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Un drama de caza (Según las memorias de un juez de instrucción)

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—¡El marido mató a su mujer! ¡Estúpidos! ¡Dame azúcar! Estos gritos me despertaron. Me estiré y sentí una indisposición y pesadez indecibles en todos los miembros. A uno puede dormírsele un brazo o una pierna cuando se acuesta sobre ellos, pero en esa ocasión sentí que todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, se me había paralizado. Una siesta en una atmósfera sofocante, entre el zumbido de moscas y mosquitos, más que reponerlo a uno le enerva y debilita. Roto, bañado en sudor, me levanté y me dirigí a la ventana. El sol, todavía alto, calentaba con el mismo ardor que tres horas atrás. Faltaban muchas aún para que se ocultase y diera paso a la frescura del crepúsculo.

—¡El marido mató a su mujer!

—¡Deja de mentir, Iván Demianich! —grité, dándole al loro un papirotazo en el pico—. Los maridos sólo matan a sus mujeres en las novelas y en los trópicos, donde hierven pasiones africanas. Nosotros ya tenemos suficientes horrores con los robos con agresión y las personas con pasaportes falsos.

—¡Robos con agresión! —repitió Iván Demianich con su pico ganchudo—. ¡Estúpidos!

—¿Qué podemos hacer? ¿Qué culpa tenemos los mortales de las limitaciones de nuestro espíritu? Por otra parte, Iván Demianich, tampoco tenemos la culpa de que con este calor los cerebros se licúen. Tú eres muy inteligente, pero no me cabe duda de que el calor te ha idiotizado.

A mi loro nadie le llama con los nombres que se acostumbran a dar a los pájaros, sino que se le conoce como Iván Demianich. Se le dio este nombre casi por casualidad. Un día en que Polikarp, mi criado, limpiaba la jaula hizo un descubrimiento que impidió que mi noble pájaro llevara un nombre típico de loro. Mi perezoso sirviente descubrió de pronto que el pico del pájaro se parecía de manera asombrosa a la nariz de Iván Demianich, el almacenero del pueblo. Y a partir de ese día el nombre y patronímico de nuestro almacenero quedaron unidos para siempre al loro. A partir de ese día, Polikarp y el resto del pueblo bautizaron al extraordinario pájaro con el nombre de Iván Demianich, incorporándolo así al género humano, en tanto que el almacenero perdió su propio nombre, pues en boca de la gente se convirtió, y así será llamado hasta el fin de sus días, en “el loro del juez”.

Compré a Iván Demianich a la madre de mi predecesor, el juez de instrucción Pospielov, que había muerto poco antes de mi designación. Lo compré con los viejos muebles de roble, los trastos de cocina, y en general todos los bártulos que quedaron en la casa después de su muerte. Mis paredes están decoradas, aún ahora, con las fotos de sus familiares, y el retrato del anterior propietario cuelga sobre mi cama. El difunto, un hombre delgado y fuerte de bigote rojo y labios carnosos, no me quita la mirada de encima desde su deteriorado marco de nogal cada vez que me echo en la cama. No me interesa negar ni a los muertos ni a los vivos —sí así lo sean— el placer de estar colgados en mis paredes.(1)

Iván Demianich sufría tanto por el calor como yo. Esponjaba las plumas, levantaba las alas y repetía las frases que le habían enseñado tanto mi predecesor como Polikarp. Para matar el tiempo, me dediqué a observar detenidamente los movimientos del loro, quien trataba laboriosamente, aunque sin éxito, de escapar de los tormentos del sofocante calor y de los insectos que poblaban sus plumas.

—¿A qué hora se despierta? —esas palabras, pronunciadas por una grave voz de bajo, me llegaron desde la antesala.

—Eso depende —respondió Polikarp—. Algunas veces se levanta a eso de las cinco; otras se queda dormido como un tronco hasta la mañana siguiente. Es natural: no tiene nada que hacer.

—¿Es usted su ayuda de cámara?

—Su criado. Ahora te ruego que dejes de molestarme. ¿No ves que estoy leyendo?

