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IV

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el rey acude a la cita

Al despertarme no hubiera podido decir si había dormido un minuto o un año. Me despertó repentinamente una sensación de frío; el agua chorreaba de mi cabeza, cara y traje, y frente a mí divisé al viejo Sarto, con su burlona sonrisa y con un cubo vacío en la mano. Sentado a la mesa, Federico de Tarlein, pálido y desencajado como un muerto.

Me puse en pie de un salto, y exclamé encolerizado:

—¡Esto pasa de broma, señor mío!

—¡Bah! No tenemos tiempo de disputar. No había modo de despertarlo, y son las cinco.

—Repito, coronel...—iba a continuar más irritado que nunca, aunque medio helado el cuerpo, cuando me interrumpió Tarlein apartándose de la mesa y diciéndome:

—Mire usted, Raséndil.

El Rey yacía tendido cuan largo era en el suelo. Tenía el rostro tan rojo como el cabello y respiraba pesadamente. Sarto, el irrespetuoso veterano, le dio un fuerte puntapié, pero no se movió. Entonces noté que la cara y cabeza del Rey estaban tan mojadas como las mías.

—Ya hace media hora que procuramos despertarlo—dijo Tarlein.

—Bebió tres veces más que cualquiera de nosotros—gruñó Sarto.

Me arrodillé y le tomé el pulso, cuya lentitud y debilidad eran alarmantes.

—¿Narcótico?... ¿la última botella?—pregunté con voz apenas perceptible.

—Vaya usted a saber—dijo Sarto.

—Hay que llamar a un médico.

—No encontraríamos uno en tres leguas a la redonda; y además ni cien médicos son capaces de hacerlo ir a Estrelsau. Sé muy bien en qué estado se halla. Todavía seguirá seis o siete horas por lo menos sin mover pie ni mano.

—¿Y la coronación?—exclamé horrorizado.

Tarlein se encogió de hombros, como tenía por costumbre.

—Tendremos que avisar que está enfermo—dijo.

—Me parece lo único que podemos hacer—asentí.

El viejo Sarto, en quien la francachela de la víspera no dejara el más leve rastro, había encendido su pipa y fumaba furiosamente.

—Si no lo coronan hoy—dijo,—apuesto un reino a que no lo coronan nunca.

—¿Pero, por qué?

—Toda la nación, puede decirse, está esperándolo allá en la capital con la mitad del ejército, y digo, con Miguel el Negro a la cabeza. ¿Mandaremos a decirles que el Rey está borracho?

—¡Que está enfermo!

—¿Enfermo?—repitió Sarto con sarcasmo.—Demasiado saben la enfermedad que le aqueja. No sería la primera vez.

—Digan lo que quieran—repuso Tarlein con desaliento.—Yo mismo llevaré la noticia y la daré lo mejor que sepa y pueda.

—¿Creen ustedes que el Rey está bajo la influencia de un narcótico?—preguntó Sarto.

—Yo sí lo creo—repliqué.

—¿Y quién es el culpable?

—Ese infame, Miguel el Negro—rugió Tarlein.

—Así es—continuó el veterano;—para que no pudiera concurrir a la coronación. Raséndil no conoce todavía a nuestro sin par Miguel. Pero usted, Tarlein, ¿cree usted que el Duque no tiene ya elegido candidato al trono, el candidato de la mitad de los habitantes de Estrelsau? Tan cierto como hay Dios, Rodolfo pierde la corona si no se presenta hoy en la capital. Cuidado que yo conozco a Miguel el Negro.

—¿No podríamos llevarlo nosotros mismos a la ciudad?—pregunté.

—Bonita figura haría—dijo Sarto con profundo desprecio.

Tarlein ocultó el rostro entre las manos. La respiración del Rey se hizo más ruidosa y Sarto lo empujó con el pie.

—¡Maldito borracho!—murmuró.—¡Pero es un Elsberg, es el hijo de su padre, y el diablo me lleve si permito que Miguel el Negro usurpe su puesto!

