su temprana adolescencia asomó al fondo de su memoria. El recuerdo de un hombre tan alto y atractivo como aquel intruso…

Se sacudió las imágenes de la cabeza. Ya se había dejado engañar por demasiados hombres altos y atractivos. Y aquel hombre se disponía seguramente a forzar la cerradura mientras ella se quedaba mirándolo como una tonta.

Tensó los músculos e intentó pensar en su próximo movimiento, pero el cerebro no terminaba de funcionarle. Olió la relajante fragancia de la vela de jazmín que había prendido antes, la albahaca que había metido en un tarro, la omnipresente humedad del río.

¿Cuál sería su último recuerdo antes de morir?

Observó, paralizada, cómo el intruso se hurgaba en el bolsillo, sacaba algo y se acercaba a la puerta.

La adrenalina la impulsó a actuar. Agarró el objeto más cercano, una caracola del tamaño de su puño, y se irguió en su metro sesenta de estatura.

–Largo de aquí. Esto es una propiedad pri…

La orden, formulada con una voz patéticamente débil, se le quebró en la garganta al oír el estremecedor sonido de una llave girando en la cerradura. La puerta se abrió y el hombre entró, chocando con la campanilla y portando el olor a lluvia con él.

Lissa sacó el móvil del bolsillo.

–No se acerque.

La figura se cernió amenazadora sobre ella, invadiéndola con el intenso olor a hombre mojado.

–He llamado a la policía.

El hombre se detuvo, aparentemente sorprendido pero no asustado, y Lissa comprendió que su voz acababa de delatarla.

Era una mujer. Y estaba sola.

Avanzó, apuntando al cuello del hombre con su improvisada arma, pero él la agarró del brazo.

–Tranquila, no voy a hacerte daño –su voz, profunda y varonil, acompañó al trueno que retumbó en el océano.

–¿Y yo cómo lo sé? –preguntó ella–. Este es mi barco. ¡Fuera de aquí! –apretó la caracola en el puño y volvió a la carga, pero él bloqueó su ataque con el antebrazo y suspiró pesadamente.

–No hagas eso, cariño –murmuró, desarmándola con una facilidad pasmosa. Acto seguido aflojó la mano y la bajó desde la muñeca hasta el codo. Lissa sintió otro escalofrío, incapaz de recuperar el control.

–Este es mi barco –declaró en voz baja y débil.

–Pues yo tengo una llave.

Antes de que Lissa pudiera analizar la respuesta, él la soltó y pasó a su lado para encender la luz. A continuación levantó las dos manos para demostrarle que no pretendía hacerle daño.

Ella parpadeó unas cuantas veces hasta adaptar la vista al súbito resplandor. Vio la marca roja que le había hecho en el cuello con la caracola y comprobó que, efectivamente, tenía una llave y que había encontrado sin problemas el interruptor de la luz. Con lo cual solo podía tratarse de…

Blake Everett.

Se apoyó en la mesa con gran alivio, pero enseguida volvió a ponerse en guardia. Blake llevaba unos vaqueros negros descoloridos y un viejo jersey, también negro y desteñido, remangado hasta la mitad de unos antebrazos fuertes y salpicados de vello.

Era el amigo de Jared. Lissa se había enamorado de él cuando ella tenía nueve años y él dieciocho y recién alistado en la Armada. Cuatro años después volvió a casa al morir su madre y ella siguió amándolo en secreto.

No creía que la hubiese mirado salvo en aquella ocasión en la que, con nueve años, se cayó del monopatín al intentar impresionarlo y solo consiguió romperse la nariz, manchar de sangre la camiseta blanca de Blake y, lo peor de todo, echar a perder su joven orgullo.

Circulaban muchos rumores sobre él, y ninguno bueno. El chico malo, la oveja negra de la familia… Pero Lissa no cambió de opinión hasta que oyó que había dejado embarazada a Janine Baker y que había huido del pueblo para alistarse en la Armada. En cierto modo lo sintió como una traición personal.

Los ojos de Black podían ser tan azules como un cielo tropical o tan fríos como un glaciar, y su aire taciturno e indiferente había avivado los instintos maternales de Lissa. Durante mucho tiempo se imaginó cómo sería ser el centro de aquella mirada.

Y en esos momentos la estaba mirando como ella siempre había deseado… con un inconfundible destello de calor en aquellos ojos azules. Pero Lissa ya no era una cría ingenua e inocente, al menos en lo que se refería a los hombres, y bajo ninguna circunstancia iba a bajar la guardia.

–Me llamo Blake Everett –dijo él, apoyado en la encimera y recorriendo con la mirada la corta bata de Lissa, quien sintió un hormigueo de la cabeza a los pies y cómo se le endurecían los pezones–. Soy…

–Sé quién eres –lo interrumpió ella, sofocando el impulso de cubrirse los pechos.

Blake entornó los ojos y Lissa se fijó en las arrugas que los enmarcaban. Pero sus labios seguían siendo los más sensuales que había visto en su vida: carnosos, firmes, irresistibles…

–En ese caso, me llevas ventaja.

