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III

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francachela nocturna con un pariente lejano

La conducta del guardabosque del Duque al siguiente día, fue tan atenta y se mostró tan servicial, que hubiera bastado para reconciliarme con él, suponiendo que yo hubiese podido guardarle el menor rencor porque a él le gustase o no el color de mi cabello. Habiendo sabido que me dirigía a la capital, se presentó cuando estaba yo almorzando para decirme que una hermana suya, casada con un acomodado mercader de Estrelsau, lo había invitado a ocupar un cuarto en su casa durante las fiestas de la coronación. Que había aceptado de mil amores, pero ahora se hallaba con que sus deberes no le permitían ausentarse. Por lo tanto me rogaba que aceptase la invitación en su lugar, asegurándome que la casa, aunque modesta, era cómoda y limpia, y que su hermana se avendría al cambio con placer; acabando por recordarme las molestias que me aguardaban en los coches atestados del tren, en mis idas y venidas entre Zenda y Estrelsau. Acepté su oferta sin la menor vacilación y él fue a telegrafiar a su hermana mientras yo preparaba mis efectos para tomar el próximo tren. Pero me quedaba todavía el deseo de ir al bosque y llegarme hasta la casilla del guarda; y cuando mi linda camarera me dijo que podía tomar el tren en otra estación, andando cosa de dos leguas a través del bosque, resolví enviar mi equipaje directamente a las señas que había dejado Juan, dar mi paseo y continuar después el viaje a Estrelsau. Juan había partido ya y nada supo de este cambio en mis planes; pero como el único efecto había de ser un retraso de algunas horas en mi llegada a la casa de su hermana, no había para qué enterarlo de ello, y desde luego mi futura huéspeda no se había de preocupar por mi tardanza.

Tomé una ligera colación poco antes de mediodía, y habiéndome despedido de la buena mujer y sus hijas, prometiendo volver a verlas a mi regreso, comencé el ascenso de la colina que lleva al castillo y desde éste al bosque de Zenda. Media hora de pausado andar me llevó a las puertas del castillo. Fortaleza en otro tiempo, los macizos muros se hallaban todavía en buen estado y aparecían muy imponentes. Tras ellos se veía otra sección de la antigua fortaleza, y después de ésta, separada por un ancho y profundo foso que rodeaba también los antiguos edificios, hallábase una hermosa quinta moderna, mandada construir por el difunto Rey y que al presente era la residencia de campo del duque de Estrelsau. Ambas porciones, antigua y moderna, se comunicaban por medio de un puente levadizo, único medio de acceso a la parte antigua de la construcción; en cambio en frente de la quinta se extendía una hermosa y ancha avenida. Era aquella una posesión ideal. Cuando «Miguel el Negro» deseaba compañía, habitaba la quinta; si quería estar solo le bastaba cruzar el puente, alzarlo tras sí, y hubieran sido necesarios un regimiento y una batería de sitio para sacarlo de allí. Proseguí mi camino, alegrándome de ver que el pobre duque Miguel, ya que no pudiese conseguir trono ni princesa, tenía por lo menos una residencia no inferior a la de ningún otro príncipe de Europa.

No tardé en llegar al bosque, cuyos frondosos árboles me proporcionaron fresca sombra por más de una hora. Las ramas se entrelazaban sobre mi cabeza y los rayos del sol podían apenas deslizarse entre las hojas, poniendo aquí y allá brillantes toques sobre el húmedo césped. Encantado con aquel lugar, me senté al pie de un árbol, apoyé la espalda contra su tronco y extendiendo las piernas me entregué a la contemplación de la solemne belleza del bosque, a la vez que aspiraba el delicioso aroma de un buen cigarro. Consumido éste y al parecer satisfecha mi contemplación estética, me quedé profundamente dormido, sin cuidarme para nada del tren que debía de llevarme a Estrelsau ni de la rapidez con que iban deslizándose las horas de aquella tarde. Pensar en trenes en aquel lugar hubiera sido un sacrilegio. Lejos de eso, me puse a soñar que era el feliz esposo de la princesa Flavia, con la cual habitaba en el castillo de Zenda y me paseaba por las sombreadas alamedas del bosque, todo lo cual constituía un sueño muy placentero por cierto. No ocultaré que me hallaba en el acto de estampar un ardiente beso en los lindos labios de la Princesa, cuando oí una voz estridente, que al principio me pareció parte de mi sueño, y que decía:

—¡Pero, hombre, si parece cosa, del diablo! No hay más que afeitarlo y ya tenemos al Rey hecho y derecho.