Permanecimos en silencio algunos instantes; después Sarto, frunciendo las pobladas cejas y retirando su pipa de la boca, dijo dirigiéndose a mí:

—A medida que el hombre envejece cree en el hado. El hado lo ha traído a usted aquí y el hado lo lleva también a Estrelsau.

—¡Cielo santo!—murmuré, retrocediendo tembloroso.

Tarlein me miró con viva ansiedad.

—¡Imposible!—dije sordamente.—Lo descubrirían.

—Es una posibilidad contra una certeza—dijo Sarto.—Si se afeita usted apuesto a que nadie duda que sea el Rey. ¿Tiene usted miedo?

—¡Señor mío!

—¡Vamos, joven, calma! Ya sabemos que si lo descubren le cuesta a usted la vida, y también a mí y a Federico. Pero si se niega usted, le juro que Miguel el Negro se sentará en el trono antes de que acabe el día y el Rey yacerá en una prisión o en su tumba.

—El Rey no lo perdonaría nunca—balbuceé.

—¿Pero somos mujerzuelas o qué? ¿Quién se cuida de que el Rey perdone o no?

Medité profundamente, y en la habitación no se oía otro rumor que el tic-tac del reloj, cuyo péndulo osciló cincuenta, sesenta, setenta veces; por fin mi rostro debió reflejar mis pensamientos, porque de repente el viejo Sarto asió mi mano y exclamó conmovido:

—¿Irá usted?

—Sí, iré—dije mirando el postrado cuerpo del Rey.

—Esta noche—continuó Sarto apresuradamente y en voz baja,—debemos pasarla en palacio, de acuerdo con el programa trazado de antemano. Pues bien, apenas nos dejen solos, se queda Federico de guardia en la cámara del Rey, montamos a caballo usted y yo y nos venimos aquí a escape. El Rey estará esperándonos, informado de todo por José, e inmediatamente se pondrá conmigo camino de Estrelsau, mientras que usted saldrá disparado para la frontera, como si lo persiguiera una legión de demonios.

Comprendí el plan en un instante e hice un ademán de aprobación.

—Siempre es una probabilidad—dijo Tarlein,—que por primera vez mostraba alguna confianza en el proyecto.

—Si antes no descubren la substitución—indiqué.

—¡Y si la descubren, yo me encargo de mandar a Miguel el Negro a los profundos infiernos antes de que me toque el turno, como hay Dios!—exclamó Sarto.—Siéntese usted en esa silla, joven.

Obedecí y él se precipitó fuera de la habitación, gritando: «¡José, José!» Volvió a los dos minutos y José con él, trayendo este último un jarro de agua caliente, jabón y navajas de afeitar. El pobre mozo tembló al oir las explicaciones que el coronel creyó necesario darle antes de decirle que me afeitase.

De repente Tarlein se dio una palmada en la frente exclamando:

—¡Pero la guardia, la guardia de honor, que vendrá aquí, verá y se enterará de todo!

—¡Bah! No la esperaremos. Iremos a caballo a la estación de Hofbau, donde tomaremos el tren, y cuando llegue la guardia ya habrá volado el pájaro.

—¿Y el Rey?

—En el sótano, adonde lo voy a transportar ahora mismo.

—¿Y si lo descubren?

—No lo descubrirán. José se encargará de despistarlos.

—Pero...

—¡Basta ya!—rugió Sarto, dando una patada en el suelo.—¡Por vida de! ¿No sé yo lo que arriesgamos? Si lo descubren no se verá en peor predicamento que si no lo coronan hoy en Estrelsau.

Hablando así abrió la puerta de par en par e inclinándose asió y levantó en sus brazos el cuerpo del Rey, dando prueba de un vigor que yo estaba lejos de suponerle. En aquel instante apareció en la puerta la madre de Juan el guardabosque. Permaneció allí algunos momentos y sin manifestar la menor sorpresa nos volvió la espalda y se alejó por el corredor.

—¿Habrá oído?—preguntó Tarlein.

—¡Yo le cerraré la boca!—dijo Sarto con siniestro acento;—y salió llevándose el cuerpo inerte del Rey.

