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II
Оглавлениеque trata del color de los cabellos
Mi tío Guillermo solía decir, y lo sentaba como máxima invariable, que nadie debe pasar por París sin detenerse allí veinticuatro horas. Y yo, con el respeto debido a la madura experiencia de mi tío, me instalé en el Hotel Continental de aquella ciudad, resuelto a pasar allí un día y una noche, camino del... Tirol. Fui a ver a Jorge Federly en la embajada, comimos juntos en Durand y después nos fuimos a la Opera; tras una ligera cena nos presentamos en casa de Beltrán, poeta de alguna reputación y corresponsal de La Crítica, de Londres. Ocupaba un piso muy cómodo, y hallamos allí algunos amigos suyos, personas muy simpáticas todas, con quienes pasamos el rato agradablemente, fumando y conversando. Sin embargo, noté que el dueño de la casa estaba preocupado y silencioso, y cuando se hubieron despedido todos los demás y quedádonos solos con él Federly y yo, empecé a bromear a Beltrán, hasta que exclamó, dejándose caer en el sofá:
—¡Pues nada, que tienes tú razón y estoy enamorado, perdidamente enamorado!
—Así escribirás mejores versos—le dije por vía de consuelo.
Se limitó a fumar furiosamente sin decir palabra, en tanto que Federly, de espaldas a la chimenea, lo contemplaba con cruel sonrisa.
—Es lo de siempre, y lo mejor que puedes hacer es cantar de plano, Beltranillo—dijo Federly.—La novia se te va de París mañana.
—Ya lo sé—repuso Beltrán furioso.
—Pero lo mismo da que se vaya o que se quede. ¡La dama pica muy alto para ti, poeta!
—¿Y a mí qué?
—Vuestra conversación me interesaría muchísimo más—observé,—si supiera de quién estáis hablando.
—Antonieta Maubán—dijo Federly.
—De Maubán—gruñó Beltrán.
—¡Hola!—exclamé.—¡Conque esas tenemos, mocito!
—¿Me haces el favor de dejarme en paz?
—¿Y adónde va?—pregunté, porque la dama gozaba de cierta celebridad y su nombre no me era desconocido.
Jorge hizo sonar las monedas que tenía en el bolsillo, miró a Beltrán dirigiéndole su más despiadada sonrisa y replicó:
—Nadie lo sabe. Y a propósito, Beltrán; la otra noche vi en su casa a todo un personaje, el duque de Estrelsau. ¿Le conoces?
—Sí, ¿y qué?
—Muy cumplido caballero, a fe mía.
Era evidente que las alusiones de Jorge al Duque tenían por objeto aumentar las penas del pobre Beltrán, de donde inferí que el Duque había distinguido a la señora de Maubán con sus atenciones. Era ella viuda, hermosa, rica, y la voz pública decíala ambiciosa. Nada tenía de extraño que procurase, como lo había insinuado Jorge, conquistar a un personaje que ocupaba en su país lugar inmediato al del Rey; porque el Duque era hijo del finado rey de Ruritania y de su segunda y morganática esposa y, por consiguiente, hermano paterno del nuevo Rey. Había sido el favorito de su padre, quien fue objeto de muy desfavorables comentarios al crearlo Duque y dar por nombre a su ducado el de la capital del Reino. Su madre había sido de buena familia pero no de alta nobleza.
—¿Sigue en París el Duque?—pregunté.
—¡Oh, no! Se ha ido porque tiene que asistir a la coronación; ceremonia que de seguro no le hará mucha gracia. ¡Pero no desesperes, Beltrán! Con la bella Antonieta no se ha de casar, por lo menos mientras no fracase otro plan. Sin embargo, quizás ella...—Hizo una pausa y dijo, riéndose:—No es fácil resistir las atenciones de un príncipe real, ¿no es así, Rodolfo?
—¿Te callarás?—le dije, y levantándome, dejé a Beltrán en las garras de Jorge y me fui al hotel.
Al siguiente día Jorge Federly me acompañó a la estación, donde tomé un billete para Dresde.
—¿Vas a contemplar las pinturas?—preguntó Jorge guiñándome el ojo.
Jorge es un murmurador incorregible, y si hubiese sabido que yo iba a Ruritania, la noticia hubiera llegado a Londres en tres días. Iba, pues, a darle una respuesta evasiva cuando le vi dirigirse apresuradamente al otro extremo del andén y saludar a una joven bonita y muy elegantemente vestida, que acababa de dejar la sala de espera. Podría tener unos treinta o treinta y dos años y era alta, morena y algo gruesa. Mientras hablaba con Jorge noté que me miraba, con gran disgusto mío, porque no me consideraba muy presentable con el largo gabán ruso que me envolvía para preservarme del frío en aquella destemplada mañana de abril, sin contar la bufanda que llevaba al cuello y el sombrero de fieltro calado hasta las orejas.