Aquella ocurrencia me pareció bastante rara, aun para soñada; ¡el sacrificio de mi bien cuidada barba y aguzada perilla transformarme en un monarca! Hallábame a punto de besar otra vez a mi princesa, cuando me convencí, muy a mi pesar, de que estaba despierto.

Abrí los ojos y vi a dos hombres que me contemplaban con gran curiosidad. Ambos vestían trajes de caza y llevaban sus escopetas. Bajo y robusto uno de ellos, con una cabeza redonda como bala de cañón, áspero bigote gris y pequeños ojos azules. El otro era joven, esbelto, de mediana estatura, moreno y de distinguido porte. Desde luego me pareció el primero un veterano y el otro un joven noble, pero también soldado. Más tarde tuve ocasión de ver confirmado mi juicio.

El de más edad se adelantó, haciendo seña al otro de que le siguiera; y éste lo hizo así, descubriéndose cortésmente, a tiempo que yo me ponía en pie.

—¡Hasta la misma estatura!—oí murmurar al veterano, mientras parecía medir atentamente con la vista los seis pies y dos pulgadas de estatura que Dios me ha dado. Después, haciendo el saludo militar, dijo:

—¿Me sería permitido preguntarle a usted su nombre?

—Mi opinión, señores míos—contesté sonriéndome,—es que habiendo tomado ustedes la iniciativa en este encuentro, les toca también comenzar por decirme sus nombres.

El joven se adelantó con faz risueña.

—El coronel Sarto—dijo presentando a su compañero.—Y yo soy Federico de Tarlein; ambos al servicio del rey de Ruritania.

Me incliné y dije descubriéndome:

—Mi nombre es Rodolfo Raséndil y soy un viajero inglés. También he sido por dos años oficial del ejército de Su Majestad la Reina.

—Pues en tal caso somos hermanos de armas—repuso Tarlein tendiéndome la mano, que estreché gustoso.

—¡Raséndil, Raséndil!—murmuró el coronel Sarto. De repente pareció despertarse un claro recuerdo en su memoria y exclamó:

—¡Por vida de! ¿Sois Burlesdón?

—Mi hermano es el actual Conde de este título.

—¡Claro está! Con esa cabeza no podía ser otra cosa—dijo echándose a reír.—¿No conoce usted la historia, Tarlein?

El joven me miró, algo cortado, con una delicadeza que mi cuñada hubiera admirado grandemente. Y deseoso yo de tranquilizarlo, dije chanceándome:

—¡Ah! Por lo visto la historia es tan bien conocida aquí como entre nosotros.

—¡Conocida!—exclamó Sarto.—Y como siga usted algún tiempo en el país no habrá en toda Ruritania quien la dude.

Empecé a sentirme algo inquieto. Si hubiera sabido hasta qué punto podía leerse mi genealogía en mi aspecto, lo hubiera pensado mucho antes de visitar a Ruritania. Pero a lo hecho pecho.

En aquel momento se oyó una voz imperiosa entre los árboles:

—¡Federico! ¿Dónde te has metido, hombre?

Tarlein se sobresaltó y dijo apresuradamente:

—¡El Rey!

El viejo Sarto se limitó a reírse con sorna.

No tardó en aparecer un joven, a cuya vista lancé una exclamación de asombro; y él, al verme, retrocedió un paso, no menos atónito que yo. A no ser por mi barba, por cierta expresión de dignidad debida a su alto rango y también por media pulgada menos de estatura que él podía tener, el rey de Ruritania hubiera podido pasar por Rodolfo Raséndil y yo por el rey Rodolfo.

Permanecimos un momento inmóviles, contemplándonos. Después me descubrí y saludé respetuosamente. El Rey recobró entonces el uso de la palabra y preguntó con extrañeza:

—Coronel, Federico ¿quién es este caballero?