Me asomé a la antesala. Allí estaba Polikarp, tendido sobre el gran arcón rojo. Como de costumbre, leía un libro. Pegado a las páginas, los ojos soñolientos, Polikarp movía los labios y fruncía el ceño. Era evidente que le molestaba la presencia de un mujik barbudo, de elevada estatura, que en vano trataba de continuar la conversación. Al aparecer yo, el mujik se apartó del arcón e hizo una reverencia. Polikarp se incorporó con aire descontento, sin apartar los ojos del libro.

—¿Qué quieres? —le preguntó al campesino.

—Vengo de parte del conde, Excelencia. El conde le envía saludos y lo invita a presentarse de inmediato en su casa.

—¿Ha llegado el conde? —pregunté yo asombrado

—Así es, Excelencia. Llegó ayer por la noche. Me pidió que le entregara una carta.

—Otra vez lo ha traído el diablo —gruñó Polikarp—. Hemos pasado sin él dos veranos tranquilos, y ahora va volver a convertir el distrito en una letrina. Nuevamente caerá la vergüenza sobre nosotros.

—Ten la lengua quieta. Nadie te ha pedido tu opinión.

—No necesito que me la pidan. Diré lo que me venga en gana. De nuevo vendrá usted a casa completamente borracho, o empapado por haber caído al lago con la ropa puesta. ¡Lo que tengo que limpiarla después! ¡Por lo menos tres días de trabajo!

—¿Qué hace ahora el conde? —le pregunté al mujik.

—Estaba comiendo cuando me mandó aquí... Antes de comer estuvo pescando en el pabellón de baños... ¿Qué respuesta debo darle?

Abrí la carta y leí lo siguiente:

Mi querido Lecoq: Si aún vives, gozas de buena salud y no te has olvidado de tu siempre ebrio amigo, no te entretengas ni un momento. Vístete y vuela a mi casa. Llegué anoche y ya estoy medio muerto de tedio. Te espero con una impaciencia sin límites. Quería ir yo mismo a buscarte y traerte a mi cubil, pero el calor me tiene aniquilado. Estoy sentado, abanicándome. Bueno, ¿cómo va tu vida? ¿Cómo se porta tu sabio Iván Demianich? ¿Aún peleas con tu impertinente Polikarp? Por favor, date prisa en venir a contármelo todo.

Tuyo, A. K.

No había necesidad de mirar la firma para reconocer la ebria, torpe y desdibujada escritura de mi amigo el conde Alexei Karnieiev. La brevedad de la carta, sus pretensiones de jovialidad, hacían pensar que mi amigo, con su característica incapacidad mental, había roto muchas páginas antes de lograr redactar su misiva. Con astucia había evitado los adverbios, que eran elementos gramaticales que el conde difícilmente lograba dominar en una primera sentada.

—¿Qué respuesta debo dar, señor? —volvió a preguntarme el mujik.

Tardé en responder, y creo que, en mi caso, todo hombre que poseyera una mente clara habría vacilado. El conde me quería y buscaba sinceramente mi amistad. Yo, por mi parte, no sentía el menor afecto hacia él; es más, me disgustaba. Por consiguiente, hubiera sido más honesto rechazar su trato de una vez por todas, en lugar de continuar con disimulos. Por otra parte, aceptar la invitación del conde significaba hundirme de nuevo en eso que Polikarp calificaba de “pocilga”, lo que dos años atrás, durante la estancia del conde en sus propiedades, había quebrantado mi salud y dañado mi cerebro. Esa vida desordenada y extravagante, si no había logrado acabar del todo con mi organismo, por lo menos me había hecho célebre en la región.

Mi razón me decía la verdad; el recuerdo de lo vivido en un pasado bastante reciente hizo que se me encendiera la cara de vergüenza; mi corazón palpitó ante el temor de no poseer la suficiente fuerza de voluntad para rechazar la invitación del conde. La lucha no duró más de un minuto.

—Dale mis saludos al conde —le dije a su mensajero—, y agradécele que se haya acordado de mí... Dile que estoy muy ocupado y que... Dile que yo...

En el momento en que mi lengua iba a pronunciar un “no” definitivo, me sentí vencido por un súbito sentimiento de soledad. El hombre joven, lleno de vida, fuerza y deseos, que por un mandato del destino fue arrojado a esa aldea en medio de los bosques, quedó sobrecogido por un agudo sentimiento de angustia.