—Tienes una encantadora compañera de viaje—me dijo Federly al reunírseme.—Esa es la diosa adorada de Beltrán, la bella Antonieta, que va, como tú, a Dresde... a ver pinturas también, probablemente. Sin embargo, me extraña que precisamente ahora no desee tener el honor de conocerte.
—No he podido serle presentado—dije un tanto mohino.
—Pero yo me ofrecí a presentarte y me contestó que otra vez sería. No importa, chico; quizás haya un descarrilamiento o un choque durante el viaje y tengas oportunidad de dejar plantado al duque de Estrelsau.
Pero ni la señora de Maubán ni yo tuvimos el menor desastre, y bien puedo afirmarlo de ella con tanta seguridad como de mí, porque tras una noche de descanso en Dresde, al continuar mi jornada, la vi subir a un coche del mismo tren que yo había tomado. Comprendiendo que deseaba hallarse sola, evité cuidadosamente acercármele; pero vi que llevaba el mismo punto de destino que yo y no dejé de observarla atentamente sin que ella lo notase.
Tan luego llegamos a la frontera de Ruritania (y por cierto que el viejo administrador de la aduana se quedó mirándome con tal fijeza que me hizo recordar más que nunca mi parentesco con los Elsberg), compré unos periódicos y me hallé con noticias que modificaron mi itinerario. Por motivos no muy claramente explicados, se había anticipado repentinamente la fecha de la coronación, fijándola para dos días después. En todo el país se hablaba de la solemne ceremonia y era evidente que Estrelsau, la capital, estaba atestada de forasteros. Las habitaciones disponibles alquiladas todas, los hoteles llenos, iba a serme muy difícil obtener hospedaje, y dado que lo consiguiera tendría que pagarlo a precio exorbitante. Resolví, pues, detenerme en Zenda, pequeña población a quince leguas de la capital y a cinco de la frontera. El tren en que yo iba, llegaba a Zenda aquella noche; podría pasar el día siguiente, martes, recorriendo las cercanías, que tenían fama de muy pintorescas, dando una ojeada al famoso castillo e ir por tren a Estrelsau el miércoles, para volver aquella misma noche a dormir a Zenda.
Dicho y hecho. Me quedé en Zenda y desde el andén vi a la señora de Maubán, que evidentemente iba sin detenerse hasta Estrelsau, donde por lo visto contaba o esperaba conseguir el alojamiento que yo no había tenido la previsión de procurarme de antemano. Me sonreí al pensar en la sorpresa de Jorge Federly si hubiera llegado a saber que ella y yo habíamos viajado tanto tiempo en buena compañía.
Me recibieron muy bien en el hotel, que no pasaba de ser una posada, presidida por una corpulenta matrona y sus dos hijas; gente bonachona y tranquila, que parecía cuidarse muy poco de lo que sucedía en la capital. El preferido de la buena señora era el Duque, porque el testamento del difunto Rey lo había hecho dueño y señor de las posesiones reales en Zenda y del castillo, que se elevaba majestuosamente sobre escarpada colina al extremo del valle, a media legua escasa del hotel. Mi huéspeda no vacilaba en decir que sentía no ver al Duque en el trono, en lugar de su hermano.
—¡Por lo menos al duque Miguel lo conocemos!—exclamaba.—Ha vivido siempre entre nosotros y no hay ruritano que no sepa de él. Pero el Rey es casi un extraño; ha residido tanto tiempo fuera del país, que apenas si de cada diez hay uno que lo haya visto.
—Y ahora—apoyó una de las muchachas,—dicen que se ha afeitado la barba y que no hay quien lo conozca.
—¡Que se ha quitado la barba!—exclamó la madre.—¿Quién te lo ha dicho?
—Juan, el guardabosque del Duque, que ha visto al Rey.
—¡Ah, sí! El Rey, señor mío, está de cacería en una posesión que tiene el Duque, ahí en el bosque; de Zenda irá a Estrelsau para la coronación el miércoles por la mañana.
Me interesó la noticia y resolví dirigir al día siguiente mis pasos hacia la casa del guarda, con la esperanza de ver al Rey.
—¡Ojalá se quedase cazando toda la vida!—me decía mi huéspeda.—Cuentan que la caza, el vino y otra cosa que me callo, es lo único que le gusta o le importa. Pues que coronen al Duque; eso es lo que yo quisiera, y no me importa que me oigan.
—¡Cállese usted, madre!—dijeron ambas mozas.
—¡Oh, son muchos los que piensan como yo!—insistió la vieja.
Reclinado en cómodo sillón, de brazos, me reía al oirlas.
—Lo que es yo—declaró la menor de las hijas, una rubia regordeta y sonriente,—aborrezco a Miguel el Negro. ¡A mí déme usted un Elsberg rojo, madre! Del Rey dicen que es tan rojo como... como...