Iba yo a contestar, cuando el coronel Sarto se interpuso y empezó a hablar al rey en voz baja, con su tono gruñón. La estatura del Rey aventajaba mucho a la de Sarto, y mientras escuchaba a éste, sus ojos se fijaban de cuando en cuando en los míos. Por mi parte lo contemplé larga y detenidamente. Nuestra semejanza era en verdad extraordinaria, si bien noté asimismo los puntos de diferencia. La cara del Rey era ligeramente más llena que la mía, el óvalo de su contorno un tanto más pronunciado, muy poco, y me pareció o me imaginé que a las líneas de su boca les faltaba algo de la firmeza (obstinación quizás) que denunciaban mis comprimidos labios. Pero con todo esto y a pesar de esas diferencias menores, nuestro parecido subsistía, innegable, evidente, portentoso.

El coronel dejó de hablar, pero el rostro del Rey siguió contraído; por último, moviéronse sus labios, se encorvó su nariz (exactamente como le sucede a la mía cuando me río), parpadeó y acabó por echarse a reír de tan buena gana y tan fuertemente, que sus carcajadas resonaron en el bosque, proclamando la jovial disposición de su ánimo.

—¡Bienvenido, primo mío!—exclamó acercándose y dándome una palmada en el hombro, sin cesar de reírse.—Muy disculpable es mi sorpresa, porque no todos los días ve un hombre su propia imagen contemplándole frente a frente. ¿Verdad, señores?

—Espero no haber incurrido en el desagrado de Vuestra Majestad...—comencé a decir.

—¡No, a fe mía! Y la verdad es que nadie con más razón puede aspirar al favor del Rey. ¿Adónde se dirige usted?

—A Estrelsau, para presenciar la coronación.

El Rey miró a sus servidores; continuaba sonriéndose, pero su expresión revelaba ligera inquietud. Sin embargo, el lado cómico de la situación volvió a imponérsele.

—¡Tarlein!—exclamó,—daría mil escudos por contemplar mañana la cara de mi hermano Miguel cuando vea que somos dos. ¡Un par de Reyes, nada menos!—Y sus alegres carcajadas resonaron de nuevo.

—Hablando seriamente—dijo Tarlein,—dudo que sea muy acertada la visita del señor Raséndil a Estrelsau en estos momentos.

El Rey encendió un cigarrillo.

—¿Y bien, Sarto?—preguntó.

—No debe de ir—gruñó el veterano.

—Veamos, coronel; es decir que el señor Raséndil me haría un servicio si...

—Eso, eso; Vuestra Majestad puede darle la forma más cortés y diplomática que juzgue conveniente—dijo Sarto sacando del bolsillo una enorme pipa.

—¡Basta, señor!—exclamé dirigiéndome al Rey.—Hoy mismo saldré de Ruritania.

—¡Eso no!—exclamó el Rey.—Cenará usted conmigo esta noche, suceda después lo que quiera, ¡Voto a! como dice Sarto; no se encuentra uno de manos a boca con un pariente todos los días.

—Nuestra cena de esta noche será sobria—dijo Tarlein.

—No tal—repuso el Rey,—teniendo por convidado a nuestro primo. No por eso olvido que debemos partir mañana temprano, Tarlein.

—Tampoco lo olvido yo—dijo el coronel fumando gravemente,—pero siempre habrá tiempo de pensar en ello mañana.

—¡Ah, viejo Sarto!—exclamó el Rey.—¡Bien dicho! Cada cosa a su tiempo. Andando, señor Raséndil. Y a propósito, ¿qué nombre le han puesto a usted?

—El mismo de Vuestra Majestad—contesté inclinándome.

—¡Bravo! Eso prueba que no se avergüenzan de nosotros—repuso riéndose.—¡Vamos, primo Rodolfo. No tengo palacio ni casa propia por aquí, pero mi amado hermano Miguel me presta una de las suyas y en ella procuraremos tratarlo a usted lo mejor posible.—Y tomando mi brazo, indico a los otros que nos siguiesen y nos pusimos en camino.

Anduvimos por el bosque cosa de media hora y el Rey fumó cigarrillos y charló incesantemente. Mostró vivo interés por mi familia, se rió en grande cuando hablé de los retratos con cabellera de Elsberg, existentes en nuestra galería de antepasados y redobló su risa al oir que mi expedición a Ruritania era secreta.

—¿Es decir que tiene usted que visitar a su depravado primo a escondidas?—dijo.

Al salir del bosque nos hallamos ante un rústico pabellón de caza. Era una construcción de un solo piso, toda de madera. Salió a recibirnos un hombrecillo con modesta librea, y la única otra persona que allí habitaba era una vieja, la madre de Juan, el guardabosque del Duque, según averigüé después.