Recordé los jardines del conde, sus invernaderos riquísimos, sus senderos estrechos siempre en penumbra... Esos senderos, protegidos del sol por una bóveda de viejos tilos, me conocían muy bien, como también conocían a las mujeres que habían buscado mí amor en la penumbra... Recordé el lujoso salón y la deliciosa blandura de sus sofás de terciopelo, las espesas cortinas y mullidas alfombras, esa languidez tan amada por los animales jóvenes y sanos...

Recordé mis audacias en la embriaguez, que no conocían límite alguno, mi orgullo satánico, mi desprecio a la vida. Todo mi cuerpo, fatigado de dormir, anheló de nuevo el movimiento...

—¡Dile que iré a verlo!

El mujik hizo una reverencia y se alejó.

—De haberlo sabido, no habría dejado entrar a ese demonio —refunfuñó Polikarp, hojeando precipitadamente su libro.

—Deja en paz ese libro y ve a ensillar a Zorka —ordené con tono severo—. ¡Date prisa!

—¿Prisa? ¡Cómo no! Por supuesto que me daré prisa... Bueno fuera si él saliera en viaje de negocios, pero no, va a colocarse frente a los cuernos del mismo diablo.

Apenas se podía oír lo que mascullaba, y, sin embargo, lo decía con la suficiente claridad como para que llegara a mis oídos. Mi criado, después de pronunciar estas insolencias, se levantó sonriendo, esperando, al parecer, mi respuesta, pero yo fingí no haber escuchado sus palabras. El silencio era la mejor arma que yo podía usar contra Polikarp. Mi manera displicente de dejar pasar sin respuesta sus palabras venenosas lo desarma y le hace perder terreno. Mi silencio lo castiga con más eficacia que un golpe en la nuca o un estallido de palabras injuriosas... Cuando Polikarp salió al patio a ensillar a Zorka, eché una mirada al libro que mi urgencia le impedía seguir leyendo. Era El conde de Montecristo, la terrible novela de Dumas. Mi civilizado idiota lo lee todo, desde las listas de anuncios comerciales hasta los ensayos de Auguste Comte, que guardo en mi baúl, junto con otros libros que no he leído. Pero de toda esa masa de material impreso, lo que él prefiere son las novelas de acción trepidante y tramas terribles, con personajes célebres, venenos, pasillos subterráneos; todo lo demás lo considera una tontería. Un cuarto de hora después, los cascos de mi Zorka levantaban el polvo del camino que une la aldea con el palacio del conde. El sol comenzaba a ponerse, pero aún se sentía un pesado calor. El aire ardiente estaba seco e inmóvil, a pesar de que el camino bordeaba las orillas de un lago enorme. A la derecha estaba el agua; a la izquierda, el follaje primaveral de un bosque de encinas y, sin embargo, mis mejillas sufrían la sequedad de quien atraviesa el Sahara. “¡Si se presentara una tormenta!”, me dije, pensando con delicia en un buen aguacero.

El lago dormía tranquilamente. Ningún ruido respondía al resonar de los cascos de Zorka. Sólo de cuando en cuando el grito penetrante de una becada rompía el silencio funeral del gigante inmóvil... El sol parecía reflejarse en un espejo inmenso y desparramaba una luz cegadora que se extendía desde mi camino hasta los bancos de la orilla opuesta.

La quietud parecía regir todas las formas de vida que pululaban a la orilla del lago. Los pájaros se habían ocultado; no se veía a los peces jugar en el agua, los grillos esperaban en silencio a que el tiempo refrescara. A veces, Zorka me llevaba a través de una espesa nube de mosquitos, y a lo lejos apenas podía ver los tres pequeños barcos del viejo Mijail, nuestro pescador, quien poseía todos los derechos de pesca sobre el lago.

(1) Ruego al lector que disculpe tales expresiones. La historia de Kachimev abunda en ellas y si no las omití fue sólo porque pensé que caracterizaban muy bien al autor de la novela. (A. Ch.)

Un drama de caza

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