Lissa levantó la mirada hacia la suya. No la había reconocido. Estupendo.

–Yo diría que estamos empatados.

–¿Por qué lo dices?

¿Sería posible que lo conociera? Ignorando los agarrotados músculos tras haber conducido desde Surfers bajo la lluvia y el terrible dolor de cabeza, Blake la observó atentamente mientras intentaba hacer memoria.

Hacía mucho que no estaba tan cerca de una mujer, y menos de una tan atractiva como aquella pequeña pelirroja cuyo olor era una fragancia exquisita comparado con el hedor a testosterona que reinaba en los buques de la Armada. A la luz amarilla su pelo brillaba con más fuerza que una bengala de socorro, y sus ojos eran tan verdes como una laguna tropical. Pero, al igual que las playas de aspecto virgen donde él solía buscar peligros ocultos, percibía una tormenta gestándose tras aquella mirada.

Y con razón. El viejo no le había dicho a la mujer que aquel barco era de Blake y que no podía alquilarse. Diez años atrás, cuando murió su madre, Blake se lo compró a su padre para ayudarlo a saldar sus deudas y para tener un lugar tranquilo y apartado donde hospedarse cuando estuviera de permiso en Australia. No había vuelto a poner un pie en aquel sitio desde entonces.

–Por lo que veo, estás aquí de alquiler. He estado en el extranjero, y mi padre…

–No estoy de alquiler. Mi hermano le compró este barco a tu padre hace tres años, así que ahora pertenece a nuestra familia. Es mi casa, de modo que… tendrás que buscarte otro sitio.

–¿Tu hermano compró el barco? –recordó la transacción y sintió un escalofrío. No debería haber confiado en un ludópata como su padre.

–Jared Sanderson.

¿Jared? El nombre le hizo examinarla más atentamente. El pelo rojizo y despeinado, los ojos de color azul verdoso, labios carnosos y torcidos en una mueca de disgusto… Hacía mucho que había perdido el contacto con Jared, su compañero de surf, pero recordaba a su hermana pequeña.

–¿Eres Melissa? –seguía siendo baja de estatura, pero su cuerpo no era el de la niña que él recordaba. Era el cuerpo de una mujer adulta, y a Blake se le aceleraron los latidos al contemplar sus sensuales curvas.

Alzó la vista de nuevo hacia sus ojos, atisbando de pasada unos pechos grandes y turgentes y una generosa porción de escote blanco, antes de que ella se protegiera con los brazos.

–Siento haberte asustado, Melissa. Debería haber llamado a la puerta.

–Soy Lissa. Y sí, deberías haber llamado.

Los labios se le fruncieron en un mohín que él recordaba bien, pero aquella noche lo encontró extrañamente seductor.

–Lissa.

–Está bien, acepto tus disculpas, aunque me has dado un susto de muerte. No he llamado a la policía porque no tengo batería –lo miró con expresión recelosa–. ¿Qué haces aquí?

–¿Es que un hombre no puede volver a casa después de catorce años? –replicó él secamente.

–Me refiero a qué haces aquí, en el barco.

–Creía que el barco era mío –le había engañado su propio padre. Debería haber ido a verlo antes de ir hasta allí, pero no se había sentido capaz de soportar el inevitable enfrentamiento.

–No, no puede ser… –frunció el ceño con expresión confundida–. No lo entiendo.

–Es una larga historia –repuso él, frotándose el rasguño bajo la barbilla.

–Siento lo del golpe –murmuró ella, ruborizándose–. Voy a por…

–No hace falta. Estoy bien.

Ella no le hizo caso y se desplazó hasta un armario para alcanzar los estantes superiores. Al levantar los brazos la bata rosa se le subió hasta los muslos, firmes, esbeltos y bronceados.

Blake contempló sin disimulo su espectacular trasero mientras ella agarraba un botiquín y sacaba un tubo.

–Esto debería servir para… –se dio la vuelta y lo sorprendió mirándola, pero él no desvió la mirada. Era la mejor imagen que había visto en mucho tiempo.

Le tendió bruscamente el tubo, pero pareció cambiar de opinión, como si temiera el contacto físico, y lo dejó en la mesa.

–¿Y esa larga historia que ibas a contarme?

–Mañana volveré a Surfers y hablaré con mi padre y con Jared. Todo se arreglará –le aseguró. Le reembolsaría el dinero a Jared y ayudaría a Melissa… a Lissa a buscar otro alojamiento.

–¿Cómo se arreglará? Jared adquirió el barco cuando tu padre vendió la casa de Surfers para mudarse al sur. A Nueva Gales del Sur, creo. Nadie sabe exactamente adónde.

A Blake no lo sorprendió enterarse por otra fuente de la supuesta desaparición de su padre. Le había pagado a su padre por el barco el día que se marchó de Australia, pero sin llegar a firmar nada. Los papeles nunca le llegaron, como había quedado acordado, y cuando llamó para pedirlos descubrió que los teléfonos estaban apagados y que las direcciones de los correos electrónicos eran incorrectas. El viejo no había dudado en aprovecharse de él para salirse con la suya, lo cual tampoco era ninguna sorpresa.