Por mi parte, me dejé caer, medio alelado, en amplio sillón, y José procedió a rasurarme sin pérdida de momento; no tardó en desaparecer mi pobre barba, quedando mi cara tan monda como la del Rey. Al mirarme Tarlein, no pudo menos de exclamar, asombrado:

—¡Por Dios vivo! ¡Ahora sí que realizaremos nuestro plan.

Eran las seis y no teníamos tiempo que perder. Sarto me llevó apresuradamente al cuarto del Rey, donde me puse el uniforme de coronel de la Guardia Real, no olvidando preguntar a Sarto, mientras me calzaba las botas, qué había sido de la vieja.

—Me juró que nada había oído—contestó el coronel;—pero para mayor seguridad la até de manos y pies, la amordacé de firme y la tengo bajo llave en la carbonera, pared por medio del sótano donde duerme el Rey. José cuidará de ambos más tarde.

No pude reprimir la risa y el mismo Sarto me imitó.

—Me figuro—continuó,—que cuando José anuncie a la escolta la partida del Rey, la atribuirán a que nos temíamos una mala pasada. Desde luego juraría que Miguel el Negro no espera ver hoy al Rey en Estrelsau.

Me puse el casco y Sarto me entregó la regia espada, mirándome prolongada y cuidadosamente.

—¡Gracias a Dios que el Rey se afeitó la barba!—exclamó.

—¿Por qué lo hizo?—pregunté.

—Porque la princesa Flavia así lo quiso. Y ahora, a caballo.

—¿Está todo seguro aquí?

—Nada está seguro hoy, pero cuanto podemos hacer está hecho.

En aquel momento se nos unió Tarlein, que vestía uniforme de capitán del mismo regimiento que yo, y a Sarto le bastaron cinco minutos para ponerse también su respectivo uniforme. José anunció que los caballos estaban listos; montamos y partimos al trote rápido. Había empezado la peligrosa aventura. ¿Cuál sería su término?

El aire fresco de la mañana despejó mi cabeza y pude darme perfecta cuenta de cuanto me iba diciendo Sarto, que mostraba sorprendente serenidad. Tarlein apenas habló y cabalgaba como si estuviera dormido; pero Sarto, sin dedicar una sola palabra más al Rey, empezó a instruirme desde luego en mil cosas que necesitaba saber, a enseñarme minuciosamente todo lo relativo a mi vida pasada, a mi familia, mis gustos, ocupaciones, defectos, amigos y servidores. Me detalló la etiqueta de la Corte de Ruritania, prometiendo hallarse constantemente a mi lado para indicarme los personajes a quienes yo debía conocer y la mayor o menor ceremonia con que convenía recibirlos y tratarlos.

—Y a propósito—me dijo,—¿supongo que es usted católico?

—No por cierto—contesté.

—¡Santo Dios, un hereje!—gimió el veterano; y en seguida me enumeró una porción de prácticas y ceremonias del culto católico que me importaba conocer.

—Afortunadamente—continuó,—no se esperará que esté usted muy al tanto, porque el Rey se ha mostrado ya bastante descuidado e indiferente en materia de religión. Pero hay que aparecer lo más afable del mundo con el cardenal, a quien esperamos atraer a nuestro partido ahora que tiene una cuestión pendiente con Miguel el Negro sobre asuntos de procedencia.

Llegamos a la estación, y Tarlein, que había recobrado en parte su presencia de ánimo, dijo brevemente al sorprendido jefe de estación, que el Rey había tenido a bien modificar sus planes. Llegó el tren, tomamos asiento en un coche de primera, y Sarto, cómodamente arrellanado, reanudó su lección. Consulté mi reloj, mejor dicho el reloj del Rey, y vi que eran las ocho en punto.

—¿Habrán ido a buscarnos?—¡pregunté.

—¡Con tal que no descubran al Rey!—dijo Tarlein inquieto, mientras que el impasible Sarto se encogía de hombros.

El prisionero de Zenda

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