Me miró maliciosamente y lanzó una carcajada, sin hacer caso de la cara hosca que ponía su hermana.
—Pues mira que muchos han maldecido antes de ahora a esos Elsberg pelirrojos—refunfuñó la buena mujer; y yo me acordé en seguida de Jaime, cuarto conde de Burlesdón.
—¡Pero nunca los ha maldecido una mujer!—exclamó la moza.
—También, y más de una, cuando ya era tarde—fue la severa respuesta, que dejó a la doncella callada y confusa.
—¿Cómo es que el Rey se halla aquí, en tierras del Duque?—pregunté para romper el embarazoso silencio.
—El Duque lo invitó, mi buen señor, a que descansase aquí hasta el miércoles, mientras él preparaba la recepción del Rey en Estrelsau.
—¿Es decir que son buenos amigos?
—Los mejores del mundo.
Pero la linda rubia no era de las que se callan por largo tiempo, y exclamó:
—¡Sí, se quieren tanto como pueden quererse dos hombres que ambicionan el mismo trono y la misma mujer!
Su madre le dirigió una mirada furibunda, pero aquellas palabras habían picado mi curiosidad; y antes de que la vieja pudiera reñirla, le pregunté:
—¿Cómo es eso? ¿La misma mujer?
—Todo el mundo sabe que Miguel el Negro—bueno, madre, el duque Miguel,—daría su alma por casarse con su prima, la princesa Favia, que está destinada al Rey.
—¡Pobre Duque!—repuse.—Declaro que empiezo a compadecerlo. Pero el segundón tiene que contentarse con lo que el mayor le deje, y aun dar gracias a Dios de que algo le toque.—Y pensando en lo que a mí mismo me sucedía, me encogí de hombros y me eché a reír. También recordé entonces a Antonieta de Maubán y su viaje a Estrelsau.
—Lo que es Miguel el Negro...—continuó la muchacha arrostrando la indignación de su madre; pero en aquel momento se oyeron unos pesados pasos y una voz brusca preguntó, con acento amenazador:
—¿Quién habla del duque Miguel con tan poco respeto y en sus propias tierras?
La muchacha dio un ligero grito, entre atemorizada y risueña.
—¿No me acusarás a tu amo, Juan?—preguntó.
—Ahí tienes lo que nos traes con tu charla—dijo la madre.
El hombre que había hablado entró en la habitación.
—Tenemos un huésped, Juan—dijo la posadera al recién llegado, que inmediatamente se quitó la gorra. Pero al verme retrocedió un paso, como ante una aparición.
—¿Qué tienes, Juan?—preguntó la mayor de las jóvenes.—Este señor es un viajero, que viene a ver la coronación.
El guardabosque se había repuesto de su sorpresa, pero seguía mirándome fijamente, con expresión de intensa curiosidad no exenta de amenaza.
—Buenas noches—le dije.
—Buenas noches, señor—murmuró, observándome sin cesar, hasta que la rubia exclamó con gran risa:
—¡Sí, míralo bien, Juan; es tu color favorito! Lo ha sorprendido el color de su cabello, señor viajero; color que no es el que más vemos aquí en Zenda.
—Dispense el señor—balbuceó el mozo, todavía sorprendido.—No creí encontrar aquí más que a los de casa.
—Denle ustedes un vaso de vino para que lo beba a mi salud. Buenas noches a todos, y gracias, señoras mías, por su bondad y su grata conversación.
Me levante, e inclinándome ligeramente me dirigí hacia la puerta. La alegre muchacha corrió a alumbrar el camino y el joven retrocedió un paso, fijos los ojos en mí. Al llegar a su lado me dijo:
—Con perdón, señor: ¿conoce usted al Rey?
—Jamás lo he visto, pero espero conocerlo el miércoles.
Nada más dijo, pero presentí que sus ojos siguieron clavados en mí hasta que se cerró la puerta. Mi picaresca conductora iba delante y al subir la escalera me dijo:
—No hay remedio; el pelo de usted es de un color que no le gusta a Juan.
—¿Prefiere quizás el tuyo, eh?
—¡Oh! quiero decir en un hombre—replicó coquetonamente.
—Vamos a ver—dije asiendo el candelero que tenía ella en la mano;—¿qué importa que un hombre tenga el pelo de tal o cual color?
—Lo que sé es que a mí me gusta el de usted; es el rojo de los Elsberg.
—Te repito que lo del color es una bicoca, una fruslería. Como ésta; toma.—Y le di algunas monedas.
—¡Cielo santo!—exclamó.—Lo que es esta noche voy a cerrar la puerta de la cocina, por si acaso.
De entonces acá he aprendido que el color del pelo es en ocasiones detalle de la más alta importancia para un hombre.