–¿Estoy en lo cierto al suponer que la casa también te pertenece? –preguntó ella, señalando la ventana. La tormenta predicha había estallado y un tremendo aguacero oscurecía la vista.

Blake asintió. Al comprar el barco había adquirido la casa de vacaciones de su familia.

–¿Y por qué quieres pasar la noche en el barco, cuando tienes una alternativa mejor? –quiso saber ella.

Blake había encargado que le llenaran la nevera de la mansión y airearan las sábanas, pero no había logrado encontrar la serenidad que necesitaba para instalarse. Demasiado espacio, demasiadas habitaciones, demasiados recuerdos… Incapaz de relajarse, agarró un viejo saco de dormir y se encaminó hasta la orilla con la esperanza de que la soledad y el aire marino aliviaran el terrible dolor de cabeza que sufría desde el accidente. Pero al parecer aquella noche no estaba de suerte.

–Tenía la esperanza de dormir un poco –lo último que esperaba era encontrarse alguien más allí.

–Pero como aquí estoy yo vas a volver a la casa, ¿verdad?

Esa había sido su primera intención. Pero el inesperado cambio de planes lo había hecho darse cuenta de que no estaba tan cansado como creía, y de que no tenía ninguna prisa por darle las buenas noches a la encantadora Lissa Sanderson.

No, aquello no era del todo cierto. Era su cuerpo el que lo acuciaba a quedarse, a embriagarse con la deliciosa fragancia femenina, a volver a tocarle el brazo y sentir la exquisita suavidad de su piel…

Pero su cabeza no le permitiría ceder a sus más bajos instintos. En el ejército era conocido por la frialdad y serenidad que demostraba bajo presión, incluso en las situaciones más peligrosas. La misma frialdad que le echaban en cara las mujeres antes de cerrarle la puerta en las narices.

Lissa Sanderson, con sus apetitosas curvas y penetrante mirada, era un riesgo que debía evitar por el bien de ambos.

–Está bien, te dejaré en paz… Por ahora.

–¿Por ahora? –repitió ella con incredulidad–. ¡Esta es mi casa! –exclamó en tono desesperado–. No lo entiendes… ¡Necesito este sitio!

–Cálmate, por amor de Dios –las mujeres y sus reacciones exageradas–. Encontraremos alguna solución.

Por primera vez desde que pisó el barco miró a su alrededor y lo comparó con el aspecto que recordaba de años atrás, cuando pertenecía a su padre y Blake vivía en él.

Un sofá azul, hundido bajo el peso de cajas abiertas y cerradas, ocupaba el espacio donde una vez había habido un tresillo de cuero. La cocina permanecía igual, salvo por un microondas y un montón de papeles en el banco. La mirada de Blake se posó levemente en un aviso de pago sujeto con un imán en el frigorífico.

El barco estaba atestado de trastos. No quedaba ni un hueco libre. Lienzos apoyados en la pared, latas llenas de pinceles, lápices y carboncillos, camas cubiertas de revistas, libros, retales y paletas. ¿Cómo podía vivir alguien con semejante desorden?

Tal vez se debiera a la fragancia a flores o a las macetas que ocupaban un estante junto a una ventana, pero el caso era que se respiraba un aire relajante y hogareño bajo aquel caos doméstico. Blake no había experimentado nada igual desde que vivió con su madre, y se preguntó si podría conciliar el sueño en un lugar así.

Debería largarse de allí, buscar algo para alquilar en la costa mientras estuviera en Australia y olvidar que había visto a Melissa Sanderson. Lo único que quería era soledad.

Un goteo constante le llamó la atención. Levantó la mirada y vio caer una gota plateada a contra luz, seguida rápidamente por otra. La gotera debía de llevar bastante tiempo, a juzgar por el recipiente medio lleno que había debajo. Al examinar el techo con más atención vio otras manchas de humedad.

–¿Desde cuándo hay goteras?

Ella miró el techo y apartó rápido la mirada.

–Desde no hace mucho. Puedo arreglármelas sola, no es nada –declaró a la defensiva.

Interesante. Si Blake no recordaba mal, la joven Melissa era de todo menos independiente.

–¿Nada? Fíjate bien, encanto. Si el agua llega a esa toma de corriente tendremos un serio problema.

Ella volvió a mirar hacia arriba y frunció el ceño. Era evidente que no se había percatado de la magnitud de los daños.

Blake se fijó en el charco que se formaba junto a los pies de Melissa, rodeando el frigorífico.

–¿Es que no sabes lo que pasa cuando el agua entra en contacto con la electricidad?

–Claro que lo sé –espetó ella–. Y soy yo quien tiene un problema, no nosotros.

Él sacudió la cabeza.

–Me da igual de quién sea el problema. En estos momentos el barco no es un lugar seguro –habiendo visto los riesgos su conciencia no le permitiría dejarla allí sola.

Un relámpago iluminó la noche, seguido por un trueno que retumbó con furia.

–Tienes dos minutos para recoger tus cosas –dijo, golpeando la mesa con los nudillos–. Vas a dormir en la casa.

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