—¿Está lista la cena, José?—preguntó el Rey.

El hombrecillo contestó que todo estaba pronto y no tardamos en sentarnos a una mesa abundantemente servida. El Rey comía con apetito, Tarlein moderadamente y Sarto con voracidad. Yo me mostré buen comedor, como lo he sido siempre, y el Rey lo notó, sin ocultar su aprobación.

—Nosotros, los Elsberg, nos portamos siempre bien en la mesa, observó.—Pero ¿qué es esto? ¿Estamos comiendo en seco? ¡Vino, José! Eso de engullir sin beber se queda para los animales. ¡Pronto, pronto!

José puso apresuradamente sobre la mesa numerosas botellas.

—¡Acuérdese Vuestra Majestad de la ceremonia de mañana!—dijo Tarlein.

—¡Eso es, mañana!—repitió el viejo Sarto.

El Rey vació una copa a la salud de «su primo Rodolfo,» como tenía la bondad de llamarme, y yo apuré otra en honor «del color de los Elsberg,» brindis que le hizo reír mucho. No diré si era buena la carne que comíamos, pero sí que los vinos eran exquisitos y que les hicimos justicia. Tarlein se aventuró una vez a detener la mano del Rey.

—¿Cómo se entiende?—exclamó éste—Acuérdate, Federico, de que debes partir mañana antes que yo, y por lo tanto tienes que dejar de beber dos horas antes.

Tarlein vio que yo no comprendía.

—El coronel y yo—me explicó,—saldremos de aquí a las seis de la mañana para ir a caballo a Zenda, regresaremos con la guardia de honor a las ocho, y entonces cabalgaremos todos juntos hasta la estación.

—¡El diablo cargue con la tal guardia de honor!—gruñó Sarto.

—No, ha sido una atención muy delicada de mi hermano el pedir esa distinción para su regimiento—dijo el Rey.—¡Ea, primo! Tú no tienes que levantarte temprano. ¡Venga otra botella!

Y despaché otra botella, o, mejor dicho, parte de ella, porque lo menos los dos tercios de su contenido se los apropió el monarca. Tarlein renunció a predicar moderación y pronto nos pusimos todos tan alegres de cascos como sueltos de lengua. El Rey empezó a hablar de lo que se proponía hacer; Sarto, de lo que había hecho; Tarlein se destapó por unas aventuras amorosas, y a mí me dio por encomiar los altos méritos de la dinastía de los Elsberg. Hablábamos todos a la vez y seguíamos al pie de la letra la máxima favorita de Sarto: mañana será otro día.

—Por fin, el Rey puso su copa sobre la mesa y se reclinó en la silla.

—Ya he bebido bastante—dijo.

—No seré yo quien contradiga al Rey—asentí.

La verdad es que había bebido demasiado. Y entonces se presentó José y puso delante del Rey un venerable frasco, que, por su apariencia, debía de haber reposado largos años en obscuro sótano.

—Su Alteza el duque de Estrelsau me ordenó presentar este frasco al Rey cuando hubiese gustado ya otros vinos menos añejos, y suplicarle que lo bebiera en prenda del cariño que le profesa su hermano.

—¡Bravo, Miguel!—exclamó el Rey.—¡Destápalo pronto, José! ¿Pues qué se ha creído mi caro hermano? ¿Que me iba a asustar una botella más?

Destapado el frasco, José llenó el vaso del Rey. Apenas hubo probado el vino nos dirigió una mirada solemne, muy en consonancia con el estado en que se hallaba, y dijo:

—¡Caballeros, amigos míos, primo Rodolfo (¡cuidado que es escandalosa la historia esa, Rodolfo!), la mitad de Ruritania os pertenece desde este momento. ¡Pero no me pidáis una sola gota de este frasco divino, que vacío a la salud de... de ese taimado, del bribón de mi hermano, Miguel el Negro!

Y llevándose el frasco a los labios bebió hasta la última gota, lo lanzó después lejos de sí y apoyando los brazos en la mesa dejó caer sobre ellos la cabeza.

Bebimos una vez más a la salud del Rey y es todo lo que recuerdo de aquella noche. Que no es poco recordar.

El prisionero de Zenda

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